XXX

Para Eleazar la muerte era una compañía familiar, y por eso le temía menos que la mayoría de los hombres, pero se negaba a morir injustamente. Ciertamente, había blasfemado y pisoteado los restos de una estatua de la Virgen, pero en ningún momento sus palabras ni sus acciones habían sido intencionadas, pues el yeso no podía considerarse como una materia sagrada y viviente. Ahora bien, el principito vivía. ¿No era eso suficiente? Si la «herejía» que le exhortarían a confesar, si la «fe» a la que le ordenarían renunciar para escapar a la hoguera, no eran más perniciosas que su testaruda devoción por preservar aquella vida preciosa, entonces su proceso debía ser el de la inocencia. No obstante, examinando esta hipótesis se dio cuenta de que ningún argumento presentado por su defensa resistiría al fanatismo de los inquisidores. Más aún, estaba Alegra. Por ella, había que tratar de salir bien del aprieto a cualquier precio para permitirle rehacer su vida si, por suerte, ella escapaba a la red de sus perseguidores. En caso contrario, él debía por lo menos dejarle la posibilidad de abjurar para salvar su vida. ¡Pobre Alegra, que amaba tanto la vida! El martirio no estaba hecho para ella. Por otra parte, ¿no le había siempre enseñado que la vida era el valor supremo y que había que salvarla pasara lo que pasase, incluso si para conseguirlo era preciso hacerle el juego a sus verdugos? Así que personalmente reconocería su culpabilidad, haría un acto de contrición, se arrepentiría humildemente y aceptaría la penitencia para reintegrarse en el seno de la Iglesia. Si se lo permitían, acto seguido iría a Portugal. Si no, ¿terminaría sus días en un lugar perdido, como médico y comadrón rural? Finalmente la calamidad no sería demasiado grande… Cuando tomó su decisión, se durmió profundamente y sólo despertó por la mañana con el ruido de la enorme cerradura de su celda, maltratado por los guardias, todo ello amenizado con un rosario de injurias.

—Prisionero, aquí tienes tu sémola —berrearon a coro—. ¡Despiértate y date prisa en beber! El reverendo padre te espera.

Rápidamente, Eleazar salió de la raquítica cama de paja que le había servido de lecho, sacudió las briznas pegadas a su jubón, cogió el pegajoso tazón y se lo llevó a los labios. Pero al ver cuatro insectos parduscos que daban vueltas desesperadamente en el espeso líquido, sin siquiera tocarla, devolvió su pitanza a los carceleros.

—¡Vámonos! —dijo.

—Tenemos órdenes de hacerte comer primero —gruñó uno de ellos tendiéndole de nuevo el tazón.

A regañadientes, Eleazar lo cogió, hizo como si se dispusiera a beber y luego, fingiendo un súbito calambre en la mano, lo dejó caer al suelo.

—Peor para ti, torpe —se burló el guardia—. ¡Sólo Dios sabe cuándo te traerán otro tazón!…

Mientras el hombre hablaba, Eleazar sacó un pañuelo de la limosnera que llevaba colgada en la cintura y se agachó para limpiar las gotas de líquido que le habían salpicado las calzas y los zapatos. Pero el bruto no le dio tiempo. Arrancándole el pañuelo de las manos y expectorando ruidosamente, el guardia escupió a sus pies.

—¡Limpia eso también! ¡Vamos, basta de remilgos, aquí estás en una prisión, no en una sala de banquetes!

Y para que lo entendiera mejor, redobló sus argumentos dándole al prisionero una patada en las tibias. Empujándolo, los guardias lo hicieron salir, obligándolo a recorrer los sombríos y asfixiantes dédalos subterráneos del monasterio de Santa Cruz hasta llegar a una escalera de madera carcomida y a un último corredor oscuro que conducía a una vasta sala abovedada.

Tras otro empellón, Eleazar franqueó la puerta y se halló en medio del salón, amueblado con una única y larga mesa detrás de la cual lo esperaban sus jueces. Por encima de ellos, colgando de la pared, había un gran crucifijo de madera: severo y silencioso testigo de la escena.

—Acércate, cristiano —dijo una voz inexpresiva que resonó curiosamente en el vacío antes de perderse en el techo abovedado.

Con sus suelas pegajosas a causa de la sémola, Eleazar dio unos torpes pasos en dirección al inquisidor. Vestido de blanco, inmóvil en una silla de alto respaldar, situado en el centro de la mesa, el sacerdote esperaba pacientemente. Sentado en un estrecho banco, en la otra punta de la mesa, a la derecha del inquisidor, un clérigo garabateaba frenéticamente, interrumpiéndose sólo para echar hacia atrás, de vez en cuando, una capucha demasiado grande que le caía constantemente sobre los ojos.

—Acércate, pecador —repitió el dominico—, acércate, y confiésame tus pecados.

—¿Qué debo confesar? —preguntó prudentemente Eleazar, avanzando un poco más para tratar de calibrar con la mirada a su interlocutor.

—Tu retorno a la observancia de la ley de Moisés y a los crímenes contra la santa madre Iglesia. Si pides perdón, si te arrepientes de tus pecados y nos revelas cuanto sabes de las prácticas heréticas entre tus allegados, te reconciliarás con la Iglesia y serás reintegrado en su seno. En cambio, si te niegas, se te juzgará por herejía y tu castigo será proporcional a tu crimen. —La voz era monocorde, el rostro demacrado, amarillento, tan hermético como una losa sepulcral.

—¡Escribano, entréguele la fórmula jurídica al acusado! ¡Es letrado y puede leerla él mismo!

Un poco desconcertado, el hombre resbaló a lo largo del banco, se levantó y se dirigió hacia Eleazar, papel en mano.

—Leed aquí —indicó con un dedo manchado de tinta—, luego añadid vuestra confesión. Hablad lenta y claramente, de manera que yo pueda tomar nota.

«Reverendísimo padre, comenzó Eleazar con voz baja y respetuosa, yo, Eduardo Nonell, médico de la Corte de los monarcas católicos, residente en Toledo, me presento ante vos, con humildad y contrición, confesando sin reserva haber ofendido gravemente a mi Señor y Redentor Jesucristo, a Su Santa Ley y a Su Fe. Con el más profundo y sincero arrepentimiento, reconozco haber cometido…».

Pero ahí la fórmula se interrumpía, y Eleazar titubeó. ¿Qué había que decir? ¿Que había vuelto a la observancia de la ley mosaica? Rápidamente hurgó en la memoria tratando de recordar cualquier acto de judaísmo desde su conversión, pero no encontró ninguno. Salvo error, su último contacto con judíos practicantes había tenido lugar durante la celebración del Séder, en casa de los Villeda, en la víspera de su bautismo. Después de eso, ni la más mínima manifestación de su antigua fe le venía a la memoria, tanto más cuanto que era cierto que había cesado toda práctica de su religión mucho tiempo antes de aquella última ceremonia. Así que saltándose deliberadamente lo que hubiera debido ser la primera parte de su confesión, pasó sin transición a la segunda:

«… Padre, reconozco haber cometido un pecado provocando sin querer e inocentemente la caída de la estatua de la Virgen María puesta en el altar del cuarto de Su Alteza Real, el príncipe Juan. Igualmente reconozco haber cometido un grave sacrilegio cuando, en mi prisa por socorrer al niño que estaba muy grave, pisoteé los pedazos rotos de la estatua. También confieso haber pecado cuando, en un momento de cólera, blasfemé contra Nuestro Señor Jesucristo. Por último, reverendo padre, sin duda en ocasiones he descuidado el cumplimiento de mis deberes de buen y fiel cristiano, dejando de asistir a la misa y a la confesión con la asiduidad y el celo deseables en un servidor de nuestra Santa Fe católica; no obstante lo cual estas negligencias se debieron a la atención consagrada a mis pacientes, ya fuesen de sangre real, nobles o gente común. Juro, pues, no volver a caer en actos tan impíos y adoptar de ahora en adelante una conducta más conforme a mi fe cristiana católica. Para todas estas faltas, imploro perdón y misericordia».

—¿De sangre real, nobles o qué…? —preguntó el clérigo sin levantar la cabeza.

—Gente común —repitió Eleazar con voz neutra.

—¿Hijo mío, eso es todo cuanto tenéis que confesar? —preguntó el inquisidor con tono desabrido.

—Sí, padre.

—¿Estáis absolutamente seguro? Si no me equivoco, no habéis mencionado ninguna acción judaizante.

—No, padre, porque no he cometido ninguna.

—Reflexiona bien, cristiano descarriado —gruñó el inquisidor—. ¿Conoces el castigo reservado a aquellos que se niegan a hacer confesiones completas?

—Padre, le repito que no cometí ningún acto judaizante.

—¿Y no conoces a nadie que haya pecado?

—Padre, mi vida está dedicada por entero a mis enfermos. No tengo tiempo para interesarme por la vida de otros conversos.

—¿Así, pues, confiesas haber faltado al deber de todo cristiano que es acosar sin cesar a la herejía y denunciarla? De ese modo te haces culpable, por omisión, de incitación y complicidad con esa plaga.

Aunque la acusación era excesiva, Eleazar se cuidó mucho de protestar y confesó la falta. Si quería salvar la vida, no tenía otro remedio. Con aire sumiso, repitió la fórmula:

—«Reconozco haber estimulado la herejía por omisión y pido perdón por ello».

—¿No te acuerdas de nada más?

—No, de nada.

—Reflexiona bien, hijo mío. No olvides que la Iglesia siempre muestra el mayor rigor hacia aquellos que se hacen culpables de confesiones incompletas o se niegan a aportarle su piadoso concurso. Mientras mayor es el crimen, más severo es el castigo.

—Padre, lo juro, no tengo nada más que confesar.

—¡Está bien, marchaos, pecador! Ya que es así, seréis citado ante el tribunal dentro de dos días y vuestra defensa estará garantizada por la corte.

—Reverendo padre, os lo agradezco, pero prefiero defenderme yo mismo.

—Se hará, pues, según vuestro deseo. Siguiendo el procedimiento del Santo Oficio, un cuestionario será redactado, al cual responderán vuestros testigos.

—No deseo recurrir a ningún testigo —replicó Eleazar calmadamente—. Sólo el Hermano García asistió a la escena del «crimen».

«¿Qué jugarreta de hechicería se guarda en la manga el judío para estar tan seguro de sí mismo?», se preguntó pensativo el inquisidor, mientras veía alejarse al acusado, quien no parecía haber perdido nada de su elegante entereza y dignidad, a pesar de lo precario de su andar a causa del estado de sus zapatos.

Pero, en realidad, Eleazar estaba lejos de sentirse tan seguro de sí mismo como intentaba aparentar. Al contrario, su confianza se había resquebrajado mucho, porque había sido obligado a confesar que estimulaba la herejía. Hábilmente el monje lo había hecho cometer un error agravando considerablemente su caso. La partida se revelaba peligrosa y había que redoblar la vigilancia durante el proceso…

Por eso los siguientes días, aunque de hecho se daba cuenta de que había poca cosa que añadir a su confesión, trató de poner a punto un sistema de defensa lo más sólido posible. Pero ¿qué más podía declarar para justificar su devoción —puesta por encima de cualquier otra consideración espiritual o temporal— al futuro soberano de España? La reacción de la Inquisición ante sus argumentos no dependería solamente de su habilidad para esgrimirlos, ni tampoco de la opinión de sus jueces. Dada la naturaleza de su proceso, el factor esencial y decisivo residía en la relación de fuerzas existente entre la Inquisición y los monarcas católicos. Ahí estaba la verdadera incógnita. Poco conocedor de las sutilezas de esas relaciones y, por consiguiente, ignorante de su real influencia, era difícil formular un pronóstico serio. Era preferible conformarse con su propia apreciación de los hechos y analizar lo mejor posible las posibilidades de salvación con el fin de sacar las mejores conclusiones. Ahora bien, los argumentos lógicos parecían categóricos: tener en cuenta, ante todo, la salud del príncipe Juan. Sólo eso debía prevalecer sobre el resto. Por lo demás, ¿acaso era imaginable que la reina Isabel, su madre, lo juzgase de otro modo? Aunque la cuestión crucial seguía siendo quién manipulaba a quién: ¿Isabel a la Inquisición o la Inquisición a la reina?…

La mañana de su proceso, cuando Eleazar penetró en la sala de audiencias, esta zumbaba de actividad. Varios grupos de familiares de la Inquisición, vestidos con cortas túnicas o largos hábitos, estaban ya en los bancos e intercambiaban opiniones y confidencias en voz baja, esperando para emitir un juicio sobre la documentación del expediente que sería sometido a su consideración, mientras a cada extremo de la larga mesa, clérigos y asistentes reunían notas y papeles antes de la inminente apertura de la sesión. Por fin dos inquisidores, aquel ante quien ya Eleazar había comparecido el día anterior, y otro dominico, tan parecidos entre sí que era difícil distinguirlos, se dispusieron a presidir el debate. Rodeado de guardias, Eleazar llegó al centro de la sala, y se situó frente a los inquisidores. Los monjes invitaron al fiscal para que viniera a presentar el acta de acusación.

Entonces, separándose de una de las angostas ventanas desde donde observaba a los jóvenes monjes rezando en la tranquilidad del claustro, una silueta corpulenta avanzó hasta situarse delante del tribunal. Un asistente le extendió un documento al fiscal, quien tras desplegarlo lentamente, empezó a leerlo con voz vibrante:

«Mis reverendos padres, yo, Fernán Jiménez, canónigo de Ávila, fiscal del Santo Oficio de la Inquisición, en presencia de vuestros venerados hermanos aquí reunidos, en virtud de mis atribuciones y según mi deber, denuncio al acusado aquí presente, Eduardo Nonell, médico de la Corte, como hereje y apóstata de nuestra Santa fe cristiana y católica. Este último, aunque habiendo aceptado los santos sacramentos y el bautismo, cristiano a los ojos de todos y disfrutando de todas las libertades, prerrogativas e inmunidades otorgadas a los cristianos católicos, ha vuelto a ser hereje y renegado, observando de nuevo la difunta ley de los judíos, sus ritos y sus ceremonias. De este modo se ha mofado de Nuestra Santa Madre la Iglesia, haciendo caso omiso de la cólera divina. Tales son sus delitos. Con vuestro permiso, reverendos padres, los enumeraré: no en el orden habitual, a saber, primero los crímenes de judaización y seguidamente los pecados contra el cristianismo, sino de una manera más adaptada a la naturaleza específica de las faltas».

Con un breve gesto de la mano, el inquisidor que había recibido la confesión de Eleazar indicó que aceptaba aquella derogación del procedimiento habitual. En efecto, aquel proceso, ante un tribunal excepcional, era absolutamente especial. Así que el interés de la acusación era que la defensa resultara lo menos convincente posible, que las conclusiones fueran rápidamente enunciadas y la sentencia dictada con la mayor discreción. Justamente, como había advertido el mismísimo Torquemada, en este caso la Iglesia y el Estado tenían buenas razones para actuar con circunspección.

«En consecuencia —prosiguió el fiscal—, permitidme hacer algunas observaciones acerca de la conducta cristiana de Eduardo Nonell. Desde que el acusado fue aceptado en el seno de la Santa Iglesia católica, primero ha faltado a sus deberes de cristiano más elementales no asistiendo a la misa, ni siquiera los días de fiesta en que su presencia era una sagrada obligación. Y, además, al negarse a vigilar las prácticas judaizantes de muchos cristianos nuevos de la Corte, con los cuales tenía excelentes relaciones amistosas, ha cometido el crimen de incitación a la herejía. ¡Pero desafortunadamente esto no es todo! ¡Ni siquiera una vez, en el curso del largo período que ha vivido cerca del príncipe Juan, ha creído conveniente cultivar al infante en nuestra Santa fe católica o simplemente estimularlo para que se encomendara a su fe cuando la enfermedad lo atacaba!».

Ante lo absurdo de aquella acusación, Eleazar se encolerizó para sus adentros. Pero ¿qué más iban a imaginar? En cualquier caso, una cosa estaba cada vez más clara a medida que se desarrollaban estos ataques: inquisidores y fiscal habían trabajado de común acuerdo, rebuscando y fisgoneando juntos a fin de construir la acusación más abrumadora.

«Y estos ultrajes no son nada, tronó el magistrado, comparados con aquellos de los cuales tengo que acusar ahora al procesado: el hombre que tenéis ante vosotros, que se jacta de ser médico, tenía por costumbre administrarle al infante un elixir compuesto por él, cuyo contenido se negaba a divulgar. Ahora bien, un examen de dicho brebaje ha revelado que contenía un extracto de mandrágora, planta demasiado conocida por los secuaces de Satán y sus servidores. Por tanto sostengo, en nombre del Santo Oficio, que utilizando esa mixtura, la verdadera intención del médico era apoderarse del alma del niño por medios ocultos, con la esperanza de arrastrarlo a la herejía a su debido tiempo. ¡Como una prueba más de su perversa intención de desviar al infante de los caminos de nuestra Santa fe cristiana católica, sólo mencionaré que destruyó deliberadamente una estatua de nuestra Santa Virgen María en presencia del heredero del trono! Reverendos padres y miembros de la Corte, por respeto hacia nuestra santa fe, os dispensaré de la enumeración de otras actividades impías del acusado y de su blasfemia contra Nuestro Señor Jesucristo, igualmente perpetradas en presencia del príncipe. Mi aflicción es demasiado grande al recordar esos hechos».

Subrayando entonces una pausa para completar su golpe de efecto, con una perfecta expresión de dolor, el fiscal contempló un momento el crucifijo de plata que colgaba en su pecho. Luego alzó la cabeza. Con un gran gesto teatral, la expresión grave y dura, enrolló apresuradamente el documento que acababa de leer y lo dejó sobre la mesa. Entonces deslizó sus manos en las anchas mangas del hábito blanco y dio un paso hacia los inquisidores.

—Reverendos padres, la gente humilde utiliza un refrán que, con vuestro permiso, me gustaría recordarle al tribunal: «Hay tres casos en que el agua fluye en vano: del río al mar, en el vino, y en el bautismo de un judío». Dejadme, pues, revelaros que en varias ocasiones el acusado ha negado haber cometido el más mínimo acto judaizante desde su conversión. ¿Si así fuera, cuál es entonces, en vuestra opinión, el significado de esto? —exclamó lanzando sobre la mesa de los jueces un pequeño objeto de oro.

Todas las miradas se clavaron estupefactas en el objeto.

«Cuánto brilla mi talismán sobre la opaca madera —pensó Eleazar—. ¿Será este el último resplandor de tolerancia a punto de extinguirse?…».

—Sobre ese talismán está grabado en caracteres hebraicos el nombre del Dios de los Judíos —clamó el fiscal—. Pero hay más todavía: diestramente disimulado en su interior se encuentra un minúsculo pergamino enunciando la afirmación de la fe judía. ¡Reverendos padres —prosiguió—, figuraos que cuando, aún bajo la influencia de la mandrágora, el príncipe hacía esfuerzos para sobrevivir, este objeto impío se balanceaba en el cuello de Eduardo Nonell ante sus ojos! Providencialmente, Juan en su delirio arrancó el infame talismán. Al escapársele de la mano, rodó por el suelo y fue un devoto servidor de Nuestro Señor Jesucristo quien consiguió sustraerlo de su vista.

Bajo las altas bóvedas del tribunal se elevó un unánime murmullo de horror. La tarea del fiscal había concluido.

—He terminado —se limitó a agregar ceremoniosamente—. En atención a estas fechorías brevemente expuestas, os pido, reverendísimos padres, que declaren a Eduardo Nonell, aquí presente, hereje y apóstata y que lo castiguen en tanto que tal. ¡Que vuestra sentencia sea justa y misericordiosa!

—Eduardo Nonell, ¿confirmáis o negáis estas acusaciones? —preguntó uno de los inquisidores con voz neutra.

—Yo confirmo los pecados que he confesado —respondió Eleazar calmadamente. Y entonces, abandonando su actitud humilde, con tono de desafío, soltó—: ¡Pero niego categóricamente todo lo demás!

¿Acaso ahora tenía algo que perder? En efecto, la acusación de judaísmo y la de haber omitido confesarla, no eran nada comparadas con el indecible crimen de haber exhibido, ante los ojos del príncipe encamado, la preciosa reliquia. Ninguno de sus argumentos borraría jamás la diestra manipulación de su supuesta maquinación maquiavélica. Ni siquiera podía quejarse de que aquella acusación provenía de un enemigo mortal o de un testigo dudoso, ya que, según la costumbre, su identidad no había sido revelada. Además, ¿quién hubiera podido poner en duda ante el tribunal la probidad del Hermano García?

Por tanto nada podía ya anular o modificar la convicción de sus jueces. A sus ojos él era un hereje impenitente que había conspirado escandalosamente para apartar al infante de España de su fe cristiana arrastrándolo por los diabólicos caminos de la herejía. Un crimen tan monstruoso sólo podía merecer la hoguera. ¡Pues bien, que así sea! Pero él no moriría sin antes haber ridiculizado el fanatismo de sus jueces.

—¿No tenéis nada más que añadir en vuestra defensa? —le preguntó el inquisidor mientras un clérigo le alargaba una copia del acta de acusación.

—¡Sí, reverendísimos padres! Con el permiso del tribunal —empezó con gesto orgulloso y provocador— yo, Eduardo Nonell, nacido Eleazar ben Nahman, respondiendo a las acusaciones emitidas contra mí por el Santo Oficio, declaro que el alegato concerniente al elixir y al talismán constituyen despreciables deformaciones de la verdad. Las propiedades benéficas de la mandrágora son conocidas por la ciencia desde la antigüedad y, desde hace siglos, los físicos más doctos emplean esa planta para aliviar el dolor y apaciguar los espasmos. El fiscal ha evocado sus propiedades diabólicas y ha insinuado que yo la utilizaba con fines misteriosos. Juro abiertamente, por mi vida, que no hay absolutamente nada de eso y que el extracto de mandrágora jamás ha tenido otro efecto que no sea el de aliviar al enfermo atenuando sus padecimientos y permitiéndole dormir un poco. Si creí conveniente no revelarle al Hermano García la composición del elixir, fue para evitar que intentara prepararlo él mismo, creyendo hacerlo bien. En efecto, reverendos padres, siendo las dosificaciones extremadamente delicadas, prefería asumir yo mismo la responsabilidad, pues la cantidad de mandrágora tiene que calcularse en función de la edad y constitución del paciente. Para verificarlo, basta consultar cualquier manual serio de práctica médica, y encontraréis vosotros mismos la confirmación de lo que digo. En cuanto al talismán, no es más que un recuerdo de familia que un médico árabe, llamado Rashid, le regaló a uno de nuestros antepasados, hace unos doscientos años, en agradecimiento por haber traducido al castellano algunos de sus tratados. Quizás os cueste creerlo, reverendos padres —continuó Eleazar, bajando ligeramente la voz porque ahora se dirigía más a sí mismo que al tribunal—, pero antes que el fiscal lo dijera, yo ignoraba que aún contenía el minúsculo pergamino. Lo creía desaparecido desde hacía tiempo o ilegible a causa de su antigüedad. Reverendos padres —prosiguió adoptando de nuevo un tono vibrante y firme—, yo soy un hombre de ciencia. ¡No un brujo, un curandero, ni un charlatán! Si, por omisión, he pecado contra el cristianismo, es porque me consagré únicamente a la preservación de lo que sólo Dios nos puede conceder: ¡la vida, reverendos padres, sí, la vida! ¡Si eso es un crimen, entonces, sí, soy culpable! ¡Si mi crimen consiste en haber consagrado más mi tiempo y mi talento en salvar al príncipe Juan y devolverle la salud, que en leerle los Evangelios, entonces, sí, una vez más, soy culpable! Si cometí un crimen cuando el niño, en busca de consuelo, y en el colmo de la desesperación, se agarró del cordón que yo llevaba en el cuello y arrancó por descuido el talismán, entonces, reverendos padres, es verdad, soy culpable. Pero es con ese talismán que iré a la hoguera. ¡Hasta que el humo apague mi voz y oscurezca mis ojos, gritaré las palabras sagradas que él atesora!

Entonces avanzó hasta la mesa de los jueces para recoger el talismán, y sintiéndose investido del orgullo de sus antepasados, clamó con todas sus fuerzas: «¡Moriré con la frente en alto, igual que nací: como judío!».

Un terrible silencio se abatió sobre la sala de audiencias. Jamás palabras tan impías habían resonado entre sus paredes. Jamás la herejía se había declarado tan abiertamente. Paradójicamente los inquisidores se sintieron casi aliviados. Ya que Nonell se acusaba a sí mismo, la larga y minuciosa presentación y confirmación de las pruebas sería puramente formal. Gracias al acusado, los hechos eran ahora transparentes e irrefutables. No es que el resultado hubiera sido distinto si él hubiese hablado de otra manera, porque de todas maneras el príncipe Juan habría sido alejado de la influencia perniciosa de su anterior médico. Incluso la reina, trastornada por los argumentos de Torquemada, estaba perfectamente de acuerdo con ello. ¿Acaso no había declarado recientemente que el interés del reino era ante todo el de la fe cristiana, más que el suyo propio? Actuando como acababa de hacerlo, Nonell no había hecho más que consolidar el trabajo de la Inquisición, pues la confesión de su herejía constituía la piedra angular de la futura condena. A partir de ahora, sólo la hoguera podía purificar su alma corrupta salvándolo así de la condenación eterna.

Con todo, al entregarlo al brazo secular, los inquisidores decidieron, como última indulgencia, otorgarle la gracia del garrote antes de quemarlo. La reina apreciaría el gesto y España le debía aquel acto de clemencia. Es más, de este modo se impediría que el hereje manifestara ruidosa y públicamente su fe, ya que ningún poder en el mundo parecía capaz de imponerle silencio en ese sentido. Por último, su talismán desaparecería con él entre las llamas…

Otros dos días fueron necesarios aún para reunir consentimientos y firmas de diferentes juristas, teólogos y otros «hombres conscientes», llamados a pronunciarse definitivamente sobre el caso y a determinar con los inquisidores la suerte del prisionero. Esperando su sentencia, Eleazar se preparó para la muerte. Lo único que lo atormentaba día y noche, impidiéndole alcanzar la completa serenidad de su alma, era la incertidumbre a propósito de Alegra. Sin embargo, mientras más obvio era que permanecería aislado hasta el final, más trataba de resignarse al curso de su destino. Si la habían avisado con tiempo para huir a Portugal, ahora estaría a salvo, y él podría morir en paz. En el caso contrario, ella también estaría en la prisión, y él ya no podía hacer nada por salvarla. En cuanto al recuerdo del infante, apenas le venía a la mente: de ahora en adelante, la cruz los separaba definitivamente.

El tribunal del Santo Oficio no se demoró en pronunciar su veredicto. La condena fue aprobada por unanimidad. Al escucharla, Eleazar ben Nahman no rechistó. Su única petición, concedida por su carcelero, fue que le dejaran ponerse una cinta alrededor del cuello para colgarse el talismán. Durante las últimas horas antes de su ejecución, rezó apaciblemente los salmos aprendidos en la infancia. Los tiernos recuerdos que suscitaban en él volvieron a sumergirlo en un universo imperecedero. Con gratitud, aceptó refugiarse allí.

Cuando vinieron a buscarlo, lo exhortaron por última vez a arrepentirse antes de morir, pero ni siquiera contestó. Nacido judío, moriría judío.

Al rayar el alba en aquel cielo lúgubre y gris que se cernía sobre el lugar de su suplicio, lo estrangularon rápidamente. Luego quemaron el cuerpo cerca del acueducto, fuera del recinto amurallado de la ciudad. De modo que no hubo ni muchedumbre ni espectáculo. Sólo los dignatarios de la ciudad, laicos y religiosos, asistieron a su muerte como testigos. Mucho tiempo después de apagarse las últimas llamas, un hombre permanecía inmóvil al pie de la hoguera. Era el gobernador de la fortaleza de Segovia. Silencioso, con la frente inclinada, parecía querer conferirle al desaparecido —más allá de la muerte— toda la dignidad y la nobleza de su sacrificio, la de haber pagado con la vida su indefectible devoción al heredero del reino.

Cuando por fin decidió retirarse, la mañana ya estaba muy avanzada. Al echar una última mirada a los restos de su amigo, súbitamente vio un rayo de sol que perforaba las nubes cayendo sobre las cenizas de la hoguera.

Algo centelleaba entre los residuos calcinados del cuerpo de Eleazar. Arrodillándose con infinitas precauciones, Jufré apartó tiernamente las cenizas aún calientes, y recogió el talismán de la familia Benveniste.

—Se lo llevaré a Orovida —murmuró.