XXIX

A pesar de todo lo que había soportado en los dos trágicos años pasados en Villafranca, al divisar los tejados rojos y ocres ascendiendo en hileras dispersas hacia lo alto de la ciudad, Orovida sintió la emoción del retorno al hogar. ¡Sólo Dios sabía cuánto sufrimiento había conocido allí, pero también cuánto amor! De momento, sólo los momentos de pasión acudían a su memoria. Montada en la linda mula blanca que le había regalado don Álvaro como obsequio de despedida, cabalgaba apaciblemente en la campiña resplandeciente con los matices de la primavera. Los campos exhibían sus tonalidades más intensas, y unas olas de anémonas color escarlata salpicaban con su alegre marejada los océanos de trigo todavía verde. Las margaritas anaranjadas y amarillas reventando al borde del camino volvían orgullosas sus corolas hacia el sol, los capullos rosados y blancos danzaban en los árboles frutales, los retoños de las mimosas iluminaban la sombra de los olivares. Hasta los sarmientos descarnados de las vides, negros y con garras, parecían haber perdido su agresividad bajo la leve caricia de un primer verdor que le daba un toque de alegría, aquí y allá, a las ramas. Era la estación de la vida y del amor, el tiempo de su jardín, que ahora ella y Jufré trasplantarían a otro lugar.

Nada importante la retendría mucho tiempo en Villafranca. Legalmente, la casa seguía siendo de Guzmán, del mismo modo que la de Toledo era —y sería siempre— suya. Aquí sólo un tercio del arriendo de la finca le pertenecía aún. Se lo traspasaría a Alfonso. Prudente y ahorrativo como era, seguramente tenía recursos para adquirirlo. En cuanto al resto de sus bienes, poco numerosos, en su mayoría estaban en Toledo. Después de haber estado tan ligada a ellos, ahora le parecían insignificantes. Sólo se llevaría algunas joyas y los cien castellanos que recuperó en casa de Sancho Calvillo cuando pasó por Trujillo. Hasta que llegara a Portugal y tomara posesión de la suma depositada por David en casa de Saúl, eso sería suficiente. Por otra parte, era inútil pensar en estas cuestiones materiales. Simplemente, cuando Jufré estuviera de nuevo a su lado, todo se arreglaría allá lejos.

—Pronto será la Pascua —le dijo de pronto a Fortuna.

—Sí, señora. Preguntaré la fecha exacta tan pronto vaya a la ciudad[14].

—Harás bien en no entretenerte allí más de la cuenta —prosiguió Orovida—. Tú sabes que para los judíos corren tiempos peligrosos.

—¡Señora, no os inquietéis por mí! Ya no soy una niña —exclamó la vieja, aparentemente herida en su amor propio.

—Claro que no, lo sé muy bien, mi buena Fortuna —respondió Orovida, divertida por la indignación contenida de su sirvienta, mientras espoleaba a la mula, de pronto impaciente por reencontrarse con su casa y su jardín.

Pero tan pronto hubo dejado atrás el bosquecito de cipreses y el rumor familiar del manantial, al llegar al recodo de la alameda que conducía a su hacienda, se encontró brutalmente rodeada por dos alguaciles que le cerraron el paso. Con calma, Orovida les hizo frente. El salvoconducto de la reina era terminante y nadie podía ignorarlo. ¿Acaso el corregidor no había sido advertido? Sacando de su escarcela de cuero el documento con el sello real, lo desplegó ante los guardias:

—La reina me ha autorizado a pasar quince días en mis tierras. ¡Aquí está!

—Lo sabemos, señora, pero el corregidor ha promulgado una nueva orden de arresto contra vos.

—No comprendo. ¡Es imposible!

—El corregidor os lo explicará personalmente. Vamos, en marcha, os está esperando.

Estupefacta, apenas sin darse cuenta de lo que le pasaba, Orovida hizo volver grupas a su mula y tomó el camino de Villafranca, escoltada por los dos hombres a caballo. Cuando llegaban a la calzada principal y se disponían a desviarse a la derecha, una mujer vestida de negro se cruzó con ellos en la entrada de la propiedad. En un relámpago, Orovida columbró los ojos desesperados de su hermana con el rostro embozado en una burda mantilla.

Impactada de estupor, Alegra detuvo su cabalgadura. Soltando las riendas, pulverizada por la espantosa visión de su hermana alejándose prisionera entre los hombres armados, cayó en la más profunda desesperación. ¿Qué había pasado? ¿Cómo averiguarlo y en quién confiar en aquella región hostil? Tenía que avisar en seguida a Jufré. ¿Pero acaso ya no había salido de Segovia? ¿Dónde podía ella esperarlo y cómo? Él también se había dado a la fuga. ¡Dios mío! —gimoteó, perdida— ¿el mundo entero se ha convertido en un infierno?…

—¡Alegra, Alegra, huid pronto! —le gritó súbitamente una voz conocida cascada por la edad.

Desconcertada, volvió la cabeza y reconoció a Fortuna que venía a su encuentro cojeando y llorando.

—¡Huid, Alegra, huid! No sé a qué habéis venido, o mejor dicho, lo adivino…, ¡pero cabalgad sin parar hasta Portugal, a galope tendido!

Sin hacer caso de la súplica de la anciana, con las mejillas inundadas por las lágrimas contenidas desde el día del arresto de Eleazar, Alegra descendió del caballo como una autómata, y se inclinó para besar aquel rostro tan entrañablemente unido a la felicidad de un pasado desvanecido.

—Mi pobre niña, no sigáis en medio del camino —balbuceó la sirvienta— es demasiado peligroso. Vamos a sentarnos un rato cerca del arroyo. Podremos ocultarnos entre los árboles y podréis resfrescaros un poco antes de volveros a marchar.

Al enterarse del arresto de Eleazar, Fortuna no se mostró muy sorprendida. Hacía mucho que temía que un acontecimiento así golpeara lo que quedaba de la familia. Primero Eleazar, ahora Orovida… ¿Cuál sería la próxima víctima?

—¡Alegra, os lo ruego —suplicó—, huid ahora que estáis a tiempo! Sois la única de la familia que tal vez tenga posibilidad de escapar. ¡Tenéis el deber de sobrevivir!

—No, es demasiado tarde. A partir de ahora, ya no puedo irme —respondió Alegra con la obstinación que Fortuna tan bien conocía—. Aun contra mi voluntad, abandoné a Eleazar, y no abandonaré a Orovida. Tengo que saber lo que le ha pasado, y tengo que avisar a Jufré. ¡Sólo Dios sabe cómo lo haré, pero tengo que hacerlo!

—Os lo suplico —insistió la sirvienta poniendo afectuosamente su mano sarmentosa en el brazo de la amazona—. ¡No intentéis lo imposible! Villafranca es una aldea donde nada puede permanecer oculto mucho tiempo. ¡Desgraciadamente, vuestra hermana acaba de pagar el precio de su temeridad! —agregó en un sollozo—. ¡Por el amor de Dios, no cometáis ahora el mismo error! ¡Este país está maldito… primero don David, ahora doña Orovida, oh, os lo suplico, escuchadme, iros de aquí para siempre! ¡Por última vez, huid! Don Jufré, Alfonso y yo haremos lo imposible por doña Orovida y por don Eleazar, os lo juro.

Sensible a tan apremiantes imploraciones, Alegra titubeó. Cogiendo distraídamente una brizna de hierba primaveral, se la enroscó alrededor del dedo, repitiéndose en el fondo de sí misma que debía irse, pero sin llegar a decidirse.

Fue entonces cuando el martilleo de los cascos de una cuadrilla de jinetes acercándose a la encrucijada situada a la entrada de la finca, puso término a sus dilaciones.

—¡Alto! —gritó un centinela que se había quedado de guardia en las inmediaciones de la propiedad.

—¿Quiénes sois y qué queréis?

—¡Guardia, venimos en son de paz!

—Mil perdones —masculló el centinela en tono de excusa—, no os había reconocido, hermanos. En los tiempos que corren, son más frecuentes los salteadores de caminos que los frailes. ¡Excusad mi error, reverendos! ¿Acaso venís a buscar a la viuda judía?

—¡A ella no, a su hermana! ¿Por casualidad no viste a una amazona toda vestida de negro ayer o esta mañana?

—Juro por Dios que no he visto a nadie por estos parajes. Pero tal vez deberíais volver a subir a la ciudad. Allá arriba seguramente os darán mejores informaciones.

Acercando sus cabalgaduras, la cuadrilla tuvo un breve conciliábulo.

—¿No se nos escapará de entre las manos? —dijo una voz—. La cuestión es saber si ella ya se nos adelantó o si aún está a la zaga.

—No os inquietéis, Hermano Gil, somos cuatro. Si ella nos precede, Domingo y yo la alcanzaremos antes de que llegue a la frontera. En caso contrario, vos y el Hermano Antonio sólo tendréis que atraparla en Villafranca o en los alrededores, por donde no dejará de pasar.

—¡Tienes razón, hijo! ¡Ve con Domingo y que el Señor os bendiga! En cuanto a nosotros, el Hermano Antonio y yo vamos a la ciudad para informarnos antes de pedir alojamiento a nuestros hermanos del monasterio en la colina. Agustín de Toro se pondrá contento de nuestra visita. Se rumorea que será el próximo obispo de Villafranca. A petición del corregidor, parece que la reina intervino en su favor. ¡Ahora, hermanos, buena caza y en marcha!

Mudas de terror, Fortuna y Alegra guardaron silencio hasta que el ruido del galope de los caballos se extinguió por completo en la campiña.

—¿Fortuna, qué voy a hacer? —balbuceó Alegra con un nudo en la garganta.

—Ante todo, dejar esta finca porque los inquisidores, tan pronto se instalen en ese maldito monasterio, pasarán todo el tiempo espiando la propiedad con la esperanza de atraparos.

—¿Pero adónde iré? ¡Vigilarán constantemente todas las casas judías y en cuanto los cristianos se den cuenta que es a mí a quien buscan, me denunciarán!

—No hay más que un lugar donde estaréis segura —masculló Fortuna—. ¡Es muy arriesgado, pero en la situación en que nos encontramos! Yo tengo familia en Villafranca. Aunque conversos, jamás ocultaron que continúan viviendo como judíos. Desde los primeros incendios en Sevilla, no he cesado de alertarlos. Pero Miguel hace oídos sordos. Asegura que si los inquisidores vienen a Villafranca, en un dos por tres podrá pasar la frontera con su familia. Pues bien, doña Alegra, los inquisidores están aquí, hoy buscándola a vos, mañana quizás a ellos… ¡Desgraciadamente estoy tan vieja! —dijo pasándose desamparada la palma de una mano sarmentosa por la boca arrugada—. Afortunadamente Alfonso, el intendente, es un hombre joven y fuerte en quien se puede confiar. Él os dará una buena mula y partiréis para Villafranca, en seguida, antes de que la noticia de la llegada de los inquisidores se propague. Si alguien os hace preguntas, dejad que Alfonso responda. Él os conducirá a la casa de los Díaz y les dirá quién sois. ¡Luego corresponderá a vos convencerlos para que se vayan en el acto! Huyendo con ellos, tenéis una posibilidad de pasar inadvertida. ¡De todas maneras, es la última que os queda! ¡Vamos, venid pronto! Atajemos por detrás, para escapar a los centinelas.

El patio situado detrás del almacén de especias de los Díaz estaba atestado de ropa blanca puesta a secar al sol, de baúles cuyo contenido se desparramaba por el enlosado y de utensilios de cocina amontonados contra un muro, los más usados a un lado; los más nuevos, al otro.

—Ahora están limpios. Ya puedes meter la ropa adentro —le dijo Miguel a su mujer, tras haber inspeccionado minuciosamente el interior, una vez más.

—¿No ves que estoy ocupada desplumando esta gallina? —respondió Elvira secamente—. ¿Adónde fue Moshico? ¡Con sus trece años, ya es bastante grande para doblar él solo la ropa y guardarla!

—Fue a buscar la matzá.

—¡Lo sé, lo sé, pero hace un siglo que debía estar de regreso! El horno de la sinagoga no está tan lejos. ¡Apostaría a que anda por ahí curioseando o jugando a los dados con alguno de los granujas de la clase de hebreo!

Apenas había terminado la frase cuando Moshico irrumpió en la cocina, pálido y sin aliento.

—¡Pues bien, golfillo, mira que te has demorado! —soltó ella con tono enfadado sin dejar de desplumar a la gallina. Pero al levantar la cabeza, advirtió que algo no iba bien—. ¿Qué pasa? —preguntó, arreglándose un mechón de pelo escapado de su cofia— ¿y qué haces con ese trozo de tela sobre el brazo?

—¡Mamá, los inquisidores han llegado a la ciudad! —tartamudeó el niño—. Están buscando a alguien, pero no sé a quién. Me lo dijo Baruh en el horno. Él me dio este pedazo de tela para recubrir la matzá, por si acaso me encontraba con ellos. También me dijo algo a propósito de unos asnos, pero ya no me acuerdo qué.

Miguel, quien había seguido a su hijo a la cocina, trató de tranquilizarlo mientras le dirigía una rápida mirada a su mujer:

—Está bien, Moshico, has sido valiente trayendo la matzá —dijo dándole una palmadita afectuosa en la cabeza—. ¡Ahora, vamos! Ha llegado la hora de irse. ¡Hagamos como nuestros antepasados cuando huyeron de Egipto! No llevaremos más que unas cuantas monedas de oro y algunas especias, como si fuéramos a hacer una simple entrega.

—¡Sí, llenemos pronto las cestas! —exclamó Elvira repentinamente emocionada, dejando caer de sus rodillas a la gallina, sin preocuparse de recogerla del suelo.

—¡Silencio, mujer, y calma! Todo está listo desde que llegaron los primeros fugitivos de Sevilla. ¡Si no oculto mis convicciones, eso no quiere decir que no tenga cerebro! Mi fe sólo puede sobrevivir si yo mismo sigo vivo, y después de mí, mi hijo. No hay que morir inútilmente. ¡De momento, lávate las manos, sacude las plumas de tu blusa y prepárate! Yo cargo al asno. Saldremos por la puerta del Cristo.

—¿A pie? —comentó Elvira, consternada.

—¡Claro que no! Tres asnos nos esperan en el patio de Baruh. ¡Vamos, Moshico, ayúdame a trasladar las cestas! Están allí, detrás del mostrador.

Padre e hijo las sacaron a la calle y las cargaron sobre el asno atado a una argolla empotrada en la pared.

Unos minutos más tarde, Elvira se reunió con ellos. Iba a cerrar la puerta con dos vueltas de llave cuando, en voz baja, Miguel le susurró:

—No, al contrario, déjala entreabierta como acostumbramos a hacer. Así nadie pensará que nos hemos ido y, de momento, no nos perseguirán. Hay que ganar tiempo.

Estaban a punto de ponerse en marcha cuando divisaron a Alfonso, quien se dirigía hacia ellos a galope, seguido por una mujer vestida de negro que cabalgaba sobre una mula.

—¡Don Miguel, Fortuna me manda a veros! —soltó rápidamente.

—Si es para avisarme de la llegada de los inquisidores, ya lo sé.

—¿Pero sabíais también que están aquí por la hermana de doña Orovida?

—¡Bendito sea el Dios de Israel!: ¿es, pues, tras ella que van? —soltó Miguel en voz baja, perdiendo aparentemente su sangre fría por primera vez desde la llegada de su hijo.

Alfonso asintió y prosiguió apresuradamente:

—Su esposo, don Eleazar, médico de la Corte, cayó en manos de la Inquisición en Segovia. Por eso buscan a doña Alegra entre Villafranca y la frontera. Fortuna pensó que si decidís huir, lo que os aconseja ardientemente, doña Alegra podría irse con vosotros y dejar España en condición de miembro de vuestra familia. Por ahora, es a ella, y no a vosotros, a quienes persiguen…

—¡Pero, Miguel, si descubren a la señora en nuestra compañía, nos arrestarán a todos! —gimoteó Elvira.

—¡Silencio, mujer! ¡Debería darte vergüenza! El peligro es el mismo para cualquiera de nosotros, ya que jamás hemos disimulado nuestra fe. En un abrir y cerrar de ojos nuestros vecinos traerán a los inquisidores para que la busquen en nuestra casa. ¡Cuando nos echen el guante, poco importará si ella está o no con nosotros! No olvides que huir equivale para ellos a una confesión. ¡Así que no perdamos estos minutos tan preciosos! ¡Venid, señora, seguidnos!

Cuando Miguel cogió las riendas de su mula para hacerla dar media vuelta, Alegra sintió —por primera vez desde su fuga de Segovia— que la tenaza que le oprimía el pecho se aflojaba. Ciertamente la suerte de su marido y la reciente visión del arresto de su hermana continuaban atormentándola, pero el alivio que experimentaba ahora, al sentirse en manos tan valientes y honestas, la ayudaba a reanimarse. Por eso fue con cierta serenidad que se dejó llevar al paso de la mula, trotando detrás de la pequeña familia de apariencia sosegada que al poco rato franqueaba la puerta del Cristo en dirección al oeste.

Tal y como temía Miguel, una hora después los inquisidores estaban en su casa. El sastre Efraín Levi los había llevado hasta allí. Unos meses antes había sido sorprendido a la salida de un prostíbulo cristiano y no le quedó más remedio que convertirse para salvar el pellejo. De modo que tenía que mostrar el máximo de fervor de cara a las autoridades religiosas para probar la veracidad de sus nuevas convicciones.

—Aquí ya no hay nadie —refunfuñó el joven y granujiento Hermano Antonio, tras haber dado en vano dos vueltas a la casa—. ¿Pensáis que han tenido tiempo de escapar al enterarse de nuestra llegada?

—En lo que a mí respecta, no lo creo —replicó el Hermano Gil—. Todos sus trastos están aquí. ¡Miradlos, si hasta hay una bolsa llena de castellanos! —exclamó sacando la cabeza tonsurada de debajo del mostrador—. ¡Ningún judío dado a la fuga dejaría tanto dinero tras de sí!

—En cualquier caso, la mujer parecía estar en plena limpieza de primavera —prosiguió otro esbozando un mohín dubitativo.

—Claro que sí, es costumbre entre los judíos en víspera de la Pascua —intervino el sastre.

—Lo sabemos —replicó secamente el joven dominico mientras seguía registrando indolentemente, examinando aquí un vestido, levantando allá una manta, antes de descubrir la gallina medio desplumada, tirada en el suelo.

—La mataron a la manera judía —confirmó amablemente el cristiano nuevo, mostrando las patas azuladas y el pescuezo.

Horrorizado ante esta primera señal de flagrante judaización, el monje dejó caer la gallina con asco. Fue entonces, mientras salía del patio, cuando la hebilla de su sandalia se enredó con las fibras de un viejo trapo caído en el suelo. Al agacharse para soltar el hilo, descubrió debajo del pedazo de tela la matzá recientemente cocida que Moshico había dejado caer en su precipitación. Persignándose frenéticamente, el monje corrió adonde estaba su superior.

—¡Que nuestro Señor Jesucristo nos ampare, hermano! ¡Este sitio es un verdadero antro de perdición y herejía! Sólo Dios sabe hasta dónde sus raíces pueden extenderse a lo largo de la ciudad. ¡Vayamos pronto a avisar al prior, para que en el acto haga extirpar estos horrores!

—Hijo mío, no mezclemos las cosas, ¿de acuerdo? —pontificó el Hermano Gil, con una sonrisa sosegadamente paternal iluminando su rostro de querubín—. Nuestra misión es encontrar a la mujer de Nonell y llevarla ante sus jueces. Obviamente no está aquí, lo cual no me sorprende mucho. ¿Por qué una hereje iba a refugiarse en casa de unos conversos que ni siquiera trataban de ocultar sus prácticas impías? Tenemos que continuar nuestra búsqueda en otra parte. Volveremos por aquí más tarde, cuando regresemos al monasterio. Para entonces, esta familia estará sin duda de regreso para terminar los preparativos de su infame Pascua. Entonces los pillaremos tranquilamente y podremos ponerlos bajo vigilancia hasta que hayamos decidido su suerte.

—¿Pero y si, mientras tanto, se enteran de nuestra presencia y huyen?

—No temáis, querido hijo —prosiguió el monje cada vez más empalagoso—. En ese caso, aún tendremos tiempo de enviarle un mensaje a Domingo y a Gaspar para que les cierren el paso. No temáis, no escaparán, Hermano Antonio. ¡El Señor está con nosotros!

Frenado en su vehemencia por defender su santísima y católica fe cristiana, el joven y ardiente inquisidor no se quedó muy convencido. Pero, por deferencia y disciplina hacia su superior, no dejó entrever nada.

Arias de Anaya estaba jubiloso. Con el triunfo al alcance de la mano, ya saboreaba sus primicias. Por fin iba a poder actuar a su manera. Ahora la reina estaba totalmente atareada con la guerra, y los conversos influyentes de la Corte, quienes desde hacía mucho habían perdido el favor real, no podrían apartarlo de su presa. ¡Sí, las cosas habían cambiado mucho en el reino católico de España! No sólo el mismísimo Álvaro de Portela había tenido que conformarse con arrancarle a Isabel una insignificante concesión en favor de la puta judía, sino que la reina no había anulado la decisión de su representante, prueba evidente de la confianza que depositaba en él. ¡Por eso y tomando en cuenta el nuevo «delito» encontrado para embrollar a la viuda, las disposiciones del destierro con respecto a ella estaban ahora totalmente superadas! No obstante, habría que maniobrar con cautela. De momento, se contentaría con la dama y, al año siguiente por la misma época —hacia Semana Santa—, para señalar el aniversario de su victoria, lanzaría al populacho contra toda la comunidad judía…

—¡Despacio, no la maltratéis! —aconsejó, guasón, el corregidor a sus hombres cuando las puertas del despacho se abrieron, dando paso a la prisionera—. ¡La quiero intacta!

Tras despedir a los guardias con un gesto impaciente de la mano, se acercó dando pasitos a Orovida, como una fiera clavando la mirada en su víctima.

—¡Bueno, flor de Judá, a pesar de vuestro paseito en burro y la soberana paliza que habéis recibido, estáis como siempre resplandeciente! ¡Siempre he dicho que los judíos poseen el misterioso poder de sobrevivir! Eso debe de formar parte de su pacto con el demonio…

Orovida no rechistó, y Anaya se adelantó a responder la pregunta que se leía en sus ojos.

—¡Ah, sí, señora! Debéis saber por qué he decidido arrestaros a pesar del salvoconducto de la reina. Pues bien, os lo diré, es muy simple: una nueva prueba de vuestra aventura con Jufré del Águila acaba de serme suministrada, así como la de cierto número de… llamémosles, pequeños descarríos de vuestro más reciente pasado. —Deteniéndose un instante, la miró de arriba abajo estudiando su reacción, pero al ver que permanecía impertérrita, prosiguió subiendo un poco el tono—: Sí, vuestro amante, Su Excelencia Jufré del Águila, quien sabía enmarañar muy bien las pistas en el curso de vuestras escapadas nocturnas, lamentablemente descuidó un pequeño detalle, a saber, la existencia del monasterio de la Encarnación, en la colina. Aunque extremadamente informado sobre las costumbres del prior, parece haber ignorado los insomnios casi diarios del reverendo. De manera que el santo hombre se pasa la mayoría de las noches meditando y rezando detrás de su ventana. En esas condiciones, y en contra de su voluntad, sorprendió varias veces a Del Águila saliendo de vuestra casa con las primeras luces del alba. En consecuencia, estoy rotundamente convencido de que no se os ocurrirá, ni por un segundo, poner en duda la veracidad de tal testimonio, el de un tan eminente dignatario de nuestra Santa Iglesia católica, Agustín de Toro, futuro obispo de Villafranca.

Viendo que al oír estas palabras Orovida palidecía, Arias de Anaya paladeó con fruición su primera tufarada de venganza.

—¿Debo continuar —rio sarcásticamente con rostro malvado— hablando también del guardián nocturno de la prisión, cuya memoria hay que refrescar constantemente? Pues bien, sí, el muy bribón se retractó de su declaración inicial. ¡Pero en una segunda deposición, dijo bajo juramento que la misma noche en que os entregasteis a Juan Ruiz antes de ser arrestada, habíais, por vuestra propia voluntad, fornicado con él, en el pasillo de la prisión, a cambio de una vela!

De nuevo, Anaya hizo una pausa para evaluar el impacto de sus palabras. Pero Orovida seguía impasible. Curiosamente, como si ninguna de estas calumnias le concerniera, súbitamente se sentía presa de una especie de parálisis pasiva y mórbida. Lo de menos era que hubieran recompensado al prior ofreciéndole un obispado, que hubieran sobornado al carcelero o que lo hubieran descuartizado para «refrescarle» la memoria… sin duda esas hipótesis eran una bagatela comparadas con lo que le esperaba. Así que esforzándose por conservar la calma, aislándose interiormente, luchó con todas sus fuerzas acumulando y organizando en su mente sus propios argumentos de defensa. Era mejor dejar que Anaya escupiera primero todo su veneno.

—Proseguid —dijo ella con voz apagada, envarándose al sentir la abyecta caricia del corregidor quien, al pasar por detrás de ella, acababa de ponerle las manos en las caderas, regodeándose en evaluar la curva de sus muslos.

—Recientemente, de paso por Mérida, cerca de la heredad de don Álvaro, Ruiz conoció a una chica encantadora llamada Teresa, lozana, ingenua, nada sospechosa de mala fe. Él sostuvo con ella una conversación muy agradable y de lo más instructiva.

De pronto, interrumpiendo sus modales obscenos, Anaya se puso otra vez frente a Orovida. Y cogiéndole el mentón entre el pulgar y el índice, giró su cabeza a un lado, luego al otro, examinándola desde todos los ángulos, como un chalán echándole una ojeada a su ganado. Luego, pegando su rostro contra el de ella, aliento contra aliento, siguió mirándola fijamente con una mueca malsana:

—¿Y bien, puta judía, confiésame ahora qué astucia de bruja empleaste para devolverle al viejo su virilidad?

Indignada por su vil grosería, Orovida retrocedió un paso.

—¡Sois inmundo! —estalló, incapaz de reprimir el asco—. ¿Cómo osáis insinuar semejante cosa, infame vicioso?

—¡Vaya, vaya, tranquila, hija mía! ¡Sois más hechicera cuando montáis en cólera! ¿Vicioso? ¡No, simplemente realista! Desde el momento en que llegasteis a su casa, Álvaro de Portela no os dejó ni a sol ni a sombra: hora tras hora, día tras día, semana tras semana, os siguió a todas partes, en el exterior, en su casa, en la vuestra. No pretenderéis ahora que él no os llevaba del brazo y que sus manos jamás entraron en contacto con vuestro cuerpo. ¿Cómo explicar entonces el trabajo que se tomó para rehabilitaros ante la reina? Creedme, ángel mío, ningún hombre emprende jamás esa clase de diligencia gratuitamente…

—¡Ningún hombre de vuestra calaña! —contestó Orovida fuera de sí, calculando las posibilidades de escapar a la viscosidad de tal avalancha de abominaciones. ¿Las pruebas de De Toro? No constituían más que una tentativa de intimidación. Su testimonio no era más peligroso que todos los ya presentados a propósito de sus relaciones con Jufré. ¿El carcelero? Su inconstancia y su inconsistencia en tanto que testigo quedarían fácilmente probadas. ¿La acusación de haberse acostado con De Portela? El caballero la defendería ante cualquier tribunal y no tenía ninguna duda de que su palabra sería más fuerte que todas las acusaciones inventadas por seres tan ruines como Anaya y Ruiz. ¡No, su situación no era tan desesperada!

—¿Eso es todo? —casi exclamó ella, desafiando a su innoble acusador.

—¡No! Aún tengo una pequeña noticia para vos, monada; Luis de Salazar ha muerto. Lo mataron cuando llevaba sus tropas a Alhama en auxilio del marqués de Cádiz.

—¡No lo creo —jadeó ella—, es otra de vuestras monstruosas mentiras!

—¡Pues bien, pedid confirmación a vuestro amante o a vuestro amigo De Ribera; o mejor no, ahora es inútil, hija mía! La partida ha terminado. Luis de Salazar está muerto, y Del Águila, pensando protegeros mediante el salvoconducto de la reina, os cree camino del exilio o ya en lugar seguro. Nadie puede ya salvaros.

Al ver que Orovida titubeaba, un estremecimiento de placer lo recorrió de la cabeza a los pies.

—Dentro de un rato mis guardias van a hacerse cargo de vos, pero no temáis, os he reservado la misma celda que De Contreras os dio, la destinada a nuestros huéspedes ilustres… ¿De qué os quejáis, hija mía, no os había prevenido que, llegado el momento, yo tramaría para vos un tratamiento a mi manera? ¡Una mujer tan excepcional como vos no puede padecer la suerte de un vulgar condenado a muerte! No, yo os visitaré esta noche y ambos discutiremos cómodamente.

Cuando estaba a punto de llamar a sus alguaciles, un ligero golpe en la puerta se dejó oír.

—¿Qué pasa?

—Un mensaje urgente para vos, Excelencia.

—¡Entra, pues, de una vez, sapo, y no me hagas perder el tiempo!

Doblando el espinazo, Juan Ruiz se deslizó en la habitación como si tratara de volverse invisible. Ignorando la presencia de Orovida, se acercó a su amo y le habló al oído.

—¿A qué viene tanto misterio, imbécil? —lanzó el corregidor apartando a Ruiz de un codazo—. ¡Al contrario, las noticias que me traes van a interesarle mucho a nuestra viuda! Por lo menos, le procurarán materia de reflexión cuando se encuentre sola en su calabozo. ¡Vamos, díselo, Ruiz, díselo!

Triunfante, Ruiz se irguió:

—Viuda, tu cuñado Eduardo Nonell está en manos de la Inquisición. ¡Van a juzgarlo en Segovia!

A todo lo largo de la jornada, Orovida no hizo el menor movimiento. Acurrucada en un húmedo jergón, en una esquina de la celda, intentó que su mente vagara fuera de la realidad. No tenía otra salida. Mientras más consiguiera desprenderse de este mundo, más fácil le resultaría abandonarlo. La efímera ternura de la primavera, su primavera, acababa de desvanecerse en la nada. Desde el principio, había presentido que el mundo sería el vencedor y había entrevisto el precio a pagar. Su suerte estaba echada. Ahora sólo faltaban por venir los sufrimientos. ¿Eleazar en su prisión se estaría preparando también para lo mismo? ¿Cómo elegiría morir? ¿Como cristiano descarriado, como un judío digno o en calidad de hombre que sólo creía en la vida, capaz de haber arriesgado la suya por la de otro? Para Alegra, en todo caso, sería diferente. ¡Si la arrestaban, seguramente abjuraría, porque ella tenía demasiado apego a la vida! Pero ¿podía sentirse avergonzada por ello? ¡La vida traía consigo tantas alegrías!

Ante ese pensamiento, el recuerdo de Jufré invadió su corazón haciéndole renunciar, en un sobresalto, a su deseo de morir. Ya una vez él la había devuelto a la vida y en aquel instante seguía reteniéndola firmemente en este mundo. ¿Pero sabría a tiempo que ella había caído en manos de Anaya? ¿Conseguiría una vez más anular el inexorable proceso que la conducía a su perdición? Titubeante, un resplandor de esperanza se filtró en su alma. ¿Acaso desde que murió David, la muerte no la había acosado sin descanso? Sin embargo, Jufré la había salvado en todas las ocasiones. Jamás la había abandonado en la adversidad. ¿Por qué iba a flaquear ahora su amor? Ella debía conservar la confianza en él, su fe en él. Vendría. No la abandonaría…

Por eso fue una Orovida mucho más serena la que Anaya encontró por la noche en la celda. ¿Jamás la tendría en su poder? —rabió para sus adentros al mirarla—. ¿Jamás la vería arrastrarse a sus pies? ¿Sería posible que satánicos poderes la preservaran incluso de la angustia de la muerte? Ciertamente esperaba cualquier cosa de ella, pero no eso.

—Yo podría haceros ahorcar mañana mismo —silbó atrayéndola brutalmente hacia él por un mechón de sus dorados cabellos—, pero pensándolo bien, no lo haré. ¿Sabes por qué, pilla? ¡Pues porque antes de que tu cuerpo de bruja perezca, he decidido disfrutarlo!

Soltando su cabellera, le acercó una vela al rostro, acechando ávidamente la mirada de la prisionera. Pero, aunque indignada de asco y horror, consiguió hacerle frente sin pestañear. Era su humillación absoluta lo que él quería, ella lo sabía bien. Para él, su muerte ya no era suficiente. Era menester que la judía se sometiera al cristiano y le dejara disponer de ella a su antojo. Sin duda hubo un tiempo en que hubiera preferido —o creído preferir— la muerte a semejante degradación, pero la reciente acumulación de sufrimientos le había enseñado que quería vivir, vivir para amar a Jufré. Su cuerpo no era, no sería, más que una cáscara vacía. ¡Si eso podía procurarle una tregua, quizá salvarla, pues bien, sólo había que dejarse poseer! Su corazón, su alma seguirían estando intactos.

—¡No me engañes, zorra! —chilló de nuevo, como si adivinara sus pensamientos—. ¡Yo no te quiero como te tuvieron Ruiz o el carcelero! ¡No, yo quiero que te entregues a mí como lo hiciste con Jufré del Águila: ardiente, apasionada, amante! ¡Quiero que me ames, judía, que realmente me ames! ¡Créeme, no lo lamentarás: te procuraré inolvidables recuerdos que llevarás al patíbulo!

Tiritando ante esta última abominación, de pronto Orovida se encontró asfixiada contra el poderoso torso de Anaya, con la boca aplastada contra la suya, los senos amasados por un puño de hierro. Bruscamente, él le cogió una mano e introduciéndola a la fuerza por debajo de sus calzones, la obligó a mantenerla presionada contra su sexo fofo e inerte.

—¡Ahora, muéstrame lo que le hiciste a De Portela! ¡Nunca lo he intentado con una judía! ¡Seguramente posees talentos diabólicos que nuestras damas cristianas desconocen! ¡Una vez que hayamos empezado, ya verás, soy incomparable! ¿Pero, por qué tiemblas? ¿Por qué, antes de morir, una ramera judía como tú no va a honrar con sus servicios a un gentilhombre de pura sangre cristiana?… ¡No me digas que la idea de invertir los papeles te repugna! ¡Si lo has hecho gustosa por el caballero, hazlo ahora por mí! ¿Me oyes? ¿Por qué tu mano está tan fría e inactiva? ¿Hasta ese punto me tienes horror, o es que quieres cortarme todas mis sensaciones? ¡Responde! —gritó rechazando brutalmente los dedos de la mujer—. ¡Ah!, ahora tienes miedo de hablar, ¿no es verdad? ¿Acaso temes que cambie de opinión y que te ahorque al amanecer? ¡Ten cuidado! ¡No quieres morir, pero te niegas a ofrecerme unas delicias cuyos secretos sólo puede conocer una ramera como tú! ¡No es razonable! ¡Tu vida está entre mis manos, no lo olvides! Ya conoces mis condiciones. Mañana volveré. ¡Buenas noches!

La pesada puerta se cerró y los cerrojos resbalaron con un siniestro crujido. Esta vez Orovida había tocado el fondo de la miseria humana. ¿Qué le había hecho al mundo, al cielo, para merecer semejante castigo, para conocer aquel grado de humillación, de envilecimiento, infligido por un maníaco impotente que le pedía nada menos que le devolviera la virilidad concediéndole la posesión total de su cuerpo y de su alma? Sólo aquella repugnante exigencia le daría satisfacción, y le probaría que sin duda era el hombre irresistible que moría de ganas de ser. Una vez obtenido aquel inmundo goce, él la entregaría a la muerte. No había más salida. «Yo te ordeno hacer de mí un hombre y amarme según mis condiciones. ¡Si no lo consigues, morirás! ¡Si lo consigues, también morirás!». Entonces, ¿por qué no negarse de entrada, ahorrándose así un inútil calvario? Por una sola razón: mientras Jufré viviera, ella tampoco debía morir. En la jaula de hierro a la que había sido arrojada, Anaya aún dejaba que se filtrara un ínfimo resplandor, un hilo de esperanza: el tiempo. Sólo el tiempo podía permitirle a Jufré enterarse de lo que le había ocurrido; sólo el tiempo le dejaría quizás hallar el medio de salvarla antes de que fuera demasiado tarde. Dios todopoderoso, ¿de dónde sacaría fuerzas para interpretar la odiosa farsa?

Aquella noche, sólo el Dios de Israel conoció el inconmensurable precio de sus lágrimas.