XXVIII

—¡Qué bien huele! —exclamó el príncipe Juan al entrar en la alcoba—. ¡Qué maravilloso perfume!

—Sabía que le gustaría a Vuestra Alteza —aprobó el Hermano García sentenciosamente, dejando su sitio habitual junto a la ventana para ponerse frente al niño—. Mientras vos montabais a caballo, asistí en el monasterio a una misa especial en honor de la victoria de vuestra madre, Su Majestad la reina. Emocionado por la ceremonia, al salir y encontrarme en la tranquilidad de nuestro claustro, experimenté el deseo de entregarme a unos instantes de meditación, de acción de gracias en honor de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Fue entonces cuando vi una alfombra de deslumbrantes flores primaverales que el Señor, con Su mano todopoderosa, había hecho abrirse al mismo tiempo, como si con sus innumerables corolas multicolores quisieran celebrar alegremente Su gloria! Una vez terminadas mis devociones, hice un ramillete de esas creaciones divinas para adornar vuestro altar, agradeciéndole a Dios Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, haber creado tanta belleza y permitido que los hombres en esta tierra pudiesen disfrutarla.

Olvidando su cansancio y las angustias de la mañana, Juan corrió hacia el altar, hundió su rostro en las fresias malvas y amarillas, los junquillos hierba pastel, los delicados guisantes de olor dispuestos al azar en delgadas copas de plata, aspirando con fruición los perfumes mezclados de las diferentes especies fundidas en un aroma tan embriagador y suave que el niño, en un vértigo, se creyó en el paraíso.

—Maestro Eduardo no me permitía nunca oler una flor —murmuró atrayendo hacia sí toda una brazada.

—Pues bien, era por su parte un doble error, porque os impedía descubrir una de las grandes maravillas de la creación y ofrecerle al Señor lo que más queréis, como debe hacer todo buen y fiel cristiano.

Juan iba de una a otra flor, deleitándose con su frescor y acariciando los frágiles pétalos, pero el monje, al oír las campanas de Segovia tocando el Ángelus, bruscamente puso término al entusiasmo de su discípulo.

—¡Vamos, basta por ahora! —intervino con voz severa—. ¡Oremos!

A regañadientes, el niño se apartó del altar, se arrodilló al lado del preceptor y empezó a rezar, esforzándose por seguir el ritmo impuesto por el maestro, cuyo rosario se desgranaba regularmente con el ligero rumor de sus perlas de marfil.

«Padre nuestro que estás en los cielos…». El niño estaba repitiendo esta frase por tercera vez cuando sintió una súbita opresión en el pecho.

«Porque es a Vos que pertenecen, por los siglos de los siglos, el reino, el poder y la gloria…», farfulló automáticamente mientras le pedía al Señor que no lo dejara caer enfermo otra vez.

—¡Ya no os oigo, niño! ¡Estáis distraído! No penséis más que en el Señor y rezad conmigo: «Ave María llena eres de gracia…».

Juan trató entonces de ignorar su malestar y mantener el ritmo de las oraciones, pero su respiración se hacía más escasa y su voz languidecía. Al detenerse para recuperar el aliento, se retrasó un poco.

—¡Orad, niño, orad! —lo apuraba el monje, inflexible.

—No puedo, Hermano García, mi pecho…

—Orad con fervor y Nuestro Señor Jesucristo os concederá la fuerza para superar vuestra debilidad —lo reprendió el monje, quien acababa de advertir un débil silbido escapándose de los labios de su discípulo.

Asustado de desobedecer, porque entonces Dios le infligiría una adversidad todavía mayor, Juan continuó resistiendo mal que bien, pero cuando la última cuenta del rosario se escapaba de sus dedos, el escaso hálito ya sólo salía de sus pulmones a golpes entrecortados.

—¡Ayudadme a ponerme de pie, os lo ruego! —le pidió a su preceptor, con un rostro descompuesto de coloración azulada—. Estoy tan cansado…

—¡Vamos, niño, un poco de ánimo! ¡Un hombre debe aprender a dominar sus debilidades recurriendo a la firmeza del espíritu! Poneos en manos de Nuestro Señor y Salvador, y os sostendrá como ha sostenido a tantos mortales en el curso de Su existencia terrenal.

Entonces, viendo que toda asistencia humana le era negada, el infante extendió una mano endeble, se agarró al pie del altar y trató de ponerse de pie. Pero el esfuerzo era demasiado grande. Empezó a toser, primero ligeramente, luego con una intensidad creciente hasta que un ataque de tos lo sacudió atrozmente.

Percatándose al fin de la gravedad de su indisposición, el monje empezó a perder la compostura.

—¡Vamos! Quizás debierais acostaros un poco y tratar de calmaros respirando profundamente por el diafragma.

—Sí, voy a tratar —hipó el niño entre espasmo y espasmo.

Tras haber consentido en ayudarlo a meterse en la cama, el Hermano García se puso a observar con cara escéptica sus esfuerzos para controlar el pecho jadeante y la respiración, siguiendo el método del Maestro Eduardo. Pero no lo consiguió y el Hermano no pareció sorprenderse. ¡No podía tratarse sino de la obra de un charlatán, confabulado con el demonio y sus semejantes, los judíos conversos, para seducir al heredero del trono y tenerlo bajo su poder! ¡En cuanto a las flores, ellas no podían ser responsables! ¡Qué absurdo! Aquella historia no era más que una invención herética para impedir que el niño venerase a Dios con la devoción propia de un príncipe cristiano. ¡Por Dios! ¡Todos los niños del reino católico, desde los más nobles hasta los más humildes, recogían flores en campos y bosques para ofrecérselas al niño-Dios y a su madre, la Virgen!

Pero un nuevo ataque de tos lo sacó de sus airadas reflexiones. Con los ojos desorbitados por la angustia, el principito se sentó en la cama y, lleno de náusea, empezó a devolver en una jofaina de estaño un líquido verdoso y maloliente. Pálido, con el rostro sudoroso, el pobre niño hacía esfuerzos desesperados por extraer del estómago sus últimos alimentos. Y cuando lo consiguió, al no tener nada más que vomitar, volvió a caer destrozado en la almohada, esperando sin moverse que las últimas convulsiones se aplacaran. ¡Cuánto le hubiera gustado sentir la suave mano de su madre refrescando su frente inundada de sudor! ¡Pero desgraciadamente ella estaba lejos y no vendría! La guerra era más importante…

—Os lo ruego, llamad pronto al Maestro Eduardo —consiguió articular en un hilo de voz, volviendo los ojos empañados en lágrimas al preceptor—. ¡Tengo tanto miedo de morir asfixiado! Unos anillos de hierro aprietan mi pecho… me trituran… sólo el Maestro Eduardo sabe aflojarlos.

Su respiración se volvió pesada y jadeante, y ahora silbaba como un fuelle desgastado. Por eso, esta vez seriamente alarmado, García tuvo miedo. ¿Era esto lo que Nonell llamaba una «urgencia»? ¿Habría que llamarlo en auxilio? Absteniéndose de hacerlo, corría el riesgo de responsabilizarse con lo que podía pasarle al niño. Pero, aunque enviara en el acto a un mensajero, Nonell no podría estar allí antes del anochecer. ¿Y si, antes de eso, el niño…? ¡Pero no, estaba el elixir, lo había olvidado! Seguramente era el momento de recurrir a él. ¿Pero realmente debía usarlo? Ya que el médico se había negado a revelarle su composición, ¿cómo podía estar seguro que no se trataba de un brebaje impío compuesto por el judío para someter al niño a diabólicas influencias? Pero ya no había tiempo para titubear. El pecho de Juan se alzaba desesperadamente en busca de un poco de aire, luchando contra la asfixia, y había que actuar. Sobreponiéndose a sus dudas, se decidió.

—Sí, mi niño, de acuerdo, yo lo mando a buscar en seguida. Quedaos tranquilamente acostado hasta que yo regrese.

Cogiéndose el hábito blanco con las dos manos, y corriendo como no lo hacía desde su más tierna infancia, el Hermano García de Ortega se precipitó como un loco fuera de la habitación; y tras atravesar a toda prisa los vacíos corredores del castillo, irrumpió en la antecámara de la reina en el mismo momento en que Hernando del Pulgar le entregaba los últimos documentos a su sucesor.

—¡Don Hernando, por el amor del cielo, haced que el más veloz de vuestros correos salga inmediatamente a buscar a Nonell! ¡El infante está grave!

Apenas sin mirar al dominico, y limitándose a asegurarle que al punto haría lo necesario, Del Pulgar dejó plantado al nuevo secretario.

García salió entonces de la antecámara y, sumido en sus pensamientos, se dirigió a la enfermería con sus sandalias crujiendo lúgubremente en el suelo embaldosado. Su ansiedad era tan grande que apenas pudo distinguir las etiquetas escritas en los frascos de cristal cuidadosamente alineados en una estantería, y tuvo que escudriñarlos varias veces hasta que por fin descubrió el recipiente que buscaba. A su lado se encontraba una escala de medida que permitía administrar la dosis exacta.

Cuando el Hermano regresó a la cabecera del niño enfermo, llevando con precaución la botella, el rostro de Juan estaba del color de la ceniza. Entonces, colocando precavidamente el elixir en un nicho situado cerca de la cama del niño, como si le inspirara miedo, giró el tapón y lo sacó, liberando con su gesto un olor a la vez volátil y embriagador. Con manos temblorosas, llenó una cuchara dejando escapar un poco del líquido, y luego, enderezando a Juan en la almohada, derramó el medicamento entre sus labios azulados. Acto seguido volvió a cerrar el frasco y se sentó al pie de la cama. Había cumplido las instrucciones del Maestro Eduardo. Por tanto, sólo había que esperar, confiar y rezar.

En esa expectativa pasaron largos minutos hasta que, súbitamente, ante los ojos incrédulos del monje, los espasmos empezaron a disminuir, la respiración del niño se hizo más regular y un sueño reparador vino a darle cierta tregua a su organismo tan rudamente afectado. No obstante, el Hermano García no se sintió del todo tranquilo. ¿Cuánto tiempo iba a prolongarse el sueño del niño? ¿No iría a despertarse para ser víctima de una nueva crisis antes de que él pudiese darle otra cucharada de la poción? ¿Qué haría en ese caso, sobre todo si algún contratiempo impedía al médico llegar antes del anochecer? Por lo demás, ¿cuántas veces podría administrarle al niño, sin riesgo, una mixtura cuya composición ignoraba? ¿El hecho mismo de que Eduardo Nonell le hubiera ocultado la naturaleza de aquel bebedizo, no lo hacía más sospechoso? Su olor, a la vez tan familiar y extraño, era de lo más misterioso. Observando al príncipe con atención, para cerciorarse de que su sueño era profundo, el monje se levantó, se alejó un poco de la cama y, con infinitas precauciones por temor a despertar al infante con un movimiento demasiado brusco, se agachó para quitarse las sandalias. Así, descalzo, llegó al nicho donde se hallaba el frasco. Lo cogió, lo destapó, se lo llevó a la nariz y aspiró profundamente. Sí, él conocía aquel olor, pero seguía escapándosele su origen. ¿Y si probándolo lo descubría? Encomendándose al Señor para que lo protegiera de las fechorías de Satán, sumergió el meñique en el líquido y, persignándose en un santiamén, empezó a lamer el jarabe que lo impregnaba. Tenía un gusto a miel mezclado con otra cosa, que le resultaba extrañamente familiar… Fascinado, el Hermano aspiró por segunda vez la emanación del contenido, volvió a poner el elixir en el nicho, y volvió a instalarse silenciosa y pensativamente en su sitio acostumbrado al lado de la ventana. Allí, inmóvil, empezó a hurgar en todos los rincones de su memoria tratando desesperadamente de encontrar el incidente de su vida que sabía ligado a aquel perfume. Emergiendo poco a poco de las brumas de su infancia, las escenas vinieron a su recuerdo: su padre cogiéndolo por los pelos para arrancarlo de la ventana de una choza solitaria, situada al final de la aldea; la terrible paliza que sufrió delante de su madre postrada, llorando con el alma destrozada como el día de verano en que su hermano, todavía un bebé, fue encontrado muerto sin que pudiera determinarse la causa; los cotilleos oídos en la tahona de la aldea, donde él acostumbraba a ir a buscar el pan. Se hablaba de una bruja que acudía a los campos, a la luz de la luna, con su perro negro, murmurando encantamientos: ataba al animal a una planta misteriosa cuyas profundas raíces, al ser arrancadas, súbitamente lanzaban un grito que helaba la sangre… Una noche, el molinero —quien según decían se negó a venderle al fiado a la bruja— oyó ese alarido, y amaneció ciego… ¡Pero claro que sí, eso era! Ahora estaba seguro: el olor de la mandrágora… ese mismo perfume embriagador que, antaño, le había atraído irresistiblemente a la choza de la bruja, dejándolo paralizado in situ hasta que su padre intervino enérgicamente.

Como si se hubiera convertido en el protagonista de un combate entre las potencias de la luz y las de las tinieblas, el Hermano García empezó a temblar. ¿Qué había que creer? ¿La opinión de los doctos físicos que reconocían el poder benéfico de la mandrágora para atenuar el dolor y calmar los espasmos, o la experiencia vivida en su propia infancia? Si su aroma podía aficionar a un niño, ¿qué no sería capaz de hacer su absorción concentrada? Quizás la historia del molinero era una interpretación deformada de los hechos, como solían serlo las historias contadas en la panadería. Probablemente la bruja había incitado al hombre a beber el brebaje en grandes dosis, y de este modo le hizo perder la vista… Al pensar esto, el monje fue presa de un frenético deseo de despertar al príncipe, para asegurarse de que seguía viendo, pero finalmente no lo hizo, dándose cuenta de que si molestaba al niño, corría el riesgo de provocar un nuevo ataque. ¡En cualquier caso, estaba seguro de que ahora no se atrevería a administrarle la poción! ¡En caso de que ocurriera alguna desgracia, Nonell tendría toda la responsabilidad! Con la ayuda de Dios, probablemente estaría allí antes de que pasaran las seis horas fatídicas.

—¡Dulce Virgen, dejad que el niño duerma hasta entonces! —susurró juntando las manos—. ¡Si ha de despertarse ciego, que sea el judío quien lo descubra!

Con las entrañas atenazadas por el terror y la duda, García cayó de rodillas ante el altar, y agarrando el crucifijo colgado en su pecho, le suplicó al Señor que curara al niño, como había curado a la suegra de Simón, al leproso y al paralítico… Pero repentinamente, cuando empezaba de nuevo a desgranar el rosario, otro pensamiento cruzó por su mente: ¿sería posible que las flores primaverales fueran la causa de la indisposición del príncipe? No, la emoción lo hacía desvariar. Esas flores que había dispuesto a los pies de la Virgen y del Niño Jesús, eran el símbolo mismo de su fe, esa fe cristiana y católica omnipotente que, ardientemente enarbolada, salvaba de cualquier tentación. También lo salvaría de sus males físicos y espirituales. En consecuencia, quitar las flores equivaldría a negar aquella fe y a abdicar en favor del poder de las tinieblas, potencias encarnadas en las raíces amenazantes de la mandrágora.

Descuartizado por su lucha interior, el Hermano García se refugió en la oración. Rezando rosario tras rosario, transcurrieron los minutos y las horas. Finalmente, cuando los últimos rayos del sol declinaban en el horizonte, Juan hizo un ligero movimiento y abrió los ojos.

—¿Vuestra Alteza puede verme? —preguntó el monje precipitándose a la cabecera de la cama.

—¡Sí, qué pregunta más rara! ¡Claro que os veo!

—¡Bendito sea Cristo, Nuestro Salvador! —farfulló el Hermano a media voz santiguándose—. ¿Cómo os sentís, mi niño?

—Un poco mejor, gracias. He tenido un sueño muy bonito. Soñé que cabalgaba sobre un gran caballo, blanco como la nieve. Ligero y tan libre como una nube, volaba sin temor por los cielos. Debajo de nosotros, para recibirme si caía, se extendía una inmensa alfombra de flores que lo perfumaban todo. Hubiera querido que mi sueño durara siempre…

«No lo dudo», pensó para sí el monje, rememorando con inquietud los efectos insidiosos de la mandrágora.

—¿Queréis comer algo? —preguntó.

—No, gracias, no tengo hambre.

—¿Tampoco queréis beber?

—¡Sí, con mucho gusto! Cuando estoy enfermo, el Maestro siempre me da zumo de limón caliente con miel.

—En seguida pido que os lo preparen.

Cuando la bebida estuvo preparada, el monje lo ayudó a sentarse y el niño bebió de la copa de plata con avidez. Tenía la garganta seca y el cuerpo deshidratado. Sin embargo, al primer trago, hizo una mueca, porque antes de dársela, el monje había olvidado probar la mezcla, como siempre hacía el Maestro. Estaba espantosamente ácida y amarga para su paladar. Pero como no se atrevió a quejarse y estaba demasiado sediento para esperar a que otro criado trajera más miel para endulzarla, bebió un poco más, tratando de absorber el líquido sin respirar para no sentir su acidez, y al hacerlo, se atragantó. Entonces se reanudó la tos con más fuerza, y al querer recuperar el aliento, le pareció que una vez más su pecho iba a estallar.

—¿Dónde está el Maestro? —jadeó entre accesos de tos, con las lágrimas inundándole el rostro.

—Pronto estará aquí. Acostaos, relajaos y tratad de recuperar el aliento calmadamente, como él os enseñó a hacerlo.

«Dulce Jesús, os suplico con toda humildad que acudáis en ayuda de este niño y de mí mismo, vuestro humilde servidor, el más arrepentido de todos…», rezó para sí García, cada vez más alarmado por la ausencia de Eleazar.

Fue entonces, como en respuesta a su súplica, que resonaron unos pasos apresurados en el gran corredor y la puerta se abrió. Eleazar estaba allí. Con la cara sudorosa, se inclinó en seguida sobre el lecho del niño, arrancándose febrilmente los botones de la túnica para refrescarse el pecho tras una agotadora cabalgata. De una ojeada lo comprendió todo. Dejando un momento a su pequeño paciente y sin concederle ni una mirada al dominico, saltó hacia el altar, cogió las flores que lo alfombraban, y con un gesto furioso, las arrojó por la ventana. Los floreros de plata volcados revolotearon en todas direcciones chocando con el tríptico colocado en frágil equilibrio. Al desplomarse, el retablo arrastró en su caída a la madona azul y dorada que se hizo añicos en el suelo. Pero pensando sólo en aliviar a su principito, el médico corrió hacia él, aplastando al pasar, sin darse cuenta, restos y fragmentos de yeso desparramados un poco por todas partes. Cuando se sentó en la cabecera del niño, su rabia y su tensión desaparecieron en seguida. Cogió sus manitas endebles entre las suyas y, despacio, empezó a poner en orden los rubios mechones pegados a la frente húmeda.

—¿Fueron las flores, Maestro? —murmuró Juan débilmente, con el pecho aún atenazado.

—Me temo que sí, pequeño.

—¡Oh, sin embargo eran tan bellas y perfumadas! ¡El Hermano García dice que debemos ofrecérselas a Nuestro Señor en agradecimiento por el espectáculo que nos ofrecen!

—¡Que se vaya al diablo el Señor! —murmuró entre dientes—. No habléis más, mi almita, os lo ruego, no os preocupéis de esas cosas —le cuchicheó tiernamente al niño—. Lo peor ha pasado. Solamente respirad, tan profundamente como sea posible, por la parte inferior.

—No puedo, Maestro. Dios me está castigando. ¿Es por haberos desobedecido a vos o por haber desobedecido al Hermano? ¡Oh, Maestro, los anillos de hierro vuelven, me siento mal!…

Presa de pánico, el pobre niño se incorporó de un salto y abrazó a Eleazar, aferrándose frenéticamente al fino cordón de cuero que colgaba del cuello del médico. Con mucho tacto y por más que Eleazar trató de liberarse del apretón del niño, sus esfuerzos fueron en vano. La desesperación centuplicaba sus fuerzas. Tratando de no lastimarlo, abrió los puños crispados del niño, dedo tras dedo, hasta que consiguió meter el cordón de cuero por el escote de su túnica abierta.

Pero, aunque un poco más calmado, el niño no soltaba la prenda, y cuando Eleazar se inclinó hacia adelante para reacomodarlo en la almohada, un pequeño objeto de oro que colgaba del cordón se salió de su túnica. Aflojando su abrazo, Juan lo atrapó con gesto nervioso arrancándolo del cordón, y, desplomándose hacia atrás, se le cayó y rodó por el suelo.

—¡Calma, mi niño! ¡Respirad profundamente! —murmuró Eleazar, apoyando suavemente una mano sobre el diafragma del niño—. ¡Fijaos, ya estáis un poco mejor! Uno, dos, lentamente, profundamente…

En efecto, gradualmente el ritmo respiratorio de Juan se hacía normal y adoptaba una cadencia casi regular. Con todo su ser y su voluntad concentradas en el niño, Eleazar, sin siquiera alzar la cabeza, se dirigió entonces al monje:

—Iros a descansar, Hermano García. Esta noche yo cuidaré personalmente del príncipe.

—Os lo agradezco, Maestro —silbó el dominico entre dientes—. Os dejo, pues, en compañía de vuestro protegido.

Y sin más, se fue furtivamente.

Por temor a que el humo de una lámpara o una vela irritara los pulmones del príncipe, Eleazar, a solas con el infante, apagó todas las luces. En la penumbra que poco a poco invadió la alcoba, el niño se durmió apaciblemente, pronto imitado por su maestro casi tan agotado como él. Desmoronado en una silla de madera, al lado de la cama, el médico no oyó abrirse la puerta lentamente. Lo despertó en un sobresalto el resplandor de las antorchas. Y en seguida supo —al distinguir al Hermano García, de pie frente a él y flanqueado por dos hombres— que la Inquisición había venido a arrestarlo.

—¡Huid sin pérdida de tiempo! —insistió otra vez Jufré, sin dejar de mirar a una Alegra aterrada, que vagaba de habitación en habitación, con los dedos nerviosamente aferrados al cuello de su camisa de dormir—. Un caballo os espera afuera, el más pequeño que pude encontrar en las cuadras del castillo. ¡Cogedlo y huid! Si al llegar a Villafranca, no encontráis a Orovida, sobre todo no la esperéis y marchaos de un tirón a Portugal. Allí nos encontraremos en casa de Saúl. Vuestra hermana hará lo mismo en cuanto llegue y yo también.

—¡Sabía que esto ocurriría un día! ¡Orovida nos había prevenido! Lo sabía, y ha pasado —repetía Alegra despavorida.

No decía otra cosa desde que Jufré había irrumpido en su casa, en medio de la noche, para anunciarle el arresto de su esposo.

—Por más que se lo dije, él nunca quiso prestarme atención… Sí, siempre lo supe… ¡Pero ahora no lo puedo abandonar!

—¡Calmaos, os lo ruego, y conservad la sangre fría! No lo abandonáis. ¡No podéis hacer absolutamente nada por él! En cambio, si él se entera que habéis conseguido escapar de las garras de la Inquisición, su encarcelamiento será menos penoso. ¡Ahora, tranquilizaos y salid inmediatamente si no queréis que os capturen en el camino! Tenéis muchas posibilidades de escapar, porque es seguro que os buscarán primero en Toledo.

—¿Las faltas que se le imputan son tan graves?

—Lo ignoro. Os he dicho cuanto sé: el infante se puso enfermo y el Hermano García pidió a del Pulgar que mandara a un correo en busca de Eleazar. Aparte de él mismo y del monje, nadie sabe qué pasó entre el momento en que él llegó a la cabecera del príncipe y aquel en que vi cómo se lo llevaban. ¡Al menos fue una suerte que yo estuviera justo en ese instante vigilando el patio para estar seguro de que la vía estaba libre! Un poco antes o después, hubiera estado tan desierta como otras noches a la misma hora, y yo hubiera abandonado la fortaleza sin enterarme de nada. ¡En este preciso momento yo estaría en la montaña, cabalgando hacia Portugal y vos estaríais encerrada en el torreón del monasterio de Santa Cruz! ¡Vamos, de prisa, al caballo mientras tengáis tiempo, y desapareced en la noche!

—¿Sola? ¡Es imposible, me moriré de miedo!

—¡Vos podéis, y debéis hacerlo! ¡Al diablo con vuestros temores!

Mientras menos testigos, será mejor para vos. Tomad la ruta principal, es la más rápida y cómoda. Poneos un vestido que pase inadvertido, mezclaos con otros viajeros y, sobre todo, tratad de no llamar la atención. Llevaos justo el dinero necesario para llegar a casa de Saúl. Extremadura está infestada de merodeadores en busca de botín. Si tenéis dinero o joyas, es mejor que yo lo lleve. No dejemos atrás nada que pueda incrementar las arcas de la Inquisición.

Entonces Alegra se dirigió hacia un gran cofre de madera barnizada, levantó la tapa y sacó un pequeño joyero de marfil que contenía una bolsa de terciopelo.

—Ignoro si Eleazar guardaba más dinero en la casa —dijo tendiéndole la bolsa—. Cogedla y mientras me preparo, revisad por todas partes a ver si encontráis otra cosa. ¡Dios mío, no tengo ningún vestido discreto! —exclamó consternada, sacando uno tras otro suntuosos atuendos para grandes solemnidades.

Irritado por sus chiquilladas y despropósitos, Jufré se dirigió a la antecocina y agarró al azar una túnica negra que estaba secándose delante de la chimenea.

—¡Poneos esto! —ordenó.

—¿Eso? ¡Pero si es el vestido de una sirvienta!

—¡Justamente por eso, es perfecto! ¡Vamos, ponéoslo pronto, con una capa sobre los hombros, y marchaos!

—Es imposible —repitió Alegra abandonando esta vez su tono quejumbroso—. Si los dos dejamos España, estando todo el mundo en la guerra, ¿cómo tendré noticias de Eleazar? No puedo partir sin saber lo que van a hacerle. Yo no tengo en el mundo a nadie más que a él; ¿lo comprendéis? Igual que Orovida, sin hijos, estoy cortada de todas mis raíces familiares. Sin Eleazar, mi vida ya no tiene ningún sentido. Sin él, ya nada existe para mí.

—Claro que sí, lo comprendo —murmuró Jufré afablemente recordando la determinación de que ya había dado pruebas la joven mujer negándose a dejar a su marido unos meses antes, y a Orovida, cuando murió David.

Por otra parte, él no tenía ni medios ni derecho para obligarla a irse tomando en cuenta todas las consecuencias previsibles. En efecto, si Alegra conseguía escapar de la Inquisición y llegaba a Villafranca poco más o menos al mismo tiempo que Orovida, sin duda alguna, engañada por un falso sentimiento de seguridad, decidiría quedarse escondida en la hacienda y se negaría obstinadamente a moverse de allí hasta haber recibido noticias de su esposo. Y en ese caso, ¿cómo esperar que Orovida no hiciera otro tanto? Por otra parte, si no llegaba ninguna noticia de Eleazar antes de que expirase el salvoconducto autorizándola a permanecer en Villafranca, ¿tendría la fuerza de voluntad necesaria para irse y dejar a Alegra sola esperando el veredicto de los inquisidores? Seguro que no. Lo más probable era que ella también aplazara su partida, tratando incluso de volver a casa de De Portela con su hermana. Ahora bien, retenido en la sede de su Orden para acelerar los preparativos de la guerra, el Comendador no estaría allí y ellas no tendrían a nadie que las protegiera. ¡Esa eventualidad había que evitarla a cualquier precio!

—¡Alegra, os lo ruego —prosiguió, tratando de trasmitirle a sus palabras toda la fuerza de su convicción—, hay que irse de España, inmediatamente! Y Orovida también debe hacerlo, dentro de los quince días que le concedieron. De nosotros tres, yo soy el único que puede rezagarse sin correr demasiados riesgos. Así que estoy dispuesto a esperar las conclusiones del proceso de Eleazar en Segovia, pero con una condición: ¡Que me juréis que no os quedaréis en Villafranca, salvo para avisar a Alfonso de vuestra partida! No debéis, ¿me oís?, ni esperar la llegada de Orovida, ni quedaros con ella mientras prepara su partida, bajo ningún concepto. Cada una de vosotras ha de llegar a la frontera por separado, lo antes posible y por sus propios medios. En cuanto Eleazar sea juzgado yo me encontraré con vosotras dos en Lisboa. Sólo me hará falta un poco más del tiempo previsto.

—¿Cómo sabéis que os hará falta solamente un poco más de tiempo? ¿Y si el proceso se demora, y si un incidente imprevisible os impide partir?

—No. Este proceso es demasiado incómodo para que Torquemada lo deje prolongarse. Por eso dudo que dure más de una semana. Pasado ese plazo de tiempo, nada ni nadie en el mundo podrá retenerme.

—¿Y si me detienen en el camino? —objetó Alegra sin llegar a decidirse a partir—. En ese caso, yo desaparecería sin dejar la más mínima huella.

—Escuchad, trataré de dar un rodeo y pasar por Villafranca para asegurarme de que todo va bien —prometió Jufré en una última tentativa por convencerla—. Pero sólo si siento que puedo correr ese riesgo, porque no olvidéis que a partir del momento en que yo deje Segovia, también puedo ser arrestado en cualquier momento, no por herejía, sino por deserción. ¡Es todo cuanto puedo hacer! ¡Ahora partid, y que Dios os proteja!

Cuando la silueta de la amazona encima de su cabalgadura se difuminó en la oscuridad, Jufré volvió lentamente al castillo. Tenía la impresión de haber salido de una lancinante pesadilla y de haber recobrado el aliento sólo unos instantes, antes de caer de nuevo en su horrible sueño. Pero no le quedaba otro remedio que seguir, ya tenía bastante peso en la conciencia. Con paso torpe, subió la escalera que conducía a su habitación. Todo estaba como lo había dejado. Sin embargo, sintió que todo allí le era ajeno. Su corazón ya se había escapado de allí.