XXVII

La angustia consumía a Jufré. Los días pasaban sin que ni Hernando del Pulgar ni Abraham Seneor encontraran el momento oportuno para hacer que la reina se ocupara seriamente de la situación de Orovida. En sus momentos de desesperación, de buena gana hubiera rezado; ¿pero a qué Dios había que dirigirse? Desde hacía mucho tiempo había perdido la confianza en Jesucristo. En cuanto al Dios de los judíos, no lo conocía. ¡Devorado por el insomnio, con el alma y la mente aturulladas, pasaba sus noches implorándole a una divinidad imaginaria, un poder cósmico todopoderoso, pidiéndole que aniquilase a sus enemigos y que les abriera, a Orovida y a él, las puertas del paraíso terrenal que tanto habían soñado! Pero cada mañana volvía el alba, y con ella el infierno.

No obstante, hacia mediados de febrero, Del Pulgar le hizo concebir una esperanza. La marejada de despachos disminuía, en lo sucesivo casi todos los preparativos de la guerra estaban terminados y, razonablemente, se podía contar con un momento propicio para defender la causa. Fue entonces cuando llegaron las noticias del desastre: el marqués de Cádiz había caído en una trampa en Alhama, para gran consternación de los soberanos, quienes finalmente habían aprobado la operación dejándose convencer de que el factor sorpresa sería ventajoso. Ahora bien, la catástrofe era tanto más grave cuanto que el ejército no estaba en condiciones de reaccionar por lo menos hasta dentro de un mes. Llamando a las armas a todos los nobles de Andalucía, Fernando dio la orden de que reunieran los hombres disponibles en sus propias tierras para que los llevaran a Córdoba donde él, en persona, asumiría el mando. Encabezándolos, él se pondría en marcha hacia el sur, e Isabel le seguiría más tarde al frente de la milicia de Castilla.

Al ocuparse en el intervalo de los asuntos pendientes, la reina por fin examinó la misiva de don Álvaro de Portela. En la alta noche, sus ojos fatigados por las prolongadas horas de trabajo a la luz de las velas recorrieron lentamente el documento. Al llegar a las últimas líneas, le pidió a Del Pulgar que hiciera venir a Abraham Seneor. Mientras esperaba a que llegara, echó la cabeza hacia atrás sobre el alto respaldo del sillón, posó la mano que sostenía el documento sobre las rodillas y cerró los ojos. ¡Qué cansada estaba, y cuánto más lo estaría, antes de reducir a la obediencia el reino de Granada! ¡Si al menos, durante la campaña, el resto de España permaneciera tranquila! Burlándose para sus adentros de la futilidad de tal deseo, se acordó de la viuda Villeda, y dejó que sus reflexiones vagabundearan un instante, guiada por su instinto femenino. La emoción que, desde la muerte de don David, aquella mujer judía había conseguido suscitar en los hombres que la rodeaban, la intrigaba sobremanera. Aunque desde su retorno a la Corte ella apenas hubiera tenido ocasión de ver a Del Águila, no había que ser un perito en la materia para adivinar, en su febrilidad extrema y en su rostro desolado, que era presa de una violenta pasión. También De Contreras, ciertamente un hombre muy bondadoso, había manifestado hacia ella un grado inhabitual de compasión, y he aquí que ahora le correspondía a Álvaro de Portela el turno de defenderla, apoyando su petición con una generosa oferta de refuerzos sacados de los efectivos de su Orden. En cambio, Arias de Anaya y Juan Ruiz parecían emponzoñados de odio contra la joven mujer y dispuestos a todo con tal de destruirla. ¿Qué tenía ella que…?

—Presento mis respetos a Su Majestad.

—¡Ah, don Abraham, os esperaba! —masculló la reina con tono fatigado, entreabriendo a duras penas los ojos para mirarlo—. Perdonadme por haberos llamado a esta hora tan avanzada de la noche, pero pudiera ser que marcháramos para Córdoba mañana por la mañana. Por consiguiente, antes de irme quiero resolver todos los asuntos pendientes. Don Abraham —repitió ella con una inflexión de confidencia—, decidme, ¿qué pensáis de Orovida Villeda?

—¿Qué desea saber exactamente Su Majestad? —preguntó Seneor con cautela.

Buscando las palabras más adecuadas para traducir el objeto de su curiosidad, Isabel replicó al cabo de un rato:

—Deseo saber si algo la distingue del resto de las mujeres.

—Ciertamente, Majestad, sin ningún género de duda. Es una mujer de una belleza, de una cultura, de un refinamiento fuera de lo común…

—Entiendo. ¿Pero es eso tan raro entre las judías?

—Su Majestad tiene toda la razón, pero es verdad que doña Villeda es, a pesar de todo, diferente a las otras. ¿Cómo podría describírsela a Su Majestad? Ella es a la vez delicada, casi traslúcida y, en cierta forma, de una rara inocencia. De naturaleza extremadamente reservada, siempre tiene tendencia a permanecer retirada, actitud que le confiere una expresión evanescente, como si perteneciera a otro mundo. Por todas estas razones ejerce un irresistible poder de atracción.

—¿Es tan orgullosa como don David?

—Siendo su esposa, Majestad, ¿cómo podría ser de otro modo?

—Evidentemente.

La reina pareció satisfecha. El fugaz retrato esbozado por don Abraham, añadido al hecho de que la mujer era judía, bastaba para explicar las pasiones que inspiraba, pasiones tanto más vivas cuanto que aparentemente ella no trataba de provocarlas. Sumida en sus pensamientos, Isabel permaneció unos instantes inmóvil, con los ojos entornados y el grueso rubí que llevaba en el dedo del corazón brillando al resplandor de las velas.

De pronto enderezó el busto y mirando fijamente a los ojos de su consejero, entró en el meollo del tema:

—Don Abraham —dijo— supongo que conocéis el contenido del mensaje de don Álvaro.

—Lo conozco, Majestad.

—¿Os parece convincente?

—Totalmente, Majestad.

—Por segunda vez se me pide que dé prueba de misericordia hacia esa viuda. Ahora bien, dijérase que nuestra indulgencia pasada no le fue de gran provecho, puesto que habiéndola salvado, otros parecen ensañarse en su destrucción. Si como consecuencia accedemos al deseo de don Álvaro, ¿quién nos asegura que la viuda no caerá otra vez en manos de sus enemigos?

—Si Su Majestad diera la orden de que no la importunaran más…

—Don Abraham, ¿cuál sería, a vuestro juicio, una definición exacta de la palabra «importunar»? ¡Un acto juzgado impertinente por la persona ofendida también puede ser interpretado por la parte contraria como un acto de defensa o una reacción normal frente a una provocación inaceptable! ¿En tales condiciones, quién puede erigirse en juez? No, amigo mío, en nuestra opinión, la solución no es esa. ¡Por muy rigurosa que pueda parecer a priori nuestra decisión, por el bien de la viuda, así como por la tranquilidad de la ciudad, pensamos que es más sabio que ella jamás regrese a vivir en Villafranca! Por tanto, no anularemos su orden de destierro y, con el fin de no desacreditar tan pronto a nuestro recién nombrado representante, tampoco revocaremos la orden de confiscación parcial de sus bienes. Dicho esto, no obstante no deseamos que la viuda Villeda se vea desamparada, desprovista de recursos, ya que su penosa suerte, desgraciadamente, nos resulta demasiado familiar… Por eso, a pesar de todo, le concedemos un plazo de quince días para que vuelva a Villafranca con toda tranquilidad, a fin de que pueda vender o disponer de todo lo suyo, o de parte de lo que aún le pertenece, antes de retirarse a vivir modestamente en otra parte. Por último, deseo que os informéis personalmente sobre la compra, efectuada el otoño pasado, de la cosecha de Guzmán. Si una parte de la suma pagada concerniente al vino ha sido confiscada por el mismo concepto que los otros bienes de la viuda, ordeno que le sea restituida, sacando el dinero de mi tesoro personal si fuera necesario. Por supuesto, cuento con vuestra discreción absoluta en todo este asunto.

Cuando la reina terminó de hablar, su consejero asintió con la cabeza. ¿Qué más podía hacer? Concediéndole migajas en aspectos sin importancia y nada en lo esencial, la soberana, con su acostumbrada habilidad, amordazaba cualquier voluntad de réplica de su parte. Inclinándose respetuosamente ante ella, salió haciendo una reverencia y sin dejar de acariciar su cadena de oro, siempre pulimentada por la impetuosa fricción de sus dedos.

De vuelta a la antecámara, quiso comunicarle sin demora a Del Pulgar la decisión real, pero no tuvo tiempo de hacerlo. La reina hizo venir en el acto a su secretario, sin duda para notificarle ella misma los detalles del fallo. Así las cosas, Abraham Seneor prosiguió su camino, dando pasitos rápidos, pero prudentes, a causa de su avanzada edad. Cruzó el patio, entró en el pasadizo que conducía a la entrada de la fortaleza, dobló a la derecha, siguió por el estrecho corredor apenas iluminado por algunas aspilleras, y subió lentamente los desiguales peldaños de piedra que ascendían en espiral a lo largo de la atalaya, hasta llegar penosamente al dormitorio de Jufré, situado en lo más alto.

Con un jarro de vino vacío y bamboleante abandonado en el suelo, al lado de su cama, Jufré trataba de dormitar en vano cuando Gonzalo le anunció la visita del consejero de la reina, Abraham Seneor. ¿Qué novedad podía haberlo empujado a emprender la ascensión de su nido de águila a semejante hora de la noche?… Pero súbitamente, en un relámpago, su mente empañada se iluminó. Evidentemente no había más que una razón. Tenso como un arco, saltó de la cama.

—¿Pues bien? —preguntó en el colmo de la ansiedad, tan pronto el hombre hubo franqueado el umbral.

Muy pálido, don Abraham hizo un gesto con la mano para reclamar una tregua, y se dejó caer extenuado sobre el baúl de Jufré para recuperar el aliento.

—Lo siento en el alma. Perdonadme esta acogida… —se excusó Jufré—, pero podéis adivinar mi inquietud… ¡Gonzalo, pronto, un poco de vino para reconfortar a don Abraham! ¡Después nos dejarás!

Bebiendo pequeños sorbos, don Abraham observaba a Del Águila a través de la estrecha ranura de sus párpados entornados. La tensión de su anfitrión, casi palpable, era tan fuerte que cualquier cosa podía temerse de su reacción cuando se enterara de la noticia. De modo que se tomó todo su tiempo para recobrar el ritmo de la respiración normal, y para encontrar las palabras susceptibles de atenuar el golpe. Pero al no poder aplazar más el motivo de su visita, le dio cuenta por fin, lo más calmadamente posible, de la decisión de la reina. Contra toda previsión, la explosión no se produjo. Anonadado por el impacto, Jufré no profirió palabra alguna, se sentó en la cama agarrándose de sus largueros y, cabizbajo, guardó un mutismo total. Al cabo de unos instantes, decidió romper el silencio:

—Verdaderamente el amor puede volver loco a un hombre. ¡Si por lo menos no me hubiera dejado engañar por una esperanza insensata, me habría dado cuenta mucho antes de que ella concedería justo lo indispensable para hacer imposible cualquier nueva apelación a su misericordia cristiana y que, de hecho, no modificaría en nada su actitud!… ¡Cual un virtuoso dador lanzando ostensiblemente a un mendigo un miserable mendrugo de pan, la reina se pavonea, triunfante y modesta, mientras lo que el pobre diablo necesita es un hogaza de pan entera para llenarse el estómago! ¡Pues bien, don Abraham —exclamó Jufré con voz sorda pero decidida— a mí no me bastan los mendrugos reales!… ¡A partir de este momento, ya es hora de ir a buscar en otra parte mi escudilla de cada día!

Comprendiendo que era inútil hacer que cambiara de opinión un hombre que en muchos aspectos era del temple de don David, don Abraham se levantó. Jufré no contemporizaría jamás como él —rabino y consejero de la Corte— había aprendido a hacerlo…

—¡Que Dios os ampare! —dijo simplemente despidiéndose.

Un ligero golpe en la puerta interrumpió sus adioses.

—¿Quién es? —preguntó Jufré.

—Hernando del Pulgar. ¡Abrid!

—¡Entrad, don Hernando! ¡No deberíais haberos molestado a esta hora! Apenas habéis tenido tiempo de descansar un poco antes del amanecer, y ya estáis de nuevo en pie.

—Gracias por vuestra amabilidad, amigo, que hubiera sido bienvenida todavía ayer, pero a partir de ahora está fuera de lugar. Ya no soy el secretario privado de la reina. ¡Tenéis delante a su simple cronista real!

Al oír esto, la cólera contenida de Jufré estalló. Una rabia tremenda que ahora podía exteriorizarse sin cortapisas. Dando furiosas zancadas por la habitación, pálido, tronó:

—¡De modo que no era un rumor de pasillo! ¡Vos, entre todos los servidores del reino, excluido, degradado! ¿Y por qué motivo? ¿Por haber abogado a favor de un espíritu de tolerancia que era el orgullo de nuestro país, su fuente de vitalidad? ¡Hernando del Pulgar castigado por haberse atrevido a declarar en público lo que toda la nobleza española cristiana digna de ese nombre cuchichea en privado! ¡Ah, bien que lo dije, que los dominicos, con Torquemada a la cabeza, iban a modelar a su manera la conciencia de todos los súbditos del reino tan eficazmente como habían conseguido amoldar la de la reina! ¡Y ya veréis! Ellos no considerarán haber llegado a su meta hasta que toda España no piense, actúe y ame en función de su propio dogma. ¡Pues bien —aulló dándole una patada a la garrafita que estaba en el piso atravesada en su camino—, estoy avergonzado de haberme doblegado ante unas reglas tan criminales como ciegas! ¡Me avergüenzo de haber jurado lealtad a un monarca capaz de perdonar a un hombre como Anaya, devorado por un odio visceral contra los judíos, me avergüenzo de haber permanecido con los brazos cruzados mientras que, en nombre de su salvación espiritual, la cruz llega al extremo de poner en peligro la salud de un principito! ¡Me avergüenzo de ver caer en desgracia, pública e injustamente, a un hombre como vos, Hernando del Pulgar, porque tuvo el coraje de pregonar sus convicciones y, sobre todo, el infortunio de tener sangre judía en las venas! ¡Lo grito y lo repito, siento vergüenza, vergüenza, vergüenza!…

Con un cabeceo, Del Pulgar mostró que él también compartía —¡y cuánto!— su opinión. Sólo don Abraham, clavando la mirada en el suelo, se abstuvo de hacer cualquier comentario. Con la pasión de un hombre que se topaba por primera vez con la mezquindad y la persecución, Jufré hablaba bajo el efecto de una sublevación desconocida y espontánea. Pero para él, judío, las cosas eran muy diferentes desde hacía mucho tiempo, pues en el curso de los siglos su pueblo había aprendido a soportar en silencio vejaciones y malos tratos, y a maniobrar con prudencia hasta que la tempestad se alejara. Probablemente podía considerarse un comportamiento poco honroso, ¿pero acaso existía otro recurso para sobrevivir y renacer cuando circunstancias más favorables lo permitieran?…

—Deploro que la noticia de mi exclusión os hiera hasta este punto —dijo Del Pulgar con sosiego—. No era mi intención al anunciároslo. No obstante, vuestra reacción me devuelve la fe en el género humano. Pero yo había venido, ante todo, para informaros de la decisión de la reina a propósito de la petición de don Álvaro. Don Abraham me tomó la delantera. De todas maneras es curioso que la orden real concediéndole a doña Orovida la autorización para que pase quince días en su casa, sea la última que haya tenido que redactar en mi condición de secretario de la reina, ¿no os parece? Mañana serán enviadas copias del documento a Álvaro de Portela, a Arias de Anaya, así como a la viuda. Por eso se me ocurrió, don Jufré, que fácilmente yo podría incluir un mensaje de vuestra parte en el ejemplar de doña Orovida. He venido a proponéroslo, diciéndome que así me permitiríais, al menos a través de vos, despedirme del espíritu de tolerancia que acaba de zozobrar súbitamente en el reino católico de España.

—¿Realmente podéis? ¡Pero claro que sí, por supuesto que podéis!… ¡Sí, gracias! ¡Voy a mandarle un mensaje! ¡El que debía haberle hecho llegar desde hace mucho tiempo!…

—Escribidlo con entera liberad. Podéis confiar en mi correo.

Febrilmente, Jufré hurgó en su cofre de donde sacó una hoja de papel ligeramente arrugada. Extendiéndola sobre el batiente de la puerta, la alisó con el dorso de su robusta mano, empuñó una vieja pluma hundida en un tintero enmohecido que estaba en el vano de la ventana, se inclinó y, con mano temblorosa, garabateó estas palabras: «Mi bienamada, la orden adjunta os concede quince días para acudir a Villafranca y circular en la región. Arreglad vuestros asuntos tan pronto como sea posible y aprovechad este salvoconducto para llegar a la frontera sin tardanza. En Portugal, acudid directamente a la casa de Saúl y esperadme. Si la suerte me sonríe, no demoraré mucho en encontraros. Os ama. J.».

Mientras doblaba la hoja, metiéndola en un sobre y extendiéndosela a Del Pulgar, Jufré sintió que se quitaba un gran peso de encima. Ahora la suerte había sido echada. ¡Al diablo planes y estratagemas!: Orovida debía irse de España tan pronto como le fuera posible antes de que cayera en una nueva trampa. Si ella se iba, él también debía huir, inmediatamente, antes que se lo impidieran los riesgos de un arresto y un juicio inicuo por traición a un país al que no quería seguir sirviendo. En Portugal, con Orovida sana y salva a su lado, el mundo cambiaría de rostro y al fin podrían, juntos, abarcar el futuro con una nueva mirada. ¡Cuánto se parecían! Una noche ella había venido a él, y ahora, con el mismo ímpetu, él iba perdidamente hacia ella. Entonces él había perdonado su imprudencia, ahora la comprendía.

Por primera vez en muchas semanas Jufré cayó en un sueño profundo que no fue perturbado por ningún sueño. Cuando se despertó por la mañana, las piedras desnudas de su pequeño cuarto le devolvieron la luz de los primeros rayos del sol y, debajo de la ventana desde la que se dominaban las inmediaciones del castillo, percibió los signos de un gran tumulto. Sin dar crédito a sus oídos, se levantó, se dirigió al vano y descubrió una escena que, sumergido en su tormento, había tenido pocas esperanzas de ver algún día. En el ancho terraplén, más allá del puente levadizo, la milicia de Castilla se desplegaba en perfecto orden de marcha. Sus banderas multicolores flotaban en la brisa primaveral y las puntas de las lanzas bien templadas centelleaban al sol, a los sones de una fanfarria guerrera que hacía vibrar a las tropas y piafar de impaciencia a una fogosa caballería. «¡Viva la reina!», exclamaron cientos de pechos, todos a una, cuando vieron aparecer a Isabel caracoleando sobre su elegante cabalgadura, un magnífico pura sangre de pelaje color de ébano. Vestida con una simple saya de brocado rojo vivo, protegida por una coraza toledana con incrustaciones de oro y plata, idéntica a la de su esposo, ella avanzó orgullosamente y vino a ponerse a la cabeza de las tropas con el porte y la autoridad de un general en jefe altanero y curtido. En el séquito de nobles castellanos, cortesanos y acompañantes que le rodeaban, Jufré divisó a Beatriz de Ribera y a Eleazar a caballo, charlando animadamente. Probablemente Del Pulgar había tenido tiempo de hacerles saber la decisión de la reina, y debían de experimentar una gran consternación. Quizás sólo Beatriz tenía motivos para sentirse un poco menos contrariada, consolándose con haber conseguido una pequeña concesión de la reina en favor de Orovida, al recordarle los sufrimientos de su propia madre. Cuando sonó el último toque de trompetas, las tortuosas callejuelas adyacentes se llenaron con una nube de mujeres y niños venidos de todas partes para animar a los combatientes a la victoria.

Bruscamente, Jufré le volvió la espalda a la ventana. La victoria o la derrota del reino ya no le importaba; no le pertenecía en modo alguno. Entonces, calmada y meticulosamente, se puso a recoger los pocos objetos necesarios para su viaje y repasó de memoria, por última vez, los pormenores de su plan. Tan pronto anocheciera, se marcharía, avisando a Gonzalo sólo en el último minuto con el pretexto de tener que resolver un asunto importante en Trujillo. En el camino, se detendría en casa de Alegra para advertirle que iba a reunirse con Orovida en Portugal. Ella y él la esperarían allá, así como a Eleazar. Con un poco de suerte su ausencia pasaría inadvertida, porque la fortaleza estaba prácticamente vacía, ya que oficiales y soldados se habían ido o incluso ya estaban en Córdoba. Antes de que hubiera sacudido de sus suelas el polvo de los caminos de España, nadie realmente importante lo buscaría y, si Dios quería, incluso llegaría a Lisboa antes que su bienamada y estaría allí para recibirla. Esta idea hizo que su alma tanto tiempo torturada se llenara de una tierna luz.