Cuando Eleazar —llamado en la Corte Maestro Eduardo Nonell— hizo su entrada, la antecámara de la reina Isabel bullía de una animación contenida. A cada instante, mensajeros exhaustos, con el rostro descompuesto y cubierto de polvo, irrumpían en la sala trayendo misivas urgentes procedentes de las provincias más alejadas del reino, cartas que en seguida se llevaban unos clérigos encargados de entregarlas a Hernando del Pulgar, quien luego las trasmitía a Sus Majestades Católicas. El peso de los asuntos de Estado había aumentado tanto en las últimas semanas, que Del Pulgar había contratado dos auxiliares para que lo ayudaran. Sentados ante sendas mesas atestadas de documentos, sumergiendo sus cabezas en montañas de libros de registros, clasificaban febrilmente cartas y despachos que requerían la atención personal e inmediata de la soberana.
—Un instante, Maestro, os lo ruego —se excusó Del Pulgar con tono afable—. Andrés de Ribera llegó anoche a toda prisa de Córdoba y delibera con la reina desde tempranas horas de la mañana. Pareciera que el marqués de Cádiz arde en deseos de vengar la toma de Zahara por Muley atacando personalmente Alhama, pero De Ribera estima que la reina debe ser consultada previamente. Por mi parte, soy escéptico. El juego es arriesgado. El marqués no posee suficientes efectivos para enfrentarse solo a los moros, y realmente no veo cómo el rey podrá acudir en su ayuda antes de la primavera.
—No puedo censurar al marqués —observó Eleazar—. Zahara está peligrosamente cercana a la fortaleza de Jerez, sin hablar de su bienamada ciudad de Cádiz. ¡Pensad, además, en la afrenta! ¡El amo de Granada osando echar por tierra el mito de una fortaleza invencible, la vanguardia más poderosa de la España cristiana en Andalucía!…
—Sí, por supuesto, sin duda tenéis razón —replicó Del Pulgar alzando los ojos de sus papeles—. ¡Pero ese pérfido ataque fue lanzado la noche de Navidad, durante una de las más violentas tempestades que Andalucía recuerda en muchos años! ¿Quién hubiera podido imaginar que Muley sería capaz de enviar a sus hombres al asalto de una montaña tan temible, en medio de semejante tormenta, desafiando nubarrones y rayos?
—¿Su intención era romper las hostilidades?
—Precisamente.
—¿De modo que la guerra ha estallado?
—Me temo que sí, Maestro Eduardo.
—En ese caso, ¿por qué me convocaron a mí, un humilde médico, que no puede suministrar ni dinero ni tropas a la reina?
—Lo ignoro.
En ese preciso instante, Abraham Seneor entró en la antecámara, seguido por un clérigo cuyos ojos atónitos vigilaban inquietos el montón de documentos que se balanceaba en sus brazos al borde del desbarajuste.
—¡Ah, Eduardo! ¡Cuánta alegría me da veros! —exclamó cordialmente acariciando con la yema de los dedos su cadena de oro—. ¡Después de vuestro regreso de Aragón, apenas hemos tenido tiempo de vernos! ¿Cómo está el infante?
—Excelentemente bien. Ha soportado el viaje casi mejor que yo.
—¿Y vuestra encantadora Alegra?
—Está muy bien, gracias.
—Me alegro mucho, realmente. Pero decidme, ¿qué buen viento os trae por aquí, en estas horas tan agitadas?
—Justamente es lo que estaba preguntándole a don Hernando, pero él sabe tanto como yo. La reina me ha convocado y aguardo para acatar su voluntad. ¡Para ayudarme a esperar con paciencia, habladme de vuestro último proyecto de recaudación del impuesto de guerra!
—¡Pero si no hay último proyecto, Maestro Eduardo! ¡No tengo ninguna necesidad de él! Previendo desde hace mucho tiempo estos acontecimientos, yo le impuse el año pasado a la comunidad judía una contribución especial en castellanos que se pagó casi por entero en la primavera. Eso bastará para la primera campaña; después, ya veremos.
En esto, la puerta de la habitación de Isabel se abrió bruscamente y Andrés de Ribera apareció, con el rostro enfebrecido por el ardor de su entrevista con la soberana.
—¡Ah, Eleazar! ¡Me alegra verte! Desgraciadamente, tengo que irme inmediatamente. Y eso que tenía noticias para ti…
—Maestro Eduardo —lo interrumpió Del Pulgar con cortesía no exenta de firmeza—, ¡Su Majestad la reina os espera!
La reina Isabel se levantó para recibir al médico de cabecera de su hijo. Ese gesto era un extraordinario honor al cual generalmente sólo tenían derecho los más altos dignatarios del reino.
—¡Buenos días, Maestro! Venid a sentaros un instante, os lo ruego.
Tanto honor no tenía precedentes.
—Majestad, os lo agradezco —murmuró Eleazar, inclinándose antes de coger una silla más baja que la de la reina.
—Maestro Eduardo —empezó Isabel sentándose de nuevo, cuidando que no se le arrugara un solo pliegue del vestido de terciopelo azul oscuro, y tras haber cruzado las manos sobre las rodillas—: Si os he convocado esta mañana, es para confiaros una misión que considero de la mayor importancia. Probablemente habréis oído hablar del pérfido ataque de Muley Aboul Hassan contra Zahara, acto de hostilidad que para nosotros equivale a una declaración de guerra. Pues bien, estamos resueltos a responder al desafío. Sin embargo, Su Majestad el rey y yo misma estimamos que sería imprudente hacer entrar en acción nuestras tropas antes de la primavera. Por tanto, tenemos alrededor de tres meses para prepararnos. Maestro Eduardo, el bienestar de cada soldado español que defiende nuestra santa causa cristiana me concierne en grado sumo. Por esta razón, deseo que asumáis la tarea de organizar un hospital de campaña capaz de dispensar a los enfermos y heridos la mejor atención que el reino pueda ofrecer. Personalmente financiaré esta empresa y velaré para que no se escatimen gastos. Trabajaréis en estrecha colaboración con Andrés de Ribera, y podréis exigir el concurso de todos los médicos que sean necesarios. Más aún, seréis libre de acudir a Córdoba tantas veces como deseéis.
Ante la perspectiva del proyecto que se le confiaba personalmente, Eleazar sintió vértigo unos instantes. Un hospital de campaña… La idea era grandiosa e innovadora, pues, que él supiera, no existía ninguno en ninguna parte. ¡Cuántas vidas podrían salvarse, y cuántos padecimientos ahorrarse! ¡Y cuánto orgullo estar en el origen de una iniciativa humanitaria tan gloriosa! Si tenía éxito, el hospital sería sin duda un acontecimiento notable en la historia de la medicina y del ejército. ¿Pero, lo conseguiría? Considerando que nunca se había tomado ninguna iniciativa para curar a los hombres en el campo de batalla, ¿estarían sus conocimientos a la altura de la tarea que se le confiaba? En un relámpago, afluyeron a su mente los diversos obstáculos de la empresa, pero rápidamente, la cuestión primordial de la salud y cuidado del infante, vino a moderar su entusiasmo: en efecto, en esas condiciones, ¿quién se ocuparía de Juan? Ciertamente, antes de proponerle aquella misión, la reina había debido estudiar el problema y, francamente, preguntarle sobre el tema resultaba inimaginable. No sólo hubiera sido insultar a la mujer política, sino también a la madre…
—La prueba de confianza que me manifiesta Su Majestad, me honra profundamente —se limitó a responder, dándose cuenta de cuán vacías sonaban aquellas palabras a sus propios oídos.
—¡Maestro Eduardo! Es poca comparada con la que ya hemos testimoniado con respecto a vos. ¿Acaso no hemos puesto en vuestras manos la vida de nuestro único hijo, mi angelito Juan, y eso casi desde el día en que nació? ¿Qué mejor prueba de estimación podemos concederle?
—En cualquier caso, espero no haber dado a Su Majestad ningún motivo para lamentarlo —replicó Eleazar, recuperando el aplomo.
Nada salvo la leve palpitación de una vena en su sien delataba su tensión interior.
—Jamás, Maestro —contestó Isabel con ardor, apreciando la elegancia empleada por su interlocutor para ahorrarle una respuesta a la pregunta que ella adivinaba germinar en su mente—. Al contrario, durante nuestro penoso viaje a Aragón, tuve la posibilidad de observar al príncipe de muy cerca, y constaté hasta qué punto había devenido vigoroso, gracias a vuestros sagaces y constantes cuidados. Por eso, Maestro Eduardo, tenéis derecho a nuestra eterna gratitud. Por eso, considerando la mejoría espectacular de la salud de nuestro Juanito, el rey y yo hemos decidido que ha llegado el momento de pensar en su educación de príncipe y en su futuro papel de sucesor de la Corona. La enseñanza en materia de artes ecuestres y marciales debe empezar a serle inculcada, así como los preceptos fundamentales de cultura y religión, tarea que hemos decidido confiar al Hermano García de Ortega, del monasterio dominico de Santa Cruz. Hombre de gran erudición, incluyendo algunas nociones de medicina, acaba de ser nombrado su tutor. Dado que la naturaleza de sus nuevas funciones le obligan a permanecer constantemente cerca del príncipe, es nuestro deseo que vos le enseñéis vuestra ciencia, a fin de que eventualmente pueda sustituiros cuando vuestras nuevas responsabilidades os alejen de la Corte. Por supuesto, su nombramiento no significa en modo alguno que por ello será el médico del príncipe. No, vos conservaréis siempre ese título y esa función que, ni que decir tiene, no será alterada de ninguna manera por la nueva misión que os encargo. Maestro Eduardo —concluyó la reina con un matiz casi de intimidad—, yo sé que puedo contar con vos.
Entonces se levantó, para indicar que la audiencia había terminado.
—Oh, una última cosa —agregó mientras lo acompañaba a la puerta—. El rey quiere que el hospital se llame Hospital de la Reina. Ambos estamos convencidos de que sólo vos podéis hacerlo digno de ese nombre.
—Agradezco a Su Majestad las bondades con que me honra —articuló con rigidez Eleazar quien, inclinándose, salió sin añadir nada más.
Fuera de sí, cruzó cabizbajo la antecámara, y abriéndose paso brutalmente en el corredor, chocó sin prestarle atención con un mensajero cuya capa lucía la roseta de la Orden de Calatrava. Sin excusarse, aceleró el paso y entró en la alcoba del principito. Allí no le recibieron ni los gorjeos del niño ni su abrazo afectuoso. En efecto, junto a la ventana había una alta y flaca silueta que se volvió para mirarlo fijamente. El rostro del hombre estaba demacrado, sus cejas eran enmarañadas; sus ojos grises, glaciales; sus labios, finos y acerados como hojas de cuchillos.
—¿Supongo que sois el Hermano García de Ortega? —lanzó Eleazar sin amabilidad.
—Efectivamente, soy yo.
—¿Tendríais la amabilidad de decirme dónde se encuentra el príncipe? Fuimos interrumpidos, y no pudimos terminar sus ejercicios respiratorios matutinos.
—Su Alteza está en este momento con el maestro de caballería. Le toman las medidas para suministrarle una silla de montar y una montura —replicó el monje con aire ausente manoseando el rosario negro que colgaba en su cintura—. Tan pronto como esté de regreso, rezaremos nuestras oraciones y luego le daré su primera lección de catecismo, seguida de una introducción a los rudimentos de la escritura.
—¿Y el paseo diario del niño? Supongo que lo hará por la tarde. Es esencial que…
—Maestro Eduardo, el presunto heredero del trono cristiano de España no debe seguir siendo considerado como un simple niño. En lo sucesivo, sus jornadas deben emplearse en algo más que pasear por el bosque. Sus tardes estarán consagradas a actividades espirituales y musicales. ¡Pero no temáis, el arte ecuestre asegura plenamente el entrenamiento físico del infante! Por otra parte, los ejercicios respiratorios continuarán, pero a otras horas. El mejor momento será, a mi juicio, inmediatamente después de la misa matinal. Esta noche, si lo tenéis a bien, me indicaréis los movimientos, y yo haré que los ejecute regularmente, cada día. De este modo, dada la naturaleza y la importancia de vuestra nueva misión, yo os libero de una fastidiosa obligación.
Qué alianza tan perfecta entre la reina y su dominico, pensó Eleazar con rabia y amargura. Contra semejante poderío no podía hacer nada.
—¡Está bien, volveré esta noche, antes de que acuesten a Juan! —exclamó con los ojos anegados en lágrimas—. ¡Buenos días, Hermano García!
En cuanto cerró la puerta, supo que acababa de dejar en aquel cuarto un poco de sí mismo y de su razón de ser. Vagando sin ton ni son, se encontró sin querer en los escalones que conducían del castillo al bosque, y luego en el caminito donde Juan y él solían pasearse, buscando en vano el afectuoso apretón de la manita infantil en la suya. Su ausencia le pareció un verdadero duelo, que pronto —y de resultas de su sentimental caminata— se transformó en una violenta y profunda irritación. En efecto, únicamente él, fiel discípulo de Maimónides y heredero de la tradición de ben Nahman, sabía que la salud de Juan no dependía solamente de una dosificación equilibrada de ejercicios físicos, ni tampoco de una buena respiración, sino también, y sobre todo, de un indispensable clima afectivo. Como cualquier niño de cuatro años, un príncipe necesitaba amor y ternura, más aún quizás a causa de su fragilidad y sensibilidad extremas. Ahora bien, ese afecto permanente sólo él se lo había prodigado. Si de golpe lo privaban de ese cariño, había que esperar las peores consecuencias. Traumatizado por la pesadumbre, lo menos que podía ocurrirle era que lo asaltaran de nuevo sus temibles crisis de asma, exponiéndolo a todo tipo de complicaciones y secuelas peligrosas. Ahora bien, ¿cómo iba a comprender todo esto ese monje de mármol? Aun suponiendo que, por milagro, su dogmática mente de dominico percibiera el principio de un desorden físico, causado por una ansiedad espiritual, bastaba con mirarlo para darse cuenta de que ningún calor humano se desprendería jamás de su alma seca, incapaz de compensar en el príncipe todo aquello de lo cual lo privaba su herencia real.
Así las cosas, ¡cuatro años de asiduos cuidados iban a desvanecerse como el humo! Curar al niño sólo cuando estuviera enfermo era inútil. Si el delicado equilibrio de Juan estaba en peligro, sólo él podría devolvérselo. Pero para ello hacía falta mucho más que una hora, ni siquiera un día era suficiente… ¡Dios mío, cuán egoístas le parecían sus propios sentimientos de pesar comparados con el triste y sombrío futuro de su pobre Juanito! ¡En nombre de todos sus santos cristianos!, ¿por qué no le habían consultado antes de desencadenar semejante trastorno?, se preguntó Eleazar con una sorda exasperación, y un nudo en la garganta, sumido en un insoportable sentimiento de frustración. ¿Por qué el niño había sido arrancado tan brutalmente a sus cuidados para ser metido, sin la menor preparación, en la rígida escayola de tan constreñidas obligaciones? Ciertamente, siempre supo que algún día Juan sería confiado a otras manos, pero ingenuamente había imaginado que la transición necesaria en la preparación para su oficio de rey, tendría lugar bajo su afectuosa y firme responsabilidad. En efecto, con un niño tan sensible como él, hubiera sido menester que aquel cambio se produjera gradualmente, que un poco más de tiempo le fuera concedido para habituarse a un nuevo ritmo de vida, sin dejar de pasearse libremente por el bosque, chapoteando en los ríos, escuchando el gorjeo de los pájaros que tanto amaba. Pero no habían considerado conveniente consultarlo, y la razón estaba clara.
Por primera vez en su existencia, Eleazar sintió que la confianza que le concedía a su propio juicio se resquebrajaba. Al parecer, Orovida había dado prueba de más intuición. ¡Sí, había sido bastante necio al considerar su aviso como la simple expresión de una emoción excesiva y pasajera, en vez de otorgarle toda la atención que ella merecía! Por desgracia, los acontecimientos se desarrollaban exactamente como ella lo había previsto: con su acostumbrada destreza, los dominicos habían conseguido sembrar la duda en el alma de la reina para incitarla a sustraer a su hijo de la influencia de su médico converso, pidiéndole hábilmente que uniera así su voluntad a sus propios esfuerzos para cerrar las filas de los verdaderos cristianos alrededor del heredero del trono. ¡Ah, cuánto lamentaba haber estado tan seguro de sí, en vez de haber escuchado los consejos de su cuñada cuando todavía estaba a tiempo! Ahora era demasiado tarde… Con una habilidad consumada la reina acababa de cogerlo en la trampa, porque estando España en guerra, rechazar la misión que le encargaba y huir del país, equivaldría a una pura y simple traición, tanto más cuanto que, a pesar del nuevo tutor, él seguía siendo el médico del príncipe. Además, Isabel sabía tan bien como él que jamás abandonaría al niño, y que no le quedaba otro remedio que cumplir sus compromisos. Por otra parte, ¿quién sabía si el porvenir estaba irremediablemente tapiado? ¿Y si con los años Juan viera atenuarse sus males habituándose a una nueva existencia? Entonces sería el momento de reflexionar. ¡Después de todo, la situación no era del todo desesperada! Al menos sus nuevas funciones lo alejarían de los dominicos y de permanente vigilancia, y él conservaba el favor de la reina, quien una vez más acababa de expresarle su gratitud. ¡No, todo no estaba perdido! Simplemente había que estar más vigilante que nunca. Ante todo, y en cuanto fuera posible, hablaría de todo esto con Jufré. Tiritando con el aire frío de la mañana, y un poco más sosegado, Eleazar dio media vuelta y emprendió lentamente el camino de regreso al castillo, aprovechando para disfrutar de la sinfonía de colores que le ofrecían los bosques al acercarse el invierno. ¡Pobre Jufré!, pensó, ahuyentando de la mente sus propias preocupaciones. ¡Cuánto debía estar sufriendo desde que supo en detalles los tormentos infligidos a Orovida! Día y noche se reprochaba haber sido para ella una maldición. Sucesivamente presa de accesos de rabia e inconsolables crisis de melancolía, ni sus intentos de convencerlo de que, de hecho, él la había salvado del patíbulo, ni los mensajes tranquilizadores de De Portela, conseguían calmar sus angustias. Él también estaba entrampado, y Orovida junto con él… Pero Jufré no era hombre que se resignara a su suerte. Mientras viviera, se batiría. Durante las interminables horas que pasaba recorriendo a paso largo la terraza del castillo, había debido rumiar todas las soluciones posibles para salvarla de su trágico destino… Había llegado el momento de que también él, Eleazar, el Maestro Eduardo Nonell, hiciera otro tanto.
Quiso un curioso azar que la primera persona que distinguió al acercarse al castillo fuera justamente su amigo.
—¡Jufré! ¡Ahora mismo estaba pensando en vos! —le lanzó al verlo bajar las escaleras a su encuentro—. ¡Por vuestra cara de regocijo, sospecho que acabáis de recibir buenas noticias!
—¡Contentémonos con decir que no son muy malas! —respondió Jufré haciendo un esfuerzo por dominar su agitación—. Acabo de saber que Álvaro de Portela ha dirigido a la reina una petición por escrito rogándole que ordene una investigación sobre la forma en que Anaya se ocupó del caso de Orovida. En su carta, remitida a Del Pulgar para entregar a la soberana, el Comendador revela, entre otras cosas, que cuando se produjo mi nombramiento en Villafranca, justo después de la sumisión de la ciudad, Juan Ruiz, quien esperaba obtener mi puesto, profirió amenazas de muerte contra mí, en su presencia. Al no haber podido ejecutar su venganza directamente en mi persona, afirma Álvaro, Ruiz trató de saciarla destrozando a una mujer que él sabía que no me era indiferente, esperando así herirme indirectamente y desacreditarme de manera encubierta. Para poner en práctica su cobarde agresión, encontró en Anaya un aliado afanoso, siendo de todos conocido su odio visceral contra los judíos. ¡Todavía no me lo puedo creer! Siempre había pensado que era al revés, que ese fanático enfermo había arrastrado a Ruiz en esa odiosa aventura. ¡Jamás me pasó por la mente que mi antiguo subordinado pudiera tener también sus propias motivaciones! ¿Quién hubiera podido imaginar que esa criatura servil, tan obsequiosa y sumisa, alimentara contra mí un odio tan grande y tal capacidad de disimulo? ¡Ah, amigo mío, he aquí lo que le ocurre a los hombres de acción! ¡Acostumbrados como estamos a dirigir combatientes, somos ajenos a la idea de que pueden traicionarnos nuestros propios lugartenientes, máxime cuando se trata de insignificantes subalternos que enmohecen en una guarnición de provincia! ¿Por qué, Dios mío, Orovida ha tenido que sufrir lo que ha sufrido a causa de mi estúpida ceguera? —se dejó llevar súbitamente por su furor—. ¿Por qué, Eleazar, por qué?…
—¿Es todo cuanto ha revelado De Portela? —preguntó Eleazar, con la esperanza de distraer así el dolor de su amigo.
—No, también informa del testimonio de Luis de Salazar, así como del de Gonzalo, y en consecuencia pide la inmediata rehabilitación de Orovida y la anulación de sus penas, respondiendo personalmente por ella con carácter irrecusable. Pero esto no es todo —prosiguió Jufré febrilmente—. Ha adjuntado a su petición un inventario de las tropas y del material que la Orden se propone poner a disposición de la soberana para la campaña de primavera. ¡Eleazar —exclamó con pasión, cogiendo por el codo a su compañero—, vos, Alegra, Andrés, Beatriz, Seneor, todos debéis, os lo suplico, tratar de convencer a la reina para que acceda a esta petición! ¡En ello se juega nuestra vida, nuestro futuro! De Portela deberá incorporarse pronto al campamento de Calatrava y, de nuevo, Orovida se encontrará indefensa. Es menester que, sin tardanza, obtenga la protección definitiva de la reina. En cuanto sepa que está segura, donde quiera que esté, no dejaré de encontrarme con ella tan pronto se inicie esta maldita campaña y la Corte salga para Córdoba. No, ya nada en el mundo, os lo juro, ni el cielo ni el infierno, me impedirán hacer este año lo que, pobre insensato, locamente desatendí el año pasado. Eleazar, ¿puedo contar con vos y con Alegra, verdad?
Inclinando la frente, Eleazar empujó con el pie un guijarro que estaba en el escalón.
—¿Y bien, no respondéis? ¿No queréis ayudarme? ¡Pero si es por Orovida, no por mí! ¿Por qué no decís nada?
—Jufré, amigo mío, porque realmente no sé qué deciros. Si me hubieseis pedido ayuda ayer, por supuesto que os hubiera respondido sí, sin dudarlo ni un instante. Pero desgraciadamente, esta mañana, yo también he recibido un terrible golpe, a tal punto que cualquier intervención de mi parte probablemente sería más nefasta que beneficiosa. ¡Es horrible! ¡Jamás en mi vida había sentido temblar de esta manera el suelo bajo mis pies!…
El resplandor de esperanza que, por un momento, había aflorado en el corazón torturado de Jufré se desvaneció cuando escuchó lo que acababa de ocurrirle a Eleazar.
—¡Eleazar, es preciso que también partáis con nosotros, ahora, pues ya no tenéis aquí ninguna razón de ser! ¡Decidme que aceptáis y yo me ocuparé del resto!
—Jamás he podido imaginarme en la piel de un traidor —prosiguió Eleazar, con una sonrisa amarga en los labios—. Yo lo sería dos veces: hacia mi país en tiempo de guerra, y hacia su futuro rey, cuya vida y salud siguen estando bajo mi tutela.
—¡Eleazar ben Nahman, no os equivoquéis, jamás podréis renegar de vuestro nombre! ¡Cuando la Inquisición os acuse de infidelidad hacia vuestros monarcas celestiales, la fidelidad a vuestros soberanos terrenales no abogará en vuestro favor! ¡Basta de locura y ceguera, Eleazar! ¡Habéis consagrado toda una vida a salvar la de otros! ¡Ya es hora de curar y salvar la vuestra!
Eleazar miró a Jufré con el asombro de un hombre a quien una verdad oculta y evidente acababa de serle repentinamente revelada.
—Creo que tenéis razón, Jufré, pero me resulta muy difícil admitir mi vulnerabilidad. Me hará falta mucho tiempo para aceptarla: ¡fijaos, cuando me encuentro en una situación similar, durante una epidemia, nunca se me ocurre, ni por un segundo, que yo también pueda contagiarme con el mal de mis pacientes! Por eso, hasta ahora, no había pensado jamás que un día sería objeto de las mismas persecuciones a las que están sometidos los demás conversos. ¿Habéis dicho que no podéis huir sino después de que la Corte haya salido hacia el sur? —prosiguió, tras un momento de reflexión—. Pues eso no será antes de la primavera. De aquí a allá, el Hospital de la Reina funcionará normalmente. Al menos habré cumplido con ese deber. En cuanto al príncipe, un par meses bastarán para saber cuáles serán sus reacciones bajo el régimen dominico.
—¡Pero en fin, Eleazar, en el nombre del Dios que creéis vuestro, habéis admitido que aun cuando el niño necesitara de vos, el monje haría lo imposible con tal de mantenerlo alejado de vos!
—Tenéis razón, pero incluso si así fuera…
Era ese el punto en el cual su razón se eclipsaba ante su corazón…
—Todavía no me habéis respondido —insistió Jufré—. ¿Puedo, sí o no, incluiros a Alegra y a vos en mis planes?
El fragor de los dos arroyos fluyendo al pie de las murallas fue, por un instante, la única respuesta que trajo el viento. Crecidos por las lluvias de otoño, sus aguas mezcladas corrían hacia el mar, arrastrando con ellas indecibles secretos arrancados a la tierra y a los hombres. Dejando de contemplar sus corrientes tumultuosas, la mirada de Eleazar se fijó en una rama rota, luego se posó en un matorral de ciclaminos salvajes de un rosado tierno resguardado en la cavidad de una roca de granito. Tan efímeros como la vida, una vez recogidos, ellos también se marchitarían para morir en seguida…
—Sí, podéis hacerlo —murmuró finalmente—. Estaba escrito. No seguiros, sería un atentado a la inteligencia. Cuando me negué a escuchar a David, cometí ese atentado. Eso no volverá a suceder nunca más. Pero no me será fácil reunirme con vos. De momento, me resulta imposible prever dónde estaré cuando la Corte se vaya, pero Alegra estará aquí o en Toledo. Hacedle saber vuestra decisión y ella me la trasmitirá.
—Creo que de ahora en adelante es Alegra quien puede hacer más por Orovida. Como Andrés va con frecuencia a Córdoba, ella ve mucho a Beatriz, su esposa. Aun en el caso de que Andrés perdiera el favor de la reina, Beatriz, por ser la confidente más cercana a Isabel, podrá mejor que nadie conmoverla con la suerte de una mujer sin esposo, sin hogar ni fortuna. No olvidemos que durante la solitaria infancia de la soberana en Arévalo, ella fue su única amiga, y que juntas conocieron el rigor de los inviernos de Castilla, cuando la reina viuda tenía tantas dificultades para caldear el miserable aposento de su familia. La segunda persona influyente sigue siendo Abraham Seneor. Ahora más que nunca Isabel tendrá necesidad de su financiero. En su condición de rabino, consejero en la Corte, debe además defender a los miembros de su comunidad injustamente perseguidos. Sin embargo, me pregunto quién, en las actuales circunstancias, se atreverá a someter la petición de De Portela a la reina. Si hubierais visto la cantidad de despachos urgentes amontonados esta mañana en su antecámara, os daríais cuenta de que lo que no concierne directamente a los asuntos de Estado y los preparativos de la campaña, tiene muchas posibilidades de quedarse largo tiempo enterrado debajo de una montaña de papeles.
—¿Y si Del Pulgar pudiera de todas maneras ayudarnos? ¿Os lleváis bien?
—Sí, muy cordialmente, pero jamás he tenido realmente relaciones con él. ¿Y vos?
—No mucho.
—Dice Alegra que corre un rumor según el cual Torquemada presiona a la reina para que se deshaga de él con el pretexto de que se ha atrevido a predicar la tolerancia hacia los judíos conversos. Parece, pues, que si hemos de buscar su ayuda, tendremos que obtenerla con urgencia, antes de que caiga en desgracia. Trataré de hablarle de cristiano nuevo a cristiano nuevo… —concluyó adoptando un tono de amarga ironía.
Ensimismados, los dos hombres subieron lentamente los escalones que conducían a la terraza superior del castillo, y luego se internaron en el angosto pasillo que iba desde la suntuosa sala de banquetes con artesonado rojo y dorado hasta la no menos deslumbrante capilla, célebre por su monumental y centelleante altar. Cuando llegaron al patio interior, se separaron en silencio, Jufré rumbo a su cuartel en la torre que dominaba la entrada de la fortaleza, y Eleazar, camino de la enfermería, un cuarto de forma irregular situado entre las habitaciones de la familia real y la capilla. «El Hospital de la Reina, pensó una vez más en el umbral de su puerta. ¡Qué misión tan enaltecedora para un médico!… ¡Ah, a los dominicos les sería fácil querer alejarlo de la Corte, pero no conseguirían apartarlo de su deber! Sí, antes de irse de España dejaría funcionando el hospital».
Así, pues, esforzándose de momento por olvidar cualquier otra preocupación, se sentó ante el escritorio y empezó a redactar la lista de suministros necesarios. En cuanto a algunos remedios e instrumentos, era fácil. Poseía en sus libros de registro los nombres de los mejores boticarios y artesanos del país, pero en lo referente a numerosos detalles por determinar, el asunto era más arduo, pues hasta ahora no había tenido que tomarlos en cuenta durante el ejercicio de sus funciones. De hecho, la mejor fuente de información era el hospital Santa Cruz de Toledo, que acababa de construirse.
Llevado por el ardor de su tarea, no prestó ninguna atención al paso de las horas, y no fue sino cuando la luz que entraba por la ventanita de su gabinete comenzó a declinar, que se dio cuenta de que la tarde casi había acabado. Entonces, dejando allí provisionalmente su trabajo, decidió ir a ver al infante, como le había pedido su nuevo tutor.
Al penetrar en la alcoba del príncipe encontró al niño, ya en camisón de dormir, arrodillado ante su altar, con el Hermano García a su lado. De una sola ojeada, Eleazar advirtió que su ornamentación había cambiado de aspecto. El zócalo de la estatua azul y blanca de la Virgen, los trípticos dorados de la Sagrada Familia y las bases cinceladas de los candelabros de plata estaban recubiertos de una masa de hojarasca. Al oír abrirse la puerta, el pequeño Juan volvió la cabeza y espontáneamente quiso levantarse y correr a arrojarse en los brazos de su amigo. Pero el Hermano, posando una mano firme en su hombro, se lo impidió con voz autoritaria, rogándole, con un tono que no admitía réplicas, que terminara sus oraciones.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —rezó el niño con prisa, y entonces, incluso antes de haber dicho «amén», se precipitó hacia Eleazar, preguntándole dónde había estado todo el día.
—¿Y vos, mi principito, adónde habéis ido?
—¡Oh, maestro —suspiró el niño cuando Eleazar lo hubo depositado otra vez en el suelo— si supierais! En vez de ir a pasear, tuve que acudir a las caballerizas. Allí me sentaron sobre un poney, luego sobre otro, hasta que encontraron uno a mi altura. Después, tomaron mis medidas para confeccionarme una silla y por fin pude irme. Pero mañana, al parecer, debo comenzar mis lecciones de equitación. ¡Oh, Maestro Eduardo, jamás podré montar a caballo! ¡Tuve tanto miedo encaramado allá arriba! ¡Y sin embargo, el Maestro de Caballería me sostenía! —Aferrándose a la mano de Eleazar, el niño murmuró—: Maestro, yo no quiero aprender a montar a caballo.
—Mi niño, cuando yo tenía vuestra edad tampoco quería —le respondió el médico con ternura—. Hasta que me hice amigo de mi poney…
—¿Cómo lo habéis conseguido?
—Fue muy simple: cada vez que iba a tomar mi lección de equitación, primero le daba un puñado de forraje y mientras él lo masticaba, yo le daba golpecitos en el hocico hablándole en voz baja un minuto o dos. Muy pronto aprendió a reconocerme y se volvió manso como un cordero. Cuando paseábamos, no éramos más que dos en uno.
—¡Oh, Maestro Eduardo, venid mañana conmigo a las cuadras para que me enseñéis a hacerlo!
—Alteza, lamentablemente me temo que eso no será posible —intervino el Hermano García imperturbable—. Su Majestad la reina, vuestra madre, ha confiado a vuestro maestro una misión trascendental. Su tiempo, pues, es demasiado precioso para el reino y no debe desperdiciarse en… hablar con un caballo. Por otra parte, no debéis tener miedo alguno. El Maestro de Caballería se ocupará particularmente de vos.
Viendo unas lágrimas de angustia y decepción anegar los grandes ojos azulados de su pequeño Juan, Eleazar sintió oprimírsele el corazón.
—¿Qué otra cosa habéis hecho hoy, Juan? —articuló rápidamente, tratando de distraer al niño de su tristeza.
—¡Oh!, el Hermano García me ha hablado prolongadamente de Dios y de la Santísima Trinidad, pero no he comprendido bien —le respondió el infante, aspirando por la nariz para contener las lágrimas—. Es muy complicado. ¿Podríais explicármelo de nuevo, Maestro? Ya sabéis, como cuando me hablabais de la semilla que se convertía en flor…
—Yo mismo os repetiré la lección mañana, mi niño —intervino de nuevo el monje—. Es tarde y estaréis fatigado. ¡Ahora quitémonos de encima esos famosos ejercicios respiratorios, y a la cama!
—Sí, estoy cansado. La jornada ha sido tan complicada… —repitió Juan frotándose el mentón con el dorso de la mano, como hacía siempre que estaba triste.
—¡Está bien! Esta noche no haremos mucho —lo tranquilizó Eleazar—. Sólo unos cuantos movimientos más para enseñarle al Hermano. ¡Vamos, hombrecito, de pie! Eso es. ¡Muy bien! Ahora, los brazos a lo largo del cuerpo, respirad profundamente con el diafragma, no con el pecho. Concentraos y haced salir el aire que sentís en la parte de abajo. —Y dando golpecitos en el diafragma del niño con un buen humor fingido, prosiguió—: ¡Bien, habéis comprendido! Respirad ahora… espirad… uno… dos… lentamente… profundamente… otra vez… ¡Muy bien, por hoy es suficiente! —Volviéndose entonces hacia el monje, Eleazar agregó—: Normalmente debe continuar durante aproximadamente diez minutos.
—¿Y ahora? —pregunto el príncipe con cara soñolienta.
—¡Los brazos arriba! Vamos, estiraos como si fuerais a volar, las palmas bien hacia adelante. Estirad ahora los brazos todo lo más que podáis y respirad como hace un rato: un… dos… lentamente… profundamente… otra vez… ¡Perfecto! Siguiente movimiento: corred en el sitio respirando regularmente: un, dos, tres, cuatro… ¡Más rápido! ¡Más aún, más aún! —lo alentó Eleazar acelerando el ritmo de sus palmadas.
—¡Oh, Maestro, estoy cansado, no puedo más! —hipó el niño.
—¡Pero si podéis! ¡Sabéis muy bien que podéis! ¡Un minutico más! —le dio ánimos palmeando el compás—. ¡Excelente! Por esta noche hemos terminado. Iros pronto a acostar, aflojad todos vuestros miembros y, hasta que yo diga, respirad una última vez profundamente por el diafragma.
Eleazar se volvió hacia el monje. De pie, recto como una estaca, apartado entre la ventana y el altar, había observado la escena sin disimular su desdén.
—¿De modo que, Maestro Eduardo, vuestra reputación descansa sobre esos ejercicios?
—Y sobre otras cosas.
—¿Ah, sí? ¿Cuáles, por ejemplo?
—Pues bien, particularmente sobre una alimentación sana y ligera, sin aceite y en pequeñas cantidades; sobre un serio control de los ejercicios violentos, como la equitación y la esgrima, con el fin de no llevar al niño a un estado de agotamiento; sobre pausas de descanso y esparcimiento armoniosamente distribuidas a lo largo de la jornada; sobre paseos cotidianos al aire libre; pero nunca por los bosques en primavera. A propósito de eso, Hermano García, sobre todo, ¡jamás una flor en el dormitorio del príncipe, ni cerca de él, ni de día ni de noche!
—¿Ni una sola flor? ¿Queréis decir ni siquiera una flor para adornar el altar de la Virgen María? ¡Pero, vamos a ver, hoy justamente lo hemos decorado con hojarasca y no por eso el niño empeoró!…
—Flores y hojarasca no son la misma cosa, hermano. Después de meses de observación, he llegado a la conclusión de que ciertas especies de flores provocan en el príncipe una reacción extremadamente violenta. Ahora bien, como resulta imposible determinar cuáles son exactamente, recomiendo no poner ninguna cerca del infante.
En apariencia nada convencido, el monje se quedó de mármol. Sin dejar de proseguir su argumentación, Eleazar concluyó sus recomendaciones con un último consejo:
—En caso de urgencia, administradle al niño una pequeña cucharada de una mixtura preparada especialmente para él. La encontraréis en la enfermería. El frasco lleva la inscripción «Elixir». ¡Sobre todo, en mi ausencia, jamás le deis más de una dosis cada seis horas!
—¿Qué es ese elixir, Maestro?
—Eso es asunto mío, hermano. Si el frasco se vaciara, cosa que espero no ocurra jamás, yo me ocuparé de llenarlo en seguida.
—¿Eso es todo, Maestro? —preguntó el dominico posando ostensiblemente el índice sobre la boca para reprimir un falso bostezo de tedio.
Al oír estas palabras, Eleazar ben Nahman tuvo ganas de estallar: «¡No, Hermano García, eso no es todo; de nada servirá todo lo que acabo de deciros si no amáis al niño tanto como yo!». Pero sabedor de que era inútil, y que de todas maneras García de Ortega no lo comprendería, se abstuvo de hacer cualquier comentario.
—En efecto, creo que es todo, hermano —se limitó a murmurar. Luego, volviéndose hacia el principito, agregó con toda la ternura que lo embargaba aquella noche: «muy bien, Juan, ya es bastante por ahora. Podéis dormir».
Posando una mano sobre la almohada, subió con la otra la manta de piel de cordero hasta sus hombros y, depositando en su frente un beso fugaz, le dio las buenas noches.
—¿Os veré mañana? —preguntó ansiosamente el niño cogiéndole la muñeca a su maestro inclinado sobre él.
—Sí, trataré… —susurró emocionado, separándose lo más despacio posible del apretón del niño.
Y entonces salió apresuradamente, cerrando poco a poco la puerta tras de sí.