Cuando irrumpió en la cocina y se arrojó en los brazos de Fortuna, el cuerpo frágil de Moshico parecía a punto de quebrarse.
—¡Mi tía, mi tía! ¡Es horrible! —gimoteó hundiendo la cabeza en las faldas negras de la anciana—. ¡Está tirada en la tierra, medio muerta, con la espalda toda cortada y ensangrentada y nadie viene en su auxilio! ¡Papá está en Trujillo y mamá se fue al olivar esta mañana temprano!… ¡Tienes que venir inmediatamente!
—Por el amor de Dios, cálmate, mi niño, las lágrimas no arreglan nada. Trata más bien de explicarme lo que pasó.
—¿Pero cómo, no sabes nada? —exclamó el muchacho desconcertado, mirando sin comprender el rostro arrugado de su tía.
—Claro que sí. Yo sé que ella ha sido arrestada… —murmuró Fortuna, temblorosa, temiendo enterarse de la verdad.
Entre sollozos, Moshico le contó entonces lo que había pasado y se refugió de nuevo en su regazo. Dominando su propio desgarramiento, Fortuna trató de consolarlo y, con un gesto lleno de dulzura y sosiego, acarició sus bucles cobrizos. Luego se liberó de su abrazo, hizo que se sentara despacio en el banco cercano a la chimenea, y le trajo un bote de cerezas confitadas, mientras trataba de apreciar por sí misma la magnitud de aquel nuevo desastre. Más que nunca el peso abrumador de los años sobre sus espaldas y la desolación de una vida solitaria la agobiaban. ¿Cómo podría ella sola levantar a su ama y llevarla hasta un lugar seguro para curarla antes de hacerla salir de la ciudad?… Para colmo, si nadie venía en su ayuda antes del anochecer, una suerte aún mucho peor le estaría reservada…
Había, pues, que ir a buscarla a cualquier precio y ponerla a salvo de nuevas catástrofes. Pero ¿cómo y dónde? ¡Cómo iba a decidir ella, una vieja tan débil y desamparada, dónde su ama podría o debería buscar refugio! Y sin embargo, ¿quién aparte de ella podía hacerlo en aquel instante? ¿José o López? Seguramente no harían más que ella. En cuanto a los judíos de la ciudad jamás correrían el riesgo de mezclarse en este asunto. Así que no tenía otra opción. Lenta y rígidamente, la vieja sirvienta decidió ir a buscar a Alfonso y se dirigió cojeando hacia el viñedo. Por lo menos, él era sólido, realista y decidido. No siempre divertido, pero incapaz de perder su sangre fría. Algo se les ocurriría a los dos.
En cuanto lo avisó, el intendente volvió con ella a la casa, tan rápido como se lo permitía el andar indeciso de la vieja criada entre los enormes canastos desbordantes de racimos de uvas doradas, puestos aquí y allá en las viñas.
—Es casi mediodía —constató, echando una ojeada oblicua al sol cuyos rayos herían duramente sus rostros sudorosos—. Más vale esperar a la hora de la siesta. La Plaza Mayor estará desierta. Es inútil ir al encuentro de las complicaciones —añadió frotando con el dorso de la mano una frente estriada de profundas arrugas—. Cogeremos la carreta de heno, porque nuestra pobre ama no estará en condiciones de montar a caballo.
—En ese caso, hace falta que López la limpie en seguida y la llene de paja fresca —respondió Fortuna.
—Tienes razón. Podremos partir cuando esté lista. Llegaremos a la puerta del Cristo, y una vez allí, continuaremos a pie por detrás, pasando por la calle de la Gloria. Acto seguido traeremos a nuestra ama al carricoche, yo la extenderé y tú curarás sus heridas durante el regreso.
—¿El regreso? —exclamó Fortuna dolorosamente—. ¿Pero el regreso a dónde? ¡Ella no puede regresar a ninguna parte!
—Lo sé muy bien. En cualquier caso, primero hace falta que yo regrese aquí —replicó Alfonso con su flema y parsimonia campesina—. Pronto ellos estarán en la casa y tendremos que velar para que no se lleven más de lo debido. Por suerte, la uva todavía no ha sido pisada. ¡Tal vez podría llegar a ocultar una parte de la cosecha!… —Pensativo, Alfonso se quitó el gorro y se rascó la cabeza, y agregó—: En cualquier caso, antes de partir, harás bien en recoger todos los objetos valiosos que puedan llevarse. ¡No vale la pena ofrecérselos a la Corona! Doña Orovida tendrá necesidad de todo el dinero disponible. Voy a forzar la cerradura del cofre, para guardar lo que hace falta para la paga de los hombres y darte el resto.
—¿Pero adónde quieres que la lleve? —exclamó Fortuna con desesperación.
Tras contemplar un rato la punta de sus zapatos, Alfonso se aclaró la garganta, y prosiguió tranquilamente:
—Por supuesto, nuestra ama no podrá decidir por sí misma adónde quiere ir, y en el estado en que se encuentra, no podrá ir muy lejos. Entonces, ¿por qué no llevarla a Trujillo? Es la villa más cercana y podéis pasar la noche en casa de Isaac Romero, en La Rinconada.
—¿La Rinconada?
—Sí, es una casa muy respetable en el barrio judío. Todos los visitantes de prestigio paran allí. Fácilmente te indicarán dónde está.
—¡Bueno! —asintió Fortuna, resignada, incapaz de encontrar en aquel momento otra solución, y pensando sólo en reunir lo esencial, lo indispensable para el viaje, además de agua, pedazos de tela limpia para las curas, bálsamos y ungüentos, vestidos y mantones de recambio y, por supuesto, la bolsa oculta en el bote de frutas confitadas, así como el cofre de joyas que doña Villeda había traído a Extremadura sin ponérselas jamás.
Cuando levantaba el cofre, al encontrarlo tan pesado, sin querer lo abrió y descubrió, centelleando en un estuche azul oscuro, encima de las piedras preciosas, un gran medallón de esmaltes verdes y azules, tan luminoso como el mar. Sorprendida y lamentándose de su indiscreción, volvió a cerrar despacio la tapa.
A todo lo largo del trayecto hacia la ciudad y hasta que se encontró a pleno sol en la plaza desierta y silenciosa —sólo perturbada por el zumbido de las moscas encima de la carne desnuda de su ama—, Fortuna se había ido armando de valor. Pero frente a la desgarradora visión, un velo negro flotó delante de sus ojos. Viéndola desfallecer, Alfonso la agarró por un brazo y luego, forzándola a beber un sorbo de agua, la ayudó a volver en sí.
—¡Vamos, Fortuna, ánimo! No hay ni un minuto que perder —exclamó.
La anciana y él, ambos de rodillas, le dieron la vuelta a Orovida con infinitas precauciones. Alfonso deslizó una mano por debajo de su nuca, y la otra por su cintura, para evitar que la espalda ensangrentada tocara el suelo. Inclinada sobre ella con dulzura, conteniendo las lágrimas, Fortuna limpió el polvo de sus pálidos labios donde derramó un poco de agua. Instintivamente, Orovida la tragó, trató de levantar la cabeza, entreabrió los ojos y en seguida volvió a cerrarlos.
—Trata de que beba un poco más —murmuró Alfonso— y salgamos pronto de aquí.
Fortuna obedeció, se incorporó penosamente y puso, con devoción, las dos manos debajo de la cabeza bamboleante de Orovida, levantada con una delicadeza conmovedora por los robustos brazos del intendente.
—Pon su cabeza en mi antebrazo —resopló él, aflojando ligeramente la presión de su mano izquierda— y más bien pasa tus manos por debajo de sus rodillas para sostenerle las piernas.
De este modo, muy lentamente, y con mil precauciones para no tropezar y zarandear el pobre cuerpo lastimado, regresaron paso a paso a la carreta, depositaron a su ama boca abajo sobre la paja y se fueron en seguida. Mientras Alfonso conducía el caballo por la brida, la vieja sirvienta, al lado de su ama, comenzó a limpiarle las heridas y a curar lo mejor que podía la espalda en carne viva. Cuando hubo terminado, hizo dos montoncitos de paja para que Orovida apoyara el cuello y la cintura, tratando de ahorrarle en lo posible la rugosidad de las tablas y los traqueteos del carromato. Hecho esto, se dispuso a ponerla de espaldas, muy despacio, para aplicarle bálsamos y ungüentos en las heridas de los hombros y en las muñecas ensangrentadas. Luego le alisó los cabellos enmarañados y manchados, limpió su rostro tumefacto, tan magullado que era irreconocible, le quitó lo que quedaba del vestido y la envolvió con mil amores en un gran mantón que la recubrió por entero. No bien hubo acabado sus curas, cuando Alfonso, al llegar al recodo que conducía a la finca, detuvo el caballo, y le tendió las riendas.
—No olvides —dijo—: Isaac Romero, La Rinconada.
Llegada a Trujillo, justo antes del anochecer, Fortuna encontró sin dificultades la casa de Romero. Explicándole a don Isaac que su ama había tenido un accidente, pidió un cuarto tranquilo, le pagó generosamente a un joven sirviente para que trasladara a Orovida al interior, y ordenó inmediatamente un caldo caliente. La cama sobre la cual tendieron a la mujer era espaciosa, blanda y provista de numerosos cojines de plumas. Tan pronto el mozo salió, Fortuna sentó a la joven mujer, le calzó la nuca y los riñones con los cojines. Cuando una camarera trajo el caldo, se lo hizo tomar en pequeños sorbos, no sin antes verificar su temperatura. Un poco revigorizada por la tibia sopa, Orovida entreabrió los párpados inflamados.
—¿Fortuna, eres tú? ¿Dónde estoy? —balbuceó con voz casi inaudible.
—Sí, soy yo, mi paloma. Todo va bien. Estamos en Trujillo.
—¿Trujillo?… ¿Por qué en Trujillo?… ¿Si ya no estoy en la cárcel, por qué no estoy en mi casa?…
Al comprender que su desdichada ama ignoraba que había sido desterrada —pues el anuncio público de aquella medida fue proclamado estando ella desvanecida—, Fortuna estimó que de momento era mejor que siguiera en la ignorancia. ¡Ya lo sabría más temprano que tarde!…
—¡Chitón! Ahora hay que dormir, mi niña, y no hablar… Mañana os lo explicaré.
Tranquilizada por esa voz tierna y familiar, Orovida se abandonó a su inmenso agotamiento sin protestar y se abismó en un sueño reparador.
Con las primeras luces del alba, por fin se despertó. Abriendo desmesuradamente los ojos, por primera vez desde que el día anterior había sido vendada, trató de incorporarse pero, al moverse, reaparecieron los dolores, que la traspasaron como las hojas afiladas de cien cuchillos calentados al rojo vivo. Lanzando un grito, recobró la memoria, y aterrorizada, cerró los ojos. Alertada, Fortuna, que dormitaba echada encima de un gran baúl, se levantó de un salto, preguntándose cómo iba a comunicarle que estaba condenada al destierro. Unos golpes discretos en la puerta la sacaron momentáneamente del aprieto. Traían una carta dirigida a Orovida.
—Una carta para vos, señora —cuchicheó la anciana.
Penosamente, Orovida se incorporó apoyándose en un codo, cogió la misiva y examinó el sello que presentaba una L y una S entrelazadas. Esas dos letras no suscitaron en ella ningún recuerdo. Tanteó para romperlo con sus dedos magullados y, con la cabeza zumbándole por el esfuerzo, concentró su mirada en la escritura clara y ceñida:
«A doña Villeda, mis más atentos y respetuosos saludos.
»Fue ayer por la noche, al regresar a Villafranca, cuando me enteré de vuestro terrible sufrimiento: la confiscación de los dos tercios de vuestros bienes y la condena a expulsión. Si cuando vuestro intendente me reveló el lugar de vuestro retiro, no salí en el acto para encontrarme con vos, fue únicamente para ahorraros una molestia adicional. Mi intención al escribiros responde a dos preocupaciones mayores: primero, suplicaros que abandonéis Trujillo tan pronto estéis en condiciones físicas de hacerlo. Con la complicidad del Santo Oficio, Anaya puede espiar todos vuestros movimientos y, creedme, no retrocederá ante ningún medio para incriminaros de nuevo. En segundo lugar, pediros que penséis ante todo en vuestra seguridad: antes de salir de Segovia, don Jufré del Águila me encargó que os hiciera saber que, en caso de necesidad, podíais contar confiadamente con Álvaro de Portela, Comendador de la Orden de Calatrava. Ahora bien, gracias a la más feliz de las casualidades, ayer supe que don Álvaro no estaba en estos momentos, como las más de las veces, en la sede de la Orden, en Castilla La Nueva, sino que residía en su heredad de Extremadura. Su hacienda se halla cerca de Mérida, aproximadamente a tres jornadas de camino de Trujillo. No pudiendo ser las cosas más propicias, os pido encarecidamente, señora, que accedáis a mis deseos y acudáis a toda prisa a la propiedad de De Portela, donde encontraréis un refugio que nadie se atreverá a violar. Por mi parte, he enviado desde el amanecer un mensajero al Comendador para advertirle de vuestra llegada inminente. ¡Que Dios os guarde!
»Vuestro seguro servidor, Luis de Salazar».
Orovida cerró los ojos y se agarró al borde de la cama, buscando desesperadamente aferrarse a algo estable. Todo en la habitación daba vueltas a su alrededor. También las palabras, enloquecidas, entrechocaban en su cabeza: expulsión… confiscación… expulsión…
Sin embargo, poco a poco, sus ideas se aclararon y otras palabras afluyeron: Jufré… refugio… Álvaro de Portela… «Un hombre de espíritu noble…» le soplaba una voz venida del pasado. ¿La de David, débil eco emergiendo de las ruinas de su universo aniquilado?
—Fortuna —dijo ella con voz ahogada— ahora sé por qué estamos en Trujillo. Debemos irnos inmediatamente para Mérida.
—¿Mérida, señora?
—Sí, vamos a refugiarnos en las tierras de Álvaro de Portela.
—¡Pero, señora, todavía no estáis en condiciones de viajar!… ¡Esperad al menos hasta mañana!
Un dolor lancinante bruscamente reavivado en su espalda, en sus hombros rotos y, sobre todo, una debilidad extrema convencieron a Orovida de que Fortuna tenía razón.
—¡Bien! Entonces nos iremos al amanecer. ¿Tenemos dinero, Fortuna?
—Sí. ¡No os preocupéis! Cogí la bolsa del bote de frutas confitadas y Alfonso me dio una parte del dinero del cofre. Me dijo que no lo necesitaba todo. También están vuestras joyas, señora, y el joyero. ¡Como veis, no hay de qué preocuparse! Por ahora, sólo hay que pensar en curaros. ¡Reposad y dejadme examinar vuestras heridas!
Desde que había recibido la carta de Luis de Salazar, Álvaro de Portela no cesaba de ir y venir por el camino de Trujillo. Todavía no sabía cuándo ni en qué estado llegaría doña Villeda, pero estaba empeñado en recibirla personalmente, inusitadamente turbado por la idea de volverla a ver… Al llegar al bosquecito de cipreses que delimitaba la entrada de su heredad, escrutó de nuevo el camino polvoriento con la esperanza de divisar a los viajeros. Aunque había tenido pocas ocasiones de verla en los últimos años, la imagen de la esposa de David había permanecido grabada en su memoria. Esbelta, flexible y dorada como un joven álamo, volvía a verla ahora con los ojos del recuerdo el día de su boda, semejante a un rayo de sol iluminando la oscura capilla con su luminosa presencia. Don David cuidaba entonces de ella como del más precioso tesoro del mundo, y ella parecía amarlo con toda la inocencia de un alma pura en los albores de la vida. Pero, unos años más tarde, al salir de una conversación de negocios a propósito del suministro de tejidos para la Orden, don David le había confiado su preocupación por la grave enfermedad de su mujer, cuya secuela —la esterilidad— le causaba una cruel decepción. ¿Tal infortunio habría empañado el brillo de su radiante belleza?, se preguntó De Portela, separándose a regañadientes de la cuneta del camino en busca de un poco de sombra. ¿Y por qué don David se había alejado de su residencia ancestral de Toledo para instalarse en Extremadura? Era tan incomprensible como las circunstancias exactas de su muerte. En cualquier caso, estaba claro que en el momento de la tragedia, Jufré del Águila había acudido en auxilio de la joven viuda y, a juzgar por el tono apremiante de la misiva pidiéndole su apoyo, aquella amistad había evolucionado hasta convertirse en un sentimiento de una naturaleza mucho más ardorosa. ¿Pero, en resumidas cuentas, qué tenía eso de raro? Una mujer joven y bella y un hombre vigoroso en la flor de la edad —mucho menos entrado en años que don David—, ambos solos en la lejana Extremadura… Sí, ¿qué había de reprensible en ello, salvo el hecho evidente de que ella era judía y él cristiano?…
Pero ese no era su problema. En verdad, Del Águila le pedía muy poca cosa en comparación con la posibilidad que él había abierto, durante la pacificación de Extremadura, de probar la lealtad de la Orden a la joven reina victoriosa. Gracias a él, De Portela con sus tres mil caballeros había podido distinguirse y contribuir a la victoria. Además, Isabel había sido informada de que él siempre se había opuesto personalmente a la decisión del Gran Maestre de apoyar la rebelión del marqués de Villena. En efecto, le había parecido evidente que la reina y su joven esposo tenían la intención de someter a su única autoridad a toda la nobleza de España y que, por consiguiente, el poder de las órdenes de caballería tocaba a su término, finalizando su razón de ser con la reconquista. Por otra parte, desde hacía ya dos siglos, una vez alcanzados sus principales objetivos militares, las Órdenes de Calatrava, de Santiago, de Alcántara y de Montesa habían consagrado sus energías sobre todo a amasar riquezas, privilegios y poder, de suerte que habían devenido estados dentro del Estado. En tanto que tales, presentaban más inconvenientes que ventajas, y le hacían sombra peligrosamente a la voluntad de unidad política, social y religiosa preconizada por los soberanos católicos. Si su Orden probaba su lealtad a la Corona, declaró entonces, tal vez conseguiría mantener la independencia, sin la cual, tarde o temprano, quedaría reducida a la impotencia. Pero nadie quiso escucharlo y no fue sino después de la victoria de Toro cuando el Gran Maestre comprendió su error. Por tanto, no había que asombrarse de oír rumores acerca de la supresión pura y simple del cargo de Gran Maestre. Según decían, Fernando tenía la intención de apropiárselo para luego obtener del Papa la autorización de someter las órdenes a la autoridad absoluta de la Corona. ¿Pero vería personalmente realizarse esos designios?, suspiró el anciano pensando que la edad seguramente le impediría asistir a tal espectáculo. Era mejor desaparecer antes del derrumbamiento de unas instituciones que, a pesar de todas sus imperfecciones, le eran tan entrañables.
Don Álvaro se entretuvo aún unos instantes a la sombra de los árboles, y luego, cuando los resplandores púrpuras del crepúsculo invadieron el cielo, decidió regresar a su casa. A aquella hora, Orovida ya no vendría… ¡Sin embargo, cuánta prisa tenía ahora por verla! Cuando volvía a su residencia, con paso impetuoso y enérgico a pesar de sus años, se cruzó con la hija mayor de su intendente, que iba a Mérida a lomo de asno.
—Espera un momento, Teresa —soltó con voz calmada y comedida, dando media vuelta para reunirse con ella—. ¿Tuviste tiempo de poner las cortinas en las ventanas de la casita?
—Sí, señor, hace un instante, porque el pintor no había terminado y no quería dejarme entrar diciendo que iba a estropear su trabajo, pues la lechada en las paredes aún no estaba lo bastante seca.
—Cuida de que todo esté en orden mañana por la mañana —insistió—. Los muebles están en el patio de la cocina. Pídele a Pedro que te ayude a meterlos adentro. Por lo demás, confío en ti. Yo sé que harás todo lo posible por hacer más confortable la casa. Ahora vete rápido, mi niña, no te retengo más. ¡Corre a divertirte y que pases una buena velada!
—Gracias, señor —respondió Teresa con una espléndida sonrisa antes de ir a encontrarse con su galán, trotando alegremente con su exuberante grupa saltando al ritmo de la cabalgadura. «Realmente, no se le puede negar nada a don Álvaro», pensó ella, reventándose de risa para sus adentros ante la idea de que la mirada del anciano era casi tan tierna como la de su galán…
Al otro día, cansado de ir a vigilar el camino y de volver con las manos vacías, el Comendador se adormeció en el banco antaño instalado para su anciana madre, bajo un gran olivo argentado plantado frente a la casa solariega. Mecido por el canto ininterrumpido de las cigarras, no oyó el carricoche traqueteante que, conducido por una endeble silueta negra, dobló penosamente en el último recodo que conducía a la hacienda. Y sólo cuando el viejo caballo extenuado rebasó el bosquecito de cipreses, don Álvaro salió de su somnolencia. Levantándose de un salto, fue directamente hacia el desvencijado carro que acababa de detenerse.
—¿Estamos en la casa de don Álvaro de Portela? —preguntó con deferencia la mujer encaramada en la parte delantera de la carreta.
—Sí, ¿pero quién eres y qué quieres?
—Soy la sirvienta de doña Orovida y vengo para buscarle refugio a ella.
—Has llegado a buen puerto. Hace tres días que esperamos a tu ama. ¿Cuándo me la traerás?
—Pero si está aquí, señor, en el carricoche.
Acercándose al deteriorado vehículo, don Álvaro asomó unos ojos sorprendidos entre la armazón de varales y tablas de la carreta donde descubrió una miserable criatura echada sobre un cubrecama sucio y polvoriento. Tratando de no revelar sus sentimientos, estupefacto, miró unos instantes el rostro de Orovida, tan distinto y distante de aquel de la deslumbrante novia que conservaba en su recuerdo. Tratando de aparentar la mayor naturalidad posible, se dirigió a ella con exquisita cortesía:
—Doña Villeda —murmuró— es para mí un enorme placer acogeros en mi residencia familiar. Os esperaba desde hacía varios días.
Con una mueca de dolor, Orovida se esforzó por levantar la cabeza.
—¿De verdad hemos llegado? —farfulló, abriendo con dificultad los párpados, con unas ojeras que parecían haber aumentado más aún desde su partida.
Pero al cruzar su mirada con la de Álvaro de Portela, impregnada de una compasión que ella creía desaparecida del mundo, se sintió dispensada de buscar cualquier otro consuelo.
—Sí, mi querida niña, habéis llegado, y aquí estáis segura.
¡Cuán alentador y suave sonaba el timbre de aquella voz! Después de tantos infortunios y sufrimientos, para Orovida fue como una caricia paternal y apaciguadora. Segura… ella estaba segura. Por fin podría cerrar los ojos en paz…
—Corro en busca de ayuda —le dijo De Portela a Fortuna dando grandes zancadas hacia la escalinata.
Pero en seguida regresó, y quiso cargar él solo a Orovida y transportarla en brazos —frágil carga— a la casita preparada para ella. Detrás de él, apoyándose en el brazo de Teresa, iba Fortuna, preguntándose si sus pobres piernas la sostendrían hasta la puerta. Pero al entrar en la nueva casa de su ama, el enorme peso de su fatiga se desvaneció. ¡Todo estaba tan limpio y tranquilo, las cortinas verdes tan bonitas, los cojines multicolores tan alegres y acogedores!
—Si queréis descansar un poco, hay una cama para vos en la trasalcoba, detrás del biombo —indicó Teresa con la misma solicitud de su amo.
—¡Oh, no antes de haber curado las heridas de mi ama! —replicó la sirvienta, animada por un rebrote de energía.
—¿Puedo hacer algo para ayudaros? —insistió la buena muchacha.
—Sí, una gran vasija de agua caliente y un poco de tela me vendrían muy bien.
Mientras las dos mujeres se afanaban alrededor de la cama de Orovida, don Álvaro se retiró un momento detrás del biombo. Acostumbrado a los sufrimientos humanos, las exclamaciones de Teresa y algunas informaciones suministradas por Fortuna le hicieron comprender en seguida los horrores padecidos por la joven mujer. Quedaba por descubrir quién se los había infligido, y por qué. Al pensar en esto, se sintió súbitamente estimulado por un extraño vigor, una nueva razón de ser. Dado que había llevado entre los hombres una vida monástica consagrada sólo a ellos y a sus empresas, la tentación de la carne le era, gracias a Dios, ajena. Por tanto, no había gran mérito en el voto de celibato y castidad que hasta entonces había respetado. Pero ahora, en el crepúsculo de su vida, ahora que sentía por primera vez el vacío dejado en él por esa existencia a medias, se percataba de que no había compartido nada, creado nada, dado nada. La presencia de Orovida le ofrecía una clase de desafío que jamás había sentido. Ciertamente, no había tenido la dicha de engendrar, pero tal vez iba a poder devolver a la vida a una criatura tan cruelmente afectada. Iba a quererla a la manera del esposo y del padre que jamás había sido, iba a velar por ella hasta conseguir que renaciera su antiguo resplandor. De modo que, gracias a ella, durante una semana, un mes, quizá un año, el vacío de su propia existencia se llenaría momentáneamente…
Así, día tras día, desde las primeras horas del amanecer hasta el anochecer, el Comendador no abandonaba la cabecera de la convaleciente, sentado ligeramente hacia atrás en un rincón del cuarto, espiando en silencio el menor síntoma de mejoría de su huésped. Al despertarse y sentir sobre ella esa mirada siempre sosegada y benévola, animando un semblante que parecía haber escapado a los rigores de la edad y a los grandes tormentos de la vida, Orovida llegó poco a poco a buscar esa presencia garante de su dignidad humana.
Imperceptiblemente, los días pasaban así, despacio y tranquilamente, y cada mañana, la joven mujer se sentía un poco mejor. Heridas y hematomas se difuminaban sobre su piel, y sus mejillas recobraban lentamente una fresca y delicada encarnación. Cuando pudo levantarse y dar algunos pasos vacilantes del brazo de su protector, una ligera alegría, casi infantil, invadió su corazón y, desde entonces, sus progresos fueron espectaculares. Contento de verla abrirse otra vez, como una flor, y recuperar una segunda juventud, don Álvaro tomó la costumbre de ofrecerle cada día su brazo para llevarla a pasear apaciblemente por sus tierras. El aire impetuoso del otoño azotaba sus rostros y él se regocijaba viendo los rayos del sol jugar en su larga cabellera ondulando al viento. En sus lentas caminatas, Orovida solía inclinarse al azar para coger una rosa, acariciando sus pétalos, oliendo su perfume, o para recoger una brizna de lavanda que aplastaba en la palma de la mano liberando su fragancia. Ante cada uno de sus gestos, ante cada sonrisa, él se maravillaba, saboreando ese retorno a la vida, del que en cierta forma se sentía artífice. ¡Qué inescrutables son los caminos del Señor!, pensó un día, contemplando una mariposa de tornasolados reflejos cobrizos que se posó en sus dedos…
Tanto se había habituado a su presencia —ahora ella siempre comía a su mesa— que cuando lo dejaba para irse a descansar en su dormitorio, todo signo de vida parecía desaparecer de la vieja residencia. Por eso, cada vez con más impaciencia, él esperaba sus paseos vespertinos, dejando vagar su alma en pena a través de las grandes habitaciones deterioradas, desiertas desde la muerte de su madre, y que desde entonces ninguna mujer había animado con su presencia.
Al finalizar el otoño, Orovida le pareció del todo restablecida, pero De Portela siempre aplazaba el momento de hablarle. Curiosamente, las preguntas que se había formulado a su llegada, ahora le parecían sin importancia. De hecho, casi le infundían miedo, porque hablar del pasado los conduciría inevitablemente a evocar el futuro, de lo que no tenía ninguna gana, acariciando en secreto la esperanza de prolongar indefinidamente unas horas que él deseaba fueran eternas. Pero, por su parte, Orovida empezaba a sentirse nerviosa. Sabedora de que no podría permanecer siempre en la casa de su anfitrión, tampoco ignoraba que fuera de aquel oasis privilegiado, el peligro la acechaba por doquier. Por tanto, una sola posibilidad se presentaba en su mente: irse sola a Portugal. Tan pronto pudiera, Jufré se reuniría allí con ella. Más allá de esa única perspectiva, se negaba a imaginar ninguna otra solución. Hasta ahora no había hecho otra cosa que soñar demasiado. Por exceso de ingenuidad se había expuesto más de la cuenta al peligro, arrastrando con ella a todos sus íntimos. Así, pues, había llegado el momento de decidirse a huir. El Comendador le aconsejaría el camino y las etapas más seguras.
—Don Álvaro —le dijo por fin durante una comida, haciendo como si estuviera absorta en la contemplación de sus uñas delicadamente mojadas en un enjuagatorio—, yo no puedo ni quiero importunaros más. Gracias a vos estoy completamente curada y ahora puedo pensar en irme a vivir a Portugal.
Ante estas palabras que temía escuchar desde hacía mucho tiempo, De Portela se estremeció. Ciertamente, él esperaba que un día ella manifestara el deseo de irse, pero no tan pronto, o más bien simplemente había evitado pensar en tal posibilidad. ¿Volver a verse solo ante aquella mesa tan grande? ¿Recorrer solitario campos y olivares? ¿No sentir nunca más a su lado su silueta, su gracia, su luminosa belleza? Era imposible, intolerable. No, era menester que ella consintiera en quedarse con él un poco más de tiempo. ¿Acaso no contaba con todos los medios para obligarla, aun cuando eso no representara más que el egoísmo de un hombre avejentado? Sin duda hubiera tenido razón quien así lo pensara, al menos en parte, ¿pero no había hecho mucho más por gentes que no significaban nada para él y, por último, no era ella la principal beneficiaria de su generosidad?
—Yo no creo que sea razonable irse ahora —se decidió por fin a responder—. El invierno os sorprendería antes de que pudieseis llegar a vuestro destino prolongando inútilmente vuestro viaje. Además, los caminos son particularmente peligrosos en este momento. Por todas partes hay bandas armadas que merodean la zona sur de Extremadura, donde moros y españoles no cesan de enfrentarse. No, realmente no es en modo alguno el momento para que una mujer corra el riesgo de aventurarse sin una escolta apropiada. Pero todo esto no es nada en comparación con la amenaza permanente que representa Arias de Anaya para vos. ¡Creamos en Luis de Salazar! En cuanto hayáis franqueado los límites de mi heredad, se lanzará en vuestra persecución y, como ha tenido tiempo para acumular nuevas pruebas contra vos, no vacilará en recurrir a cualquier pretexto para arrestaros de nuevo. No, si realmente queréis iros de España, hay que hacerlo con toda seguridad y, para eso, será menester que estéis absolutamente restablecida. Evidentemente, si yo supiera un poco más acerca de las faltas que os imputan, quizás pudiera entonces ayudaros en serio…
Al oír esta pregunta velada, Orovida sintió un nudo en la garganta. La desconfianza casi animal que se había instalado en ella desde que Jufré había entrado en su vida, se despertaba bruscamente. ¿Era una nueva trampa para arrastrarla a decir la verdad? ¿Podía confiar y creer totalmente en la buena fe de su protector? Ciertamente, Jufré y Luis le habían asegurado que con él estaría segura, ¿pero lo estaba realmente? Por otra parte, ¿lo estaría alguna vez antes de que ella y Jufré estuvieran fuera de España?
Comprendiendo que su renuencia a responderle era, de hecho, una confirmación de las preguntas que él no le había formulado, el Comendador le deslizó otra:
—Mi querida niña, si hubierais podido prever lo que os costaría asumir vuestro amor prohibido, ¿hubierais renunciado a él?
Para Orovida, la brutalidad de la pregunta no podía tener más que un propósito: forzarla a admitir su culpabilidad. A continuación, sólo le faltaría a aquel buen caballero cristiano hacerla admitir sus errores pasados y convencerla, con dulzura y paciencia, para que se convirtiera al cristianismo salvando así su amor, su vida y su alma.
—¿Sabíais que estaba condenado de antemano, no es verdad? —empalmó don Álvaro.
La sosegada suavidad de la voz del anciano tocó a Orovida en el fondo de su alma. Debía decirle la verdad. Frente a un hombre de esa generosidad, de esa calidad, toda mentira era inútil. Tenía que confiar en él.
—No, don Álvaro, jamás hubiera renunciado. ¡Un amor como el nuestro no puede morir! ¡Poco importan los sufrimientos presentes y venideros, sigue estando en nosotros, como el primer día, vibrante, único, indestructible! Durante las horas atroces que he pasado en prisión, en medio de innumerables prostitutas, a pesar de la vergüenza y del abyecto suplicio que me infligieron, ignominiosamente exhibida en las calles de Villafranca, a cada latigazo que laceraba mi carne, yo tenía un solo pensamiento: ¡él no me abandonará! Que yo esté aquí hoy con vos es la prueba de que tenía razón. Nuestros enemigos pueden hacer con nosotros lo que quieran, pero jamás podrán arrancarnos eso que Dios ha querido regalarnos. ¡Jufré siempre lo ha sabido, y yo, ahora, también lo sé!
—Orovida, mi tierna niña, yo soy un anciano que morirá sin haber conocido jamás la alegría de la que me habláis. Si yo hubiera tenido la felicidad de encontrar a una mujer como vos, tal vez hubiera experimentado ese sentimiento, pero nunca la busqué y ella no vino a mí. De modo que, por fuerza, poseo en el fondo de mí tesoros de ternura y comprensión que jamás he podido dar ni compartir. Cuán desesperante será morir sin haberlos entregado, sin que una mujer pueda también decir de mí: «él no me abandonó». Por eso, ahora os pido simplemente que me confiéis, tan honestamente como habéis confesado la fuerza de vuestro amor, todo lo que os ha sucedido desde el instante en que murió don David. Por muy grande que sea vuestro dolor o vuestra turbación, os suplico, no me ocultéis nada. Habéis sufrido una incalificable injusticia y jamás en mi vida he dejado que se produzca una abominación sin elevar la más vehemente protesta. Más aún cuando la víctima es un converso o un judío, me siento particularmente indignado porque, podéis estar segura, niña querida, soy y sigo siendo ante todo un hombre tolerante y caritativo, y no puedo admitir que se persiga con fines religiosos, en nombre de Aquel que sólo nos ha enseñado el amor y la misericordia. Por otra parte, nuestra Orden tiene una larga tradición de amistad hacia vuestro pueblo. Para pedir reparación por los daños que os han sido infligidos, me hace falta algo más que la simpatía y mi propia convicción de vuestra inocencia… Con todo, utilizaré el más mínimo detalle favorable para presentar a la reina una solicitud de revisión de vuestros autos. Isabel me está agradecida por haber persuadido al Gran Maestre para que alistara la Orden en sus filas, y ahora que la guerra contra Granada está a punto de estallar, ella sigue necesitando las lanzas de nuestros caballeros. De modo que vuestra eventual rehabilitación no sería una excesiva señal de gratitud con respecto a mi fiel lealtad.
—No encuentro palabras para agradeceros —murmuró Orovida temiendo creerle— y lamentablemente no tengo ninguna forma de probaros mi gratitud.
—¡Pero no se trata de agradecimientos! —prosiguió el anciano con fogosidad—. No hago más que cumplir con mi deber y lo hubiera hecho de la misma manera por cualquier otra persona en peligro. Por supuesto, si yo hubiera sido más joven, quizás hubiera esperado sacar más de esta situación, pero lamentablemente las cosas son como son, y sólo puedo proponeros amaros a mi manera, y como vos queráis.
—Voy a acompañaros a vuestra casita —prosiguió levantándose e impidiéndole que respondiera a su extraño requerimiento, imposible de rechazar en su cándida y emocionante simplicidad—… ¡El día está tan dorado como vos! ¡Venid! ¡Aprovechémoslo antes de que llegue el invierno! Esta noche, nos ocuparemos seriamente de vuestro caso.
Y, rodeándola tiernamente por la cintura, don Álvaro de Portela la llevó lentamente a su lado acariciándole los cabellos. Más sensuales que los de un padre, menos audaces que los de un amante, sus gestos tenían una conmovedora y torpe dulzura que ella no se sintió con valor para rechazar. Cuando llegaron a la casita donde ella vivía, él depositó un ligero beso en su mejilla y, con una expresión de inefable afecto, se despidió de ella.
A partir de aquel día, ella a veces le devolvía sus besos, y, viendo que su emoción seguía siendo extrema, incluso lo dejó rozar ligeramente su cuello y el nacimiento de su garganta. Una vez, sin embargo, la asustó. Fue una tarde hacia el final de la siesta. En su prisa por verla, había llegado a su casita más temprano que de costumbre y, al no encontrarla en el umbral, entró. Como ella todavía estaba acostada, penetró en su dormitorio y, sentándose en el borde de la cama, no pudo resistir la tentación de levantar la sábana y admirar su cuerpo. Rechazando esta confianza excesiva, Orovida volvió a cubrirse rápidamente.
—Tenéis razón —balbuceó él—. ¿No os había dicho que yo sólo os amaría como vos queráis? Comprendo demasiado bien que hayáis tolerado hasta aquí mis insinuaciones únicamente porque os sentís agradecida para conmigo. Pero, creedme, mi ayuda sigue siendo la misma, hoy, mañana, siempre. Yo os hubiera amado incluso aunque no hubierais tenido necesidad de mí. Perdonadme y olvidad, os lo ruego, este breve instante de extravío… Os esperaré afuera.
Aquel día, don Álvaro, a todo lo largo del paseo, se abstuvo de rozarla en lo más mínimo, como si quisiera calmarla absolutamente. ¡Y ella no pedía otra cosa!
—Las nubes se aglomeran hacia el sur —masculló él mientras regresaban, evidentemente para romper un silencio embarazoso—. Pronto tendremos que interrumpir nuestros paseos. Nos quedaremos cerca del fuego y jugaremos ajedrez, ¿os apetece?
—Seré una mala compañera de juego. David trató de enseñarme a jugar lo mejor que pudo, pero desgraciadamente no tuvo tiempo…
—Con vuestro permiso, ahora lo intentaré yo. Ya veréis, soy muy paciente…
Había empezado a lloviznar, y ya casi habían llegado a la antigua casa solariega cuando en una curva de la gran alameda apareció un jinete portando el escudo de Luis de Salazar. En medio de un gran torbellino de polvo, el hombre detuvo su cabalgadura ante ellos.
—El comandante de la fortaleza de Segovia me ha ordenado que os entregue personalmente esta carta —anunció el joven extendiéndole un pergamino enrollado al Comendador.
—Gracias, amigo. ¿Cómo está tu señor? —agregó, más por Orovida que por sí mismo.
—Un poco preocupado, señor.
—¿Por los preparativos de la guerra? —prosiguió don Álvaro con indiferencia.
—Sí, eso creo, señor. Por lo demás yo mismo me movilizo hacia el sur.
—¡Está bien! ¡No os retenemos más, joven! —dijo De Portela, esperando aparentemente a que el mensajero se fuera para abrir la carta.
—Os doy las gracias, señor. Así podré cubrir algunas leguas más antes del anochecer. ¡Adiós!
El jinete volvió grupas, y don Álvaro de Portela abrió la carta. Tal y como esperaba, Jufré le agradecía haber tomado a Orovida bajo su protección y le pedía que entregara a la joven una esquela doblada en el interior de la carta dirigida a él.
Reparando en el sello de su amante, el semblante de Orovida se iluminó.
Al observar su transfiguración, viéndola devorar con los ojos el mensaje, deletreando en silencio con sus labios sensuales cada una de las sílabas de las palabras que le eran dirigidas, el viejo Comendador sintió hervir su sangre en las venas, como antaño, cuando era joven. ¡Ah, cuánto le hubiera gustado estrecharla, apretarla contra sí, guardarla para siempre en su corazón, inmovilizando en un eterno presente el tiempo que fluía inexorablemente! ¡Ay! Orovida acababa de terminar su lectura y al verla deslizar furtivamente la carta en su cinturón, comprendió que su idilio había concluido. Así que sólo le quedaba confiar, en lo más profundo de su alma, que, a su manera, él tampoco le había fallado.