Recién nombrado en su puesto, Su Excelencia el Corregidor de Villafranca, Arias de Anaya, daba vueltas alrededor de Orovida evaluándola con la mirada, como lo hubiera hecho un comprador de caballos en una feria, interesado por una joven potranca. Con su índice mutilado, acarició sus pantorrillas, con el pulgar le rozó las aletas de la nariz, le pasó una mano pequeña y regordeta por su cabellera en desorden.
—Extraordinario —acabó por soltar evidentemente satisfecho de su examen—. ¡Jamás hubiera pensado que una simiente judía pudiera engendrar semejante belleza! Pero, después de todo, ¿quién asegura que sois hija de vuestro padre? ¿A lo mejor sois, por ejemplo, descendiente de alguno de los caballeros de Juan de Gante que, de paso por Castilla, os engendró en el vientre de una ramera?… ¡Y ni siquiera oléis a ajo y aceite rancio como vuestros semejantes! —se burló furioso al ver que Orovida no rechistaba ante el insulto—. ¿De qué, pues, os alimentáis? ¿De leche y de miel, en recuerdo de la patria que habéis perdido después de crucificar a Nuestro Señor Jesucristo?
—No, Excelencia, vos lo habéis dicho: de ajo y de aceite rancio —replicó ella con calma, pensando que si bien él podía quitarle la vida, jamás podría hacerle perder su dignidad.
—¡Ah, muy bien! ¡Ya veo! Altanera y arrogante, ¿no es así? Dime, ¿me encuentras seductor? —le lanzó de pronto sacando el pecho—. ¡Pues bien, responde! —insistió, entornando los ojos—. Con vuestra amplia experiencia en materia de hombres cristianos, seguro que no os faltan puntos de comparación.
Esta vez Orovida palideció ante el ultraje.
—¡Oh! ¿Habré ofendido a la paloma? ¡Perdón, mil perdones!… ¿Pero cómo iba a adivinarlo? ¡Sin duda tomando en cuenta vuestro comportamiento, vuestra extremada sensibilidad! ¡Es verdad que Del Águila, por sí solo, justifica plenamente el orgullo y la delicadeza de la señora! ¡Lo que me asombra es que apenas vuestro corregidor volvió la espalda, os habéis arrojado en los brazos de un vulgar funcionario, y luego en los de un miserable carcelero, para saciar las inclinaciones de una depravación galopante en el aniversario de la muerte de vuestro esposo! ¡Qué insaciable apetito!… Responded, pues, a mi pregunta: ¿como hombre, me consideráis digno de figurar en vuestra sarta de amantes?
—Permitidme que guarde silencio, Excelencia.
—¿De veras? ¿Por casualidad me encontraríais incomparable?
—No, Excelencia, por la sencilla razón que no poseo ningún elemento de comparación.
—¡Vamos, yegua, vamos! ¡Sabéis perfectamente que no saldréis bien negando la evidencia! Olvidemos a Del Águila si queréis, puesto que la reina ha zanjado el asunto. ¡Pero por lo menos seis pares de ojos os han visto fornicar alegremente con Juan Ruiz! ¡Por su parte, el guardia de la prisión afirma que ni siquiera llevabais bragas!
—¡Basta de groserías, Anaya!
La frase lo traspasó como una cuchillada.
Furioso, Anaya dio media vuelta para mirar de hito en hito al intruso que acaba de forzar su puerta.
—¿Quién sois? ¿Cómo os atrevéis a entrar aquí sin ser anunciado?
—¿Cómo? ¿Realmente no te acuerdas de mí? ¡Yo soy Luis de Salazar! —replicó calmadamente el recién llegado—. Estuvimos codo con codo en la batalla de Toro. ¿Ya olvidaste nuestra borrachera después de la victoria? ¡Durante toda la noche tuve que soportar el relato de tus hazañas amorosas! ¡Afortunadamente para ti, es un aspecto de tu personalidad que Isabel no conoce!
—¡Dios mío, Luis! ¡Claro que sí! ¡Mi querido Luis! ¡Ah, las locuras de la juventud! ¡Ya sabes! —respondió enfático Anaya, con una sonrisa forzada queriendo dar el pego—. ¡Mi querido Luis! ¿A qué debo el placer de tu inesperada visita?
—A diferentes razones —cortó fríamente el recién llegado—. En primer lugar, estoy en la región en calidad de primer lugarteniente de Andrés de Ribera, quien supervisa la campaña de reclutamiento para la guerra de Granada. Por otra parte, al enterarse de que yo venía para aquí, el chambelán del rey me pidió que fuera a la hacienda de Guzmán para entregarle al intendente una nota concerniente, creo, a la compra del vino de este año. Así que anoche salí de Trujillo a fin de traer esa carta pero, al acercarme a la casa, oí unos gritos desgarradores procedentes del interior. Llamé varias veces con golpes redoblados en el pórtico, pero nadie me abrió. Al tratar de entrar, distinguí toda la escena por la ventana del cuarto, cuyas colgaduras estaban mal cerradas. Estaba claro que la operación había sido premeditada, porque los cómplices custodiaban todos los accesos. A una señal convenida de antemano, se abalanzaron en el interior. Anaya, no tengo ni la menor idea de lo que se trama detrás de esta sórdida historia y no es asunto mío, pero puedo afirmarte una cosa: ¡si utilizas una maniobra tan baja para acusar de flagrante adulterio a esta viuda judía atrozmente ultrajada y hacer que la ejecuten sin juicio, en nombre de Dios y la Virgen María, te juro que de una manera u otra, lo pagarás con tu vida! No olvides que los judíos siguen estando bajo la protección exclusiva de nuestros monarcas. La reina, además, como su representante debería saber, está personalmente interesada en que la justicia se administre públicamente para todos sus súbditos. Ciertamente, una cristiana devota y afanosa como ella, no siente una particular simpatía por los judíos, pero no por ello los hace víctimas de un odio tan ciego y notorio como el tuyo. Tampoco olvides que mientras se prepare la guerra, y hasta tanto la victoria no sea nuestra, Isabel los necesitará. Su capacidad en la artesanía le resulta imprescindible, así como su destreza en los negocios y el comercio del reino, empresas que todos nosotros consideramos indignas de nuestro rango. Asimismo ella necesita los enormes impuestos que pagan, los préstamos que conceden, las contribuciones que recaudan en su nombre, así como la habilidad de sus financieros en la gestión del presupuesto de la Corona. ¡Por consiguiente, Excelencia, ella sólo tolera que se les humille dentro de ciertos límites! Resumiendo, Anaya, como ya te dije, ignoro qué objetivo perseguía tu subordinado, pero en cualquier caso yo sé que eres cómplice de sus actos.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo vas a demostrar? —preguntó Anaya, fingiendo indiferencia.
—Es mi problema. Sólo debes saber que posiblemente no sea el único capaz de testimoniar en favor de Orovida, y que existe una prueba formal de tu complicidad.
—Mi querido Luis, cálmate —dijo Anaya con un tono forzado de fría condescendencia—. ¡La acusada fue arrestada ayer por la noche! ¡Ninguna investigación ha comenzado todavía, ni existe ninguna acusación contra ella, y ya saltas a las conclusiones más extravagantes! ¡Por Dios! ¡Si no fuera porque somos viejos compañeros, incluso sospecharía que quieres insinuar que Ruiz y yo hemos conspirado pura y simplemente para llevarla derecho al cadalso! Sigue pues con tus operaciones de reclutamiento y déjame arreglar a mi manera los asuntos de la ciudad, ¿quieres? En este caso, este asunto es bastante singular y prefiero sacarlo adelante yo solo, en calidad de representante oficial de la reina sin tener que informar de ello al Consejo de la Corona. Por otra parte, estaba a punto de interrogar a la viuda cuando nos interrumpiste. Gracias, pues, mi amigo, por tu precioso testimonio. ¡Me será muy útil durante el desarrollo de la investigación! Ahora, ¿puedo serte de alguna ayuda en el cumplimiento de tu misión?
—No, realmente no. Sólo necesito una normal colaboración por parte de los funcionarios designados bajo tu jurisdicción.
—Nada más fácil. Dale tus instrucciones a Ruiz y firmaré tus acuartelamientos de tropas tan pronto haya terminado con la acusada. Espero que me harás el honor de cenar conmigo una de estas noches. ¡Recordaremos los buenos viejos tiempos!
«¿Para oírte otra vez jactándote de tus supuestas conquistas, todas las mujeres de Castilla desfalleciendo en tus brazos, dispuestas a todo por el inefable placer de pasar una noche contigo? ¡Muchas gracias! —tuvo ganas de replicar Salazar—. ¿No ves que tus fanfarronadas te ridiculizan? ¿Cómo puedes imaginarte capaz de seducir a la última de las jovencitas con esa cara coloradote de bribón y de camorrista, ese torso grasiento de matarife, mucho más apto para asfixiar que para abrazar, esa mirada aviesa, cargada de codicias insatisfechas? Cualquiera diría que, de hecho, toda esa baladronada sólo sirve para ocultar ciertas insuficiencias…».
Pero, conociendo el peligroso fanatismo y la excesiva vanidad del personaje, evitó rechazar la invitación, demasiado consciente de la precariedad de la suerte de Orovida mientras estuviera entre sus manos.
—Con mucho gusto —se limitó a decir lo más amablemente que pudo antes de retirarse.
—¡Pues bien, señora, para ser una viuda judía que vive solitaria en una pequeña ciudad perdida, no parece que os falten relaciones! Incluso pareciera que tenéis a vuestra disposición una legión de jueces complacientes: comandantes de campañas de reclutamiento, gobernadores de fortalezas, chambelanes, lugartenientes serviciales, ¿qué sé yo? ¡Todo el mundo vuela en vuestra ayuda!… Ah, siempre lo he dicho, los judíos han pactado con el diablo para llevar a España a la ruina… ¡Y cuando digo judíos, hablo también, por supuesto, de conversos como De Ribera, por ejemplo, que no consiguen liberarse de la influencia perniciosa que vosotros, los judíos, continuáis ejerciendo sobre ellos! ¡Pues bien, de acuerdo, una vez más vais a escapar de la horca! ¡Pero cuidado, no es más que una sentencia en suspenso! ¡Algún día ajustaremos nuestras cuentas, nosotros los cristianos de pura sangre, con los cristianos de dos caras como vosotros, los servidores de Satán! Por el momento, sólo espero una cosa: estar aún aquí cuando llegue el momento de ajustar definitivamente las cuentas con alguien como vos. En efecto, merecéis un tratamiento especial que para mí es un placer imaginar. Mientras tanto, me contentaré con métodos más convencionales de corrección. Hasta la vista, pues, apuesta señora, y hasta muy pronto. ¡Guardias! —ladró bruscamente—. ¡Llevaosla!
Cuando Orovida salió, Ruiz entró en la gran sala con el documento de Salazar en las manos. Mientras estampaba laboriosamente su rúbrica, con los ojos fijos en el pergamino, Anaya le comentó:
—Supongo que seguiste esa deliciosa conversación…
—Sí, Excelencia.
—Evidentemente, ¿no tienes nada que decir? —prosiguió el corregidor con indolencia, devolviéndole el documento.
—Pues bien…
Anaya, endureciendo súbitamente la mirada, le impidió farfullar una inútil defensa.
—¿Por qué ibas a tener algo que decir, si soy yo quien merece reprobación?… ¿Cómo pude ser tan estúpido para dejar en manos de un incapaz como tú este asunto?… Sólo te concedo un talento —continuó en son de burla— ¡el de haberte convertido en un verdadero experto en el arte de abrir y falsificar cartas selladas! ¿Pero para conseguir qué? Nada. Corteses e inofensivas trivialidades… ¿Creías realmente que tendrían confianza en ti? ¡En cuanto a tu plan, que te negabas a revelarme, debí temerme desde el principio que ni siquiera estarías a la altura de su ejecución!
—Pero, Excelencia, si Salazar llegó sólo un poco más tarde…
—Juan Ruiz, tu trabajo no consiste en tomar en cuenta los «si» ni los «peros». ¿De modo que eres tan ingenuo que crees que Salazar llegó así como así, por simple coincidencia?… ¿Tu pequeño cerebro de rata no te dice que quizás fue enviado adrede? ¡Alguien nos ha denunciado, Ruiz! ¡Estoy seguro! Salazar llegó justo como anillo al dedo. ¿Cómo pudo conocer el plazo que yo te había dado para producir la prueba irrefutable que me habías prometido?
—¡Es imposible, Excelencia! ¡Nadie!… A menos que… ya caigo… ¡Virgen Santa! ¡Gonzalo!
—¿Quién es Gonzalo?
—El criado de Del Águila, que sustituyó a Pascual como correo, hace quince días. Después de haberme entregado la correspondencia, se quedó dormido en mi despacho como un bulto. Pero pensándolo bien, ahora me parece que cuando volví a la habitación, después de nuestra conversación un poco tempestuosa, él ya no estaba allí…
—¡Pues bien, he ahí la respuesta, triple cernícalo! Quince días, justo lo que necesitaba un sirviente abnegado para regresar a galope tendido a Segovia y lo que hacía falta para que un oficial caballeresco acudiera aquí. ¡Por todos los santos, Ruiz, podría matarte por tanta negligencia! —soltó Anaya rabioso, con el rostro de pronto pálido y amenazador—. Pero lo que me deja aún más estupefacto que tu incalificable estupidez, es que ni siquiera pareces darte cuenta de la situación en la que me has metido, porque los amigos de esta zorra en la Corte van a contarle su propia versión de los hechos a la reina, y los hombres del Santo Oficio, otra. ¡Por consiguiente, si no consigo justificarme claramente, estoy perdido, incluso antes de que tenga tiempo de apoltronarme cómodamente en ese cojín más duro que un saco de garbanzos que has tenido la perversa idea de poner en mi sillón, odioso reptil! A menos, claro está, que finalmente no tenga que subestimarte, y que hayas conspirado con la única esperanza de perjudicarme a fin de instalarte tú mismo en mi sillón, como lo ha soñado desde siempre tu soberbia amazona… ¡Responde, crápula!
Cuando oyó esta alusión a María, Ruiz dobló aún más el espinazo y quiso protestar. Pero Anaya no le dio tiempo.
—O bien, ¿era solamente el deseo de sondear el cuerpo de una bella judía? ¡Ahora que la he visto, confieso que es un magnífico ejemplar de su raza! ¡Vamos, basta de tonterías! Ruiz, tu jueguecito ha terminado. Soy yo quien se ocupa de seguir las operaciones. Y ahora préstame un pequeño servicio, el último: ¡desaparece de mi vista, gusarapo!
Unos azorados ojos hundidos en sus cuencas y unas bocas desdentadas y babosas, rodeaban por todas partes el rostro de Orovida.
—¡Pero claro que sí, no hay ningún error! Es una auténtica señora que nos han enviado, sin duda para que nos cuente cómo los nobles se las arreglan para hacer la cosa —rio sarcásticamente una voz chillona—. Vamos, decidnos, bella condesa, sólo para nuestra información, ¿qué estaca se siente mejor en el vientre: la de un judío circunciso o la de un cristiano? ¿Eh?…
Una carcajada general e histérica sacudió a las mujeres mientras unas manos huesudas surgían de la oscuridad, avanzando sus dedos sarmentosos hacia la recién llegada. Como un cervatillo forzado por una jauría sedienta de sangre, Orovida retrocedió temblando, descubriendo poco a poco con espanto las horribles caras que se acercaban a ella. Bruscamente, se dio cuenta de que si en el acto no cambiaba de actitud, las repelentes arpías no tardarían en concebir la fantasía de destruir en un solo día su equilibrio mental y luego, si les entraba la locura, de arremeter directamente contra su integridad física. Estaba sola, indefensa. Así que para sobrevivir, tenía que ponerse a su nivel y satisfacer sus caprichos fingiendo entrar en su juego.
—Os responderé —balbuceó con la garganta seca, esforzándose por darle a su voz un matiz de perverso desafío—, cuando vosotras mismas me hayáis revelado el fruto de vuestra experiencia.
—¿Ah, y por qué no, bella dama? —lanzó una voz profunda y ronca en la que Orovida creyó adivinar un rastro de compasión, que le recordaba la de Miriam Barchillon—. Voy, pues, a empezar. ¡Fijaos, no hago más que imaginar, puesto que jamás me dejaría penetrar por un judío! ¡Además, me parece que amputados de ese pedacito de carne, ni siquiera los más dotados valen ni un maravedí!…
—Pues bien, te equivocas, puta —intervino otra voz cascada—. Lo único que importa es el grosor del instrumento. ¡Después de quince años en la profesión, confíen en mí, conozco el paño!
—¿Eso es todo lo que has aprendido después de tanto tiempo? Mejor harías en decirnos cómo manipulan sus anzuelos y dónde los hincan. ¡Si a tu años no sabes nada de eso, es que sólo te has acostado con monaguillos!…
—¡Atrévete a insultar a mi clientela, zorra, y te arranco las greñas! Siempre chachareando… pero de eso yo sé más que todo lo que tú hayas…
Afortunadamente, Orovida ya no las escuchaba. Estimulando a esas miserables criaturas a querellarse y a rivalizar en las más triviales groserías, había conseguido su propósito. Al menos de momento, se habían olvidado de ella y la dejaban tranquila. Era su primera tregua, después de las abominaciones que la habían abrumado sin interrupción desde la agresión de Ruiz, la noche anterior. Por lo menos ahora podía aferrarse a la imagen de Jufré, recuperar un poco su aliento, dejar que su corazón se reanimara a la lumbre de un amor que los unía y los separaba a la vez. Era como si siguiera estando en Villafranca siempre observándola desde lo alto de la ciudad y protegiéndola. Sí, algún día le contaría cómo había descubierto el complot de Ruiz y de Anaya. De momento los detalles importaban poco: lo esencial seguía siendo su habitual previsión, ya que había logrado garantizar que si su mensaje llegaba demasiado tarde, su portador podría, a pesar de todo, venir en su auxilio. Ni él ni su mensajero le habían fallado. Por tanto ella también tenía que resistir, sin abandonarlo. Había escapado a las garras de Anaya, aun cuando aquel pretendía no haber terminado con ella… Fuera cual fuese el castigo que le reservaba el futuro, tenía que sobrevivir a cualquier precio a fin de conservar la fuerza suficiente para huir, cuando llegara el momento, con Jufré, lejos de aquella pesadilla, lejos de la reina de España y su resentimiento, lejos de las abominables humillaciones a las que estaba condenada a partir de ahora. ¿Pero sería su cuerpo lo bastante fuerte para obedecer a los designios de su mente?…
Dejando las arpías con sus obscenidades, empezó a deslizarse imperceptiblemente hacia un rincón de la celda, que su ocupante había abandonado para ir a sumarse al edificante coloquio de sus compañeras. Cuando llegó a ese sitio provisionalmente libre, empujó la paja infestada de piojos sobre la cual había pasado la noche una mujer. Era preferible dormir directamente en el suelo húmedo antes que sentir los parásitos recorriendo sus cabellos y su rostro. De modo que se tendió, como pudo, apretujándose sobre sí misma hasta que sus miembros lastimados se acomodaron sobre la tierra irregular y se hundió en un torpor agitado, interrumpido por los chillidos de las tarascas peleándose cada dos por tres, o por espantosas pesadillas pobladas de rostros verdosos y ojos glaucos, que recordaban los rasgos o las miradas de Ruiz transformado en un monstruo cuya cara era mitad humana y mitad reptil. Despertada en un sobresalto, alguien la sacudió rudamente diciéndole:
—¡Toma, coge tu sémola! Si no te la comes rápidamente, otra se ocupará de hacerlo.
Sémola, comer… poco le importaba todo eso… Volviéndose contra la pared, no respondió, ávida de recuperar su único recurso: el sueño, el olvido, la nada. Cuando por fin emergió de su letargo, todo estaba tan tranquilo que comprendió que era de noche. A pesar de su cuerpo espantosamente adolorido, su mente parecía poco más o menos intacta. Enderezando despacio la espalda, reflexionó entonces en lo que le esperaba al amanecer. Anaya apenas le había dejado forjarse ninguna ilusión: la providencial intervención de Salazar le había procurado una tregua, no el perdón. ¿Qué haría, pues, con ella? ¿La dejaría pudrirse en aquel antro con esas brujas hasta que se volviera loca? ¿Moriría víctima de la peste o carcomida por una de esas horribles enfermedades que desfiguraban a sus infortunadas vecinas? ¿Haría que la torturaran para obligarla a admitir que era ella quien había provocado a Ruiz, ofreciendo su cuerpo a cambio de su ayuda? ¿Sería condenada a…? Pero súbitamente la sangre se le heló en las venas: en el pasillo de la prisión, unos pasos arrastrados que ella hubiera reconocido entre mil se aproximaban lentamente.
—¡Eh, damita, soy yo, vengo a buscar mi recompensa!…
La voz hizo que el corazón le saltara en el pecho. Dios de Israel, ¿qué hacer? Ya ni siquiera podía darle dinero… ¿Perdería aquella noche la vida que la víspera había salvado por los pelos? Desesperadamente, cerró los ojos y se esforzó en adoptar la rigidez de una muerta.
Impacientado por su mutismo, el guardia esgrimió una antorcha por encima de los barrotes.
—¡Eh, corazoncito, soy yo! —jadeó con la respiración entrecortada descubriéndola por fin en el amontonamiento de cuerpos—. ¡Vamos, responde!
Reteniendo la respiración, Orovida parecía un cadáver.
—¡Jesús misericordioso! —refunfuñó el hombre completamente contrariado acercando su antorcha a la forma acostada—. Está blanca como la cera… No cabe duda, está casi fría. ¡Qué casualidad! Un auténtico bocado de cardenal… Con tal que esos toscos milicianos no vayan a acusarme ahora de haberla matado… Mejor que sea el equipo de mañana quien la descubra. ¡Que se las arreglen ellos! Lo que soy yo, no he visto nada, ni he oído nada.
Cuando el ruido de sus pasos desapareció en la oscuridad, Orovida siguió escuchando un largo rato antes de atreverse a hacer el menor gesto. Luego, con precaución, se volvió lentamente, esperando que el aire sofocante y putrefacto secara el frío sudor que inundaba su cuerpo. Aquella noche, otra vez, se había salvado… ¿Pero podría seguir aguantando mucho más tiempo?
Finalmente las cosas ocurrieron de un modo distinto a como había previsto. Cuando al amanecer estaba tratando de tragarse una escudilla de sémola gris y pegajosa, unos guardias irrumpieron en la celda, la cogieron, le vendaron brutalmente los ojos. Luego, en medio de un silencio impresionante, pues todas las prisioneras se habían callado intuitivamente, la empujaron fuera del calabozo y la arrastraron por el corredor. Al llegar a la escalera que conducía al piso superior, y como nadie la previno, tropezó con el primer peldaño y cayó de bruces. A pesar de la sangre que le brotaba de la nariz y de las manos, los hombres blasfemaron y la golpearon salvajemente para que se levantara, y luego, riendo a carcajadas, empezaron a burlarse de ella al ver que, con la punta del pie, buscaba a tientas cada escalón, antes de aventurarse en la ascensión. Tras haber subido penosamente todos los peldaños y recorrido un largo pasillo un poco más ventilado, por fin Orovida adivinó que se encontraba en el vestíbulo del tribunal, pues no sintió a su alrededor más que el vacío. El olor penetrante de la tinta, y el garrapatear de las plumas sobre el papel, le probaron que no estaba equivocada. También allí se hizo el silencio, prolongándose hasta el momento en que, sin miramientos, se sintió empujada hacia la salida que daba a la plaza. Siempre rodeada de guardias, la obligaron a bajar los peldaños de la escalinata, que afortunadamente conocía casi de memoria.
Fue entonces que resonó la campana del pregonero, cubriendo con su eco la tibia atmósfera de aquella mañana de verano.
—¡Oíd, oíd, cristianos de Villafranca! —clamó la voz poderosa del hombre—. ¡Congregaos y venid a contemplar el castigo de la viuda Villeda, prostituta judía de Toledo que ha tratado de arrastrar por los caminos de la perdición a los buenos e inocentes feligreses de la ciudad!
Al separarse de golpe los guardias, Orovida se sintió desposeída de su cuerpo, y luego unas manos la cogieron por los brazos. Con los puños brutalmente atados a la espalda, sintió que un gran peso colgaba a sus espaldas con unas cuerdas, que dos enormes discos de madera le destrozaban el pecho y la espalda. Olían a pintura fresca, amarilla, estaba segura, porque ese era el color reservado a los de su raza. Al mismo tiempo, depositaron otro objeto sobre su cabeza, poniendo en peligro su ya precario equilibrio, que trataba de conservar a pesar de estar vendada. Al sentir sus oscilaciones, conjeturó que se trataba del alto y grotesco sombrero cónico, probablemente también amarillo, con que se cubría la cabeza de los judíos. Pero no tuvo tiempo de proseguir sus mudas especulaciones. Violentamente levantada por las axilas, se encontró a horcajadas sobre un burro que rebuznaba tristemente; la habían colocado al revés, con el rostro vuelto hacia la grupa. Zarandeada y maniatada, estuvo a punto de perder el equilibrio que recuperó con mucha dificultad tras clavar los talones en las raquíticas ijadas del animal para no caerse. Pero entonces, súbitamente su cabalgadura pegó un brinco, y salió proyectada hacia atrás, y luego hacia adelante, y su rostro dio con náusea contra las costras de excremento pegadas en las ancas del jumento.
—¡Se va a caer, caterva de estúpidos! —rugió uno de los guardias—. ¡Puesto que debe cabalgar al revés, amárrenla!
En seguida lanzaron otra cuerda sobre sus hombros, y luego la pasaron por debajo del vientre del asno para mantenerla derecha, y la procesión se puso en movimiento —con el pregonero a la cabeza, los palafreneros algunos pasos atrás—, zarandeando y tirando por la brida a la pobre bestia recalcitrante, abriéndose paso, caóticamente, en medio de una muchedumbre cada vez más compacta, ávida de contemplar el espectáculo.
—¡Cristianos de Villafranca, tened cuidado! ¡Tened cuidado con la diablesa judía que, para servir a Satán, desvía a los hombres honestos de nuestra santa fe cristiana! ¡Tened cuidado y protegeos de ella!
Firmemente atada, al principio Orovida apenas oscilaba, pero, a cada paso, sus entrañas se convulsionaban dolorosamente tironeada por todas partes en aquel avance realizado al revés. Mientras el siniestro cortejo atravesaba la plaza, oyó un vago murmullo de avemarías salir de las bocas de los espectadores, probablemente rezando para exorcizar la influencia satánica que supuestamente ella ejercía; pero cuando el asno comenzó a descender los escalones cojeando ligeramente, ya sólo tuvo conciencia del terrible dolor que le laceraba los hombros bajo la presión de la cuerda que le ataba los brazos. Los movimientos erráticos del animal le imprimían, de manera cada vez más intolerable, el peso de los discos de madera que, oscilando, le herían cruelmente los senos y la espalda.
—¡Venid! ¡Venid todos! —aulló de nuevo el pregonero agitando su campana al entrar en la Plaza Mayor—. ¡Buenos cristianos, ciudadanos de la villa, venid! ¡Olvidad vuestros negocios y asistid al castigo de la viuda Villeda, mujer sin fe ni dios, ramera judía de Toledo enviada por el diablo para empujar por el camino del infierno a los hombres de Villafranca!
—¡Puerca ramera judía! —vociferó un herrero.
—¡Virgen Santa, protégenos de las obras de Satán! —abundó un verdulero persignándose y escupiendo estrepitosamente al suelo para desafiar al espíritu maligno.
Incapaz de resistir la atracción de semejante espectáculo, la población de Villafranca, abandonando sus actividades, empezó a seguir con una alegría malsana el triste cortejo a través de la ciudad.
—¡Inmunda puta judía —la abucheaban por doquier— que tu alma impía se retuerza de dolor en las llamas eternas del infierno!
Desde la Plaza Mayor, el pregonero conducía ahora a la multitud hacia la plaza Santa María, en dirección a la puerta de Toledo. Atraídos por el tumulto, hombres y mujeres convergían de todas partes sumando al huraño concierto sus blasfemias regularmente salmodiadas: «Inmunda puta judía, despreciable prostituta», mientras que, en contrapunto, monjes y monjas mascullaban rezando sus rosarios.
Pero fue el agudo sonido de una flauta, que improvisaba un acompañamiento perverso de las imprecaciones del populacho, lo que rompió la resistencia de Orovida. Esta vez, su alma tan torturada como su cuerpo, estuvo a punto de sucumbir. Doblegada bajo aquella marejada de humillaciones, las notas triunfales del flautista ciego fueron el colmo de su desamparo.
En la puerta de Toledo, dirigieron al asno hacia la derecha y, a pesar del olor de la multitud sudorosa aferrándose a sus fosas nasales, Orovida consiguió captar al pasar los efluvios familiares de las especias de la tienda de Díaz, dándose cuenta al mismo tiempo que ninguna humillación le sería ahorrada. Después de haber sido expuesta a los cristianos de la ciudad, ahora sería ofrecida a los ojos de su propia comunidad. ¡Dios! ¡Hasta dónde llegaría su calvario! Si a la hostilidad creciente que se manifestaba a su alrededor, se añadía ahora la de todos los judíos de la ciudad, sin duda no tardarían en acusarla también de haber provocado una explosión de violencia en su propio pueblo. «¡Dios todopoderoso, te lo suplico, no dejes que se produzca una desgracia de tal magnitud!» —imploró, oyendo al pregonero tomar la dirección de la calle de la Judería.
Entonces, a sus espaldas, se elevó cada vez más potente el salvaje grito ancestral: «¡Muerte a los judíos!». Pero los judíos, desde hacía mucho tiempo, estaban curados de espanto. Al primer tintineo de la campana anunciando el trágico espectáculo, el barrio se vació instantáneamente en medio de una gran algarabía de voces, portazos y cerrojos pasados a toda prisa. Simultáneamente, y con la misma rapidez, los escaparates de las tiendas se cerraban y los niños eran llevados a sus casas por el cuello, de tal suerte que la calle de la Judería devino un desierto en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Montón de infieles, cobardes impíos, todos salís pitando como ratas a sus agujeros! —rugió el populacho—. ¡Muerte a los bebedores de sangre, a los ladrones de los buenos cristianos!…
Pero en seguida una voz poderosa puso término a esa marejada creciente de hostilidad.
—¡Basta! —ordenó cubriendo el fragor de la muchedumbre—. ¡El corregidor ha ordenado evitar cualquier incidente! ¡Dejad tranquilos a los judíos, por lo menos hoy! ¡Paciencia! Ya llegará el momento en que podréis actuar.
Frenados en su ímpetu, los cabecillas dudaron, pero súbitamente el herrero reanudó su grito de «inmunda puta judía», y su rencor se derramó de nuevo sobre Orovida.
En la plaza de la sinagoga, parapetado detrás de los postigos de su casa, Salomón Cohen bruscamente dejó de dar vueltas en la sala. Pálido de rabia, explotó:
—¡Pagaría cualquier cosa por saber qué ha podido empujarlo a meter la mano en ese avispero! ¡Con su insaciable sed de venganza, pone en peligro a toda la comunidad!
—¡Salomón, querido, cómo puedes hablar así! —exclamó su esposa, apartando el rostro de una ranura del postigo a través de la cual espiaba el exterior—. ¡Al denunciarla él mismo, antes de que en su lugar lo hiciera un cristiano atrayendo el deshonor sobre todos nosotros, Meir no ha hecho más que tratar de proteger la reputación de nuestra comunidad! Él no es responsable del resto. La Villeda es una mujer disoluta. ¡Se lo tenía merecido!
Del otro lado de la plaza, agazapado detrás de una cortina, también Meir contemplaba la escena consternado.
—¡Ah, si hubiera sabido que las cosas iban a llegar tan lejos!… —no cesaba de lamentarse, tomando por testigo a su mujer—. ¡Tú tenías razón, cariño, ella no se merecía este sufrimiento tan espantoso!
Pero afuera los acontecimientos se precipitaban. Ahora la multitud entraba con violencia en la estrecha escalera que conducía a la Plaza Mayor. Una vez allí, se derramó de un solo golpe sobre la explanada como una nube de saltamontes maléficos, y aglutinándose alrededor del gran poste levantado en el centro, esperó empujándose la continuación del espectáculo. Un miembro del Santo Oficio, vestido con una túnica en la que se veía el blasón de los monarcas católicos representando un yugo y unas flechas, esperaba a la víctima, con las piernas separadas, mientras hacía silbar a ras de suelo un látigo de cuero para preparar sus músculos.
Perfectamente consciente de lo que le esperaba, Orovida permanecía no obstante curiosamente indiferente. A partir de ahora, su alma y su cuerpo totalmente rotos le parecían fuera del alcance de los golpes y las humillaciones. Sobrepasados los límites extremos del sufrimiento, el dolor ya no podía hacer mella en ella. Por otra parte, sabía que no resistiría. Muy pronto, con los primeros latigazos, se hundiría en un abismo sin fondo, en la nada insondable…
Cuando el asno se detuvo, un golpe de espada cortó la cuerda que la ligaba al animal y, como una muñeca desarticulada, se derrumbó en el suelo. Levantada con brutalidad, vuelta a poner en pie, le quitaron su cofia escarnecedora, aflojaron el torno de madera que le aplastaba los senos y la espalda, dejando así aparecer a los ojos de todos las profundas cortaduras que estriaban su piel. Sus muñecas hinchadas fueron atadas de nuevo, esta vez por delante, y entonces la arrastraron hasta el poste, donde la amarraron, con las manos por encima de la cabeza. De un crujido, sintió que le desgarraron el vestido, y las tiras de cuero se abatieron sobre su espalda desnuda. Aquella piel blanca y suave, que hasta entonces sólo había conocido caricias y besos, recibió fulgurantes mordidas, dentelladas que besaban las carnes tiernas para gran alegría de una asistencia excitada por los gritos y la aparición de la sangre.
—¡Uno, dos! —aullaba el populacho en cadencia con cada latigazo—. ¡Azota esa carne impúdica, verdugo, hasta que su vista repugne a todos los hombres!
—¡Sí! ¡Que sea flagelada como Nuestro Señor Jesucristo! —incitaban unos, en seguida relevados por otros que berreaban inagotables injurias: «¿quién se acostará contigo esta noche, puta? ¿Tal vez un demonio cornudo, que chupará tu sangre y te hará parir un bonito sátiro?»…
Una ola de risas abyectas y lascivas, sin cesar renovadas, estalló mientras duró el suplicio. Cuando acabó, al cabo de treinta latigazos, el verdugo dejó reposar su instrumento. Entonces, enjugándose el sudor que corría por su frente, cortó tranquilamente las ataduras de la ajusticiada, y se fue.
—¡Oíd, buena gente de Villafranca, la sentencia dictada por Su Excelencia el Corregidor de Villafranca contra la viuda Villeda! —tronó el pregonero reclamando silencio.
Luego sacó un pergamino de su cinturón, lo desplegó con amplio gesto ceremonioso, se aclaró la garganta dos veces y, sacando teatralmente el pecho, comenzó su lectura: «Yo, Arias de Anaya, Corregidor de Villafranca y de todo el distrito, declaro desterrar a la viuda Villeda de la ciudad y de las tierras que la rodean por el resto de sus días, y confiscar las tres cuartas partes de sus bienes en Villafranca en beneficio de la Corona. Además la susodicha viuda deberá dejar la región bajo mi jurisdicción antes del anochecer so pena de sufrir sanciones más graves Firmado, sellado y expedido en Villafranca, este séptimo día de octubre del año mil cuatrocientos ochenta y dos de Nuestro Señor Jesucristo».
Primero la multitud aprobó en silencio, luego cada cual añadió su pequeño comentario:
—¡Ahora que hemos visto su piel, que se vaya al diablo! Por lo menos estaré segura de conservar en mi cama a mi marido, por muy blandengue que sea…
—¡Ella ha debido embrujar al nuevo corregidor —prosiguió otra parlanchina—, al igual que al antiguo! Sin hablar de nuestro pobre Ruiz… ¡Si yo hubiera sido el gobernador, la habría enviado directamente a balancearse en la horca!…
De hecho, al terminar el espectáculo, nadie se preocupó de la desgraciada que yacía inerte al pie del poste. Así, poco a poco, al desaparecer la fiebre colectiva, la plaza se vació y cada uno se alejó, chismorreando, para dedicarse a sus asuntos.
¿Cuál fue la mano misericordiosa que desató las ligaduras de Orovida y le quitó la venda de los ojos? Ni siquiera ella misma lo supo jamás. Algunos dijeron más tarde que fue Salomón Cohen; otros juraron que fue Barchillon. Pero, en rigor, jamás se supo la verdad.