En lo alto de la terraza del castillo, la silueta de Jufré del Águila no parecía más gruesa que la cabeza de un alfiler. A su alrededor se extendía, hasta el infinito, la llanura amarillenta y árida de Castilla, sólo interrumpida en dos sitios por las cintas verduscas de la floresta que surgía, cual estela de un navío, de ambos lados por los flancos escarpados de la enorme fortaleza. Escondidos entre las arboledas, dos arroyuelos mezclaban sus tranquilas corrientes al pie de las murallas. El ligero rumor del agua apenas perturbaba el opresivo silencio del bastión. Contemplando esta taciturna y salvaje inmensidad, Jufré se convencía con tristeza de su propia insignificancia. Minúsculo y efímero grano de polvo en la ronda del universo, se sentía más que nunca una ridícula marioneta, el envite irrisorio de una partida cuyas reglas no podía aceptar. Apartándose bruscamente del espectáculo que se ofrecía a su vista, se inclinó en el pozo construido en medio de la terraza. En las profundidades insondables, espejeaba su rostro tan cerca de él que por un instante creyó poder cogerlo con las manos. Pero la visión de la máscara trágica que allí se reflejaba con una nitidez aterradora, le hizo retroceder brutalmente. ¿Acaso llevaba la marca indeleble de un destino fatal que condenaba al infortunio a todos los que amaba? ¡Sin embargo, cuán rica en promesas le había parecido la vida la última vez que estuvo aquí, cuando observó, allá en el fondo, el reflejo de Eleazar con el niño! ¡Cuán lejano y sin esperanza le parecía ahora todo eso!… Con un simple castañeteo de dedos, Isabel lo había atenazado, prisionero de las dos grandes pasiones de su vida. No había ninguna salida… En lo adelante, no existía para él ninguna otra cosa en el mundo que no fuera Orovida, y la reina se la negaba definitivamente. Sin embargo, ¿acaso no lo había tratado ella con clemencia, salvándolo así de remordimientos adicionales y dando prueba incluso de un innegable espíritu de misericordia cristiana? Por su parte, tras haber negado formalmente la existencia de cualquier relación amorosa con Orovida, sólo le quedaba mostrarse agradecido. ¿Acaso la soberana no le había concedido lo que desde hacía mucho buscaba, cubriendo así las apariencias que favorecían a sus intereses, mientras escamoteaba la realidad de los hechos considerados como favorables a él?
A sabiendas de que en lo sucesivo era imposible escapar a sus garras, ya no se sublevaba. El sufrimiento era demasiado grande y el embotamiento de su alma demasiado amargo y gélido. Entrampado en aquella implacable fortaleza, constreñido a asumir responsabilidades que, apenas unos meses antes habrían representado el summum de sus ambiciones, todo le parecía perdido. Al menor de sus gestos, decenas de ojos se volvían hacia él, obligándolo a enviarle a Orovida solamente breves y convencionales mensajes sin otra significación que probarle que seguía vivo y que no la olvidaba. Una sola esperanza subsistía: la de ver estallar sin demora la guerra que se estaba gestando. Entonces la Corte tendría que acudir a Córdoba para acercarse al campo de batalla, y el castillo se vaciaría. Si para entonces conseguía uno o dos aliados dignos de confianza, quizás podría comunicarse con Orovida y el joven Braganza. Mientras tanto, y tan paciente como ella, sólo le quedaba esperar tascando dolorosamente el freno.
Desde el envío de su respuesta a propósito del vino, no había recibido ninguna noticia de ella. Por supuesto, ella tenía razón mostrándose tan prudente, esperando un pretexto plausible para dirigirle un nuevo mensaje lleno de inocente transparencia. No es que hubiera mucho que temer de ese invertebrado de Ruiz, porque ese gusano, o ese «lagarto», como ella justamente lo había apodado, siempre se había arrastrado ante él, y ahora que estaba en la Corte debía tenerle todavía más miedo. ¡Pero nunca se sabía! ¿Quién podía jurar que un día no se sentiría tentado de traicionar a su antiguo amo para congraciarse con el nuevo? Había que permanecer alerta.
Sin embargo, inquieto porque seguía sin recibir noticias de Orovida, finalmente Jufré olvidó sus sabias resoluciones. Como el aniversario de la muerte de David se acercaba, y él deseaba testimoniarle en aquella ocasión la perennidad de sus sentimientos, no pudo resistir el deseo de escribirle: «En recuerdo del aniversario de la muerte de don David Villeda de Toledo, el antiguo corregidor de Villafranca, así como todos los que honran la memoria de su esposo, le transmite a la viuda del difunto, doña Orovida Villeda, este mensaje de profunda simpatía. Don David, digno hijo de su pueblo, quedará para siempre como un ejemplo de honor e integridad».
Antes de sellar la carta, Jufré se la mostró a Alegra y a Eleazar, quienes le agradecieron emocionados la alusión a ellos. Desgraciadamente, de momento nada más era posible. Aquella misma noche, le entregó la esquela a Pascual, el correo habitual entre Segovia y Extremadura. Al dársela, para que se la entregara a Ruiz, Jufré notó que la mano del joven temblaba.
—¿Qué pasa, Pascual, no te sientes bien?
—No es nada, señor, justo un poco de fiebre, creo. Me sucede a veces, pero no dura mucho.
—¡Mirándote, me parece que esta vez se trata de una indisposición algo más seria, muchacho! Antes de partir, vete a ver a mi amigo el Maestro Eduardo Nonell; él te examinará. Tendrás que esperar un poco, porque acaba de regresar con el principito Juan de un largo viaje a Aragón, durante el cual los futuros súbditos del infante le prestaron juramento de fidelidad. Juan debe de estar agotado y probablemente mi amigo deberá quedarse con él más tiempo de lo acostumbrado. Así que sé paciente, y espera delante de la puerta de las habitaciones del príncipe.
Más tarde, cuando Eleazar le prohibió partir, Pascual regresó para devolverle a Jufré la carta que le había confiado.
—Gracias, Pascual —le dijo—. Ya me lo temía. ¿Quién puede reemplazarte?
—¡Oh, señor, creo que si vos lo permitís, Gonzalo daría saltos de alegría ante la idea de hacer ese viaje! Ha dejado en Villafranca una jovencita que se consume por él…
—¡Claro que sí! ¡Que parta inmediatamente! Ese muchacho merece darse un poco de buena vida. ¡En cuanto a ti, lárgate! Ve a acostarte en seguida y cumple al pie de la letra lo que te ordenó el Maestro Eduardo.
Cuando, al término de una endiablada cabalgata, Gonzalo se apeó delante de la residencia del corregidor de Villafranca sintió que de golpe la fatiga lo derribaba. Atravesó el patio, titubeante, llegó con dificultad a la antecámara, alargó su bolsa a Ruiz, y se derrumbó instantáneamente en un taburete, en un rincón de la habitación, donde se durmió como un tronco. Como de costumbre, Ruiz examinó rápidamente los despachos, a fin de ver si alguno era urgente, pero cuando su mirada cayó sobre la carta de Del Águila, abandonó todo para agarrarla entre sus dedos de ave rapaz, y esquivó furtivamente al durmiente para no despertarlo.
Cuando lenta y laboriosamente, Alfonso hubo terminado de examinar las cuentas con su ama, y se retiró hacia el ala del edificio reservada a los criados, Orovida se quedó recostada en su sillón, con las manos extendidas a todo lo largo de la mesa. Estaba extenuada. ¡Había tanto que hacer cuando empezara la cosecha! Pero estaba absolutamente empeñada en seguir su desarrollo hasta en los más mínimos detalles, tanto prácticos como financieros. Por fin, bostezando y estirándose, abandonó el sillón y, con una palmatoria en la mano, alcanzó la cocina para ir a comer una fruta confitada antes de acostarse. Mañana sería otra ruda jornada y la fatiga sería de otra naturaleza. En efecto, en aquel aniversario de la muerte de David, había decidido acudir sola a su tumba, cuando se ocultara el sol. Eso sería todo. No queriendo dignarse a venir, Salomón Cohen le había enviado de nuevo al bedel para preguntarle si deseaba que la comunidad rezara las oraciones de rigor en su casa, pero ella se había negado. ¡No, se acabó! ¡No se expondría más a las afrentas de los Cohen! Como la última vez, José rezaría el Cadish por su amo.
«¡Dios mío, cuán vano es todo!», pensaba con amargura cruzando el patio en dirección a su alcoba. «¿Para qué estas tierras, y el viñedo, si ya David no verá nada de esto, y tampoco tengo a nadie con quien compartirlo, ni a quien legarlo?». Si al menos Jufré y ella lo hubieran abandonado todo para ir a crear en otra parte un mundo nuevo y apacible, algo de vital y positivo hubiera podido nacer de esta tragedia. Tal vez hasta el espíritu de David hubiera bendecido esa tierra prometida, mientras que ahora… ¿Cuánto tiempo podría seguir combatiendo para sobrevivir, abandonada y solitaria, con tan poca esperanza en el corazón? Las escasas líneas de Jufré no decían nada, claro está, de sus pensamientos, sus aspiraciones, sus proyectos. Más aún, no le permitían en absoluto aligerar el fardo que en lo sucesivo debía de pesar tan fuerte sobre su conciencia, porque aquella muerte de David no desembocaba ni siquiera en el sueño de una partida, cuya posibilidad disminuía día tras día.
Fue entonces cuando, al abrir la puerta de su cuarto, sintió una presencia a su espalda. Dando media vuelta, lanzó un grito proyectando la luz de la palmatoria sobre una silueta que venía directamente hacia ella procedente de la atalaya.
—Espero no haberos asustado demasiado, señora —se burló Juan Ruiz con voz almibarada—. Hace un instante había decidido venir a hacer una ronda para inspeccionar a los centinelas, y justamente llegó una carta para vos antes de mi salida. Pensé, pues, en matar dos pájaros de un tiro… o incluso tres, si oso decirlo —prosiguió acercándose a ella con tono chocarrero—. Debo añadir que, sabiendo cuán penosas os resultarían esta noche y la que viene, me empeñé en compartirlas con vos.
Desconcertada, con el corazón latiendo a rabiar en su pecho, Orovida trató de empujar la puerta en vano. ¡Demasiado tarde! Un brazo de hierro la había cogido por la cintura atrayéndola con fuerza.
—¡Cuán necesitada debéis estar de consuelo, mi querida niña…! Una hoja de pergamino, aunque esté adornada por una mano muy querida, resulta muy débil comparada con una cálida presencia humana… —resopló en su cuello.
Ni corto ni perezoso, antes que ella hubiera podido amagar la menor defensa, su abrazo se estrechó, y su boca se aplastó de golpe sobre la suya, y su lengua, semejante a la de un reptil, la obligaba a abrir los labios. Orovida, con una fuerza de la que no se sabía capaz, lo rechazó.
—¡Oh, ya veo! ¡Por supuesto, el día de la muerte de su esposo, la bella hace el papel de púdica!… ¡Sin embargo, ella no tenía esos loables escrúpulos en brazos de su amigo el corregidor, cuando su marido aún no estaba del todo frío en la tumba! ¿Y esto, monada? —rio burlonamente con aire malvado mientras sacaba del bolsillo la carta de Jufré, sintiendo un maligno placer al blandirla ante su nariz—. ¡Vamos, mi rubita, bonita mía, venid a buscarla! ¡Un servidor tan celoso como yo tiene, a pesar de todo, derecho a una pequeña recompensa!
Mientras más avanzaba Ruiz, más retrocedía Orovida. Así que terminó por encontrarse arrinconada contra la pared del dormitorio.
—¡Dejadme! —aulló con la esperanza de despertar a sus sirvientes. Pero desgraciadamente las paredes eran demasiado gruesas y todos estaban muy lejos para oírla—. ¡Salid y no volváis nunca más. Quedaos con las cartas, no quiero verlas más, no están en venta! —balbuceó con una voz que se estranguló en su garganta.
—¡Claro que sí! ¡Una vez más ese famoso orgullo judío! ¡Pues bien, ya veremos, monada! Puesto que así lo quieres, voy a mostrarte quién de los dos es el más orgulloso.
—¡No me toquéis! —gritó de nuevo Orovida aterrada.
Pero en vano. Con una potencia insospechada, Ruiz se abalanzó sobre ella, la levantó del suelo y la arrojó boca arriba sobre la cama. Con los brazos inmovilizados por una mano, ella sintió que le levantaba el vestido, desgarrando su ropa interior de batista. Cuando trataba de apartarle las bragas, Orovida, debatiéndose furiosamente, lo alcanzó con una patada en el bajo vientre. Pero Ruiz no retrocedió. Sacando su sexo, cayó sobre ella con todo su peso, y la forzó con un último empujón obligándola a abrir las piernas.
—¡Puta judía descarada —gritó triunfante—, esto es para ti!
Casi en el mismo momento, unas antorchas iluminaron la alcoba. Incorporándose jadeante, Ruiz sonrió satisfecho mientras un resto de semen resbalaba por la sábana. La cama estaba ahora rodeada por un grupo de milicianos de la Santa Hermandad, cuyos rostros también estaban deformados por innobles y lascivas miradas.
—¡Gracias, mis muchachos! ¡Bien hecho! —cloqueó Ruiz mientras ponía en orden sus ropas sin apuro.
Seis guardias agarraron a Orovida medio desnuda, y la arrastraron afuera donde la esperaba una carreta de estiércol. Al distinguir la infame carreta, ella retrocedió con horror, pero unas manos implacables la dominaron, empujándola violentamente al interior, como si fuera una vulgar mercancía. Luego tres hombres echaron a suerte para decidir quién tendría el placer de llevar a la «dama» hasta la ciudad.
Aturdida, sintiendo crecer en ella una náusea incontrolable, Orovida sólo tuvo tiempo para divisar a José y a Fortuna, azorados, inmovilizados por dos siluetas negras. Fue entonces cuando un hombre surgió de detrás de un roble, arrojó una bolita de papel en la carreta y desapareció en la oscuridad. Alargando una mano adolorida, Orovida consiguió cogerla y ocultarla en su manga, para luego, de golpe, hundirse en una inconciencia bienhechora.
El chirrido de los cerrojos la sacó, a su pesar, del desvanecimiento. Desplomada en el suelo húmedo de un calabozo, abrió los ojos, y habituándose poco a poco a la oscuridad, comprendió que el incesante sonido sibilante, cuya causa trataba de explicarse, provenía del amontonamiento de cuerpos que se revolvía a su alrededor: gemidos, murmullos, estertores y chasquidos de labios resecos, producían la más horrible de las cacofonías en una atmósfera de indescriptible pestilencia. Tanteando, tratando de no tocar a nadie, consiguió a duras penas ponerse de rodillas, y buscó los límites de la celda a fin de encontrar una pared donde recostarse. Cuando lo consiguió, a gatas, muy cerca de la puerta, y mientras desplazaba su brazo, sintió que algo le arañaba el puño. ¡Sagrado Dios de Israel! ¡Se había olvidado de la bolita de papel que le habían lanzado en la carreta!… ¿Quién se la había lanzado? ¿Y qué decía aquel papel? ¿Pero cómo leerlo en las tinieblas? Tenía que descifrarlo a cualquier precio y antes del amanecer. De momento, todo lo demás carecía de importancia. Acurrucada, sin siquiera tratar de rechazar las ratas que chillaban a su alrededor, permaneció inmóvil, obligándose a no pensar en otra cosa que no fuera esa bolita de papel. Ante todo, no había que molestar a las formas gimientes y postradas que la rodeaban. Antes del alba, algún centinela pasaría por lo menos una vez. Frenéticamente, se palpó debajo del cinturón. Milagrosamente, allí seguía estando cosida su bolsa desde la época de la cosecha. ¡Así que podría cambiar su oro por un cabo de vela!… Sintiendo su cabeza adolorida tambalearse hacia adelante, se incorporó. ¡No, ni hablar de perder el conocimiento otra vez, ni siquiera un instante! A fuerza de voluntad se mantuvo despierta, y por fin sintió acercarse, tras una interminable espera, los pasos arrastrados de un guardia. Tan pronto como la llave giró en la cerradura y la puerta se entreabrió, ella llamó en voz baja a la maciza silueta:
—¡Eh, guardia! ¡Ven aquí! Tengo para ti una bolsa llena de maravedíes si me traes un cabo de vela encendida.
—¿Quién eres? ¡Ah, sí! La nueva, la supuesta «dama» traída en medio de la noche.
—Sí, eso es…
—¡Todos dicen que eres la puta más bella que Villafranca haya conocido jamás! ¡Está bien, princesa mía, voy a traerte tu vela, pero quiero algo más que tu bolsa a cambio de eso!…
—Dame primero la vela y después veremos…
—De acuerdo, bonita, arreglaremos nuestras cuentas a mi manera…
Cuando el hombre dio la espalda riéndose burlonamente, Orovida echó la cabeza hacia atrás indignada de asco ante la idea de lo que le esperaba. Pero no tenía otra salida. Leer ese mensaje era quizás el último acto de su vida que la separaba de la horca. Por lo demás, sólo sería cuestión de segundos. ¿Acaso no había sobrevivido ya a la aberrante bestialidad de Ruiz? Ese miserable escombro humano ni siquiera contaría. Además, era el precio, y ella pagaría. Después de todo, sólo se moría una vez. ¡Qué importaba, pues, el número exacto de supuestos cristianos que tratarían de abusar de ella!…
Pensando solamente en el mensaje que iba a descubrir, apenas oyó regresar al carcelero.
—Aquí está, bonita. Como ves, he regresado pronto. Dame la bolsa y yo te daré la vela. Acto seguido, un pequeño revolcón conmigo y todo quedará olvidado. ¿De acuerdo, zorrita?
Orovida asintió con la cabeza. Luego desató su cinturón, abrió la bolsa y deslizó el oro en la mano del carcelero quien, con la otra, le tendía la vela a través de los barrotes. Entonces, con dedos temblorosos, como si tuviera fiebre, desplegó la bolita de papel. Cuatro palabras estaban allí garabateadas de puño y letra de Jufré: «¡Ten cuidado con Ruiz!».
¡Así que era él! No la abandonaría jamás. Ella siempre lo había sabido. Sólo el tiempo la había traicionado… Si el mensajero hubiera sido un poco más rápido, o David un poco menos… Si hubiera girado la cabeza a un lado antes que al otro… Acercando el papel a la candela, contempló cómo la llama lo devoraba. Es el destino, se dijo entonces, los caminos del Señor… Pero ahora, tenía miedo.
—¡Vamos, mi princesita, ahora nos toca a nosotros, estoy esperando!…
Esta vez silenciosamente, el cerrojo resbaló en su cerradura, y un brazo velludo avanzó hacia ella…
—Dame tu manita, mi niña. Eso. Por aquí —chilló atrayéndola fuera de la celda—. ¡No se puede joder con una muñeca como tú en medio de esta canalla apestosa! Vamos, monada, no tengas miedo, y sécate un poco la jeta. Está sucia y quiero gozar de esa boca tan bella…
Haciendo muecas con sus labios abultados y blandos en un rictus de concupiscencia, el carcelero sacó un pañuelo mugriento del cinturón y se lo extendió.
—¡Bien! Ahora acuéstate en el suelo. Nadie pasará por aquí a esta hora de la noche.
El hombre ya se acomodaba encima de ella, aplastando con su peso aquel cuerpo magullado, y un hilo de saliva resbalaba por el cuello de Orovida, cuando un ruido de pasos precipitados resonó en las sonoras baldosas del corredor.
—¡Que la sífilis se lleve a estos puercos milicianos! —blasfemó en la sombra el guardia, poniéndose de pie de un salto—. ¿Es que nunca van a parar? ¿Qué traen ahora? Lo siento, mi dama, pero el deber me llama. ¡Simple partida aplazada! ¡Volveré dentro de un rato a buscar mi recompensa! ¡Vamos, largo de aquí, ahora entra allá adentro y pórtate bien mientras me esperas!
Brutalmente empujada en el calabozo, Orovida se derrumbó en el suelo. Allí, anonadada, sin siquiera sentir ya la horrible promiscuidad de los cuerpos echados contra ella en el fango, cerró los ojos y no se movió más.