Para adivinar la hora, Orovida buscó un rayo luminoso procedente de la aspillera y luego, acordándose de pronto, se dejó caer con un suspiro de alivio en la vellosa suavidad de su colchón de plumas, ahuyentando resueltamente cualquier pensamiento de su mente. Más tarde, cuando hubiera reconstruido, pieza por pieza, el rompecabezas de su existencia, quizás viera un poco más claro. Pero, de momento, sólo tenía intención de llevar a cabo los gestos más simples y naturales de la vida cotidiana: abrir una puerta, salir, mirar el cielo, aspirar el aire, contemplar el resplandor y la perfección de una rosa. Con un placer sensual, se estiró largamente y luego prestó atención a un extraño barullo procedente de la cocina. Después del chirrido de los goznes de hierro herrumbroso y el siniestro ruido de los cerrojos de su calabozo que, durante más de un mes, habían marcado la hora de su despertar, aquella algarabía le pareció tan tranquilizadora como el vuelo de los pájaros al amanecer… Iba, pues, a adormecerse de nuevo cuando un estrépito de vajillas haciéndose añicos en el suelo de la cocina, la sacó esta vez definitivamente de su sueño. Levantándose de un salto, puso los pies descalzos sobre el embaldosado fresco y pulido, se puso una larga y sedosa túnica recién planchada y atravesó el patio para ir a ver lo que pasaba.
El espectáculo de un verdadero campo de batalla le esperaba en la cocina, en medio de la cual señoreaba una Fortuna visiblemente exasperada. Todos los utensilios de cocina parecían haber ido a parar al suelo en el más indescriptible desorden: marmitas de cobre amontonadas en columnas vacilantes, junto a un gran barreño de agua de donde emergían, cual miembros desarticulados, varias cacerolas confusamente mezcladas con una legión de jarros de estaño secándose al sol, cerca de la ventana, al lado de una pila de escudillas y cántaros de barro. Estos últimos eran objeto de los más vehementes vituperios de Fortuna.
—¡Ah, so ladrón! ¡Ah, el muy pillo! ¡Ni uno solo de tus cacharros se tiene en pie! ¡Están tan lisiados como tú!…
—¿Mi pobre Fortuna, qué te pasa?
—¿Pero es que no lo veis, señora? ¡Todos estos utensilios comprados para la Pascua están deformes, tienen la base abombada!
—¿La Pascua?
Al oír esto, Orovida se sintió avergonzada, pues todos sus tormentos le habían hecho olvidar por completo la inminencia de la fiesta.
—Sí, se los compré al lisiado, en lo alto de la escalera de San Mateo —lloriqueaba la pobre mujer con tono lastimero—. ¡Y pensar que pasé horas enteras de pie, señora, esperando mi turno en casa del alfarero del barrio judío! Pero había tal jaleo de gentes gritando y regateando allá adentro, como si la vida de todos estuviera allí en juego, que hube de esperar afuera donde, cada cinco minutos, una estúpida sirvienta me asperjaba con el agua sucia de fregar que arrojaba en la callejuela. ¡Si hay que limpiar la casa por la Pascua, sin duda alguna el demonio se adueña de las calles para vengarse! ¡Ah, qué espantoso olor; todavía tengo el estómago revuelto! ¡Y todo eso para nada, señora, porque cuando llegó mi turno, el alfarero ya lo había vendido todo! Por eso me vi obligada a comprarle sus baratijas a ese canalla que me importunaba cada vez que iba a visitaros. ¡Que la sífilis y la peste se lo lleven!
—¡Vamos, Fortuna, te lo ruego, cálmate! ¡Ya verás qué bien nos las vamos a arreglar sin esta vajilla abollada! Lava los platos viejos en esa agua hirviente y quedarán perfectamente purificados. Y además, este año, sólo somos tres: José, tú y yo. Así que no tendremos necesidad de tantas vasijas como en años anteriores.
—Ah, señora, demasiado bien lo sé —abundó la fiel sirvienta mordisqueándose los labios para impedir que le brotaran las lágrimas.
—¿Qué noche cae exactamente la cena del Séder, Fortuna? He perdido por completo la noción del tiempo…
—Es pasado mañana, señora. Este año cae más tarde que de costumbre, y sin embargo, estoy retrasada porque al no saber si estaríais de regreso en casa, tenía la intención de llevaros esa noche la comida de la fiesta a vuestra celda. Para colmo, los Díaz me pidieron que les preparara mi esponjado con la matzá. ¡Nada de eso estará a tiempo!…
Orovida sonrió. Hacía mucho que no recordaba a Fortuna en tal estado. Es verdad que en la casa de los Villeda las cosas habían cambiado mucho…
—No te inquietes y déjame ayudarte —continuó ella con alegría—. ¡Ya verás! Juntas lo conseguiremos.
Uniendo el gesto a la palabra, cogió con entusiasmo una escoba comprada por Fortuna para la ocasión y se puso a barrer enérgicamente los fragmentos de un cántaro roto. Luego examinó, uno a uno, escudillas y jarros, puso aparte los que parecían bastante estables para ser utilizados, hizo otra pila con los que parecían fuera de uso. Los trabajadores, al menos, podrían servirse de estas vasijas durante la próxima cosecha. Hecho esto, cogió un trozo de tela blanca y empezó a sacarle brillo a ollas y cacerolas a medida que Fortuna se las iba pasando, después de haberlas lavado.
—¿Entonces, si he entendido bien —preguntó ella, avivándose con aire despreocupado— los Díaz siguen aquí?
—Pues sí, señora, nada hará moverse a Miguel antes de la Bar Mitzva[13] de Moshico y aún falta para el acontecimiento. Yo no dejo de repetirles que están locos si esperan tanto tiempo, pero no quieren saber nada. Miguel pretende, además, que en cualquier momento, y como quiera, puede pasar a Portugal. ¡Vos lo conocéis! ¡Siempre ha sido inconsciente y testarudo como una mula!… ¡Misericordia! —exclamó de pronto la buena mujer, percatándose de que habían llegado al final de la tarea— ¿pero en qué estaré pensando? ¡Vos deberíais estar descansando y yo, en vez de curaros y mimaros, os hago trabajar, os fatigo con mis historias después de todos los sufrimientos que acabáis de soportar! ¡Id pronto a aprovechar el aire fresco y el sol, y dejadme con mi trabajo! ¡Además, no me gusta que me molesten en mi cocina!
Sabedora de que era inútil insistir, Orovida dejó sola a Fortuna con sus afectuosos refunfuños, y regresó tranquilamente al patio preguntándose en qué iba a emplear su primer día de libertad. Fue entonces cuando apareció José en compañía de Abraham el bedel.
—Perdonadme, señora, pero el bedel tiene un mensaje para vos.
—José dice la verdad —afirmó el recién llegado presentándose sin ceremonia—. ¡Pero de mi boca no saldrá ni una palabra antes de haber bebido una cerveza! El viaje me ha secado tanto la garganta que me siento polvoriento como el aire de un molino.
Tras soltar su breve perorata, con la mirada vacía y frotando despreocupadamente el suelo con los pies, esperó a que obedecieran sus legítimos deseos. José le trajo, despreciativo, lo que pedía. Y el otro apuró la bebida de un solo trago, paseando los labios babosos y la lengua por el borde de la copa mientras sorbía ruidosamente las últimas gotas.
Volviéndose entonces hacia Orovida, le comunicó el recado que le habían encargado:
—Doña Sara —o, si preferís, Sara Cohen— me envía para que os diga que en su condición de esposa del jefe de la comunidad judía de Villafranca, desea informaros… Esperad, ¿cómo es que dijo? Es preciso que use sus propios términos, señora… ¡Ah, si!… desea informaros que hay para vos un lugar reservado en la mesa del Séder dispuesta en la sinagoga en honor de las viudas, los huérfanos y los menesterosos.
A Orovida se le heló la sangre en las venas.
—Escúchame bien, buen hombre, y llévale en el acto mi respuesta a doña Sara Cohen: doña Orovida Villeda de Toledo —y métete bien en la cabeza lo que voy a decirte— doña Orovida Villeda de Toledo tiene todo el lugar que desea en su propia mesa.
—Doña Orovida Villeda de Toledo tiene todo el lugar que desea en su propia mesa… —repitió laboriosamente Abraham, con aire embrutecido—. ¡Ah, bien! Pues bien, tanto mejor para vos, si puedo permitirme decirlo —agregó el mensajero con voz pastosa y un vago vislumbre de satisfacción centelleando en su mirada vacía.
Luego, siempre arrastrando los pies, se largó sin más comentarios.
A pesar de la afrenta y tratando de conservar la ecuanimidad, Orovida intentó examinar con objetividad y despreocupación el universo que ante ella se abría separando la apariencia de la realidad. Ayer, Miriam Barchillon; hoy, Sara Cohen… cada una a su manera, la había tratado según lo que ella parecía ser. Pero únicamente la realidad de su amor por Jufré convertía el deshonor en algo honorable; lo inexcusable, en tolerable. Para conservar interiormente el respeto a sí misma, lo único que importaba era que esa realidad siguiera intacta. Sólo en sí misma debía encontrar la fuerza capaz de rechazar las inquietudes y las punzantes heridas que las «apariencias» no dejarían de hacerle padecer. Pero llegada la noche, al encontrarse en la pequeña mesa del Séder, aislada entre sus viejos sirvientes en la gran sala apenas amueblada, su ánimo flaqueó. Por fidelidad a su fe, los hombres iban valientemente a la hoguera, y ella, con un cristiano, por su propia voluntad, había traicionado aquella fe a los ojos del mundo… ¿La habría perdonado David? ¿Llegaría a creer algún día que realmente había algo de lo cual hubiera que perdonarla?…
Con una energía que nadie jamás le había visto desplegar, Orovida se dedicó a partir de entonces a la inspección detallada de las actividades de la temporada en la finca. Saliendo de la casa por la mañana, antes de que despuntara el sol, recorría a caballo el viñedo, yendo a lo largo de las hileras limpias y bien cuidadas que dejaban percibir unas uvas todavía verdes; lo observaba todo, le formulaba preguntas a todos, estimulando a trabajadores y aprendices. Por la noche, al amor de la lumbre, se enfrascaba en las cuentas con Alfonso; tomaba notas, verificaba, ajustaba, pues no quería olvidar nada, ni dejar ningún punto oscuro. Al verla tan vehemente, tan atenta, todos se maravillaban de esa súbita aplicación, incluso algunos ingenuos se preguntaban si no sería la prisión la causa de semejante cambio.
Entretanto, advirtiendo en los rostros las expresiones de asombro o de admiración, Orovida no podía confesarles que actuando de esa forma simplemente huía de sus preocupaciones, negándose a afrontar el futuro y sus obsesivos interrogantes. ¿A qué seguía siendo ella fiel? ¿A la memoria de David? ¿A su amor por Jufré? ¿A ambos? ¿A ninguno de los dos? La pregunta seguía sin respuesta, como todas aquellas que evitaba en lo más profundo de sí misma.
Mientras más avanzaba el verano, más densas se hacían las caravanas de conversos que huían de Sevilla hacia Portugal. Orovida ayudaba en lo que podía a los más sufridos, oyendo compasiva a los que, fingiendo indiferencia, pretendían simplemente huir de la peste mientras dejaban a la Inquisición todos sus bienes como garantía de su regreso. Otros, aterrados, repetían los horrores que desgraciadamente acababan siéndoles familiares: traiciones no sólo de enemigos, sino de allegados; niños obligados a denunciar a sus propios padres por miedo al terrible castigo que esperaba a quienes osaran ocultarle a los inquisidores la más mínima parcela de verdad; chiquillas y mujeres violadas por sus carceleros en la aterradora promiscuidad de los torreones de la fortaleza Triana. Los fugitivos hablaban también de atroces torturas, de autos de fe en los que miles de penitentes vestidos con el sambenito, túnica de sayal amarilla con una cruz negra, recorrían las calles, descalzos, hasta la plaza donde se aglomeraba una muchedumbre de espectadores. Allí se leían las sentencias, delante de la tribuna enseñoreada por los dignatarios de Sevilla. Todavía temblando de terror, los conversos también describían el martirio de los condenados por herejía. Arrastrados entre guardias a caballo al Campo de Tablado, eran desnudados y, locos de espanto, brutalmente atados a la hoguera donde les dirigían una última exhortación al arrepentimiento. Luego se prendía fuego a los haces de leña. Incapaces de encontrar las palabras para describir lo que venía después, los infelices se callaban, destrozados por la emoción. ¡Imaginar luego la humareda elevándose por encima de la ciudad, el olor acre mezclado a la pestilencia de la carne carbonizada, era por desgracia demasiado fácil para todos!…
Escuchando estos espantosos relatos, la frágil resistencia de Orovida se desmoronaba. Anonadada, permanecía tendida en su cama haciéndose sin cesar desgarradoras preguntas: ¿Alegra y Eleazar habrían tomado conciencia del peligro que les amenazaba? ¿Habrían aceptado la proposición de Jufré? ¿Si la tragedia se abatía sobre ellos, no sería ella la responsable? ¿Acaso no había comprometido todo plan de fuga con su insensata imprudencia? ¿Podía ayudarlos Jufré? Jufré… Omnipresente, no formulada, pero obsesiva, la misma pregunta volvía una y otra vez: ¿qué había ocurrido con él? ¿Qué sería de ellos dos? Pero seguían otras preguntas no menos angustiosas: ¿habría perdonado él su imprudencia? ¿Sería su amor lo bastante fuerte para hacerle comprender que le era imposible actuar de otra manera? ¿Cómo soportaba la soledad en medio de una Corte que despreciaba? ¿Podía actuar libremente y rehacer los planes de su partida, o incluso esa idea se había diluido en el tiempo transformándose en una quimera? ¡Dios Santo! ¿Lo sabría alguna vez?… Ni siquiera podían escribirse. Cuánto más aceptable sería la verdad que aquella terrible incertidumbre, clamaba desesperadamente su corazón. Por eso, cada día al amanecer, incapaz de soportar por más tiempo estos vanos interrogatorios, vacilante y desengañada, se levantaba para aturdirse en las múltiples tareas del hogar y de la finca.
Sin embargo, una noche, cuando Sancho Calvillo, el guantero de Trujillo, la visitó para entregarle el dinero que Jufré había depositado a nombre de ella, comprendió con alegría que, a pesar de la distancia que los separaba, él seguía velando por ella. Hasta entonces Calvillo jamás había tratado directamente con ella, y su visita probaba que venía cumpliendo instrucciones de Jufré. Con el rostro subido de color y la expresión jovial, el hombre no parecía poseer una onza de malicia. Meticulosamente, contó las monedas de oro que debía, dejando a Orovida, quien lo observaba a hurtadillas, todo el tiempo para evaluar el riesgo que entrañaba formularle la pregunta que le quemaba los labios: ¿cómo está Jufré?
—Ya está, señora. Yo creo que la cuenta es exacta. Cien, más dos y medio por seis meses de intereses.
—¿Necesitáis aún esos fondos?
—¡El dinero nunca está de más, señora!
—¡Bien! ¡Pues quedáoslo otros seis meses!
—Os lo agradezco, señora. Si por casualidad lo necesitáis, no dudéis en hacérmelo saber. Mi tenderete está en la parte baja de la calle Palombas, cerca de la muralla.
—No lo olvidaré. Pero decidme, Sancho… —añadió Orovida apartando las monedas a un rincón de la mesa con gesto ausente.
—¿Sí, señora?
—¿Cuándo fuisteis por última vez a Toledo?
—De allí vengo, señora. ¿Por qué?
—Oh, por nada… pensaba que quizás podríais… vender vuestras mercancías en la tienda del guantero Pedro Rodero. Su reputación allí es tan grande y es tan apreciado por todos los entendidos.
—Lo conozco muy bien, señora.
—¡Por supuesto! ¿En qué estaré pensando? ¡Vos conocéis vuestro trabajo mejor que yo!
—Señora, os agradezco vuestra indulgencia. Ahora permitidme que me retire, pues mis negocios me llaman. Una vez más, gracias por vuestra acogida.
Viéndolo alejarse, Orovida experimentó curiosamente a la vez una sensación de alivio y de pesar. No obstante, en su próxima visita, si aún seguía sin noticias de Jufré, tal vez se decidiera a formularle la pregunta…
Era una tarde espléndida. El jardín de Orovida resplandecía con el rojo brillante de las anémonas y las rosas, el azul vibrante de los acianos, el amarillo intenso de los macizos de junquillos, los delicados malvas de todos sus jacintos. Decidida a disfrutar de ello plenamente, la joven mujer, maravillada, no podía apartar la vista de la paleta tornasolada de la naturaleza. Sin embargo, no faltaban motivos para ensombrecerse en la más negra melancolía, al recordar todo lo que aquel vergel evocaba. ¿Pero, después de todo, había que aceptar una derrota que no existía? La resolución de Jufré de abandonar suelo español debía ser en lo sucesivo más fuerte que nunca, y ella seguía convencida del éxito de su proyecto. No, él no la abandonaría jamás. Era una certidumbre. ¡Ella tampoco! A la menor señal, estaría lista.
Cuando estaba a punto de arrancar una mala hierba de un manojo de junquillos, su gesto quedó en suspenso: un visitante inesperado, Juan Ruiz, daba su nombre para ser recibido. La simple mención de su nombre provocó en Orovida un malestar instantáneo seguido por un tumulto de emociones contradictorias: indignación de verlo aparecer sin haber sido llamado, repulsión hacia su viscosa fisonomía de lagarto y, al mismo tiempo, una extraña excitación ante la idea de que él seguía siendo un excepcional vínculo con Jufré.
—¡Os deseo una feliz jornada! —lanzó su voz obsequiosa mientras franqueaba el vallado inundado de sol—. Vuestro jardín es una delicia, tan delicioso, me atrevo a decir, como su propietaria. ¡Qué placer es encontraros tan resplandeciente, a pesar de los infortunios que acabáis de padecer!…
Orovida aceptó el cumplido con un fugaz movimiento de cabeza.
—Al pasar por aquí, pensé que en nombre de mi vieja lealtad hacia mi antiguo amo, podía permitirme haceros una visita a fin de asegurarme de vuestra buena salud. Yo sé cuán amigo era Del Águila de vuestro difunto esposo y, en consecuencia, de vos, señora, después de su trágica muerte.
—Os agradezco infinitamente vuestro amable interés. Como podéis comprobar, estoy muy bien.
—¡Ah, señora, cómo han cambiado las cosas en Villafranca desde que nuestro querido amigo se fue! ¡Todos sus antiguos servidores y colaboradores lamentan mucho su partida, pero claro está, ninguno tan profundamente como yo! ¡En fin, ya que tenía tanta prisa por regresar a la Corte, alegrémonos de ver sus deseos cumplidos! Por otra parte, recibo de vez en cuando noticias suyas. Aunque no lo dice explícitamente, se lee entre líneas, y se adivina fácilmente que, a pesar de la existencia solitaria que llevaba aquí, se había encariñado mucho con Villafranca. La ciudad le falta a veces, eso es evidente. ¿Os ha escrito ya?
—No.
—¿Deseáis que le haga llegar algún mensaje?
—No tengo mensaje que dirigirle.
—¿Ninguno?
—Ninguno.
—Bien, muy bien. De todas formas, si cambiáis de opinión, podéis contar con mi total discreción. Yo era muy íntimo de él, vos lo sabéis, y si reflexionarais un poco, comprenderíais en seguida que mi lealtad hacia él fue absoluta. Pero no quiero en modo alguno importunaros. Me retiro, señora, y os presento mis respetos. ¡Oh, a propósito, una cosa más! El nuevo corregidor me ha confiado la responsabilidad de vigilar las custodias de vuestra finca. De modo que haré rondas de vez en cuando. Bueno, si cambiáis de opinión… no lo olvidéis. ¡Buenas tardes, señora!
«Si reflexionarais un poco… yo era muy íntimo de él… mi lealtad hacia él fue absoluta…». ¿Sabría aquel hombre realmente más de lo que pensaba Jufré? ¿En tal caso, habría guardado silencio y era tan leal como pretendía? Era muy difícil de creer. ¿Trataba de engatusarla, de cogerla en una trampa proponiéndose como intermediario entre ella y Jufré?
Respirando el aire de la tarde en su parterre florido, Orovida trató una vez más de imponerle a sus confusas ideas la calma que exigía su amor contrariado, diciéndose que de todas maneras la amistad de Jufré por la familia Villeda nunca había sido un secreto para nadie. Cuando la reina zanjó la cuestión dando a conocer su decisión, no podía ignorar la situación. El hecho de que ella, Orovida, hubiera sido puesta en libertad, que su sanción fuera puramente simbólica —sólo un gesto para apaciguar a Barchillon—, probaba a las claras que sus relaciones con Jufré habían sido interpretadas a la luz de la amistad de ambos hombres. Y con todo… ¿haber llamado a Jufré no era una sanción demasiado severa para un delito que, en resumidas cuentas, era bastante leve? Pero probablemente así la reina había querido destacar su voluntad de dar un ejemplo a todos los gobernadores. ¿El propio Jufré no le había repetido en más de una ocasión que si un representante de la soberana resultaba culpable de la menor falta, ella no vacilaría en castigarlo severamente? Lo cierto es que si Isabel no hubiera estado convencida de la inocencia de sus relaciones y si no hubiera estado dispuesta a admitir tácitamente que utilizaba a Jufré para sus propios fines, no habría accedido a su petición, tantas veces reiterada, de llamarlo a la Corte. En esas condiciones, y ya que su amistad había sido reconocida como inocente, ¿qué de malo habría en enviarle una esquela amistosa a Jufré por medio de Ruiz? Más aún, ¿no hacerlo no sería considerado como una confesión de culpabilidad?
No más surgirle esta idea, y tras atravesar el patio sin darse cuenta, se encontró sentada ante su escritorio. Febrilmente, cogió su pluma, la mojó en el tintero y, sin tomarse siquiera el trabajo de sacudir las gotas que sobraban, comenzó a escribir. Interrumpiéndose de vez en cuando, releía el texto, tachaba, rellenando los márgenes con bosquejos de flores y hojas hasta que una nueva idea le venía a la mente, y volvía a escribir en el borrador. Cuando repitió esas gesticulaciones cuatro o cinco veces, al fin satisfecha, tomó una nueva hoja de pergamino y volvió a copiarlo todo con aplicación:
«Al comandante de la fortaleza de Segovia, Jufré del Águila: Orovida Villeda, viuda de don David Villeda de Toledo, le felicita y le desea éxitos en su nuevo cargo. Entregada al señor Juan Ruiz, para el señor Jufré del Águila».
De momento, era suficiente. Jufré conocía a Ruiz mejor que ella. Si le respondía, ella sabría que el hombre era de confianza. Si no lo hacía, Ruiz no podría cosechar gran cosa en aquellas escasas líneas. Derramada con mano temblorosa, la cera derretida cayó irregularmente sobre los bordes de la hoja doblada, pero cuando Orovida cogió el sello Villeda para presionarlo contra la mancha roja aún blanda, su gesto devino firme.
El triángulo invertido de la estrella de David con sus dos brazos decorados, subrayando la V con elegancia, era perfectamente nítido.
Tal como ella previó, Ruiz no tardó en volver. Esta vez, a Orovida le pareció menos obsequioso y más seguro de sí. Una vez terminada su inspección a los centinelas, simplemente pasó a presentarle sus respetos y a interesarse por su salud. Con solicitud, dio junto a ella unos cuantos pasos en el patio y, tras haber dicho algunas trivialidades, declaró bruscamente:
—¡Debéis sentiros muy sola aquí, tan aislada como estáis!
—Me he acostumbrado a ello poco a poco.
—Eso no impide que sea muy triste ver a una mujer como vos, bella, graciosa, cabalmente realizada, permanecer así retirada del mundo.
Orovida contuvo su indignación. Ciertamente la conversación tomaba un giro demasiado familiar, y hubo un tiempo en que, con aire altanero, ella lo hubiera puesto en su lugar, haciéndole saber de manera áspera que su vida privada no era de su incumbencia. Pero en la actualidad, lamentablemente, ya no podía permitirse ese lujo…
—Hay destinos peores —respondió ella con frialdad.
—Sin duda, sin duda, bien lo sé, señora, ahora os pido permiso para retirarme. Mañana parte un correo para Segovia; y por eso debo terminar mi correspondencia. Si, por casualidad, deseáis aprovechar la ocasión, fácilmente puedo hacer que lleven una misiva suya.
—Es muy amable de vuestra parte. Justamente iba a pediros que le hicierais llegar unas líneas al nuevo gobernador de la plaza.
Dejando unos instantes a su huésped en el patio, fue rápidamente a su escritorio y cogió la carta cuidadosamente oculta en una pila de documentos amontonados sobre la mesa. Pero cuando se disponía a dar media vuelta para reunirse afuera con el visitante, casi choca con él. Silencioso como una culebra, la había seguido y, desde el umbral de la habitación, la observaba, inmóvil.
—¡Oh, perdonadme, no os he oído venir! Esta es la esquela. Os agradezco que la hagáis llegar a su destinatario.
Al día siguiente, bien temprano, cuando ella se disponía a acudir al viñedo, oyó el trote irregular de un caballo en la ruta de Toledo. Volviendo grupas, Orovida espoleó nerviosamente a su cabalgadura, obligándola a dirigirse a la calzada para poder detallar de cerca al jinete que pasaba. Ruiz no le había mentido: visibles a pesar de la distancia, los escudos de León y de Castilla se destacaban nítidamente sobre la túnica del correo. Reanimada por completo al pensar que pronto Jufré tendría noticias suyas, dio media vuelta y regresó con paso tranquilo hacia sus tierras, feliz de esta jornada que empezaba, orgullosa del trabajo que realizaba, contenta de su amor y resuelta a esperar pacientemente una respuesta a su carta.
En su siguiente visita, Ruiz se presentó de golpe, más seguro que nunca, incluso el tono apagado y grisáceo de su rostro parecía haberse atenuado un poco.
—Tengo una carta para vos, señora —lanzó con aire triunfante, inclinándose cortésmente mientras enarbolaba la misiva.
—¡Os lo agradezco muchísimo, querido Ruiz! —respondió Orovida, esperando enmascarar bajo esta aparente familiaridad el temblor de su voz.
—¡Pero, señora, os lo ruego, no me deis las gracias! ¡Prestaros este ínfimo servicio es para mí un placer mucho más grande de lo que podéis imaginar! El correo ha salido para Badajoz, pero estará de regreso dentro de un día o dos. Si deseáis enviar una respuesta, estoy a vuestra entera disposición y puedo esperar unos instantes.
—No, eso no será necesario. Muchas gracias…
—Como gustéis… Pero antes de irme, dejadme que os felicite por las transformaciones que habéis introducido en esta hacienda. ¡Realmente, os lo digo sinceramente, no sólo sois una criatura adorable, radiantemente bella, sino igualmente una mujer muy emprendedora!
—No hago más que continuar y completar la tarea comenzada por mi marido.
—¡Pero justamente eso exige una gran fuerza de voluntad y mucha capacidad de iniciativa! ¡Admirable, sí, os lo digo, sencillamente admirable! ¡Sois una mujer notable, doña Orovida, tengo empeño en decíroslo!
El brusco deseo de ponerlo en su sitio por su desvergonzada presunción, invadió de nuevo a Orovida. Pero una vez más, el afán de mantener por mediación suya el contacto con Jufré la frenó en su ímpetu, sabedora de que por ahora era el único lazo de unión en su frágil correspondencia. Pero al preservar ese vínculo, presentía que iba a tener que mantenerlo cada vez a mayor distancia, cosa que se anunciaba bastante ardua de conseguir…
—Sois demasiado amable —replicó ella con una sonrisa a medias que Ruiz interpretó, sin razón, como una manifestación de timidez muy prometedora.
—Pero por nada del mundo. Vos lo sabéis, soy absolutamente sincero. Para mí siempre es un gran placer pasar unos instantes en vuestra compañía. ¡Las horas van a parecerme una eternidad hasta nuestro próximo encuentro!… De modo que la dejo diciéndole sólo hasta pronto, señora, hasta muy pronto.
No hizo más que dar la espalda el impertinente personaje y Orovida corrió a buscar refugio en la sosegada sombra de su jardín.
Verificando con la yema de los dedos que el sello de su amante estaba intacto, desplegó febrilmente el pergamino: «A doña Orovida Villeda, el comandante de la fortaleza de Segovia, Jufré del Águila, le saluda atentamente y le agradece sus amables deseos, que él le devuelve con cordialidad».
¡Dios Santo! ¡Cuánto se parecían aquellas pocas palabras a su amor! ¡En apariencia, casi nada; y en profundidad, todo un universo! Ebria de felicidad, Orovida vagó entre las flores que perfumaban el aire y los arbustos ya abrasados por los fuegos del sol poniente. El musgo apagaba blandamente sus pasos, pero no los latidos de su corazón, trastornado por una alegría que ella no esperaba sentir de nuevo con semejante intensidad. Puesto que Jufré contestaba, ella debía confiar en Ruiz, ya que, por lo demás, el insignificante contenido de sus mensajes sólo podía ser comprendido por ellos dos en el mundo.
Al acercarse la vendimia, Orovida encontró un pretexto plausible para escribir una segunda carta:
«A Jufré del Águila, comandante de la fortaleza de Segovia, doña Orovida le presenta su enhorabuena y en nombre de sus intendentes López y Alfonso, le pregunta respetuosamente a Su Excelencia si desea que el vino de la finca Guzmán, que él solía recibir cuando era corregidor de Villafranca, le sea enviado a Segovia».
Y una tarde de verano en que el calor era sofocante, Ruiz le trajo la respuesta.
Cuando penetró en el patio, su cara brillaba de sudor y sus párpados caían pesadamente sobre unos ojos glaucos. Dejándose caer en el banco, cerca de Orovida, masculló:
—Cada verano parece más opresivo que el anterior, ¿no os parece?
Evitando responderle directamente, Orovida le propuso diplomáticamente una bebida refrescante.
—¡Ah, con mucho gusto! Muy amable de vuestra parte, señora.
Orovida hizo que le llevaran una copa de vino blanco y le pidió a Fortuna que dejara el jarro a su lado. A su vez, ella se sirvió y luego dejó una mano libre reposando sobre el banco. Mientras bebía, Ruiz sacó la carta de la bolsa de cuero abrochada a su cintura, la depositó sobre el banco y la deslizó bajo la palma de la mano de ella, haciendo reptar los dedos como un pulpo en busca de una furtiva caricia. Al contacto con aquella piel húmeda y viscosa, Orovida se contrajo, evitando no obstante ofender al hombre con una reacción demasiado brusca. Ella dejó su mano inmóvil un momento, luego cogió la carta, lo más tranquilamente que pudo, y la puso en sus rodillas.
—¡Doña Orovida —chilló Ruiz súbitamente estimulado— no puedo deciros hasta qué punto me entristece encontrarla siempre tan sola y desconsolada! ¿Por qué dejar languidecer una belleza tan extraordinaria, tan hecha para las atenciones delicadas y tiernas?
—Me he acostumbrado a mi nueva vida, era necesario, y no… languidezco como decís… Simplemente trato de asumir mi destino.
—Pero todo podría cambiar para vos —resopló Ruiz, aprovechándose de estas confidencias para acercarse más a ella—. Yo mismo estaría dispuesto…
Sintiendo que estaba en una cuerda floja, Orovida trató de distraerlo.
—En efecto, me parece que tenéis mucho calor. Voy a buscaros algo más fresco.
Levantándose de la manera más natural posible, cogió el jarro y se dirigió apresuradamente a la cocina.
—¡Fortuna —balbuceó descompuesta extendiendo la vasija—, dame rápido cualquier cosa muy fresca y ven dentro de treinta segundos a decirme que Alfonso me llama con urgencia!
La sirvienta obedeció sin tratar de saber más, y Orovida, con el recipiente lleno, regresó en seguida al patio y, forzándose para no temblar, llenó de pie la copa del odioso pretendiente. Apenas hubo terminado de escanciar, apareció Fortuna para avisarle a su ama en los términos convenidos.
—¡Os pido que me excuse, señor, pero hay tanto que hacer en víspera de la vendimia!
—Pero no faltaba más, lo comprendo muy bien… Os dejo, pues, con sus ocupaciones, no sin lamentarlo, lo confieso. ¡Tengo interés en volveros a decir, señora, que sigo estando día y noche a vuestra disposición, incluso diría a vuestros pies, para cualquier servicio o… consuelo que podáis desear!
Una vez que la cancela del pórtico se cerró tras él, Orovida se quedó petrificada en el banco, presa de un pánico que la congelaba. En lo sucesivo, no tenía otra opción. Había que romper en el acto toda relación con aquel innoble sapo o aceptar sus insinuaciones. En vano había esperado contener mucho más tiempo su horrible maniobra, y había fracasado. Indignada, y a la vez furiosa por su revés, por su irrealismo infantil, estalló en sollozos. ¿De modo que su tan alabada belleza, antaño fuente de luz y alegría para los que la rodeaban, iba a convertirse en fuente de vergüenza y miseria? ¿Su reputación comprometida, iba a devenir la víctima de las más infamantes humillaciones?… Cuando sus lágrimas empezaban a caer sobre la carta de Jufré, rompió bruscamente el sello, abrió la misiva y empezó a leer. Las letras danzaban como a través de un velo. Grato mensaje… el último, se juró, que le traería Ruiz:
«A doña Orovida Villeda, Jufré del Águila le saluda atentamente. Y le agradece la amable pregunta presentada en nombre de sus intendentes López y Alfonso. Con permiso, declina su oferta estimando que es más conveniente hacerle llegar al nuevo corregidor de Villafranca ese vino que, como es costumbre, le corresponde de pleno derecho. No obstante lo cual, desea que la nueva cosecha sea tan fructífera como la del año pasado».