Con su manera de andar sinuosa, Juan Ruiz recorrió la sala de la residencia del corregidor para estar bien seguro de que no quedaba ninguna huella de Jufré del Águila. Será necesario un nuevo cojín de terciopelo para la silla de Su Excelencia, se decía al pasar, preguntándose cómo aquel detalle había podido escapársele hasta el momento. Luego, tras haber verificado el contenido de las botellas de vino, echó un vistazo satisfecho a la habitación y, con el pequeño cojín usado bajo el brazo, se retiró silenciosamente a la antecámara. Allí trató de enfrascarse en la lectura de algunos expedientes a fin de ponerlos en orden antes de la llegada de su nuevo amo, Arias de Anaya, pero un espantoso dolor de cabeza que hizo temblar las letras ante sus ojos se lo impidió. ¡Qué noche acababa de pasar!… María no le había dado ni un segundo de respiro. Lívida de rabia, lo había perseguido por toda la casa, hasta en los excusados, aullando obscenidades como una verdadera arpía. ¿Cómo pudo reprimirse de infligirle una buena paliza para calmar sus imprecaciones? ¿Pero acaso tuvo jamás la seria intención de hacerlo?… se confesó lastimosamente. Aquella mujer era un auténtico dragón, tan fuerte como él. Si se hubiera atrevido a levantarle la mano, en reciprocidad, ella habría sido muy capaz de molerlo a golpes. Y además, ¿acaso no tenía ella un arma todavía más insidiosa, más temible: su dinero? ¡Ah, eso, ella nunca dejaría de recordárselo! A decir verdad, sin su dote él no hubiera podido pagar las deudas que le dejó su padre —años de retrasos debidos a todos los alcabaleros de la región—, ni tampoco habría tenido recursos para comprar su casa de piedra cerca de la plaza San Mateo, en el barrio elegante de la ciudad… ¡Ah, cuán cara le estaba haciendo pagar esa dependencia!
Desde el día de su boda, en su impaciencia por verlo acumular honores y prestigio, María no había cesado de acosarlo. Secretario del Consejo municipal desde hacía varios años, ella no cejaba en su empeño de verlo heredar, al morir su padre, jurista de oficio, el puesto del Consejo detentado por este, trampolín evidente, según ella, para acceder al sillón de alcalde, objetivo mínimo de sus insaciables ambiciones. Desgraciadamente sus planes habían fracasado, porque su padre no había muerto y, por tanto, el puesto en el Consejo seguía estando ocupado. ¡Por último, que la reina se hubiera atrevido a nombrar, en vez de a su marido, a un nuevo corregidor al frente de la ciudad, la había puesto furiosa! Desde entonces, sus vituperios eran sistemáticos. ¿Cómo había podido dejar escapar aquella distinción suprema, él, a quien Isabel debía la rendición de la ciudad? «¿Cómo has podido perder semejante ocasión?», reía sarcásticamente día y noche, despiadadamente, humillándolo incluso en presencia de los niños. «¡Su Excelencia por aquí, Su Excelencia por allá! ¿Por qué no mandas a paseo a todas esas Excelencias? ¡Pero actúa, muévete, por el amor de Dios! ¡Maniobra, intriga como un hombre de verdad! ¿Serás siempre un mediocre subalterno, un eterno subordinado, un rastrero chupatintas? ¿Pero por qué no fuiste tú quien denunció a ese cerdo fornicador?», le había echado en cara la víspera. «Si no sabías nada de sus enredos con esa putita pretenciosa, eres todavía más idiota que lo que pensaba; pero si estabas al corriente, entonces eres más vil que el más grotesco de los gusanos, porque eras tú quien debías hundir a “Su Excelencia” quitándole al mismo tiempo su puesto…». Por más que había intentado justificarse, un verdadero huracán se abatía sobre él: «¡Pero cierra esa boca llena de baba, débil lombriz, invertebrado! ¡Confórmate con escuchar cuando yo hablo!».
Las cosas, sin embargo, eran mucho más simples… A diferencia de él, buscando el modo de vengarse, Barchillon no tenía nada que perder. Por supuesto, él también estaba al tanto de lo que pasaba y cuando ellos creyeron engañarlo con la historia del subterráneo, simplemente los había dejado enredarse más dándoles bastante cuerda para que se ahorcaran ellos mismos… Pero desafiar a plena luz del día al corregidor era harina de otro costal. En primer lugar, había que estar muy seguro de lo que se afirmaba, siendo él el más débil y vulnerable de los dos en este caso. Ahora bien, Del Águila era muy prudente. Él había tratado de seguirlo una noche en las inmediaciones del túnel, pero su antiguo amo debió presentir su presencia, y en seguida volvió a su casa. Aun suponiendo que lo hubiera visto deslizarse por el aljibe, ¿qué habría ganado con ello? Al no poder seguirlo más lejos por miedo a ser descubierto, no habría tenido más posibilidades de sorprenderlos en la cama que si se hubiera quedado tranquilamente sentado en su antecámara. En cuanto a apostar espías de día y de noche en la ciudad, como hizo Barchillon, era una empresa demasiado arriesgada para alguien en su posición. De modo que había dejado actuar al otro en su lugar, y a fin de cuentas la deposición del corregidor era una sanción mucho más severa que la que Barchillon, o él mismo, hubieran podido esperar. En efecto, ¿qué otra cosa hubiera podido decidir la reina en contra de su representante personal, hubiéranlo o no cogido con las manos en la masa? Pensándolo bien, tenía que agradecerle mil veces a la Virgen María no haber tenido que intervenir en el asunto. De regreso a la Corte, sólo Dios sabe qué podría tramar Del Águila para vengarse… ¿Pero cómo hacerle entender eso a María?, suspiró completamente vacío. El caso de la judía de Toledo, evidentemente, era distinto. ¿Por qué diablos Barchillon se había contentado con interrumpir el idilio y deshonrar solamente a la viuda? ¿Por qué no había tratado de cogerla in fraganti para que la ahorcaran como a una prostituta? ¿Acaso por casualidad él también la codiciaba?, pensó súbitamente, sabedor de su debilidad por las rameras… ¿Y Sebastián de Contreras? ¿Por qué también había demostrado tan poco celo a la hora de averiguar la verdad? ¿Había actuado en connivencia con la reina, siempre propensa a ser indulgente con los judíos? Fuera lo que fuese, la muy zorra había salido del aprieto casi indemne. ¡Diez mil maravedíes por un crimen que hubiera debido costarle la vida, era un castigo risible!… ¿Qué representaba esa suma comparada con el enorme beneficio que había conseguido vendiendo su vino? También era muy extraño que se le hubiera echado tierra a todo esto tan rápidamente, masculló Ruiz entre dientes, poniendo y quitando sus papeles en la mesa sin darse cuenta de lo que hacía. «Ah, dame solamente un poco de tiempo», quiso gritarle repentinamente a María. «Sí, tiempo, un poco de tiempo… ¡y tú veras muy pronto de lo que soy capaz!».
Tambaleante, Orovida tuvo que recostarse contra el muro de piedras rugosas de la fachada del tribunal para mantenerse en pie. Después de un mes de aislamiento en una celda, cuya única fuente de luz era una aspillera de un dedo de ancho, el fulgor del sol clavaba dolorosos aguijones en su cabeza y en sus ojos, y sus piernas apenas la sostenían. Aquella mañana, cuando sus carceleros la liberaron, jamás se le hubiera ocurrido pensar que sería presa de semejante debilidad. Sin embargo, gracias a las recomendaciones de Sebastián de Contreras, había sido tratada, a todo lo largo de su detención, con el respeto debido a una prisionera de alto rango, cuya inocencia era evidente. Además, Fortuna, a quien le permitieron visitarla todas las veces que quiso, había velado para que no le faltara nada: víveres, vestidos limpios e incluso un poco de dinero. Con todo, la falta de aire y sobre todo de luz la habían socavado, así como la ausencia de ejercicio físico, y su lucha constante contra la angustia y la desesperación acabaron por quebrantar su resistencia moral.
Cuando consiguió recuperar una apariencia de equilibrio, Orovida miró a su alrededor, y reconsideró la intención de ir hasta la puerta principal donde probablemente podría alquilar un burro para regresar a su casa. Mientras buscaba un sitio donde sentarse un instante, un arriero conduciendo cuatro asnos grises y sarnosos apareció en lo alto de los escalones de San Mateo.
—¡Mulero! —llamó desde lejos, demasiado debilitada para ir al encuentro del hombre— ¡alquíleme un burro para regresar a mi casa!
—¿Dónde residís, apuesta señora?
—No lejos de aquí, en el camino de Toledo.
—¡Imposible, es demasiado lejos! Tengo que cargar los baúles del corregidor. Todo debe estar listo antes del anochecer, o de lo contrario, esa babosa que lo dirige todo, me dará un puntapié en el trasero. ¡Quiere disponer de todo su tiempo para escupir sobre los muebles y encerarlos antes de la llegada del nuevo gobernador!
—¿Un nuevo gobernador? —articuló con pena Orovida.
—Claro que sí, ¿pero es que no estáis al corriente? ¡Desde que amaneció, toda la ciudad está sobresaltada! ¡El anterior corregidor se marchó en medio de la noche! Como si hubiera querido ocultarse de las miradas. Creo que se fue a Segovia. En cualquier caso, es a esa ciudad que deben transportarse sus cosas. Jufré del Águila, ¿se llama así, no? Nuevo Comandante de la fortaleza de Segovia. Perdonadme, apuesta señora, pero ahora debo darme prisa. Seguramente encontraréis a cualquier otro que os acompañe.
Abrumada por lo que acababa de saber, Orovida se desplomó en los escalones del tribunal. Sin embargo, desde días atrás no hacía otra cosa que pensar en las sanciones que no dejarían de golpearla: multa severa y probable destierro de la ciudad. Así, poco a poco, se había habituado a la perspectiva de una separación. Pero ahora le parecía inconcebible que fuera Jufré quien hubiera partido… ¿Comandante de la fortaleza de Segovia? ¿Estaba, pues, degradado? ¡Pero claro que sí, seguro! A medida que se reponía, la maniobra de Isabel saltaba a la vista. En efecto, ¿durante años antes de su encuentro, acaso no había reclamado Jufré que lo llamaran a la Corte? De modo que la reina no había hecho más que acceder magnánimamente a su petición y así, ya de paso, le daba carpetazo a un asunto embarazoso en sumo grado. Una vez más, había caído en la trampa de la soberana. ¿Por qué perversa fatalidad, su destino se entremezclaba sin cesar con el de su reina, condenándolo a sacrificar lo que más amaba en el mundo en el sacrosanto altar de los intereses reales? Antaño asunto del corazón, hogaño razón de Estado… ¿Isabel no cesaría nunca de acosarlo?, gimió, desesperada. ¡Ah! ¿No le había dicho ella un día a Jufré: «no ganaremos esta batalla»? Al recordar ese sombrío vaticinio, Orovida se sintió otra vez sumida en el deseo de desaparecer. Pero al mismo tiempo se despertaba en ella el eco de un inquebrantable desafío: «¡renunciar sin batirse, jamás!». ¡Había que continuar, resistir, sobrevivir! Si estaba viva y libre, era que Jufré no la había abandonado. Si en el pasado había tenido confianza en él, nada debía cambiar. Por otra parte, ¿cómo iba a encontrar fuerzas para soportar esta segunda prueba si ella misma se dejaba destruir?… ¡No, ella nunca se dejaría llevar por semejante desánimo! Volverían a encontrarse un día, quizás en primavera, o a primeros de año, o incluso en la siguiente primavera. Entonces su existencia recuperaría su curso, bajo otro cielo, exactamente como lo habían previsto. Mientras vivieran los dos, nada estaría perdido. Jamás.
—¡Doña Orovida!
Una voz sorda y ronca, vagamente familiar, interrumpió el flujo de sus ideas. Protegiéndose con la mano los ojos, para evitar la luz del día que la ofuscaba, Orovida levantó la cabeza. Miriam Barchillon estaba delante de ella, con un pesado canasto apoyado sobre la huesuda cadera.
—Es mi día de visita a los prisioneros judíos —dijo para explicar su presencia—. Antes de entrar, ¿puedo hacer algo por vos?
Aunque hubiera preferido arreglárselas sin ella, Orovida aprovechó la ocasión que se le ofrecía.
—Si pudierais llamar a alguien con una montura para que me lleve a casa… os lo agradeceré.
Sin decir una palabra, con un movimiento aquiescente de cabeza, la escuálida mujer se dirigió con paso cansino hacia la escalera de San Mateo, hizo un gesto con la mano y regresó a donde estaba Orovida, sin dejar de arrastrar los pies extenuadamente.
—Tendréis un asno, señora, pero antes de que llegue, me gustaría deciros esto: ¡supongo que el juez que os interrogó fue, como era de esperar, muy evasivo y que todavía no sabéis quién os denunció a la reina!
—No, pero eso carece de importancia. ¡Si ocultando su identidad, De Contreras ha querido evitar una venganza de mi parte, se ha tomado la molestia en vano, porque no busco nada de eso! Estoy libre y eso es todo lo que cuenta.
—Sí, eso es siempre lo que se dice al principio, pero ya veréis, cuando hayáis recobrado vuestras fuerzas, comenzaréis a reflexionar, a haceros preguntas y la curiosidad os roerá. Lo sé por experiencia, yo pasé por eso… ¡Ah, vos no merecéis esa nueva prueba, mi pobre señora!… Pues bien, ¡fue mi marido quien os denunció!
Orovida se quedó impávida.
—No me sorprende en absoluto. Lo sospeché desde el principio. En cambio, vos, ¡vos sí que me sorprendéis! ¿Por qué traicionar a vuestro marido?
—Porque no lo apruebo, señora, aunque comprenda sus razones. La muerte de don David ya os había hecho bastante daño. Meir no tenía que abrumaros con otros males, ni que saciar sus propios resentimientos con respecto a Del Águila. Ese hombre no hizo sino cumplir con su deber. Sin embargo, una circunstancia atenuante debe ser tomada en cuenta a favor de mi esposo: ¡en ningún momento trató de poner vuestra vida en peligro! Sin embargo, de mujer a mujer, puedo deciros que contaba con los medios para hacerlo… ¡Vamos, ahora hay que olvidar todo eso! Os deseo reposo y tranquilidad. De ahora en adelante, no tenéis que temer nada más de Meir Barchillon. ¡Ahí está, ahí llega el mulero con su montura! Dejadme que os ayude. ¡Buen viaje y buena suerte, doña Orovida, y un último consejo, otra vez de mujer a mujer: en el futuro, jamás volváis a confiar en un mendigo, aunque sea ciego!…