Cuando la reina Isabel de España salió de su oratorio dorado, aún con sus ojos azules mirando al suelo y las manos cruzadas en actitud devota, Tomás de Torquemada, su confesor, la seguía a pocos pasos, con su blanca sotana de dominico, que era la única pincelada de luz en aquella lúgubre sala de la fortaleza de Segovia, donde Isabel solía tratar los asuntos de Estado.
—Gracias, padre —dijo ella con profunda humildad—. Será un placer disfrutar de vuestra presencia en las vísperas.
El prior del monasterio de Santa Cruz inclinó respetuosamente la cabeza, pero su demacrado rostro de mirada penetrante no manifestó el menor signo de satisfacción al verse una vez más invitado a compartir las horas de devoción de su soberana. Se contentó con saludar obsequiosamente y se retiró, concediéndole al pasar sólo un breve gesto de cabeza a Hernando del Pulgar, quien esperaba en la antecámara a que el recogimiento de la reina terminara. Decididamente, ya era hora de reducir al silencio a aquel hombre, pensó el dominico. La Iglesia de España no necesita para nada los consejos de un converso acerca de la manera de resolver el problema de la herejía judaizante…
Pertrechado de los partes matutinos, Del Pulgar entró en las habitaciones de la reina, seguido de un joven clérigo que depositó inmediatamente en una mesita los documentos de su señor, alineando con cuidado papeles, plumas y tinta antes de retirarse silenciosamente.
La reina estaba sentada en un gran sillón de respaldo entorchado y ornamentado con conchas. Devolviéndole a Del Pulgar el saludo, murmuró:
—¡Buenos días, don Hernando! ¡Que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo bendigan en esta jornada vuestros propósitos y obras!
—Amén —respondió el secretario santiguándose con deferencia.
—¿Qué novedades tenemos esta mañana? —preguntó Isabel.
—Sebastián de Contreras llegó ayer por la noche. Desea regresar cuanto antes a Valladolid para ocuparse de otros casos, y pide audiencia a Su Majestad tan pronto como sea posible.
Del Pulgar creyó ver resbalar una sombra de malestar por el rostro impasible de la reina, quien replicó en seguida:
—¡Bien! ¡Que venga! No obstante, nos gustaría que Andrés de Ribera, protector y amigo del corregidor, y Abraham Seneor, allegado de la viuda Villeda, asistan a la entrevista.
—Haré que vengan. Pero antes, ¿no desea Su Majestad leer el informe detallado del caso?
—No es preciso, don Hernando. Lo conocemos de sobra.
Una vez introducido De Contreras, la reina lo miró de hito en hito con unos ojos fríos, en los que no se adivinaba ninguna emoción.
—Don Sebastián —comenzó ella—, vuestra visita es muy temprana. Así que dudamos que hayáis tenido tiempo de pedirle bendición y amparo al Señor para vuestras obras de la jornada. De modo que os autorizo a ir humildemente a recogeros un instante en mi capilla privada hasta que lleguen don Andrés y don Abraham.
Pero De Contreras apenas tuvo tiempo de empezar su rosario. Los dos cortesanos habían llegado y se le pidió que regresara en seguida. De Ribera lucía un espléndido jubón rojo y verde en combinación con sus calzas de colores; y Seneor, un traje de terciopelo granate con el cuello y los puños ricamente bordados en piel.
—Señores —declaró la soberana—, hemos apelado a vosotros para que nos ayudéis a esclarecer la delicada situación en que se encuentra nuestro representante personal en Villafranca, Jufré del Águila, y la viuda judía, Orovida Villeda, actualmente residente en esa ciudad. Nuestro fiel servidor aquí presente, Sebastián de Contreras, acudió al lugar de los hechos para llevar a cabo los interrogatorios, y acaba de llegar para informarme de sus conclusiones. Deseamos escucharlo en vuestra presencia.
—Majestad —empezó visiblemente incómodo el magistrado—, tras una larga entrevista con las partes concernidas, no he podido descubrir ninguna prueba tangible de las relaciones reprensibles que, según el demandante, habrían ultrajado a la vez a la comunidad judía de la ciudad y a sus moradores cristianos. Probablemente Su Majestad sabe que don David Villeda y el corregidor mantenían desde hacía mucho tiempo fuertes lazos de amistad. Por consiguiente, las relaciones de Del Águila con la viuda no parecen dar muestras sino de una elemental cortesía, normal en las circunstancias que conocemos.
—¡Ciertamente, esa explicación es sin duda muy honorable, pero poco convincente! —intervino la reina—. De hecho, ¿alguno de los dos acusados, o al menos uno, ha admitido sus relaciones? —continuó ella, con tono perentorio, interiormente encantada de la manera en que había sido llevado el caso, a pesar de su actitud voluntariosamente severa, pues ante todo deseaba poder salvar a Del Águila.
—Dadas las circunstancias trágicas de la muerte de don David, Majestad, ¿cómo hubieran podido negarlas?
—Pero en fin, unos cargos precisos han sido presentados en contra de ellos —insistió Isabel—. ¿Qué hay exactamente del testimonio del demandante sobre las escapadas nocturnas de ambos?
—A propósito de esos escabullimientos, confieso que a priori escasos, ambos me dieron explicaciones perfectamente satisfactorias que someteré por escrito a Su Majestad. Desde mi humilde punto de vista, resulta evidente que para incriminar a los interesados, el malintencionado demandante no hizo otra cosa que tratar de enlazar entre ellos, hábilmente, un cierto número de hechos que no guardan ninguna relación entre sí.
—¿Es esa vuestra opinión, don Abraham? —preguntó la reina—. ¿Meir Barchillon tenía, según vos, poderosos motivos para buscar venganza?
—Sin duda alguna, Majestad. ¡Sigue convencido de que si el corregidor no le hubiera pedido a don David que interviniera durante los desórdenes provocados por la elección del Consejo de la comunidad, hoy él seguiría siendo el jefe de los judíos de Villafranca!
—Es verdad que es un hombre vengativo. Nos acordamos que después de la rebelión de Villena, prácticamente nos obligó a rehabilitarlo negándose a entregar informaciones importantes a nuestros alcabaleros… Así que es forzoso reconocer que ha debido tomarse trabajo para reunir los testimonios que nos suministró y que, sin duda, ha recurrido a numerosos espías e informadores. Ahora bien, ¿no es esa, señores, la prueba de que sigue conservando poder e influencia en la ciudad?
—Eso es verdad, Majestad —abundó Abraham Seneor, acariciando con la yema de los dedos la cadena de oro que le colgaba del cuello, según su costumbre—. El apoyo de la comunidad a su rival, Cohen, está lejos de ser unánime y muchos, tanto judíos como cristianos, siguen en sus manos mediante deudas o por impuestos retrasados.
—¿Debo entender que Barchillon podría, si quisiera, crearnos nuevas dificultades?
—Me temo que sí, Majestad.
—¡En todo caso, de momento y al revés que en el pasado, parece defender nuestros intereses con un ardor admirable! En la misiva que nos hizo llegar concerniente a los acusados cuyas relaciones considera ultrajantes para la comunidad judía, menciona haberos dirigido, don Abraham, una queja a propósito de una transacción ilegal de vino efectuada por la viuda Villeda. Los detalles le habrían llegado a través del intermediario del recaudador de impuestos de la región en persona. Por otra parte, insinúa que nuestro agente, Diego de la Cueva, ha sido en alguna forma «incitado» a registrar esta venta bajo el nombre de Francisco de Guzmán, de tal suerte que la viuda judía pueda beneficiarse de nuestra generosa exención de impuestos. Además, Barchillon sostiene que el corregidor había coincidido con De la Cueva y que, por tanto, debía estar al corriente de la operación: prueba adicional, según él, de las estrechas relaciones existentes entre Del Águila y doña Villeda.
Abraham Seneor y Andrés de Ribera intercambiaron una mirada consternada. De modo que Barchillon también le había consignado eso a la reina, sin duda para recordarle así sus servicios pasados, negándole al mismo tiempo al consejero toda posibilidad de echarle tierra al asunto… ¿Nada detendría, pues, a ese bribón sediento de venganza?
—Con todo el respeto debido a Su Majestad —replicó gravemente Seneor— ¿puedo humildemente haceros notar que esos asertos son una pura y simple deformación de la realidad? ¡En la época de la transacción, la viuda Villeda estaba de luto riguroso y tengo poderosos motivos para pensar que por entonces no estaba en sus cabales!
—¡Comparto plenamente esa opinión, Majestad! —interrumpió De Contreras sin que se supiera exactamente por qué.
—Sea lo que sea —prosiguió Seneor—, yo controlé personalmente el acta de venta. Lleva la firma del viejo intendente López quien, desde hace veinte años, dirige la finca de Guzmán. ¡Siendo célebre la calidad de su vino en toda Castilla, era natural que De la Cueva quisiera adquirirlo para Su Majestad! Para eso no hacía ninguna falta la intervención del corregidor. Por consiguiente, me inclino a pensar que López, ahora muy anciano, olvidó informarle a vuestro agente que el arrendamiento había cambiado de manos. En cuanto al acta de venta, él la firmó de buena fe, automáticamente. Su mala vista le impidió distinguir que el documento estaba a nombre de Guzmán.
—Don Abraham, ¿por qué todas estas nebulosas suposiciones? ¡No parece cosa vuestra! ¿No teníais unos hechos precisos para presentarme? ¿No interrogasteis personalmente a De la Cueva?
—Lamentablemente no, Majestad, eso no fue posible. Una vez terminada su misión, él partió en peregrinaje a Santiago de Compostela.
—Pero en fin —continuó implacablemente la soberana, dirigiéndose ahora a don Andrés—, Diego de la Cueva es un cristiano nuevo como vosotros, ¿no es cierto?
—Sí, Majestad, y puedo dar testimonio de su fidelidad hacia nuestra santa madre Iglesia.
—¡Sin embargo, tal parece que sigue tratando los negocios con sus antiguos correligionarios, y lo que es peor, en nuestro nombre! Ordeno que lo busquen inmediatamente. Será interrogado aquí mismo. Del Pulgar, dad la orden de que retiren inmediatamente de las bodegas reales y eclesiásticas el vino comprado en nuestro nombre a esa viuda judía. ¡Que se distribuya entre los pobres! Asimismo, preparad en el acto un decreto de confiscación de los dos tercios de los bienes de Orovida Villeda. Así podrá meditar sobre lo que cuesta dedicarse a transacciones bajo una falsa identidad. De Contreras, ¿supongo que habéis efectuado un inventario de sus bienes?
—Sí, Majestad.
Los cuatro hombres estaban aterrados. ¡Cualquier cosa podía pasarle a De la Cueva y el rigor de la reina hacia doña Villeda era del todo excesivo!
—¡Sé muy bien lo que estáis pensando, don Abraham! —continuó la reina mirando fijamente a su consejero con unos ojos pálidos e inflexibles que no guardaban ninguna relación, como muchos pensaban, con aquel rostro de curvas tan redondeadas y femeninas…— Si encuentro apropiado pagaros las rentas anuales a nombre de De Ribera, porque la ley me prohíbe concedérselas a un judío, ¿por qué habría que escandalizarse de ver utilizar el mismo procedimiento en un negocio sin mayor importancia? ¡Sí, admito que a veces reconciliamos la ley con nuestras necesidades! Sin embargo, también se dan casos en que el interés de la justicia está en juego, y en que el soberano no tiene elección. Reconozco, don Abraham, que me habéis servido con una constante lealtad desde los tiempos en que, princesa impotente y sin recursos, yo me batía para que se reconocieran mis legítimos derechos al trono de Castilla. Gracias a eso contáis con mi eterna gratitud. También es verdad que le debo mucho a la casa Villeda. ¡Pero, en fin, mi indulgencia tiene límites! ¡Considerad, señores, el sacrilegio! ¡Un vino producido y vendido por judíos para oficiar la transubstanciación de Nuestro Señor Jesucristo!…
Un silencio de Juicio Final cayó sobre la sala. Piadosamente, imperiosamente, la reina se persignó antes de proseguir:
—En cuanto a las relaciones entre doña Villeda y el corregidor…
Pero súbitamente se calló, sin saber qué más añadir, con el corazón y la mente en plena contradicción. Volver al principio de que sus representantes personales estaban por encima de cualquier crítica, era imposible. Mantenía a toda costa la promesa de que su nombre no fuera jamás mancillado con la más mínima sospecha. De modo que en aquel caso tan grave, que implicaba a un corregidor y a una judía, había que actuar sin debilidad. Poco importaba la verosimilitud o no del caso: tratándose del esposo de Leonor, ella no deseaba conocer más detalles. Bastaba con que se hubiera creído, o fingido creer, en la existencia de semejante relación. Como consecuencia, si aquel «escándalo», real o imaginario, no era cortado de raíz, Barchillon crearía desórdenes en el preciso momento en que el reino y el Tesoro no podían permitirse el lujo de afrontarlos. Para hacer reinar la calma, la justicia debía ejercerse a los ojos de todos. ¿La justicia? ¿Pero cuál debía ser la justicia del corazón? El tiempo, ¡ay!, no había logrado curar cierta herida… Una herida que, ella, la reina, y él, su fiel representante, compartían. Ambos fueron traicionados, pero sólo él, su súbdito fiel, había pagado para guardar las apariencias —por no decir los sentimientos— de su reina. ¿Debía, pues, pagar ahora de nuevo, esta vez para salvar la faz de su régimen? ¿Y si el precio simbólico que ella exigía de él, en realidad le costaba otro amor? ¿Podía un monarca conciliar el imperativo moral del Estado con las pasiones humanas?…
Su silencio y la tensión que reinaban entre los asistentes desaparecieron súbitamente debido a una algarabía procedente del exterior. La puerta se abrió brutalmente y el rey Fernando irrumpió, enarbolando dos copas de plata incrustadas de esmeraldas.
—¡Isabel, mi dulce amiga, probad este, os lo ruego! —exclamaba ofreciéndole una de las copas—. ¡Paladead este vino afrutado! ¡Es tan vigoroso como un latigazo! ¡Maravillosa y deliciosa idea la de haber comprado los mejores caldos del reino! ¡En fin, un vino digno de la mesa de un monarca cristiano!
Y volviéndose hacia uno de sus servidores, preguntó:
—¿De dónde proviene este néctar?
—Del viñedo de Francisco de Guzmán, Majestad.
—¡Excelente! ¡Que lo cuiden con mucho esmero! ¡A vuestra salud, mi querida compañera, mi gentil soberana! —siguió el príncipe, alzando su copa a la salud de su esposa con un encanto y una desenvoltura irresistibles.
Todas las miradas se volvieron hacia la reina. La fría severidad de su rostro, la arrogancia de su mentón, la dureza de sus labios apretados, se habían desvanecido para dar lugar a la sonrisa aterciopelada de una mujer enamorada. Con pasmosa impasibilidad, gentilmente, le devolvió el saludo al rey, alzó la pesada copa y se la llevó a los labios.
Tan pronto como salió Fernando, Isabel se levantó. Con paso decidido, se dirigió a la mesa de Del Pulgar, puso una mano blanca y rolliza sobre la pila de documentos y, señalando con gesto breve el pergamino en el cual su secretario había anotado sus órdenes, declaró con voz sosegada:
—¡Anulad todo esto! ¡Mi decisión definitiva es esta: Su Excelencia el Corregidor de Villafranca pierde su puesto de representante privado de la reina y será llamado inmediatamente a la Corte para asumir las funciones de gobernador de la fortaleza de Segovia, hasta hoy desempeñadas por nuestro fiel servidor Andrés de Ribera, aquí presente! En recompensa por sus leales servicios, De Ribera es ascendido a comandante en jefe de la campaña de reclutamiento para la guerra contra Granada; su cuartel general estará en Córdoba. En cuanto a Orovida Villeda, pagará una multa de diez mil maravedíes. ¡Señores, os doy las gracias, eso es todo! Podéis retiraros.
En modo alguno engañado por la promoción de que acababa de ser objeto, De Ribera se inclinó ligeramente para subrayar su agradecimiento, preguntándose qué iba a hacer Isabel para, según su costumbre, recuperar con una mano lo que daba con la otra.
—¿Podemos saber, Majestad, si vuestras instrucciones a propósito de Diego de la Cueva se mantienen? —preguntó no sin audacia, consciente de que ahora tenía poco que perder.
En efecto, desde hacía algunos meses la opinión pública, atizada por los dominicos, manifestaba a las claras, a veces incluso con violencia, su rechazo a que un converso ocupara el puesto de gobernador de la fortaleza de Segovia. Así, pues, la reina había aprovechado la ocasión para tranquilizarlo, «purgando» al mismo tiempo a las personas de su entorno más cercano, relevándolo del mando con todos los honores. ¿Hasta qué extremos seguiría empujándola Torquemada?
Mirando fija y duramente al ex-comandante de la plaza fuerte de Segovia, y sin dejar de admirar el coraje que demostraba desafiándola a desvelar su debilidad humana, la reina contestó secamente:
—¡Desistid del caso!
Dicho lo cual, giró sobre sus talones y entró en su oratorio. Allí, humildemente arrodillada, imploró ardientemente la indulgencia del Señor, suplicándole que la perdonara, si por amor a su príncipe voluble, ella había pecado.