XIX

Al final del invierno, una nueva serenidad se adueñó de Orovida, y a pesar de la ausencia de Jufré, se puso a pensar en el futuro con la mayor calma. Gracias a su amor, renacía en ella la esperanza de un nuevo destino. Si David hubiera vivido, sin duda hubiera prolongado su existencia a su lado. Compartiendo sus proyectos, protegida y querida, sumisa y resignada, habría envejecido hasta morir apaciblemente, sin mayores quejas, porque no hubiera tenido grandes motivos para quejarse. En cambio, cuando decidió amar a Jufré, deliberadamente se aventuró en un mundo que antes siempre había evitado, aceptando de este modo enfrentarse a lo desconocido. Ahora bien, esta perspectiva, lejos de inquietarla, la dejaba impertérrita. En efecto, a partir de ahora ya no se sentía solitaria y pasiva, dispuesta a obedecer y a aceptarlo todo. Su pasión por Jufré y la que él le profesaba, los unía en un ímpetu primordial gracias al cual se establecía entre ambos una armoniosa correspondencia. Devenida uno de los componentes de esta complementariedad, ahora nada le parecía imposible de llevar a cabo. Los días habían dejado de parecerle interminables, y hasta las horas transcurrían más de prisa desde que había decidido enfrascarse en la lectura de los magníficos volúmenes de árabe de la biblioteca de su padre, con el afán de completar y mejorar los rudimentos de una lengua que a duras penas sus profesores le habían inculcado en otros tiempos. También había renovado por completo su guardarropa con el fin de que no faltara nada el día de la partida. Al enterarse de que efectuaba muchas compras, los vendedores ambulantes de Toledo, puestos de acuerdo, la visitaban, disputándose el honor de presentarle los más bellos artículos: zapatos de ante, medias multicolores y fileteadas, las más finas batistas francesas para su ropa interior y, desde luego, los más elegantes vestidos, tejidos de lana de Castilla, telas bordadas, terciopelos y brocados, sayas de seda y redecillas. En resumen, que los baúles al llenarse también participaban de la espera y ella misma, sabedora de que Jufré no volvería antes de la primavera, se había resignado, amordazando los inútiles suspiros antes de que se manifestaran, y obligando a su corazón a vivir al ritmo moderado y tranquilo de una realidad que se aproximaba.

Los rayos del sol eran cada vez más cálidos, y Orovida tomó la costumbre de ir a sentarse todos los días en su pequeño jardín cercado, convertido para ella casi en un símbolo. En efecto, ¿cómo olvidar aquella primera noche en que Jufré, justo antes de que su vida se mezclara inextricablemente con la de David, le había dicho que en su soledad aquel refugio verde y frondoso podría devenir algún día la promesa de un paraíso; promesa que, por otra parte, su esposo se había empeñado en cumplir?

Hoy aquel sueño casi se había convertido en realidad. Completamente desbrozada, gracias a los infinitos cuidados de López, la parcela resplandecía desde el comienzo de la primavera, con el destello de sus brotes, alegres mensajeros de una felicidad por venir, fuente de vida que ella llevaba en sí misma para hacerla renacer con Jufré en el corazón de un desierto.

El invierno se retiraba imperceptiblemente sin que Orovida se diera cuenta. Una mañana, mientras contemplaba su jardincito, descubrió emocionada que durante la noche un ligero velo verde, casi transparente, tan delicado como el ala de una libélula, lo había cubierto por entero. Un breve acceso de melancolía ensombreció su frente al pensar que desgraciadamente Jufré no podría verlo y compartir con ella la alegría de semejante espectáculo: ¡fresca y frágil imagen de la belleza! Pero se repuso al calcular que aquella separación estaba tocando a su fin. De momento, tenía algo mejor que hacer que soñar: ante todo, encontrar un arrendatario para la finca, avisarle a Francisco de Guzmán de su partida, dar parte de sus planes a Fortuna y a José, dejándolos escoger entre irse con ella o quedarse, dando por sentado que ella jamás abandonaría a tan fieles y devotos servidores.

Los días pasaban, y los esfuerzos desplegados para engañar su espera empezaron a perder eficacia. De nuevo inquieta y agitada, sin noticias de su hermana ni de su cuñado, incapaz de concentrarse en los libros, se puso a deambular sin ton ni son, de un lado al otro de la casa, preguntándose qué había que llevarse y qué había que dejar: el cofrecito de plata y, por supuesto, el candelabro de la Janucá; ¿pero qué hacer con los vasos de la Pascua, con la copa del Shabat, con los candeleros de plata? ¿Y las colgaduras, los tapices, los cueros, habría que regalarlos, venderlos o dejárselos a los nuevos inquilinos? Al fin y al cabo, no había mucho que repartir, pues cumpliendo el deseo de David, la mayoría de sus bienes estaba en Toledo, en la que aún seguía siendo la casa Villeda.

Y Jufré que seguía sin venir. ¿Cuándo llegaría la hora de verlo? Sintiendo que una lancinante e incontrolable ansiedad la invadía, y en un intento por recuperar la calma, decidió pasar la mayor parte del tiempo en el jardín, al acecho de sus sucesivas y apaciguadoras metamorfosis. ¿Podría al menos avistarlas allá lejos, desde lo alto de su residencia? Si viniera durante el día, era allí donde quería con toda su alma que él la encontrara. Si viniera de noche, ella lo cogería de la mano, y le mostraría su reino en la complicidad del claro de luna…

Desde su ventana situada en lo alto, Jufré columbraba a menudo la silueta de Orovida, semejante a un rayo fugaz, dorado y resplandeciente, que irrumpía en el verde tapiz de una vegetación apenas naciente. Al verla en un decorado tan apacible, su corazón se oprimía. ¿No sería inhumano quererla arrancar de allí? Pero si él no lo hacía ahora, con dulzura, tarde o temprano otro la forzaría a hacerlo brutalmente.

Los preparativos del viaje estaban prácticamente ultimados, gracias a la colaboración de uno de los jóvenes Braganzas que le había servido discretamente de intermediario. Únicamente Alegra y Eleazar habían sido la causa involuntaria de su retraso. Como le había prometido a Orovida, acudió a Segovia con el pretexto de defender personalmente a Constantino Álvarez Calatayud de la Fuente, metido en prisión por haber provocado un escándalo. Un lamentable asunto. ¡Pobre diablo! No había hecho otra cosa que defender su honor matando, al regresar de una expedición contra los moros, al escuchimizado amante de su corpulenta esposa, tras haberlo sorprendido en el lecho conyugal. Indignado de que se dejara podrir en prisión —gracias a la servil delación de una banda de soplones— a un hombre cuyos servicios al reino eran tan valiosos, consiguió ablandar a sus jueces, y el Consejo de la corona puso en libertad al infeliz, lo que al mismo tiempo justificó su viaje a Segovia.

La entrevista con los Nonell había sido afectuosa. Fieles a su espíritu de tolerancia, no pusieron ninguna objeción a su unión con Orovida, pero su reacción ante la proposición de dejar España fue negativa. Con la fogosidad que lo caracterizaba cuando la suerte del pequeño Juan estaba en juego, Eleazar replicó que ni hablar de que él dejara en otras manos al niño. Jufré no insistió, pues fue testigo de un paseo del médico con su pequeño paciente, paseo que decía mucho acerca de sus recíprocos vínculos de confianza y afecto. Al verlos juntos, como un padre y un hijo, arrodillados ante un azafrán que acababa de abrirse, detallando hojas, pétalos y estambres, mientras el niño escuchaba con devoción al maestro que le explicaba la función de la flor en esta vida efímera, comprendió que era ilusorio querer separarlos, tanto más cuanto que desde la muerte del padre de Fernando, los progenitores del niño, ambos convertidos en monarcas, apenas se ocupaban de él. ¿Cómo pasar por alto el espectáculo de Eleazar deteniendo la mano del principito, cuando este se disponía a coger la flor, para luego tomársela delicadamente y reanudar juntos el paseo? En cuanto a Alegra, también había rechazado enérgicamente la idea de partir sin su esposo. «Sin embargo, le confió a Jufré, he tratado de recordarle que el nuncio en persona ha protestado contra las masacres perpetradas por los inquisidores en Sevilla, que corre por ahí el rumor de la próxima destitución del secretario privado de la reina, Hernando del Pulgar, converso, pero buen cristiano, por haberse atrevido a criticar la crueldad de la represión. Por eso, añadió ella, tuve que pedirle a Eleazar que se dejara ver más asiduamente en la misa».

En consecuencia, quedaron en que si por casualidad cambiaban de opinión a última hora, ellos se les unirían por sus propios medios, pero que en ningún caso había que esperarlos.

Sin hacerse apenas ninguna ilusión con esta posibilidad, Jufré decidió que había llegado el momento de actuar. Esa misma noche, tan pronto se ocultara el sol, iría a casa de Orovida. ¡Por un instante, se vio en sueños montando a horcajadas en su caballo árabe, tomando a la vista de todos el camino de Toledo, para luego irrumpir en su pequeño jardín, cogerla entre los brazos y raptarla en un irresistible galope!… Desgraciadamente, la realidad era otra… Tendría que ocultarse, esperar la noche, deslizarse en la oscuridad…

En ese preciso instante, acurrucada en su vergel, Orovida también soñaba… ¡Sentir de pronto en el cuello su grato y cálido aliento, los labios de Jufré posándose en su nuca, sus brazos estrechándole la cintura en un abrazo que no acabaría nunca!…

Súbitamente, cuando ya la oscuridad invadía el valle y mientras Orovida seguía allí, perdida en sus sueños, unas roncas voces desgarraron el silencio. Unas manos brutales lo agarraron.

—¡En nombre de la Reina!…

Aterrado, Jufré se alejó de la ventana, atravesó su habitación corriendo, bajó atropelladamente la escalera.

Espada en mano, unos alguaciles le cerraron el paso.

—¡Jufré del Águila —soltó una voz—, por orden de Su Majestad la Reina, yo os arresto!

Repantigado en el rígido asiento de la triste sala de audiencias, Sebastián de Contreras releyó el acta de acusación que la reina le había ordenado examinar. ¡Desagradable tarea, del todo indigna de mi cargo!, refunfuñó para sí. ¿Por qué diablos la reina había insistido para que él se desplazara personalmente desde Valladolid a fin de dirigir esta investigación? ¡Era muy extraño! También resultaba muy enojoso tener que arrestar a un corregidor para someterlo a un careo, por unas acusaciones de las que, por lo general, ningún cristiano tenía que rendir cuentas. Pero como había que hacerlo, suspiró, más valía terminar lo antes posible tomando el máximo de precauciones…

—Excelencia —dijo con una vaga sonrisa que flotaba discretamente en su austera cara cuando Del Águila estuvo frente a él—, yo lamento tener que imponerle semejante padecimiento, pero estoy seguro que no nos llevará mucho tiempo esclarecer el caso.

A pesar de la temperatura clemente del inicio de primavera, De Contreras sintió frío y, arrebujándose en su capa forrada en piel, prosiguió a media voz:

—Pues bien, la reina ha sido informada de que usted se veía frecuentemente con cierta viuda judía llamada Orovida Villeda, procedente de Toledo, actualmente residente en la propiedad antiguamente arrendada por Francisco de Guzmán al monasterio Santa María de la Encarnación. ¿Es exacto?

—Sí, en efecto, la veo, pero no con más frecuencia que a su difunto esposo con quien, quizás vos lo sabéis, colaboré cuando Sus Majestades necesitaron una ayuda urgente.

—Sí, comprendo. Por tanto, admitís haberla visto. Siendo vos mismo responsable del respeto de la ley, del orden y la moralidad de nuestro reino cristiano, ¿no os pareció que vuestra relación con esta persona podía dar lugar a, digamos, lamentables cotilleos susceptibles de empañar la irreprochable reputación que se espera de un representante de la reina?

—¡Pero eso es absurdo! —estalló Jufré.

Sin embargo, logró contenerse, pues no quería, bajo ningún concepto, agravar las acusaciones —después de todo bastante leves— que le concernían.

—Efectivamente, al hacer mis visitas de inspección —respondió más calmado— solía pasar por la casa de los Guzmán para vigilar a los centinelas que había apostado allí, ya en tiempos de don David. En el curso de esas visitas, a veces doña Orovida pedía mi opinión sobre la dirección de sus negocios. En vista de las circunstancias de la muerte de su marido, pensé que era mi deber ayudarla de la mejor manera posible. ¿Debo entender que esta actitud de simple cortesía ha sido juzgada escandalosa en las altas esferas?…

Encogiéndose de hombros y renunciando obviamente a dar su opinión, el magistrado guardó silencio, para no tener que tomar partido oficialmente. Luego, cogiendo con gesto falsamente desenvuelto una botella que estaba en un nicho a su espalda, llenó dos copas de vino, ofreciéndole una a Del Águila. Tras beber un trago, se levantó, y empezó a pasear de arriba abajo por la sala. Pensativo, dándole la espalda a Jufré, y mientras acariciaba con una mano estriada de abultadas venas el manto de una monumental chimenea, reanudó su interrogatorio:

—¿Según tengo entendido, un túnel conecta un aljibe inutilizado de la ciudad con un manantial situado en la propiedad de Guzmán?

—Es exacto.

—Por supuesto, vos conocéis su existencia.

—En efecto. Desde la reanudación de las hostilidades contra Granada, siempre consideré que podría ser vital para la defensa de la ciudad.

—¿Vos lo habéis inspeccionado?

—Sí, en varias ocasiones.

—¿De día?

—Sí.

—¿Y de noche?

—También.

—¿Por qué de noche?

—Pues bien, para estar seguro de que no era la guarida de ciertos malandrines o pordioseros capaces de usarlo para tramar alguna fechoría.

—Ya veo…

Creyendo sorprender en la voz del juez un matiz de alivio, Jufré se puso a esperar, a rezar… Sebastián de Contreras regresó a su silla y examinó fugazmente la lista de las acusaciones.

—Bien —dijo finalmente—, el resto no os concierne directamente. Además, por el momento, creo que no es necesario importunaros más. No obstante, comprenderéis que hasta tanto no finalice mi investigación y la entrega de mis conclusiones a la reina, estoy en la obligación de manteneros bajo arresto. Sin embargo, me ocuparé de que las condiciones de vuestra detención sean lo más decorosas posible.

Resistiendo ferozmente la tentación de averiguar la identidad de su delator, Jufré inclinó la frente con dignidad. Manifestar un interés injustificado en un caso que, así lo consideraba él, no existía en modo alguno, podía tener consecuencias tan lamentables como imprevisibles. «¡Santo Dios, haz que Orovida actúe con la misma prudencia!», bisbiseó para sí al salir de la sala.

«Y ahora le toca a la viuda judía…», se dijo Sebastián de Contreras cuando estuvo a solas. «Con ella no habrá ninguna necesidad de andarse con paños calientes. Si realmente es la mujer refinada que dicen, una noche de reclusión solitaria en un torreón lúgubre infestado de chusma y miseria, habrá bastado para reducir su soberbia. En seguida confesará». Así, pues, impasible, esperó su llegada, ajustándose con aire distraído los pliegues de la toga.

Tan pronto como apareció Orovida, comprendió su error. A pesar de la horrorosa noche pasada en los calabozos, ahora entraba digna y serena. Las ojeras malvas que ahuecaban sus ojos, no habían podido apagar su radiante belleza y, con ella, era un rayo de sol lo que entraba en la sala de audiencias. Sorprendido, De Contreras se sintió totalmente desarmado. No, él no se esperaba esta aparición y comprendía que el corregidor… Pero en seguida rechazó este pensamiento. Aclarándose la garganta, se esforzó por mostrarse completamente indiferente, clavando la mirada en sus expedientes y adoptando la gravedad correspondiente a su cargo.

—Orovida Villeda —comenzó con una voz despreocupada—, una acusación ha sido lanzada contra vos por la reina concerniente a vuestras relaciones con Su Excelencia el Corregidor de Villafranca, Jufré del Águila.

—¿De veras? —replicó Orovida con el asombro altanero que había decidido asumir.

Durante toda la noche, con una aplicación obstinada, ella se había empeñado en prestarle la menor atención posible al entorno, obligándose a olvidar, a fuerza de oraciones y voluntad, los repugnantes roedores que mordisqueaban los bordes de su falda, la pestilencia de los excrementos que colmaba su nariz, los ásperos gritos de las mujeres que en una celda contigua se disputaban un mendrugo de pan mohoso. Con los ojos cerrados para no ver la deprimente oscuridad, había concentrado todo su ser en la conducta a seguir durante el interrogatorio. ¿Acaso la última vez que se vieron, Jufré no le había asegurado que podían sospechar de ellos, pero que carecían de pruebas? Por tanto, había que mantenerse firmemente en esta tesitura, mostrándose ante todo hábil, sorteando las trampas que su juez no dejaría de tenderle y tratando de no suministrarle ninguna prueba irrefutable. De momento, ella era inocente; así pues, había que dejar que fuera el acusador quien diera el primer paso.

—¿Qué hacíais vos en plena noche, a finales de enero, saliendo después de la tormenta de la residencia del corregidor de Villafranca?

Al oír la pregunta, Orovida sintió que el suelo vacilaba bajo sus pies. ¿No había dicho Jufré que no existía ninguna prueba?… Entonces, ¿qué sabía aquel hombre, o qué trataba de hacerle decir para llevarla a la perdición?

¿Lo sabía todo, sólo un poco, o nada? ¿Cómo adivinarlo? ¿Era esa pregunta un ardid para obligarla a confirmar una suposición obtenida sabe Dios cómo, o bien, por su propia locura, había ella suministrado a sus acusadores la prueba que esperaban? ¿Locura?… Haciendo acopio del valor que le quedaba tras la espantosa noche que acababa de pasar, con una voz ahora muy débil, murmuró:

—¿Permitís que me siente?

—No faltaba más —accedió Sebastián de Contreras acercándole un escabel.

Acurrucada en su asiento, ella guardó silencio por un momento, y comenzó con tono titubeante:

—Su Señoría, desde que murió mi esposo padezco cierta debilidad mental. Cuando los elementos se desencadenan, esta tendencia se agrava. Entonces me parece que el alma de mi pobre David ronda en el espacio, atormentada, queriendo vengarse de su trágica muerte. Una noche agitada de diciembre… o de enero, quizás… no me acuerdo bien… su voz, más amenazadora que nunca, resonó en mis oídos, aumentada por los aullidos del viento. «Jufré del Águila, Jufré del Águila», clamaba sin cesar. Me sobresalté tanto que envié a Su Excelencia el corregidor un mensaje rogándole que no se aventurara a salir en las noches de tormenta; pero cuando estalló la siguiente tempestad y el mismo grito pavoroso desgarró los aires, creí que me volvía loca de terror. Por eso, a pesar del temporal, corrí hasta Villafranca lo más rápido que pude, rodeada de sombras fugaces que parecían quererme atrapar, jadeando bajo un copioso aguacero, creyendo a cada instante que había llegado mi hora. Por fin, más muerta que viva, llegué a la residencia de Su Excelencia y en seguida le advertí del peligro que le amenazaba. Cuando amainó la tormenta, recuperé el sentido y huí, aterrorizada de ver hasta dónde me había llevado la locura.

Agobiada, Orovida se calló. Postrada en su escabel, con la frente inclinada y la mirada clavada en el suelo, estiraba maquinalmente con los dedos los hilos de su falda, como hacen los que han perdido el juicio…

Pasmado al verla sufrir aquella metamorfosis súbita y desoladora, Sebastián de Contreras se quedó tan estupefacto que por un instante perdió la voz. ¿Cómo había podido ella, apenas unos minutos antes tan altanera, orgullosa y radiante, convertirse en aquel desecho humano?… Rápidamente, como queriendo exorcizar el nefasto fantasma que podía planear sobre ella, se persignó y luego, conteniendo el deseo de acariciar aquella preciosa cabeza dorada, masculló con tono benévolamente bonachón:

—¡Vamos, vamos, mi niña, a veces se nos infligen estas pruebas para poner a prueba nuestro corazón! ¡Tomad, pues, un poco de vino! —Y con el corazón lleno de compasión, antes incluso de haber podido reflexionar o cambiar de idea, agregó—: En vista de lo delicado de vuestro estado, haré que os transfieran a una celda más cómoda en espera de la decisión de la reina.

En efecto, a partir de ese momento, proseguir el interrogatorio era para él completamente inútil.

Franqueando la puerta de Villafranca, Sebastián de Contreras arrojó una moneda de oro a un pobre ciego que tocaba el caramillo, como si con aquel gesto definitivo quisiera expulsar de su conciencia aquel caso tan desagradable.

El mendigo se puso a tocar una alegre melodía. Nunca la vida le había sonreído tanto: la señora de la dulce voz primero, después el señor generoso y persuasivo que quería saber todo lo que la señora le había pedido… ¿Acaso no hizo bien en decírselo aprovechando así la buena suerte que se le presentaba? Decididamente, jamás comprendería la justicia de Dios…