XVIII

—Fortuna, vamos a Villafranca a ver al azulejero. Si es capaz de ejecutar un motivo a mi gusto —un pavo real, por ejemplo— descontaré un poco del dinero de la venta del vino para embaldosar el revestimiento de la paredes.

—¡Qué buena idea, señora, eso alegrará un poco la casa!

Cuando se pusieron en marcha, la bruma matinal se había levantado sobre un paisaje animado por grandes rebaños de ovejas que descendían de lo alto de las colinas para pasar el invierno en la vasta planicie de Extremadura. La jornada se anunciaba bella y sin nubes, y el aire intenso estimulaba el ánimo de Orovida. Por primera vez en la vida, experimentaba el sentimiento real de ser dueña de su destino, y no de ser víctima de los acontecimientos. No sólo las austeras murallas amarillentas de la ciudad ya no la impresionaban, sino que ahora se sentía capaz de enfrentarse a ellas.

—Pasemos por la puerta principal, como en nuestra primera visita —soltó con aire decidido al aproximarse a la puerta Cristo.

Fortuna asintió sin hacer preguntas, presintiendo en el tono exaltado de su ama, que no iban únicamente a elegir un baldosín.

Había aún poca gente a la entrada de la ciudad. La temporada otoñal de los grandes mercados de la aceituna, del vino, de las pieles y del corcho había pasado, y las compras de invierno habían terminado, pescado seco y sal de Andalucía, granos de Almendralejo y de Castilla, brocados y terciopelos almacenados en grandes cantidades. Sólo algunas religiosas iban y venían en grupos de a dos, cabizbajas, y varios frailes tonsurados, con los brazos escondidos debajo de sus casullas, se deslizaban silenciosamente entre los caballos de una cuadrilla de alcabaleros que charlaban antes de comenzar su ingrata tarea cotidiana. Los mendigos, abundantes en todas las estaciones, esperaban pacientemente una limosna bajo un cielo que, contra toda previsión, se encapotaba bruscamente anunciando tormenta. Al oír el sonido desafinado de un caramillo, la mirada de Orovida se dirigió a uno de los pedigüeños, un ciego.

—Fortuna —exclamó de repente—, coge esta moneda, y dásela al chico que acompaña al ciego que toca el caramillo. ¡Que vaya a comprar cualquier cosa, por ejemplo, una rama de albahaca al herbolario de la Plaza Mayor!

Cumpliendo la orden sin tratar de comprenderla, la sirvienta se acercó a los dos mendigos bajo la mirada atenta de su ama, y lanzó la moneda. Atrapándola al vuelo, el muchacho se quedó boquiabierto mientras escuchaba a la vieja, sin dejar de mirar incrédulamente aquel maná caído del cielo en la palma de su mano. Repuesto de la sorpresa, tras haberse persignado apresuradamente para preservarse del demonio, cerró el puño con vivacidad y se abalanzó hacia las escaleras que llevaban a la plaza principal.

En cuanto desapareció, Orovida puso pie en tierra y se aproximó al ciego:

—¿Flautista —murmuró ella—, cuánto ganas con tu música cada día?

—¿Un mal día o un buen día, señora?

—Un día muy bueno.

—Tal vez doscientos maravedíes, señora.

—Muy bien, yo te ofrezco quinientos si aceptas hacerme un servicio.

—¡Con mucho gusto, amable dama! ¿Pero de qué servicio se trata?

Orovida se acercó a la grasienta oreja del buen hombre y susurró unas palabras.

—¡Está bien! —asintió, abriendo la mano para recibir la recompensa prometida.

—Recibirás otro tanto —añadió Orovida, interrumpiendo la lluvia de monedas— cuando tenga la prueba de que mi mensaje ha sido bien transmitido.

Entonces, dejando al pobre diablo reponerse de sus emociones, se subió a la mula y dio media vuelta en dirección a la entrada de la ciudad.

—¿Y nuestras baldosas, señora? —preguntó Fortuna, por si acaso.

—He cambiado de parecer. Daremos la vuelta a las murallas hasta la puerta Cristo. Allí comprarás la carne y nos separaremos. Te esperaré en casa de los Díaz. Vamos, rápido, ve al carnicero. ¡Date prisa! —ordenó, viendo que la pobre mujer seguía allí parada, completamente atónita—. ¡Pasaré brevemente por la tienda del especiero, pero no quiero retrasarme!

Miguel estaba solo en la tienda. Conteniendo con un gesto su efusión, Orovida le explicó sucintamente la razón de su visita:

—Simplemente quiero avisaros. Finalmente la Inquisición se ha instaurado en Sevilla y las primeras víctimas son los conversos. ¡Están a punto de ser juzgados! Tarde o temprano, Miguel, los inquisidores estarán aquí. Si os arrestan y abjuráis, tal vez tengáis la suerte de escapar, pero de todas formas vos y Moshico seréis excluidos del comercio de las especias. Si, por el contrario, os negáis a arrepentiros o si, por desgracia, no creen en vuestra sinceridad, ¡ya sabéis lo que os espera!… Vuestra vida y la de vuestra familia estarán en peligro. ¡Por lo tanto, huid antes de que sea demasiado tarde! ¡Llevaos a Elvira y a Moshico fuera de España antes de que la Inquisición os ponga la mano encima! ¡Ah, aquí está Fortuna! Será mejor que nos vayamos inmediatamente. Buena suerte, Miguel. ¡Que Dios os proteja!

Poco después de aquel mediodía, en opinión de sus subalternos, Jufré tuvo un arranque de mal humor sin parangón. Enrabiado, mandó al diablo a toda su gente y les ordenó que desaparecieran de su vista durante toda la jornada, llegando incluso a amenazarlos de prescindir de sus servicios si al siguiente día se mostraban tan inútiles y perezosos. En medio de semejante huracán, sólo los guardias gozaron de su favor y, para gran sorpresa de ellos, bajó a verlos al atardecer, seguido de Gonzalo, cargado con un tonel de vino.

—La tormenta no tardará en estallar —les dijo—. ¡Aquí tenéis con que calentaros! ¡Evidentemente, esto no es muy reglamentario, pero en una noche como la que os espera, no habrá nadie afuera! ¡Así, pues, bebed a mi salud, y buenas noches!

Tras despedirse de Gonzalo, volvió a su casa, cuyas habitaciones se puso a recorrer en un estado de indescriptible agitación.

¡Dios mío! ¿Por qué había corrido el riesgo tan insensato de enviarle aquel mensaje, aunque fuera valiéndose de un ciego? Si él no podía reconocerla, otros sí podían. ¿Y qué significaba aquella frase sibilina: «está bien quedarse en casa en una noche de tormenta»? ¿Acaso quería decir que ella también estaba vigilada, y que él no debía visitarla durante la tormenta, o al contrario, que ella vendría durante la tempestad, ya que él no podía ir a verla y que, por tanto, debía quedarse en casa esperándola? ¿Si era esta su intención, cuál sería la razón de su imprudencia? ¿Habría sido descubierta su relación amorosa? ¿Pero, cómo y por quién?

Lleno de inquietud y ardiendo de impaciencia, mientras esperaba que anocheciera, evocando y volviendo a recordar una y mil veces todas sus escapadas desde el principio de la relación, le echó más leña al fuego. ¿Habría tenido malas noticias de Alegra, o estaba atormentada después de haber oído hablar de lo que pasaba en Sevilla? Era posible, pero no se habría arriesgado tanto para saber si él también había sabido algo… No, no era esto. ¿Pero, entonces, qué era? De pronto, sus manos se perlaron con un sudor frío. ¿Serían sus servidores, López o Alfonso?… pero en seguida rechazó esta loca idea. No, más bien debía de ser algo concerniente a la venta del vino o a la falsa identidad a que se hacía referencia en los documentos…

Un primer rayo que rasgaba a lo lejos el horizonte y el repiqueteo de las primeras gotas de lluvia, le obligaron a suspender sus obsesionadas preguntas. Apoyándose en el alféizar de la ventana que daba a la ruta de Toledo, escudriñó la penumbra esperando el próximo rayo. Tal vez, al iluminar el paisaje, le revelara la silueta que tanta falta le hacía. Si ella venía —por si acaso había tomado las precauciones para alejar a todo el mundo y adormecer a sus guardias—, ¿cogería el sendero empinado que subía desde la puerta Cristo hasta su jardín, o daría la vuelta pasando por la puerta de Toledo? Por suerte, a la hora que era, los centinelas debían de estar embrutecidos por el vino, y el riesgo de desafortunados encuentros era casi inexistente.

Otro rayo desgarró la noche, pero con gran decepción no vislumbró nada en el camino. Ahora llovía a cántaros y lo único que se divisaba era el sendero transformado en un río que acarreaba el agua que rodaba cuesta abajo desde la colina hacia al aljibe moro… No valía la pena ilusionarse. No, con este tiempo ella nunca vendría. Era estúpido esperarla… ¡En lugar de quedarse allí, abrumado y frustrado, lo que tenía que hacer era dar gracias al cielo por haberle impedido cometer una locura! Simplemente, ella había intentado advertirle que no debía ir a verla bajo ningún concepto, eso era todo. ¿Pero, por todos los santos, por qué razón? ¿Qué habría pasado?

El corazón se le salía del pecho, por más que se repetía: «ten calma, no desesperes, la tempestad acaba de empezar y, en esas condiciones, hace falta tiempo para subir hasta aquí… Así que sigue escudriñando la noche». En un movimiento de rabia impotente, se puso a atizar el fuego con exasperación.

«¡Degenerado hijo de cura fornicador!», gritó súbitamente, desahogándose cuando un leño que rodó por el suelo le chamuscó un zapato. Apostándose de nuevo en la ventana para vigilar atentamente los alrededores de la casa, trató de perforar las tinieblas.

Estaba tan abstraído en su meditación, que no oyó girar suavemente el picaporte de la puerta y, antes de que pudiese percatarse de su presencia, ella estaba en sus brazos.

Entonces la ansiedad, el miedo, y la cólera se disgregaron. «Mi luz dorada, mi vida», murmuró, cubriendo de besos su rostro rutilante de lluvia, perfumado con todas las fragancias de la noche. Rozando con sus labios las pestañas completamente mojadas y los lozanos párpados; embriagado, separó de sus mejillas los mechones sueltos de su larga cabellera.

—¡Ven, ven, mi querido amor, mi pobre pollito mojado, ven a secarte en seguida cerca del fuego! Toda la noche he atizado las llamas preguntándome si vendrías…

Ayudándola febrilmente a desatar los cordones que retenían alrededor de sus hombros la voluminosa capa empapada de lluvia, le quitó los guantes y las botas, cuyo cuero estaba tieso por la humedad; y luego la despojó del vestido, y todas sus prendas cayeron al suelo una tras otra. Loca de felicidad, con el alma y las entrañas atenaceadas por el mismo deseo que veía llamear en los ojos de su amante, Orovida se abandonó a la impaciencia de sus manos, hundiéndose con delicia en un vértigo indecible. Durante mucho tiempo permanecieron enlazados, colmados, inundados de una dicha irreal. Hasta que por fin Orovida volvió a abrir los ojos. La luz de la única bujía que alumbraba la habitación declinaba poco a poco y, en la chimenea, el fuego moría lentamente. Afuera, la tormenta se alejaba. Alzando la cabeza, se apoyó en un codo, miró a Jufré, acarició tiernamente su rostro.

—¡Qué feliz soy! Ya nada me da miedo… Te amo.

—Yo también, mi amor, te amo y te amaré hasta el fin de los tiempos. Pero ahora dime: ¿por qué has venido?

—Porque no podía seguir viviendo sin ti. No podía seguir soportando tu ausencia. Viviré donde quieras y como desees. Tienes razón. Aquí no nos dejarán vivir en paz.

—¿Quieres decir que estás dispuesta a irte de España, a abandonar el pasado, tu hacienda, a Alegra?

—Sí. Para poder vivir contigo y amarte. ¡Hay que irse!…

Entonces, con una intensidad que no había conocido jamás, le contó su conversación con el fugitivo, su descripción de Marruecos y todo lo que había sabido. Ahora todo le parecía posible.

—Serás visir, ya verás —concluyó— y Eleazar, si nos acompaña, el médico favorito del sultán… ¡Pase lo que pase, Villafranca nos parecerá un paraíso, pero más vale vivir en un desierto que morir en un jardín!

Completamente enfebrecida por haber podido llevar a cabo su proyecto, Orovida no notó el silencio de Jufré. Levantándose, envolvió con gracia su desnudez en uno de los cubrecamas de piel, y empezó a recorrer la habitación examinando minuciosamente cada objeto, como si quisiera, gracias a ellos, aprender algo más sobre su propietario. Al acercarse al cofre de madera tachonado con clavos de roseta, se sumió en la contemplación de una bandeja de estaño cubierta de cadenas, medallones y una fascinante colección de grandes anillos y sortijas de plata y de oro, engastadas con sellos y con piedras preciosas, algunas incluso para ser llevadas en el pulgar. Divertida, se probó una, luego otra, e hizo resbalar con travieso placer las gruesas joyas entre sus menudos dedos.

—Nunca te las he visto llevar. ¿Por qué? —preguntó volviéndose hacia él con un encantador movimiento de frivolidad.

Ensimismado, Jufré le pidió que repitiera la pregunta:

—Perdóname, ¿pero qué dices? Tu voz flota tan ligera entre estos gruesos muros de piedra. ¿Qué me preguntabas?

Con un gesto brusco, Orovida dejó caer los anillos en la bandeja.

—¿Mi amor, qué te pasa? ¿Has cambiado de opinión acerca de nuestra partida?

—¿Yo? ¿Cambiar de opinión? ¡Ahora deberías conocerme mejor, ángel mío! ¿Por lo demás, para qué quedarse en un país que no me deja vivir a mi manera, en una España que pronto ya no reconoceré?…

—¿Entonces es Marruecos lo que te inquieta? Orovida, mi luz, mi vida, hay una cosa que tu converso sevillano no mencionó y, de hecho, no tenía ningún sentido que lo hiciera, ni para él ni para ti: ciertamente Marruecos es un refugio ideal para todos los judíos, conversos o no, pero yo no estoy en ninguno de los dos casos. A los ojos del mundo, yo estoy colocado en lo alto de la jerarquía del reino cristiano español. Ahora bien, tú sabes tan bien como yo que, a pesar de una precaria tregua, España siempre está en guerra contra el reino musulmán de Granada y que los moros de Marruecos son aliados tradicionales de los últimos moros españoles. Por consiguiente, Marruecos es para mí un territorio enemigo. De modo que no puedo correr el riesgo de embarcarme en un navío para el África del norte. Estaríamos obligados a coger un barco en Lisboa, luego tendríamos que sobornar al capitán para que diera un rodeo y nos dejara en la costa marroquí antes de atravesar el estrecho de Gibraltar. Semejante viaje es inconcebible sin dos garantías: la primera, que el navío esté en buen estado, y la segunda, que el capitán sea un hombre de honor. Orovida, ni tú ni yo podemos huir en una vieja barcaza haciéndonos a la mar a cambio de todo el oro que poseemos. No debemos emprender ese viaje, si no estamos del todo seguros y no contamos con la garantía de llegar dignamente. De modo que hay que preparar las cosas minuciosamente. Esto es, amor mío, lo que estaba pensando mientras tú mirabas mis anillos…

Mientras lo escuchaba, Orovida sintió derrumbarse toda su felicidad. Una vez más, había caído en la trampa de ignorar la siniestra realidad ajena a su universo interior. Avergonzada de su fugaz trivialidad, no repitió la pregunta a propósito de las joyas.

—¿No eran mis anillos lo que te intrigaba? —insistió él dándose cuenta de su desconcierto.

—Sí, pero a partir de ahora eso no tiene importancia. Sólo te preguntaba por qué razón nunca te los había visto.

—¡Oh!, pertenecen a otra época, ya sabes, aquel tiempo en que yo era un gentilhombre deseoso de desempeñar un importante papel en la Corte. Hasta mi destierro, aquí, no sabía cuán fútil y decepcionante podía ser el mundo. Desde entonces, jamás he vuelto a ponérmelos.

Incorporándose a su vez, se acercó a ella y, al ver que sus dedos se deslizaban melancólicamente sobre las alhajas, le dijo con dulzura:

—Escoge un medallón para ti. Toma, coge este, de plata, engastado con esmaltes verdes y azules que brillan como un mar apacible, este es el que más me gusta.

—Casi tiene el color de tus ojos…

—Sí, eso también decía Leonor —se le escapó, sin querer que aquella torpe reminiscencia del pasado la hiriera—. Pero todo esto, como ves, pertenece a tiempos pasados. ¡Quédate tranquila! ¡Tú y yo encontraremos nuestro rincón de paraíso, incluso en el desierto más horrible!

Entonces deslizó, delicadamente, la cadena de plata con el medallón por debajo de los cabellos de Orovida, y antes de dejarlo caer entre sus senos rotundos y juveniles, lo calentó en sus manos.

—¿Cuándo podremos partir? —preguntó ella.

—No antes de la calma de la primavera. Además, hace falta tiempo para establecer contactos serios con Lisboa; y luego debemos avisar, a cualquier precio, a Alegra y a Eleazar, aunque para ello tenga que cabalgar hasta Segovia.

—¿No has tenido noticias de ellos?

Jufré movió la cabeza negativamente.

—¿Nos volveremos a ver por lo menos antes de la primavera? —preguntó con voz apagada.

—No lo sé, amor mío. Tal vez ya sospechan de nosotros. Pero gracias al cielo no existe ninguna prueba. No descuidemos, pues, nuestra vigilancia. Además, debemos tener en cuenta un nuevo peligro.

—¿Otro más?

—Sí, el de la Santa Hermandad.

—¡Ah, sí, el sevillano aludió a ella!

—Milicia local compuesta por simples ciudadanos, aborrece los privilegios ajenos y está decidida a hacer reinar el orden y la ley por cualquier medio. Sus intervenciones son rápidas y brutales. Todo lo espían con el apoyo de la reina, quien los utiliza para hacer fracasar cualquier indisciplina por parte de la nobleza…

—Y, según el fugitivo, también para ayudar a la Inquisición.

—Sí, sin duda alguna. De modo que redoblemos la prudencia y, sobre todo, no te muevas hasta que te llame.

—¿Cómo voy a poder vivir tanto tiempo sin verte ni tener noticias tuyas? —murmuró acariciando con mano temblorosa los cabellos revueltos de su amante.

—¡Ánimo, mi luz dorada, nunca te abandonaré, tú bien lo sabes!… La primavera, ya lo verás, nuestra primavera no está muy lejana…

Intercambiaron una larga mirada, sus ojos decían lo que sus bocas se negaban a confesar: a partir de ahora, el uno sin el otro, cada día sería una eternidad…

—Orovida, mi amor, ahora tenemos que despedirnos. ¡Mira! Afuera ha escampado. Te acompaño hasta el jardín para estar seguro de que mis guardias aún duermen, y que nadie puede espiarte en la oscuridad.

Precediéndola sin tropiezo hasta los últimos peldaños, abrió la puerta. En el cielo de nuevo despejado se alejaban lentamente los jirones de una nube nacarada arañando al pasar una afilada luna en cuarto creciente. Mas en lontananza, muy lejos en el firmamento, titilaban miríadas de estrellas.

Valerosamente, Jufré quiso sonreír, pero sus rasgos se petrificaron en una crispación dolorosa. Entonces esbozó un gesto con la mano, pero lo dejó inconcluso.

Bajándose la capucha hasta los ojos, todo lo más que pudo para ocultar el rostro, Orovida se alejó, llevándose esa última imagen.