Cada sábado, Fortuna solía pasear un poco por la orilla del arroyo. Ya que ese día no trabajaban los jornaleros en el viñedo, sus voces no la despertaban, y podía dormir hasta un poco más tarde. Por eso, al levantarse, se ponía el lindo vestido de lana de Castilla que le había regalado su ama y, así engalanada, iba a escuchar el murmullo del agua en medio del susurro de los álamos, disfrutando del frescor de los primeros resplandores del día. A pesar de los destellos del sol de aquel último sábado de enero, la anciana, al sentarse a la sombra del sauce llorón cuyas ramas acariciaban lánguidamente el agua, sintió que se le oprimía el corazón. Desde hacía más de un mes, las golosinas que ella se esforzaba en renovar discretamente estaban intactas, y mientras más pasaba el tiempo, más aumentaba la melancolía de doña Orovida. Por más que había tratado de persuadirse de que quizás era mejor así —puesto que en una ciudad pequeña nada podía permanecer oculto por mucho tiempo—; por mucho que le agradeciera a Dios que hubiera puesto fin a esta aventura, cuya responsable después de todo era un poco ella, Fortuna apenas conseguía aceptar estos razonamientos. ¿Qué derecho tenía a condenar un amor semejante? Judío o cristiano, iglesia o sinagoga, su felicidad, cuando estaban juntos, era tan total que resultaba imposible no sentir y compartir el brillo de su alegría.
Cuando doña Orovida esperaba a su amado, su estremecimiento a cada ruido de pasos en el camino, su decepción cuando comprobaba que no era él, trastornaban a la vieja sirvienta. Ahora bien, desde hacía semanas, él no había vuelto a aparecer. Cada noche, la pobrecilla seguía cambiándose sus atavíos, mientras cepillaba su cabellera para hacerla suave y sedosa, y se perfumaba esperando en vano la llegada de Jufré. ¡Señor, cuán bella se puso cuando empezaron a amarse! Tan plena como una flor de loto, irradiaba a su alrededor toda la dicha del mundo. Siempre resplandeciente, ahora el dolor parecía ensombrecer el terciopelo de su mirada cada día más. Suspirando y meneando la cabeza con consternación, Fortuna oyó de pronto unos gritos que parecían venir de detrás de los árboles que formaban una cortina entre el manantial y el camino de Toledo.
—Descansa aquí, muchacho —oyó ella claramente.
—Está bien, amo.
—El lugar parece tranquilo. No hay humo de chimenea, ni gente trabajando. En este día de Shabat, es probable que la hacienda pertenezca a judíos. Además, hay agua cerca: ¡escucha! En cuanto hayamos comido un poco, llenaremos nuestras cantimploras. Si somos razonables, nos durarán hasta la frontera.
—Sí, amo.
—Pues bien, García, amigo mío, henos aquí cerca de la meta.
—Pero ¡qué demonios! ¿Por qué estás tan desanimado? ¡Deberías alegrarte de haber escapado a las garras de los inquisidores!…
—¡Oh, pienso en mi familia, señor! No porque hayan participado en la conspiración como vos, pero son conversos y si los denuncian, temo que les ocurra una desgracia…
—De ninguna manera, no te inquietes. Con un poco de habilidad seguramente podrán salir de allí aprovechando el plazo de respiro recomendado por el clero.
—Justamente, no. Ellos no son de la clase de gente que se doblega ante las amenazas. Son demasiado orgullosos. Encender las velas del Shabat en memoria de un pasado que aman no será jamás para ellos un crimen contra Dios.
—Ya sabes, si son detenidos y enjuiciados…
—¡Ah, no me hable de eso, señor! Tiemblo imaginándolos salir de la fortaleza vestidos de penitentes, con esas túnicas infamantes y los cirios encendidos, atravesando descalzos el húmedo puente para acudir a la Plaza Mayor. ¡Si al menos después de esa humillación los dejaran vivir en paz! Pero los reconciliados no tienen derecho a poseer una taberna. Así que, aun en el caso de que se retracten, se la confiscarán junto con todos sus bienes, y perderán todo medio de subsistencia. Mi padre no tiene otro oficio y está demasiado viejo para aprender otro. En cuanto a mi madre, está en mal estado desde que sintió ese bulto en el seno. ¡Ah, ellos son orgullosos, demasiado orgullosos! Si se retractaran, ¿cómo iban a soportar una existencia tan envilecida?
—Es mejor retractarse que sufrir las llamas de la hoguera, mi pobre muchacho…
Ante esa perspectiva, un angustioso silencio se hizo entre los dos fugitivos. Conmovida, Fortuna se levantó penosamente, se quitó con una mano entumecida algunas ramitas de hierba prendidas a su vestido, luego atravesó el oquedal a pasos lentos, rumbo al camino, recogiendo aquí y allá algunas briznas de romero para perfumar el baño de su ama. Al llegar a la calzada, se acercó a los dos hombres que descansaban a la sombra royendo unos mendrugos de pan seco, y los abordó con su mejor sonrisa:
—¡Bienvenidos! Aquí estáis a buen recaudo. Venid a refrescaros un poco bajo nuestro techo. Así podréis darle noticias a mi ama.
—¿Qué noticias, vieja? —lanzó el hombre de más edad con aire suspicaz.
—Yo estaba sentada a la orilla del arroyo, detrás de esos árboles, y sin querer he oído vuestra conversación. ¡No temáis! Esta finca pertenece a doña Orovida, mi ama, y es judía, como vosotros habéis pensado.
Aliviados, los dos hombres se levantaron de un salto, reunieron en un saco algunas olivas, cogieron sus cantimploras y los restos de su viejo pan, lo metieron todo revuelto en sus petates, y sin pedir más explicaciones siguieron a Fortuna hasta el interior de la casa. Una vez allí, se arrojaron como lobos hambrientos sobre las lascas de carne de vaca asada preparada para el Shabat y engulleron, casi sin masticarlas, unas galletas frugales, todo ello regado con vasos de cerveza llenos hasta el borde.
Mientras Fortuna limpiaba y curaba los pies heridos del muchacho, Orovida, avisada de su llegada, entabló conversación con el de más edad.
—¿De modo que venís de lejos?
—Sí, de Sevilla.
—Así que es allá donde han empezado a hacer estragos con sus castigos. ¡Lo cual no es extraño, porque hay que reconocer que los cristianos nuevos sevillanos siempre han tenido fama de tenaces a la hora de negarse a renegar de su pasado de judíos!
—Exactamente, señora. ¡Si los inquisidores no hubieran descubierto nuestro complot, quizás nunca hubieran conseguido implantar allí sus tribunales!
—¿Queréis decir que os habéis atrevido a conspirar contra ellos?
—¡Sí, señora, porque había que defenderse a cualquier precio! He aquí cómo sucedieron los hechos: dos inquisidores, Miguel de Murillo y Juan de San Martín, llegaron a Sevilla a principios de enero. El domingo siguiente, Murillo proclamó, desde lo alto del púlpito de la catedral, que le sería concedido a la ciudad un plazo de respiro de una duración de un mes. Durante ese período, todos los judaizantes podían presentarse por su propia voluntad ante los inquisidores para confesar su herejía y, sobre todo, para revelar al Santo Oficio los nombres de todos los criptojudaizantes que conocieran. Entonces serían absueltos y harían penitencia antes de ser reintegrados en el seno de la Iglesia durante una gran procesión de acto de fe. Al final de este período de un mes generosamente concedido, los conversos sospechosos o denunciados por herejía que no se presentasen ante los inquisidores, serían arrestados y citados ante un tribunal. Los que confesaran, y cuyo arrepentimiento fuera juzgado sincero, serían condenados a abjurar de levi[11], o de vehementi[12], según la importancia de su delito y, como los otros, recibirían el perdón de la Iglesia durante un auto de fe. Las penitencias y los castigos infligidos serían, según los casos, la flagelación, el destierro o el encarcelamiento. Además, los reconciliados y sus descendientes serían excluidos de ciertos comercios y profesiones; y sus bienes, confiscados. El anuncio de estas medidas, señora, no sorprendió a nadie, pues sin ellas, ¿cómo iban los monarcas católicos a financiar su futura guerra contra Granada, y cómo iba la Inquisición a demostrar sus posibilidades de funcionamiento?
—¡Desgraciadamente es así! Pero decidme, ¿de qué comercios y profesiones han sido excluidos los reconciliados y sus hijos?
—De los que están prohibidos a los judíos, o poco más o menos, señora. Por ejemplo, no tendrán más acceso a los servicios públicos, ni tendrán derecho a vender especias, fabricar jabón, o poseer una taberna…
—¿Tampoco podrán ejercer la medicina? —lo interrumpió Orovida con voz alarmada.
—Tampoco, señora: la medicina, la farmacia, la recaudación de impuestos forman parte del lote… ¿Pero qué os ocurre, señora? —se inquietó el fugitivo al ver que su interlocutora palidecía.
—No es nada… continuad, por favor.
—Por último, los acusados que se nieguen a arrepentirse serán condenados a la hoguera… Serán considerados como tales todos aquellos cuya culpabilidad sea evidente, según la Iglesia, y quienes persistan en defender su inocencia negándose a confesar unos crímenes que declararán no haber cometido. Igualmente aquellos cuya confesión se considere incompleta, o que resulten sospechosos de proteger a otros conversos ocultando información a propósito de ellos, y finalmente, ni que decir tiene, todos aquellos que, admitiendo su judaísmo, se nieguen a abjurar de él. ¡Para esos no hay misericordia! Siendo considerado su delito como la más alta traición, serán entregados sin piedad a las autoridades seculares, y la hoguera será obligatoriamente su castigo. ¿Acaso no es el fuego, según sus convicciones, señora, la única forma de purificar un alma extraviada garantizándole la eterna salvación?
Horrorizada, Orovida se quedó sin voz.
—A fin de que nadie pueda pretender ignorar estas disposiciones —prosiguió el hombre— el anuncio ha sido clavado en el portal de la catedral y unos pregoneros han sido enviados a todos los rincones de la ciudad. Tan pronto supimos la noticia, nosotros, los conversos, comprendimos en seguida que estábamos entrampados. Lógicamente, que fuéramos buenos y fieles cristianos, o sospechosos de ser criptojudaizantes, no cambiaría nada nuestro destino final, pues ninguno de nosotros estaba a salvo de una denuncia. ¿Quién nos delataría? Eso nadie podía preverlo. ¿Un viejo beato orgulloso de la «limpieza de su sangre»? ¿Un enemigo que busca el modo de vengarse? ¿Un converso enloquecido o cobarde que quiere salvar el pellejo o, más simplemente, una sirvienta sin malicia que deja escapar imprudentemente que solíamos bañarnos los viernes?… Una vez que la Inquisición examine nuestro caso y hayan comenzado a arrancarnos las seudo-confesiones, bajo tortura si fuera necesario, todos sabemos que es ilusorio pensar que se puede salir vivo de sus garras. Por eso, espontáneamente, algunos de los nuestros decidieron unirse con el fin de tratar de resistir por la fuerza. Nosotros, y no los judíos, por ser los más amenazados, le pedimos a un viejo judío que le enseñaba en secreto hebreo a nuestros hijos, que nos dejara utilizar su bodega para esconder nuestras armas. Era un bonachón insignificante que no llamaba la atención de nadie, excepto por su hija. La primera etapa de nuestro plan consistía en quitarnos de encima a Murillo y a San Martín, pues el golpe estaba proyectado para el último domingo antes del final del plazo de gracia. En efecto, tras haber observado minuciosamente sus costumbres, notamos que el domingo por la mañana, para hacerles sentir su siniestra presencia a los grandes y a los poderosos de Sevilla —tanto a los cristianos viejos como a los nuevos—, ellos no asistían a la misa del monasterio dominico, sino a la de la catedral. Venían a confesarse muy temprano, antes que la muchedumbre de fieles, y mientras esperaban la hora de la misa, se dedicaban a meditar y a orar. La idea era, pues, que unos cuantos hombres decididos debían capturarlos a la entrada de la catedral, ejecutarlos, y luego desaparecer rápidamente en las callejuelas de la ciudad, poco frecuentadas a esa hora. Por último, en cuanto dieran la alarma, todos los conversos debían tomar las armas.
—¿Cuál era vuestro cometido en el complot?
—Distribuir las armas porque, como soy negociante en seda, yo podía disimularlas fácilmente en mis rollos de tela. Pero dos días antes del domingo en cuestión, cuando yo acababa de terminar mi «distribución» y volvía a mi casa a caballo, vi que unos milicianos de la Santa Hermandad cerraban la calle Matías Gagos e iban derecho hacia la casa del viejo profesor. Apeándome en seguida, me colé en la tienda de un amigo mío fabricante de zapatos, a la vuelta de la esquina, desde donde pude observar todo lo que pasaba. Unos minutos más tarde, la tropa reapareció, arrastrando y empujando a su miserable víctima, tan aterrorizada que apenas podía sostenerse de pie. «Eres una mierda, apestas a ajo», berreaban a coro. «¡Ah, ya verás, cochino hijo de puta judía! ¡Si tu hija no abriera la boca tanto como sus piernas, sólo nuestro dulce Jesús sabría desde cuándo conspiras contra nuestra santa madre Iglesia y contra el reino!». Una vez que las bestias hubieron desaparecido en la esquina arrastrando al pobre viejo, corrí a alertar a la mayor cantidad posible de mis amigos, tratando de no llamar la atención. Luego ensillé mi caballo lo más rápido que pude, recogí el dinero que guardaba en mi casa, y cogí a García por el pescuezo, para llevármelo conmigo.
—¿Por qué os habéis dirigido a Villafranca?
—Porque yo sabía que, una vez descubierto el complot, todos los conversos de la ciudad, implicados o no, criptojudaizantes o no, no harían otra cosa que huir, y que subirían a bordo de la primera embarcación a punto de partir, en cualquier rumbo, o tomarían el camino de Portugal. Con todas las complicidades de que goza, en un abrir y cerrar de ojos, la Inquisición les seguiría la pista hasta atraparlos. Como yo había sido el primero en estar sobreaviso, pensé en ponerme fuera de peligro antes de que arrestaran a ciertos conspiradores y se produjeran sus inevitables delaciones bajo tortura. Adivinando que la mayoría de los fugitivos tomaría todas las direcciones, menos la del norte, decidí coger este último rumbo.
—Vos tuvisteis razón. En un par de días, estaréis a salvo en Portugal. Por lo demás, ya lo estáis en Extremadura. La Inquisición todavía no está presente aquí.
—Por ahora… —murmuró el hombre—. Es cierto que sin la Belleza de Sevilla, nosotros no la hubiéramos tenido tan pronto en Andalucía.
—¿La «Belleza de Sevilla»?
—Es una mujer, señora, justamente la hija de nuestro desdichado profesor, quien merece plenamente ese apodo. Perdonadme la confianza, pero su mirada de fuego no tiene más que posarse sobre un hombre para abrasarlo por entero. Tiene una manera de arquear el talle y de enderezar el busto que desencadena las ansias más locas. Cuando su madre murió, al quedarse sola con un padre demasiado viejo y débil, la pobre niña ya no tuvo a nadie que le mostrara el buen camino y la vigilara. De naturaleza lasciva, en seguida devino presa de placeres que los hombres le prodigaron con mucho gusto. Durante mucho tiempo, por Sevilla corrió el rumor de que gozaba de los favores de un importante cristiano residente en la región, y que incluso el hijo de nuestro amigo y protector, el marqués de Cádiz, en persona, había sido uno de sus muchos amantes. Para no poner su vida en peligro, ella había aceptado el bautismo, lo que no le impidió seguir viendo regularmente a su padre. Algunos de los conjurados que pude alertar, afirmaron que fue ella quien nos traicionó. ¿Quién consiguió realmente sonsacarle estas informaciones? Probablemente nunca lo sabremos. ¿Tal vez un cristiano fanático, que quiso lavarse la conciencia después de haber fornicado con una hereje? ¿Un converso, que quería probarle a los inquisidores su buena fe? Cualquiera sabe…
—Lo cierto es que fuisteis denunciados…
—Ah, sí, señora. ¡Aterrorizado por las llamas de la Inquisición, un hombre sería capaz de traicionar a su propia madre! ¡Pero qué importancia tiene eso ahora! Lo que cierto es que los inquisidores redoblarán su crueldad. Todos los conspiradores arrestados serán quemados; y nuestro pobre profesor, colgado por los pies hasta que muera. Ruego al cielo para que la mayoría de los nuestros haya tenido tiempo de huir. Sé que un navío estaba a punto de zarpar hacia Tetuán, pues justo antes de su salida yo le había hecho llegar una partida de seda para el sultán. Si pudieron sobornar al capitán y obligarle a hacerse a la mar antes que la estiba hubiera terminado, tal vez ahora mismo estén sanos y salvos.
—¿Pero creéis que, al llegar a Marruecos, podrán instalarse tranquilamente y vivir como judíos sin preocupaciones?
—Ya lo creo que sí. El actual sultán parece acoger sin dificultad a todos los que pueden ayudarle a poner en pie el reino en ruinas que ha heredado. Establecerán sus pequeñas comunidades cerca de las de los judíos locales, y serán libres para comerciar, o para ejercer la profesión que deseen.
—¿Y los judíos de aquel país son muy diferentes de nosotros? —preguntó fervientemente Orovida.
—Sí, muy diferentes, según dicen. Son poco instruidos y, aparte de su religión, no saben gran cosa. Algunos dicen incluso que se dedican a las prácticas y a los ritos de la brujería árabe y bereber, así que, en general, los recién llegados intentan vivir apartados.
Cada vez más tensa, Orovida parecía querer recoger la mayor cantidad posible de información sobre los acontecimientos.
—Perdonadme por abrumaros con tantas preguntas —dijo—, pero Villafranca está muy alejada de todo y las noticias tardan mucho en llegarnos. ¿Supongo que estaréis agotados, después de tantos días caminando?
—¡Y de noche, señora!, pues debíamos evitar los pueblos y los albergues, por miedo a ser reconocidos y denunciados.
—¿Cómo os las habéis ingeniado para subsistir?
—Comprando al azar en el camino lo indispensable a los campesinos, y cogiendo el resto en los campos y en los árboles. Hace un rato, antes de encontraros, estábamos llenando nuestras cantimploras con el agua de vuestro manantial.
—Llenadlas todas y coged aquí cuanto necesitéis para alcanzar la frontera. Fortuna se ocupará de vosotros y José os encontrará paja y un rincón tranquilo donde dormir hasta mañana, si lo deseáis.
—Os los agradezco, señora, pero partiremos a la caída del sol para recuperar el tiempo perdido durante la noche. Mañana es domingo. Para que no nos descubran, tendremos que observar la regla del descanso durante todo el día.
—Haced como os parezca —asintió Orovida mientras se preguntaba a sí misma cómo los conversos podían llevar esta doble existencia que, a fin de cuentas, en nada les beneficiaba.
Cuando estuvo sola, trató de poner un poco de orden en las caóticas reflexiones que la asaltaron al oír la historia de los fugitivos. En primer lugar, le impresionaba la dimensión de su aislamiento. De modo que, desde hacía un mes, ya la Inquisición estaba por la labor, se había organizado un complot contra ella, los conversos se escondían por todas partes, ¿y hasta sus oídos no había llegado la menor alusión a estos acontecimientos? Sin embargo, los ecos de la situación habían debido llegar hasta Segovia, pero Alegra, en su afán por cumplir con esmero las obligaciones de su cargo, y Eleazar, tan ciegamente devoto a Juan, ¿le habrían prestado atención? ¿Sabría Eleazar que los «reconciliados» muy pronto ya no tendrían derecho a ejercer la medicina? ¡Ah, si hubiera podido hablarles, convencerles para que huyeran ahora que aún estaban a tiempo!… Después de todo, con ellos y con Jufré, tal vez el exilio fuera una opción razonable. ¿Pero dónde estaba Jufré? Desde su último encuentro, seis semanas atrás, lo único que sabía de él era aquel enigmático mensaje verbal, transmitido de una manera que traducía a la vez su prisa, su desasosiego y la desconfianza que debía de tener hacia las personas de su entorno. ¡Que se lo hubiera comunicado a Fortuna al aire libre, a plena luz del día, y en presencia de su criado, cuando ella cabalgaba en su asno por la carretera de Villafranca, decía mucho sobre su estado de ánimo, y era muy arriesgado! Sus palabras trasmitidas por Fortuna seguían grabadas en su memoria: «Dile al intendente que su ama no debe inquietarse por la irrigación de su viñedo. Mientras los pilares que sostienen la alberca no sean suficientemente sólidos, corren el riesgo de derrumbarse de un momento a otro. Por tanto será menester encontrar un medio más seguro para garantizar el aprovisionamiento de agua a la ciudad, en caso de asedio». Dicho esto, según le contó Fortuna, volvió grupas y desapareció al galope.
«Representando una farsa delante de Juan Ruiz, el encargado de la buena marcha de las obras», pensó Orovida con amargura, quien no sospechaba hasta qué punto la artimaña sería útil… ¿Pero qué era lo que estaba pasando? ¿Aquel insoportable silencio seguiría prolongándose? ¿Acaso sus encuentros habían sido descubiertos, o simplemente adivinados, y Jufré trataba de disipar las sospechas? ¡Ah, ya ella le había dicho que aquel amor era imposible! «Imposible en la España católica», le había replicado él, pidiéndole desesperadamente que lo siguiera al extranjero. ¿Finalmente, no habría que resignarse a hacerlo? ¡Con él a su lado, cualquier país del mundo siempre sería un lugar paradisíaco! ¡Había conseguido transformar el cielo negro de Villafranca en un azul deslumbrante! Luego entonces, ¿por qué no Tetuán o Fez? Si Portugal, ahora como en otras ocasiones, siempre le había parecido un destino que había que evitar, demasiado católico, a merced de uno de esos accesos de fiebre anti-judía propios de los países de la Europa cristiana, ¿no sería Marruecos, protegido por el mar, la tierra de la salvación? Según Jufré y este fugitivo, Eleazar como médico de la Corte, y él mismo, en tanto que corregidor, serían allí bienvenidos. Además, la obstinación insensata de su amante en querer compartir el destino de su raza, se vería allí totalmente recompensada, ya que en tierra musulmana, el estatus de un cristiano era el mismo que el de un judío. Como ellos, se convertiría en un dhimmi, un protegido, en virtud de las Santas Escrituras aceptadas por el Islam. Tendría derecho a la protección de los gobernantes, aun cuando la igualdad prometida no estaba exenta en todas las esferas de una inevitable forma de discriminación. Pero en fin, las vidas de los cuatro, su integridad física y sus bienes serían inviolables y, sobre todo, serían libres de ejercer el oficio que quisieran, sin coacción ni riesgo de sistemáticas persecuciones.
Había demostrado una incalificable falta de previsión al rechazar la proposición de Jufré. ¡Tenía que reaccionar a toda prisa! Eleazar estaba lejos, pero Jufré estaba allí, invisible, cerca de ella. «¡Tienes derecho, debes sobrevivir, gritaba su corazón, el derecho a vivir y a amar! De ahora en adelante, la vida y el amor no tienen más que un solo significado, un solo nombre: Jufré. ¿Qué fuerza en el mundo podía impedir que lo viera? Si él no viene, es sólo porque tiene miedo por ti. ¡Entonces te toca a ti encontrar el medio de ir hasta él, de gritarle que estabas loca, que lo amas, que con él estás dispuesta a ir cualquier parte; a Marruecos, si quiere!».
«¡Sí, tengo que partir, aunque Alegra y Eleazar se nieguen a seguirnos. Si Jufré no puede actuar, yo sí puedo. Incluso sola, si es preciso!».