XVI

A la primera ojeada, Orovida detestó a Juan Ruiz. Todo en él evocaba un lagarto. No caminaba, sino que se deslizaba con sigilo, como si intentara disimular, agitando sin cesar las manos con ademanes furtivos. En cuanto a su rostro picado de viruela, con la piel basta y aquella cabellera, santo cielo, era tan gris como una piedra, y su mirada glauca y subrepticia se insinuaba por doquier, observándolo todo y haciendo creer que no veía nada.

—Doña Villeda —comenzó con una obsequiosidad exasperante—, os ruego que me excuséis por tener la audacia de molestaros, pero vengo de parte de Su Excelencia el Corregidor.

Orovida levantó la mirada del tapiz en el que trabajaba para Jufré, y, con un movimiento de cabeza, le mostró que aceptaba sus excusas, esperando que explicara el motivo de su visita.

—Su Excelencia me ha ordenado que dirija los trabajos de reparación del pasaje subterráneo que une vuestro manantial con Villafranca.

—¿De verdad? —replicó Orovida interrumpiendo su labor—. ¿Por qué razón no se me dijo antes? ¡Jamás he oído hablar de tal pasadizo!

—Pues me siento doblemente honrado, por ser el primero en hablaros de él.

—¡Muy bien! Proseguid, os lo ruego, y decidme entonces, ¿por qué ese túnel debe repararse?

—Para asegurar las reservas de agua de la ciudad en caso de que fuéramos atacados, señora. Tal vez estemos en vísperas de una guerra contra Granada.

—Lo sé. De manera que, si os he comprendido bien, en caso de sitio, el agua de mi manantial sería desviada hacia la ciudad y mi viñedo se desecaría. ¿Su Excelencia ha considerado este aspecto en sus planes?

Sorprendido por la pregunta, Juan Ruiz se sintió invadido por la rabia. No sólo tenía que soportar que esta judía orgullosa se dirigiera a él como a un criado, sino que encima se hallaba humillantemente incapacitado para contestarle. ¿Por qué aquel cornudo incompetente y tiránico corregidor no le había proporcionado ninguna indicación al respecto? ¡Cuánto le habría gustado espetarle en la cara a esta insolente: «Por orden de Sus Majestades católicas, estáis invitada a renunciar a vuestras objeciones»! Sí, era así como las cosas hubieran debido pasar. Era él, Ruiz, quien merecía el puesto de corregidor gracias al decisivo papel que había jugado en la rendición de Villafranca, pues sólo él había sabido forzar a Pacheco a inclinarse ante de la reina. Isabel lo sabía muy bien y, sin embargo, fue a él a quien ella le arrebató el sillón para pagar las calaveradas de Fernando. ¿Por qué? Ante esta pregunta, la sangre se le heló en las venas… Pero paciencia, Juanito, paciencia… La equidad acabará por imponerse. Espera tu hora; por ahora, sométete y sirve bien a tus amos… Dios te otorgará tu desquite.

—Perdonadme, señora —continuó haciendo un esfuerzo para dominarse—. Puesto que no tengo precisión alguna sobre este punto, no puedo responder en lugar del corregidor. Sólo he recibido la orden de comenzar hoy a quitar los escombros del túnel, y de ir lo más rápido posible.

—¡Muy bien! ¡Ejecutad vuestras órdenes! Yo hablaré personalmente con Su Excelencia.

—No vale la pena, señora. Yo mismo le daré parte de vuestras quejas.

—Os lo agradezco.

Entonces, reanudando su labor con un gesto premeditadamente desenvuelto y altanero, Orovida se dejó absorber por la cola rojiza del caballo azul oscuro que estaba bordando —combinación cromática muy acertada que ella misma había imaginado—, con lo cual le dio a entender al visitante que la conversación había concluido.

Un poco más tarde, cuando le contó la escena, Jufré estalló en carcajadas.

—¡Por la aureola de la Virgen, lo has aterrorizado a tal punto que me hizo firmar en debida forma una autorización para pagarte una indemnización en caso de desviación de las aguas en detrimento tuyo! ¡Lo has manejado magistralmente! ¡Qué consumada actriz! ¡Ah, reconozco que te había subestimado!… ¡Cuando pienso que creía que tendría que pensar por los dos, convencido como estaba de tu completa inocencia!

—Oh, tú sabes, Jufré, es verdad que en ciertas cosas soy totalmente inocente…

—¿Y en esto también? —cuchicheó en su oreja abrazándola.

Arrastrados por un torbellino de inefables placeres, aquella noche el éxtasis rebasó sus esperanzas. Jamás ninguno de los dos había osado imaginar semejante deslumbramiento. Tan contenido había sido su amor, tan grande su sed del uno por el otro, que fueron proyectados más allá de cualquier percepción terrenal, en un espacio infinito que no conocían. Juntos planearon en otro mundo, con sus cuerpos unidos, y las almas en tan perfecta unión, que cuando sus manos se separaron, sus corazones siguieron palpitando en una misma y única pulsación. Se habían entregado el uno al otro definitivamente.

Los siguientes días se siguieron amando, locamente, y si bien exteriormente nada había cambiado, en lo más profundo de sí mismos, todo era distinto. El amor estaba en todas partes, irradiando alrededor de ellos. Aunque seguían realizando los mismos gestos, cada uno de sus movimientos adquiría un nuevo significado. Cada mañana, al levantarse, Jufré pensaba en ella, miraba el cielo y la imaginaba, también en su ventana, experimentando la misma felicidad que él. Cuando mordía una manzana fresca, deseaba ardientemente que ella pudiese, al mismo tiempo, saborear en su mesa otra igual de deliciosa. En cuanto a Orovida, mientras perfumaba con romero el agua del baño, se preguntaba si aquel aroma le gustaría tanto como a ella cuando la estrechara, y sonreía pensando en prepararle mil nuevos ramilletes en la espera de la noche.

Como le había prometido, Jufré la visitaba con más frecuencia, pero nunca sabía con certeza cuando iba a aparecer. A pesar del subterráneo, debían permanecer vigilantes, máxime ahora que sus encuentros habían dejado de ser una mera suposición para devenir una realidad. Para confundir a quienes lo rodeaban, pretextando que padecía de insomnio, él salía todas las noches a fin de efectuar, según decía, largas y solitarias caminatas susceptibles de devolverle el sueño. Escogiendo en cada ocasión un itinerario diferente, volvía a propósito a las horas más diversas. De esta manera, las personas de su entorno se habían acostumbrado a esos extraños vagabundeos, más aún tomando en cuenta que todos se complacían en reconocer que de un tiempo a esta parte estaba de muy buen humor.

«¿Quién sabe si, insinuaban con guasa los guardias frotándose los ojos irritados por el humo de la hoguera, nuestro patrón ha encontrado un bocado exquisito que protege celosamente de los codiciosos? ¡Que le aproveche!… ¡Está muy bien que un buen mozo, vigoroso y corpulento como él, gaste su energía en algún sitio!…».

Cuando caía la noche, Orovida lo esperaba pacientemente y cuando por fin él llegaba, su alegría largo tiempo contenida, estallaba como un torrente brutalmente liberado de los hielos del invierno. En cada uno de sus encuentros, su pasión se manifestaba de diversas maneras, a ratos tempestuosa o maliciosa, a veces sosegada o tierna. Ella se dejaba llevar, feliz, débil y suave, dulce y flexible, voluptuosa y dispuesta a satisfacer todos sus deseos. Él, atento al ritmo de sus ardores, controlando y concertando sus exigencias con la ascensión de su sensualidad, nunca dejaba de colmarla. De esta manera acabaron por conocer tan bien sus más mínimas vibraciones que cada respuesta, inmediata y perfecta, los proyectaba, maravillados, fuera del tiempo y del espacio.

—Cada mañana, cuando te doy los buenos días desde mi ventana, te imagino a punto de peinarte la cabellera de oro, eligiendo un vestido o mojando uno de las bizcochos de mantequilla de Fortuna en tu leche, y me pregunto: ¿cómo he podido vivir sin ti durante todos estos años?

—Sin amor, es el frío, la aridez, el vacío, la soledad —le respondía Orovida.

—¿Amabas a David?

—Antes de la peste, sí, apasionadamente, como sólo una jovencita inexperta y protegida puede amar a un hombre cultivado, seductor y refinado. Pero ante todo era un amor hecho de admiración, asombrada de que semejante hombre pudiese amar a una chica tan simple y apagada como yo.

—¿Y después?

—Solicité su amor hasta su muerte.

—¿Lamentas no haberlo recuperado nunca?

—Sin ti, tal vez lo lamentaría, pero gracias a ti, no; es imposible. Entre David y yo, bien lo sabes, siempre hubo una relación que implicaba, de su parte, un poco de condescendencia hacia mí. Este amor de nosotros es total y recíproco.

—A partir de ahora ya no podremos existir el uno sin el otro.

—Aunque nos separen, seguiremos estando juntos.

—En un universo para nosotros solos, en el interior de nosotros mismos…

—Nuestro universo. Un mundo aparte para nosotros dos, indestructible…

A veces, cuando se quedaba sola, Orovida pensaba en David y rememoraba sus años de vida en común bajo un punto de vista diferente. Sin ninguna duda, de cierta manera, él la había engañado, de lo cual ambos siempre fueron conscientes. No obstante, si circunstancias ajenas a su voluntad habían trastornado su vida y su unión, a fin de cuentas nada permitía afirmar que verdaderamente él la había traicionado con otra mujer, eventualidad que ahora le parecía sin importancia, tanto más cuanto que él acabó admitiendo la injusticia de su comportamiento y había intentado enmendarse… ¡Desgraciadamente los acontecimientos le habían impedido volver a ella definitivamente, de lo cual no se le podía culpar! En cuanto a ella, jamás lo había deshonrado ya que, hasta su muerte, había soportado su frustración con total resignación. De modo que hoy nadie podía reprocharle haber encontrado al fin su plenitud. Ciertamente, era con un cristiano, pero sólo el destino era responsable de eso, como lo era de la muerte de su esposo. Jufré tenía razón cuando decía que su Dios, el verdadero Dios, el Dios del amor y la compasión, el Dios tolerante y humanitario, era el mismo, y que se situaba por encima de una iglesia o una sinagoga, de un crimen o un castigo. En este infierno terrenal, Dios les había ofrecido una porción de paraíso que ellos habían aceptado con gratitud. Si le llegaba la hora de morir —pues desde hacía tiempo estaba preparada para ese momento— ella moriría colmada, porque su amor la llenaba por entero. Ni siquiera David, estaba segura, la condenaría…

Solitario, recorriendo a paso largo las callejuelas de Villafranca, también Jufré pensaba a menudo en Leonor, persuadido de que su nueva pasión le permitía ahora considerar su fracaso con más serenidad. Cierto que jamás le perdonaría su traición, pues sólo había obrado por vanidad y ruin coquetería, dejándose seducir vilmente por las provocadoras lisonjas de un príncipe voluble, pero seguramente ahora la habría comprendido si se hubiera entregado únicamente por amor… Amar a un solo ser en su vida, sí, lo había creído y por tanto había exigido de su esposa una entrega exclusiva y total, creyendo él también que le pertenecía para siempre, en cuerpo y alma. ¡Inocente y juvenil convicción, pulverizada, aniquilada por la hoguera que devastaba su corazón!… Sin duda había amado a Leonor, pero ahora sólo quería tiernamente a Orovida, y ya no vivía sino para ella. Hasta aquí él daba amor; y de ella, lo recibía todo, enmaravillado y agradecido. ¿Y entonces, se podía hablar de arrepentimiento, de perdón, de traición? Traición… Dios todopoderoso, ¿qué derecho tenía él a pronunciar esa palabra?

Una noche, mientras atravesaba dando zancadas la plaza desierta de la catedral, se le ocurrió bruscamente que su amor por Orovida estaba inscrito en el cielo para toda la eternidad. Los monarcas católicos, uno por codicia, la otra por beatería, habían jugado con cuatro destinos: el de David y Orovida, el de Leonor y el suyo. Las dos primeras víctimas habían sido Leonor y David: ella proscrita, él muerto. Sólo quedaban Orovida y él. Si por desgracia, su relación llegaba a conocerse, ellos también estarían perdidos. ¡Pero poco importaba el precio a pagar: su unión era una brillante victoria sobre los soberanos! A pesar de ellos, habían encontrado en esta tierra una parcela de paraíso. Nadie, ningún monarca del mundo, por poderoso que fuera, podría expulsarlos de aquel edén. Frente a esta evidencia —¿quién sabe?—, incluso David quizá le habría perdonado, tanto como él llegaría tal vez a perdonarse un día…

Fue una época bendecida por los dioses. Cada uno de sus encuentros magnificaba su amor, haciéndolo más profundo, más indestructible. Devorando con la mirada a Orovida, Jufré no cesaba de maravillarse de los cambios ocurridos en ella. No sólo resplandecía con un incomparable fulgor entre rosado y dorado, sino que transfigurada por el amor y la adversidad, una madurez impregnada de dulzura había borrado por completo su tímido y oscilante comportamiento de antes.

Por su parte, ella leía en los ojos de Jufré que la alegría y la serenidad habían ahogado suavemente la rabia y la amargura de antaño. Su hermosa mirada ahora sólo reflejaba el azul oscuro de un estanque sosegado, y ella daba gracias al cielo, a cada instante, por una felicidad tan providencial. Por añadidura, él la protegía de cualquier inquietud material. De ese modo había podido, por intermedio de su amante, hacerle llegar su mensaje a Alegra, experimentando por ello un alivio infinito.

Fortuna, por su parte, no hacía ninguna alusión a lo que no podía dejar de ver. Sin embargo, como por azar, con frecuencia aparecía en la cocina una cantidad inusitada de golosinas. Orovida aparentaba no darse cuenta de nada, y mantuvo la conspiración del silencio divirtiéndose para sus adentros con la glotonería de Jufré, incapaz de resistirse a las rebanadas de membrillo en almíbar, a los limones ácidos y dulzones, a los crujientes bizcochos de azahar y al incomparable pastel sazonado con especias de la vieja sirvienta. Por eso, cada vez que advertía en un estante la aparición de una nueva mermelada, lo imaginaba de antemano saboreando como un niño su descubrimiento, lamiéndose con deleite los dedos embadurnados de almíbar escarlata.

Cuando al final de sus encuentros, sonaba la hora de la separación, los adioses devenían cada vez más penosos. En lo sucesivo, el presente dominaba al pasado, y el futuro comenzaba a ganarle terreno al presente. Por eso, como es natural entre los amantes, llegó el momento en que incluso la simple idea de separarse les resultaba intolerable. Por desgracia, cuando abordaban el asunto, el espectro del crucifijo se alzaba ante de ellos reduciéndolos al silencio. No obstante, Jufré se negaba a desanimarse, repitiendo, como para convencerse mejor, que todo problema trae consigo una solución, y que una vez encontrada, incluso si era imperfecta, debía ser aceptada. Ya que el obstáculo era de orden religioso, había que descubrir un medio para evadirlo. Naturalmente, no se trataba de que Orovida se convirtiese, pues había pagado muy caro el derecho a seguir siendo judía. Pero él, ya que de hecho creía en un solo Dios para todos, ¿por qué no se volvía judío? ¿Su vida entonces sería un infierno en esta España cristiana? ¡Sea! Sólo tenían que exilarse. Después de todo, el mundo era grande y había otros países. Portugal, por ejemplo, donde, bajo el reinado de Alfonso V, los judíos vivían en relativa seguridad desde hacía medio siglo, o incluso Marruecos que, con la llegada al poder de la dinastía Wattasi, abría sus puertas de par en par a los judíos y a los conversos. También estaba el gran Imperio Otomano, que acogía a todos los fugitivos procedentes de Occidente, agentes de progreso y de bienestar particularmente apreciados por sus conocimientos culturales, comerciales y, sobre todo, por su sabiduría en materia de armas de fuego.

Así las cosas, una noche, antes de ir a su encuentro, él tomó la decisión de abordar claramente el tema. Preparó las palabras y las frases susceptibles de convencerla y, sumido en sus pensamientos y tras varios rodeos por la Plaza Mayor y el barrio judío, se dirigió hacia la entrada del subterráneo. Al llegar, desplazó la losa que ocultaba el acceso a la escalera que conducía al aljibe, dejándola en equilibrio, entre el camino y la abertura. Descendió algunos peldaños, y luego se volvió para levantar la piedra con las manos y ponerla en su lugar. Hecho esto, prosiguió su descenso hacia la entrada del túnel siguiendo, en medio de una obscuridad total, el angosto reborde del depósito de agua. Cuando llegaba a la pequeña galería, siempre se lamentaba de estar obligado a venir sin antorcha, pues durante las obras había sido seducido por la misteriosa belleza del aljibe entrevista a la luz del día. En efecto, por encima del oscuro espejo de agua de lluvia, acumulada allí desde hacía siglos por las filtraciones, se elevaba una sucesión de columnas y arcos que se reflejaban en su superficie, mágico universo resaltado por grutas tenebrosas. Lamentablemente, de noche todo eso era invisible y sólo subsistía una sensación de húmedo y sofocante vacío.

Inclinándose para entrar en lo más profundo del túnel, Jufré de pronto sintió un frescor en su nuca, como si una corriente de aire atravesara la galería. Temiendo haber colocado mal la piedra en su lugar, lanzó una rápida mirada hacia atrás, pero no distinguió ninguna luz, ni el menor movimiento. El aire estaba inmóvil. «Es extraño…», se dijo. «¡Bah! Quizá cogí un poco de frío y estoy más sensible a la humedad que de costumbre. No vale la pena inquietarse por tan poca cosa».

Como cada vez que volvía a ver a Orovida, su corazón dio un vuelco en su pecho. Ella estaba allí, siempre más bella, más suave para estrecharla y acariciarla. Alrededor de ellos se borraban el mundo y sus angustias, y se abría, como por encantamiento, un paraíso efímero y radiante. Esa noche, sin embargo, tenía que afrontar la realidad, la que algún día se impondría ineluctablemente.

—Ven —dijo, separándose tiernamente de sus brazos y entrando en el interior de la casa—. Orovida, mi rayo de sol, debemos hablar del futuro. No puedo seguir soportando la idea del peligro que te hago correr, y quiero que estés segura, segura conmigo.

—¡Jufré! ¡Ya hemos hablado de todo eso y siempre regresamos al punto de partida!…

—Lo sé. Pero ahora hay que romper ese círculo infernal. Escúchame. Sal de ti misma. Busca otra cosa. ¡Ve más lejos! La España fanática no es el único país en el mundo, y tampoco la religión cristiana es la única. En Portugal, los judíos viven en paz como ocurría antes aquí. ¡Si me vuelvo judío, podríamos casarnos e instalarnos allí tranquilamente!

—¡Ni lo pienses! ¡Aceptar por tu propia voluntad el destino de un judío! Has perdido la cabeza, amor mío…

—¿Por qué? ¿Tu destino no puede convertirse en el mío? Sin ti, mi vida no tiene sentido, te lo he dicho mil veces. Nuestro Dios es el mismo, lo demás no son más que aderezos superficiales. Escucha. Tengo amigos en Portugal, entre los Braganzas. Durante la reciente guerra ellos nos ayudaron, levantando en el centro mismo de su país una revuelta procastellana. La sublevación fue aplastada, pero son inmensamente ricos y el tercio del país les pertenece. Gracias a ellos, podría encontrar una pequeña hacienda donde viviríamos en paz.

—¡Qué bonito sueño! —murmuró Orovida con una voz ahogada— ¿pero tú crees que las cosas son así de simples cuando se es judío? Hoy el rey de Portugal protege a sus súbditos, «sus» judíos, ¿pero y mañana? Mira lo que nos pasó aquí: durante la gran reconquista, nuestros servicios eran indispensables al reino; nuestras fortunas llenaban sus cofres, nuestros financieros hacían juegos malabares con sus cuentas, nuestro pueblo se instalaba en las tierras conquistadas y nuestros lingüistas, nuestros legados, nuestros diplomáticos servían de intermediarios entre cristianos y moros. Acabado el período de revueltas, rápidamente perdimos nuestros privilegios y, a partir de entonces, nuestra suerte depende por entero de los caprichos de los soberanos, de las necesidades del Tesoro y del odio que alimentan contra nosotros las autoridades civiles y religiosas. Tú no puedes comprender el sentimiento de precariedad e inseguridad permanente que acosa siempre a nuestra raza. ¡Si eres útil, te protegen, si no lo eres, te abandonan a la venganza de un pueblo inflamado por los prelados en nombre de Dios!… ¡Peor aún, te persiguen para obligarte a convertirte, como le hicieron a tantos de mis semejantes en 1391, o, última humillación, te expulsan como le ocurrió a los pobres judíos de Francia cuatro veces en dos siglos!

Paciente y prudentemente, Jufré volvió a la carga.

—También hay países no cristianos. ¡Marruecos, por ejemplo, justo al otro lado del mar!

—¿Pero acaso no es una tierra desheredada, espantosamente pobre, atrasada y sin leyes?

—Tal vez… ¿Y qué dirías de Constantinopla? —propuso con entusiasmo—. He oído decir que los turcos arden en deseos de iniciarse en nuestras costumbres y en nuestra técnica, y que acogen a los extranjeros amistosamente. ¡Teniendo en cuenta mis conocimientos de las armas de fuego, seguramente me será fácil obtener distinciones y riquezas en poco tiempo!

—¡Constantinopla! Amigo mío, ¿has pensado en los peligros del viaje? ¡Por tierra, nos arriesgamos cien veces a ser desvalijados o asesinados, y por mar, podríamos ser atacados por los piratas que infestan las costas, o incluso desaparecer en un naufragio! Morir ahogada debe de ser espantoso…

Desanimado, Jufré no insistió. Para Orovida, hija de su pueblo, la hostilidad del mundo era universal. Siempre y en todas partes el peligro, la violencia y la arbitrariedad acabarían por decir la última palabra.

Atrayéndola a sus brazos, la poseyó casi desesperadamente, convencido, pese a todo, de que pronto conseguiría convencerla.

Al amanecer, entusiasmado, y con los sentidos apaciguados, Jufré tomó el camino de regreso. Llegado al último peldaño del subterráneo que conducía a la salida, extendió los brazos para levantar la losa. Al no conseguir desplazarla, de pronto inquieto, empujó más fuerte, repitió varias veces la presión, pero en vano. No se movía. Acordándose entonces de la corriente de aire que horas atrás había sentido en la nuca, exploró febrilmente con los dedos el contorno de la piedra. Colocada de través, estaba atascada. ¡Sin embargo, estaba seguro de haberla puesto correctamente en su lugar! «¡Por todos los demonios de Satán! ¿Qué rayos pasa?», blasfemó maniobrando la losa con todas sus fuerzas de suerte que, al fin, tras encontrar su posición habitual, consiguió volcarla para abrirse paso.

Tan pronto estuvo afuera, perforó la penumbra con la mirada. Como de costumbre, el sendero que llevaba hasta su casa le pareció desierto. Sin embargo, por prudencia no lo tomó, y dio un rodeo en dirección a la puerta Cristo. Después torció a la izquierda y se metió en la calle que se extendía a lo largo de la muralla norte de la ciudad, cruzándose sólo con algunas vagas siluetas que salían furtivamente de un burdel reservado a los cristianos.

Dejando atrás la tienda de los Díaz, al otro lado de la calle, continuó derecho hasta la calle de la Gloria, que subía hasta la plaza de Santa María, atravesó a grandes pasos la Plaza Mayor, subió de dos en dos los escalones de San Mateo, y unos minutos después estaba en su casa. Cuando franqueó la gran puerta tachonada, vio a sus guardias desplomados en el suelo de la gran sala, profundamente dormidos. El ruido de sus pasos apenas les hizo removerse. En rigor, tendrían que haberse puesto de pie en seguida, con gran acompañamiento de tacos y puntapiés, pero excepcionalmente su somnolencia le venía muy bien a su patrón, quien se cuidó mucho de no despertarlos. Una vez a solas en su habitación, tras quitarse la voluminosa capa y el capucho, examinó la situación. Alguien le había espiado. Esto era casi seguro. O bien el hombre le había seguido hasta la entrada del aljibe, o bien había esperado en el lugar y, tan pronto lo vio descender, levantó la losa para observar su maniobra. ¿Pero lo habían identificado? Ese era el quid de la cuestión. Muchos hombres habían participado en los trabajos del túnel, de modo que era imposible que su existencia permaneciera oculta en la ciudad. Así que cualquiera podía utilizarlo como lugar de encuentros secretos o como escondite. Por consiguiente, sólo habrían podido reconocerlo si lo habían visto salir de su residencia. Si ese no era el caso, su atavío nocturno le garantizaba el anonimato más completo. Además, ¿si lo hubieran seguido, no se habría percatado? En verdad, estaba más preocupado que de costumbre, pero de ahí a perder sus viejos reflejos, había un buen trecho. Por otra parte, sea quien fuera, no le podía acusar de nada. Sin embargo, una cosa estaba clara: al menos durante un cierto tiempo, tenía que renunciar a sus encuentros.

Atormentado por la inquietud, pasó las primeras horas del día buscando la mejor manera de hacerle llegar un mensaje a Orovida.