Aullando como un demente, el viento barría la triste llanura de Extremadura, levantando a su paso múltiples espirales de tierra amarilla, seca y polvorosa. «Si por fin lloviera», suspiró Orovida acurrucada al calor de la chimenea, aterida en la cocina, arropada en su chal. Después del interminable y ardiente verano, la naturaleza estaba tan árida, tan extenuada… Pero López repetía que rara vez llovía antes de Navidad, y a veces nunca. ¿De modo que aquellas nubes de tormenta de noviembre nublando el horizonte, no eran más que una ilusión? ¿Se disolverían, aspiradas por el viento, antes de haber derramado su maná sobre la tierra sedienta, o bien, reventarían de pronto en ese diluvio tan esperado?
Cuando la noche se extendía sobre la tierra como una capa de plomo, por fin unas gruesas gotas de lluvia, al principio muy espaciadas y luego cada vez más copiosas, empezaron a golpear el suelo sediento, cavando grietas y surcos pronto anegados por verdaderas cataratas. La lluvia era allí provechosa, y la naturaleza desencadenada llevaba a cabo en la tierra su eterna e incansable obra de regeneración. En la habitación iluminada como si fuera de día por los rayos que se sucedían a un ritmo cada vez más irregular, Orovida aspiró a pleno pulmón el frescor del aire que entraba violentamente en toda la casa, semejante a un tornado bienhechor.
—¿Deseáis retiraros, señora, o preferís quedaros aquí unos instantes más? —le preguntó Fortuna a su ama, poniendo en orden la cocina antes que anocheciera, y a pesar del estrépito de la tormenta.
—Sí, creo que me quedaré un momento escuchando la lluvia.
—En ese caso, voy a atizar el fuego. Aquí tenéis un velón para cuando volváis a vuestra habitación, y las cortezas de frutas confitadas están sobre la mesa. Las habíais olvidado sobre el banco cuando entrasteis a guareceros del viento.
—Gracias. ¿Qué sería de mí sin ti?
—¡Qué pregunta! ¿Y qué sería de mí? ¿Qué habría hecho sin vos, señora, y sin el pobre don David, durante todos estos años? ¡Buenas noches, señora, y que los truenos no turben vuestros sueños!
¿Sus sueños? ¿Cómo habría podido soñar? Las semanas habían transcurrido sin noticias de Jufré. ¿Acaso el peligro era tan grande, o había cometido un error al confiar en él? ¡Ah, lo mejor hubiera sido partir antes de que fuera demasiado tarde! «¡Partir!», se repetía, sabedora de que no lo haría, porque mientras más Jufré la hacía languidecer, más lo necesitaba. No tanto por razones puramente prácticas, sino por el simple deseo de verle, de contar con su presencia. Tenía, pues, que esperar, esperar un poco más… tener paciencia.
Las brasas estaban casi consumidas cuando, un poco entumecida por la inmovilidad, decidió ir a acostarse. Al salir de la cocina, ahuecó la mano para proteger la llama de su velón de las ráfagas que soplaban bajo las arcadas de la galería, y, encorvando la espalda, se apresuró hacia su habitación. Casi había llegado cuando creyó oír que golpeaban la gran puerta. Era imposible. ¿Quién podía aventurarse a salir en una noche como aquella? Probablemente fuera el roce de un rama sacudida por la tempestad. Pero no, porque los golpes se reanudaban: tres breves e insistentes toques resonaron en la inmensa puerta. Intrigada e inquieta, Orovida se deslizó sin hacer ruido hasta allí y alzó, titubeante, su lámpara hasta la mirilla. Apenas entrevió el rostro que estaba del otro lado, tuvo un sofocón. La manera en que se embozaba con el capucho, no dejaba lugar a dudas. ¡Era Jufré! Con las manos temblorosas, turbada por la sorpresa, la excitación y la alegría, descorrió los cerrojos y le hizo entrar.
—¡Dios mío, sois vos! ¿En una noche como esta?
—Esta noche, justamente, nadie lo notaría. Hacía tanto tiempo que quería… —murmuró descubriéndose y quitándose la capa mojada.
—Pronto, venid a la cocina. Voy a reavivar el fuego. Tenéis que calentaros y secar vuestras ropas.
Quitándole las ropas empapadas, las colocó en un banco frente a la chimenea y, como pudo, trató de reanimar los rescoldos resguardados debajo de la ceniza. Arrodillándose a su lado, Jufré le quitó sonriendo las tenazas de las manos; disponiendo diestramente algunas ramitas bajo las brasas, amontonó los leños por encima y, unos segundos más tarde, una gran llama brotó radiante en el hogar. El fuego les calentó la cara, y ambos retrocedieron al mismo tiempo. Inmóviles, codo con codo, contemplaron gravemente los fulgores de la chimenea, fascinados por la hoguera que acaban de encender. Entonces, atraídos por una fuerza irresistible, se volvieron uno hacia el otro y se abrazaron.
—Orovida —dijo tiernamente—. Orovida, ¿cuando vuestro padre escogió ese nombre, sabía que un día os convertiríais en el oro de mi vida?… En mis noches de soledad, en lo alto de la ciudad, no he dejado de pensar en vos, pero nunca imaginé que viviría un instante como este.
Febrilmente, sus dedos corrían a lo largo de su cabellera, sus labios cubrían de ligeros besos su rostro, sus párpados, su boca; y sus manos, en un impulso lleno de ternura, rozaban aquellos pechos que parecían desde siempre destinados a llenar el hueco de sus palmas. En cuanto a Orovida, subyugada, sucumbió al placer.
Sin embargo, súbitamente un gran escalofrío la recorrió, y se puso tiesa:
—Esto es imposible —murmuró.
—Orovida, mi amor, imposible o no, yo te amo. Yo te amo con una pasión tan grande que nada en el mundo cuenta para mí. ¿Acaso crees que ignoro cuán despreciable es traicionar la memoria de un amigo cuya muerte he causado aprovechándome de su lealtad; traición tanto más ruin cuanto que él nunca podrá vengarse? ¿Quién, mejor que yo, conoce el significado de la palabra «traición» y sabe cuáles pueden ser las consecuencias de nuestra locura? Pues bien, ahora que estoy contigo, todo me da lo mismo. Desde que te volví a encontrar en Villafranca, desde el primer día, con todas mis fuerzas he tratado de ahogar en mí esta obsesión por ti. Pero todos mis esfuerzos han sido en vano. ¿Me comprendes?
—Sí, te comprendo. Pero, Jufré, nuestro amor es imposible. Hay demasiados obstáculos entre nosotros.
—Si piensas en David y en Leonor…
—No, no es eso —le interrumpió con fogosidad, zafándose de sus brazos—. David y Leonor pertenecen a nuestro mundo íntimo y somos libres de evocarlos o no, de pactar con su imagen a nuestro gusto, ¿pero qué podemos hacer frente a las fuerzas exteriores que nos cercan?… Entre tú y yo siempre se alzará un crucifijo cuya negra sombra nos cubre. Cuando tomé mi decisión, todavía creía que podrías protegerme de él; pero desgraciadamente, cada día que pasa, su sombra se extiende más. Un día, acabará por velar toda luz y nosotros nos hundiremos en la oscuridad.
—¡Al diablo el crucifijo! —estalló Jufré dándole un puntapié a un tronco a medio consumir que soltó chispas—. ¿No había muerto por amor a sus semejantes Jesús el judío? ¡No es el crucifijo lo que nos amenaza, sino eso en lo cual lo convirtieron! Nuestra madre Iglesia, como ellos la llaman… Pero es una madre «inmaculada», que nunca conoció el amor, una madre mostruosa que rechaza a sus ancestros, ahogando el talento de sus propios hijos y disponiéndose a quemar a aquellos que pretende haber prohijado. Esta es una Iglesia que predica el odio contra todos los que no se inclinan ante ella con abyecta humildad. David se negó a caer en este ciego fanatismo y, a mi manera, yo hago lo mismo. La Iglesia no puede denegarnos el derecho a amar. ¡Ella no posee el monopolio de Dios! Por otra parte, Dios, en su infinita sabiduría, ¿habría permitido mi amor por ti si no hubiera querido que disfrutáramos de él? ¿De qué Dios se trata? ¿De este de la Iglesia, manipulado y explotado según el talante de los prelados? ¿O bien este del hombre, el tuyo, el mío, amado, querido, alabado y al que hay que dar gracias cada día, por las alegrías que nos prodiga?
—¿Excelencia —dijo Orovida con la voz cambiada—, si vos fueseis acusado de amar a una judía, sostendríais todo eso ante el Consejo de la Corona de Sus Majestades católicas?
Tratando de encontrar la forma de refutar lo irrefutable, Jufré se quedó un instante silencioso.
—Orovida —dijo al fin—, examinemos calmadamente lo que nos pasa. Entre tú y yo, dos seres solos en busca de un poco de felicidad, Dios no puede convertirse en un obstáculo, pero la Iglesia sí que puede. Por consiguiente, no sólo debemos considerarla como una fuerza dirigida contra nosotros, sino también como una enemiga que nos enfrenta y nos une a la vez. Ningún poder espiritual o temporal podrá impedirnos jamás que creemos nuestro propio universo; sólo pueden obligarnos a luchar para preservarlo.
—No ganaremos esta batalla…
—Tal vez, pero ¿qué alternativa nos queda? ¿Renunciar sin luchar? ¿Perder este tenue hilo que se esboza entre nosotros? ¿Aceptar la perspectiva de una existencia desesperante, solitaria y sin amor, en un mundo dominado por el odio, la crueldad y la fealdad? Tal vez tengas razón, Orovida, en efecto, este mundo ha decidido acosarnos inexorablemente como el despiadado calor del verano persigue al frío mortal de invierno, pero Dios nos ofrece la efímera ternura de la primavera… ¿Vas a dejarla escapar?
Desamparada, Orovida guardó silencio.
Sintiendo que la turbaba inútilmente, Jufré tomó cariñosamente su mano entre las suyas, e hizo que se sentara a su lado, frente al fuego:
—Perdóname, amor mío. No tengo ningún derecho a atormentarte planteándote semejante pregunta, y no puedo exigir de ti una pasión idéntica a la mía, ni una concordancia total con mis ideas. Ideas que se han convertido en una compañía familiar, arraigadas en mí desde hace mucho tiempo. Eso explica el ardor de mis palabras, pero no puede forzarte a aceptar o a rechazar cuanto digo. Mi pasión enturbia mi juicio y me ciega, sobre todo me hace olvidar que es tu vida la que puede ser destruida. Te lo ruego, no digas nada. Olvida mi pregunta de hace un rato. La respuesta vendrá por sí sola. De momento, hablemos sólo de lo inmediato y de las primeras medidas a tomar. Con respecto al asunto del administrador, Pedro me ha dicho que un hombre llamado Alfonso estará libre poco antes de Navidad. Cuando venga a verte, te dirá que lo ha enviado Pedro de Trujillo y podrás tratar con él. Solamente te aconsejo mostrarte un poco más generosa de lo que era Guzmán con López, pues será para ti de mucha ayuda.
—¿Qué hay que hacer con López?
—Conservarlo. Él se siente aquí como en su casa, y siempre podrá serte útil, en tu jardín, por ejemplo…
Viendo que las mejillas de Orovida se arrebolaban, se preguntó si era el recuerdo de su primera conversación lo que tanto la turbaba u otra cosa…
—Alfonso —prosiguió— os traerá los hombres para acabar los trabajos de irrigación. Ahora, volvamos a la venta del vino. ¿Habéis pagado al prior?
—Sí.
—¿Y todo fue bien?
—Creo que sí.
—Bien. Así el viejo zorro está tranquilo. ¿Ha venido el recaudador de impuestos?
—Sí, me visitó alrededor de diez días después de la recogida de los toneles. Cuando vio el documento de compra que López enarbolaba ante su nariz, se inclinó respetuosamente y desapareció.
—Bien. No ha venido a pedirme confirmación. Por tanto, todo parece haber salido como estaba previsto. ¿Y el dinero? ¿Está en lugar seguro?
—Pienso que sí. La suma reservada para el viñedo está bajo llave en el cofre de David, lo necesario para los gastos corrientes está aquí, en el fondo de la vasija de frutas confitadas, y el resto en un escondrijo allá afuera, en un murete cerca del manantial. A causa de esta tormenta, te voy a dar los cien castellanos que guardo en la casa y mañana por la mañana iré a buscar la bolsa.
—¡No, delicada y bella dama, no haréis nada de eso, no después de semejante tormenta! Arremangaos vuestra falda, calzad vuestros delicados pies con las botas más altas que tengáis y vamos a buscarla los dos juntos ahora mismo.
—¡Pero eso es una locura! ¿Por qué razón?…
—Ten confianza, te lo ruego. ¡Vamos, rápido!
Cuando estuvo preparada, la lluvia, empujada hacia el este por un viento caprichoso, había cesado de caer. Despedazadas, las nubes en desorden atravesaban el cielo a gran velocidad, y la luna parecía arbitrar su loca carrera en el firmamento. Haciendo de guía, Orovida se abrió paso entre las ramas arrancadas que alfombraban el suelo resbaloso, y cuando llegó al manantial, se le escapó un grito de angustia. En efecto, la tapia se había derrumbado, aplastada bajo un enmarañamiento de ramas rotas y troncos arrancados de cuajo.
—Esto era lo que me temía —señaló Jufré brevemente—. ¿Te acuerdas exactamente dónde colocaste la bolsa?
—Sí, aquí, justo delante del tronco del que arranqué el musgo. Casi en el remate: la sexta hilera a partir del suelo. Exactamente entre la decimoquinta y la decimosexta piedra contando desde este lado…
—Entonces, apenas podremos cogerla directamente. Tendremos que desplazar las piedras una tras otra, hasta que la bolsa caiga o podamos cogerla. Dios sea loado, hay luna llena. Empieza por este lado mientras yo avanzo por el otro extremo, yendo hacia ti. Si el muro se desmoronase por entero, lo que no es imposible bajo el peso de los troncos y las ramas, trata de ver si la bolsa cae, y dónde cae.
Por suerte, como el muro era muy viejo y las piedras estaban gastadas, y mal ajustadas, la tarea resultó mucho más fácil de lo previsto.
—¡Jufré! —exclamó Orovida al cabo de un rato— me parece que casi la he…
Pero entonces, justo cuando ella extendía la mano, el muro se vino abajo.
—¡Dios mío —murmuró Jufré—, ten cuidado, te lo ruego!
—¡Está allí, allí, en la pendiente, entre las piedras y el agua!
—No te muevas. La orilla está resbalosa. ¡Ya voy yo!
Tras trepar por la masa terrosa y desgreñada de troncos y raíces entrelazadas, Jufré plantó firmemente los pies en el suelo fangoso, se arrodilló con precaución y palpó el suelo viscoso a su alrededor. Un grito de victoria anunció que la había encontrado.
—¡La tengo! —cuchicheó moderando su júbilo, pero quedándose en el mismo sitio y sin dejar de seguir buscando en el suelo húmedo y esponjoso.
—¿Qué pasa? ¿Todo va bien? —preguntó Orovida.
—Sí, pero acabo de descubrir otra cosa. ¿Puedes coger la bolsa? Te la voy a lanzar. ¡Allí! Ahora, vuelve a casa, yo iré dentro de un rato.
El tono era tan perentorio que Orovida obedeció sin protestar, y casi enseguida estaba de vuelta al calor de su cocina, donde empezó a quitarse, no sin lastimarse, las botas cuyo cuero empapado se había puesto negro. Cuando acabó de quitárselas y ya extendía los helados pies hacia la chimenea, Jufré entró con el rostro radiante.
—¡Los dioses están con nosotros! —exclamó completamente excitado—. ¡Don Álvaro me había dicho que estaba por ahí, pero yo estaba tan seguro de que era una fábula local, que nunca me tomé el trabajo de emprender su búsqueda!
—¿Qué búsqueda?
—¡La del subterráneo, por Dios, el subterráneo! Un pasadizo construido por los moros hace unos doscientos cincuenta años, cuando fueron sitiados por Fernando el Santo. Al construirlo, desviaban el agua del preciado manantial hasta la ciudadela, para privar de ella a las tropas cristianas y reservarse su uso. Después de la reconquista, este túnel fue rellenado y más tarde olvidado, pero cuando yo llegué aquí con Isabel para pacificar la región, Álvaro de Portela y sus caballeros mencionaron su existencia, pues temían que fuera utilizado por los rebeldes, en caso de asedio. ¡Pero como el sitio no tuvo lugar, lo había olvidado por completo! ¡Qué inaudito golpe de suerte!
—Pero, en fin, explícame, ¿qué tiene eso de tan extraordinario?
—¿No lo adivinas? Veamos, con el tiempo que hace que el conducto entre el manantial y el túnel permaneció obstruido, y así ha estado desde hace años, el túnel está seco. ¡Lo único que hay que hacer es limpiarlo un poco y de esta manera podré venir a verte a espaldas de todos!
Pero Orovida no compartió su alegría.
—Tú sabes que es posible de este lado. ¿Pero y del otro? ¿Dónde se encuentra la salida?
—No lo sé exactamente, pero creo que desemboca en un pequeño depósito subterráneo, en la parte baja de la ciudad, en los alrededores de la puerta Cristo. De modo que podré, casi seguramente, volver a salir en el jardín, detrás de mi casa, y tomar el sendero que une la muralla este de la ciudad con el barrio judío. Se trata de un lugar desierto donde nunca se encuentra, ni de día ni de noche, ningún alma viviente.
—Sí, sin duda es sencillo, ya que tú lo dices —murmuró Orovida nerviosa—. Pero ¿y los centinelas de la finca, has pensado en ellos? ¿Y qué pretexto invocarás para hacerlos limpiar ese túnel después de tantos años?
—Está bien, amor mío, tienes razón mostrándote prudente —aprobó Jufré sonriendo—. ¡Los guardias, como sabes, no vigilan, se pasan la mayor parte de la noche roncando! En cuanto a mi brusco interés por el túnel, no atormentes más tu bella cabeza dorada, encontraré un pretexto. ¿Por qué no, por ejemplo, mi deseo de prever toda eventualidad, pensando en las posibles consecuencias de las revueltas en la frontera de Granada, en caso que los moros de Hornachos recibieran ayuda del sur? ¿Eh? ¿Y a esto qué dices? No te inquietes, seré convincente, te lo prometo.
—Te creo… Sabes mostrarte tan persuasivo…
—¿De verdad? Lamentablemente, ahora tengo que persuadiros, señora, de que ha llegado el momento de retirarme. Esta noche te he dicho las palabras más locas, las más imprudentes, pero no lo lamento. Sin embargo, debo probarte que sé actuar con reflexión y ponderación.
—Aunque me cueste, no te retendré. Pero antes de partir, dime una cosa más: ¿puedo hacerle llegar un mensaje a Alegra lo antes posible?
—Claro, yo lo escribiré.
—Entonces, dile simplemente que no iré a Segovia, que puede contar conmigo en caso de necesidad y que, en fin, si tuvieran que huir, pueden disponer del dinero que David tiene en Portugal, depositado en casa de su hermano Saúl. ¿Pero podrás transmitirles este último recado sin peligro?
—No será fácil, pero lo intentaré. Si todo va bien, volveré a verte muy pronto y más a menudo, te lo juro. De todas maneras, te tendré al corriente.
Con un nudo en la garganta, Orovida le ayudó a ponerse la capa y, con un espontáneo gesto de ternura, comenzó a enrollar las puntas del capucho alrededor de sus firmes mandíbulas. Interrumpiéndola, inmovilizó su mano, cogió su grácil muñeca. Después, atrayéndola hacia él, tomó su rostro entre sus manos cubriéndole de besitos los ojos y los labios.
—¡Que Dios te proteja, amor mío!
«¿Dios? ¿Cuál?», se preguntó mientras escuchaba el ruido de sus pasos alejándose en la noche.