XIV

En el silencio de la noche sin luna, Jufré llegó sin que los cascos de su caballo lo anunciaran. Mientras lo esperaba, Fortuna había estado atareada en la casa más tarde que de costumbre. Limpiaba y bruñía con distraída obstinación el cofrecito italiano —uno de los raros objetos que don David le había permitido traer de Toledo a su mujer—, antes de emprender la limpieza del candelabro de la Janucá, metiendo su bayeta a través de los arcos en forma de herradura que lo perforaban. Por boca de José, sabía que don David había comprado la miniatura al saber que doña Orovida esperaba un hijo, a quien estaba destinada. De modo que había permanecido tristemente en una estantería, al lado del lecho de Orovida; ella misma la había traído desde Toledo a Extremadura.

La anciana sostenía el objeto junto al candelabro y lo miraba de cerca, fijamente, cuando sus oídos, más sensibles que sus ojos, percibieron el ligero golpe en la puerta. Se precipitó, hizo entrar al corregidor, le quitó la voluminosa capa que lo envolvía, así como el capucho cuyas puntas disimulaban la parte inferior de su rostro. A su pregunta en forma de mímica, ella respondió con una tranquilizadora inclinación de cabeza. Él sabía dónde encontrar a Orovida. Las noches, aunque menos cálidas, todavía le permitían quedarse sentada en la galería. Ansioso y a la vez esperanzado, llegó al patio, con el corazón en un puño ante el recuerdo de las dulces veladas pasadas allí en compañía de sus anfitriones. Todo eso destruido, roto, por su culpa…

Al oírlo venir, Orovida levantó la mirada y le hizo una señal para que se sentara a su lado.

—¡Cuán bueno sois por haber venido tan pronto! —murmuró—. ¡Sin embargo, debéis tener otras preocupaciones en la cabeza!

—Doña Orovida, dejadme en primer lugar deciros que nada en el mundo es más importante para mí que vuestro bienestar. Yo me siento totalmente responsable de la muerte de David, y viviré siempre con este sentimiento de culpabilidad. Nada…

—No —le interrumpió Orovida—, os lo ruego. No estéis obsesionado por la idea de un crimen que vos no habéis cometido, ni hecho cometer. Considerad, como yo, los hechos seriamente: si David hubiese avanzado más rápidamente o más lentamente en su cabalgadura, si hubiera vuelto la cabeza de un lado más que del otro, probablemente estaría vivo y tal vez ahora estaría jugando al ajedrez con vos en este patio. Creedme, hizo exactamente lo que consideró conveniente hacer, del mismo modo que vos, de vuestra parte, habéis actuado en conciencia con el prior. Por lo demás, estaba escrito. El destino, intervención divina, no depende de nuestra voluntad. Tenemos que aceptarlo, de otro modo nos será imposible a los dos continuar viviendo. ¡Ahora bien, no olvidéis, sois vos quien me trajo de nuevo a la vida!

»Si os he llamado, es únicamente para pediros que me ayudéis, y no para extorsionaros en nombre de no sé qué expiación sin sentido. Además, ¿existe una condena capaz de absolver la pérdida de una vida?… En cambio, es posible perpetuar las obras y los esfuerzos de un desaparecido, y esto es lo que he decidido emprender en memoria de mi marido. Si aceptáis guiarme y apoyarme en este camino, tendréis toda mi gratitud.

Esta confesión trastornó a Jufré. ¿Por qué lo liberaba con tanta indulgencia? ¿Por qué, en lugar de acusarlo o de aprovecharse fríamente de su obligación moral hacia ella, no le pedía más que lo que, en circunstancias similares, podía esperarse de cualquier amigo? ¿Era por generosidad espontánea e ingenua, o por cálculo, porque tenía necesidad de él? En verdad, ambas hipótesis eran posibles, pero dentro de él todo gritaba que ninguna de las dos se correspondía con la realidad. El deseo de comprensión de que daba pruebas, su perdón sin rodeos, se situaban mucho más allá, y más bien parecían configurar una primera respuesta al amor que ella debía notar en él. Saliéndose de los límites que severamente se había impuesto, en un impulso violento, toda la fuerza de su pasión estuvo a punto de sumergirlo; y para no estrecharla entre sus brazos, tuvo que levantarse bruscamente. Disimulando su emoción gracias a la oscuridad, le dijo con voz sorda:

—¿Dudabais que yo aceptase?

—No, os lo confieso. Pero es menester que ahora os lo explique. Como debéis imaginar, mi preocupación inmediata es la de vender la cosecha sin que ello dependa de las maquinaciones de Cohen y Barchillon.

De vuelta a los temas terrenales, Jufré se serenó.

—Hace algún tiempo que pienso en eso —respondió enarcando ligeramente una ceja—. De hecho, tenéis razón, no hace falta tratar con ninguno de los dos. Vos no habéis olvidado la sabia recomendación de David. Ahora bien, da la casualidad que una oportunidad ideal se os ofrece. ¿Os acordáis de Andrés de Ribera, en otro tiempo chambelán de Fernando, y desde hace poco, comandante de la fortaleza de Segovia?

—Sí, claro. He pensado en él recientemente. Querido Andrés —murmuró con dolorosa nostalgia—, estoy encantada de ese nuevo ascenso. Siempre ha sido un amigo tan leal…

—Sin duda alguna, pues acaba de probar una vez más su fidelidad hacia vuestra familia de un modo completamente inesperado. Figuraos que esta misma mañana, un hombre llamado Diego de la Cueva vino a verme en calidad de comprador exclusivo de los vinos de la Corte. Según él, las bodegas reales y eclesiásticas están prácticamente vacías a causa de la caída de la producción, que a su vez ha sido consecuencia de los años de revueltas originadas en nuestros campos por la guerra civil. Ahora bien, una de las preocupaciones de Fernando, y no la menor, consiste en tener siempre sus copas bien llenas en la mesa; en cuanto a Isabel, se inquieta sobre todo por el abastecimiento regular de vino para la misa… En pocas palabras, De la Cueva ha sido encargado de recorrer los campos con la misión de adquirir los mejores vinos a cualquier precio, y, por si fuera poco, con la facultad de eximir a los productores de gran calidad del impuesto de este año. Tan pronto como Andrés se enteró del asunto, me envió al hombre, recomendándole imperativamente que adquiriera todos los toneles procedentes de las tierras de Francisco.

—¡No lo puedo creer! Es una suerte increíble.

—Pues así es la vida, que a veces concede un rayo de sol entre tormenta y tormenta. Antes de venir esta noche, me he informado de los precios y, según mis informaciones, la oferta real parece más que generosa. Si no tenéis ninguna objeción, os enviaré a Diego de la Cueva, mañana al amanecer, para cerrar el negocio. Os pagará en el acto y sus hombres se llevarán inmediatamente el vino. Cuando el cargamento se ponga en camino hacia Segovia, una vez concluido vuestro negocio, Cohen y Barchillon todavía estarán frotándose los ojos para despertarse. ¿Pero, decidme, tenéis una idea de lo que haréis con vuestro dinero?

—Ni la menor idea, como no sea que, dado que David no pudo poner todo el viñedo a punto, me gustaría acabar las obras el año que viene, a fin de que las viñas produzcan, exactamente como él lo previó.

—Eso no entrañará grandes dificultades. En invierno es fácil encontrar brazos, y los períodos sin lluvia son lo bastante numerosos para permitir que las obras concluyan antes del verano. Hablaré con Pedro, el intendente que dirige mi propiedad cerca de Trujillo, y nos ocuparemos para que todos los problemas de irrigación se resuelvan. En cuanto a la poda de otoño, López sabrá a quién contratar.

—¿No creéis que ahora hará falta un intendente en la finca para aliviar a López?

—Sí, y justamente quería sugerirlo. Tendréis más necesidad de él que nunca. Le pediré a Pedro que se informe en su zona y en los alrededores. No es fácil encontrar gente digna de confianza, sin embargo, tenemos bastante tiempo. Pero volviendo a la utilización de vuestros fondos, después de la liquidación de las obras de invierno, aún os quedará una suma sustancial. Ahora bien, hasta el comienzo de la primavera, no tendréis necesidad de reinvertirla en vuestro viñedo. ¿Cómo pensáis utilizarla?

—¿Qué me aconsejáis?

—Pues bien, en vuestro lugar yo intentaría hacerla fructificar, como es habitual en estos casos, hasta que esa suma os sea necesaria.

—¿Pero no es correr mucho riesgo?

—De ninguna manera, si se trata de una buena inversión. En Trujillo, por ejemplo, hay una familia numerosa dedicada al comercio de objetos de cuero. En verano, fabrican guantes que venden durante el invierno, y en invierno, cantimploras para el verano. Pues bien, dos veces al año piden prestado para renovar sus provisiones de cuero y comienzan a reembolsarlo, con intereses, desde sus primeros ingresos de dinero fresco. A menudo yo mismo les he concedido adelantos por breves períodos, a un tipo de interés razonable, y en cuatro años nunca han dejado de cumplir sus obligaciones.

Orovida titubeaba. Ante la idea de arriesgar sumas que ahora poseía gracias al trabajo encarnizado de David, experimentaba los mayores escrúpulos.

—No estoy segura de querer intentar la operación —reconoció pasándose una cansada mano por la frente.

—Os comprendo. Todo esto es tan nuevo para vos. Pero considerad también el peligro de conservar tanto dinero en vuestra casa. ¿Tal vez podríais invertir sólo la mitad y conservar el resto?

—Es curioso que me digáis eso. Me parece estar oyendo a mi pobre padre. Solía decir que un hombre sagaz debe repartir sus ganancias en tres partes: un tercio debe invertirse en la tierra, otro ha de guardarse en un lugar seguro, y el último debe conservarse para los gastos diarios. Si los préstamos de los que me habláis son tan seguros como decís, seguiré vuestro consejo casi al pie de la letra.

—Eso me parece completamente razonable —asintió Jufré con una mezcla de indulgencia y alivio— y para garantizaros el máximo de seguridad, os avalaré personalmente. De esta manera, si por cualquier razón vuestros deudores no os reembolsaran a tiempo, o si, por azar, necesitarais recuperar vuestros fondos antes de lo previsto, os los reembolsaré yo mismo. La único que os queda por hacer es pensar ahora en un lugar seguro donde esconder las sumas que conservaréis.

—Tenéis razón, mañana me ocuparé de ello.

—¡Muy bien! De acuerdo. Me ocuparé de vuestra inversión y vos me la reembolsaréis en la primera ocasión.

—¿Ya que se trata de poner el dinero en lugar seguro, por qué no mañana mismo?

Al oír estas palabras, Jufré se levantó, y dio algunos pasos en el patio, buscando la forma de darle una respuesta que no la turbara demasiado:

—Doña Orovida —acabó por decir—, me parece que es inútil recordaros que desde 1412, primero el Estado, luego la Iglesia, han prohibido en este reino toda relación continuada entre judíos y cristianos. Por fortuna para Castilla, ni sus gobernantes ni sus súbditos se han tomado estas disposiciones muy en serio. En lo que me concierne, yo mismo las he violado al mantener lazos de amistad con don David. ¡Pero desgraciadamente David ya no está, y las lenguas malintencionadas no tardarán en cotillear a propósito de mi atracción por la casa de los Villeda! Para los habitantes de Villafranca y de la región, yo represento a Sus Majestades católicas, cada vez más católicas, cada vez más fanáticamente católicas, estaría tentado a decir, de creer a las voces cada vez más estridentes de los prelados dominicos. Además, aunque oficialmente todavía estoy casado con Leonor, se sabe que vivo como soltero. En cuanto a vos, aparecéis a todos los que os conocen como el perfecto símbolo de la mujer judía en todo su esplendor, refinada, envidiada tanto por su cultura como por sus maneras delicadas. Ahora bien, por desgracia, ahora sois viuda, una viuda judía y solitaria. De modo que si se sabe que os veo a menudo, y que me ocupo de vuestros negocios, vuestros enemigos o los míos —y no faltan— se encargarán de divulgar nuestra comprometedora situación en menos de lo que canta un gallo. Ya no se tratará, para ellos, como en tiempos de David, de unas relaciones anodinas ante las que se hacía la vista gorda, sino de un crimen capital, no sólo para el Consejo de la Corona, también para los jueces de la comunidad judía, aunque hayan perdido el derecho efectivo de formalizar un proceso en este tipo de asuntos. ¡Doña Orovida, no hay que dar lugar a tales sospechas, porque en definitiva seríais vos, mujer judía, y no yo, el cristiano, quien pagaría el precio más caro! Por cierto, esto no significa en absoluto que yo renuncie a ayudaros, al contrario, pero tenemos que ser muy prudentes en todo momento. Por eso no podré volver mañana. Volveré pronto, muy pronto, pero os lo ruego, dejadme a mí decidir el momento. Si alguna vez necesitáis verme con urgencia, que Fortuna de nuevo me haga llegar un mensaje por medio de la familia Díaz. Y ahora, perdonadme, pero vuestra seguridad lo exige, debo dejaros porque es muy tarde y en mi casa podrían preguntarse por mi ausencia.

Asintiendo en silencio con una pálida y resignada sonrisa, Orovida acompañó a Jufré hasta el vestíbulo, donde Fortuna y José habían tenido la delicadeza, antes de ir a acostarse, de desplegar cuidadosamente su gran capa sobre un banco. A la débil luz de una lamparita que ardía sobre una mesa, ella le extendió el amplio capuz al corregidor, y de buen grado lo vio envolverse el rostro con las puntas de la capucha. Ahora sólo sus ojos eran visibles. Cruzando una vez más su mirada de un azul verdoso luminosísimo, ella no pudo reprimir un escalofrío de aprensión, el mismo que había sentido la noche en que David, durante su primera partida de ajedrez, eligió los peones de ébano. Indirectamente, a causa de su buena armonía, David estaba muerto. ¿Iría a perder ahora también al hombre que venía en su auxilio, bajo la presión hostil de un mundo que se alzaba entre ellos?

Cuando la noche hubo ocultado a sus ojos la sombra de Jufré, Orovida fue a su habitación no con la intención de dormir, sino de reflexionar sobre su aviso. Desde su llegada a Villafranca, Jufré había ido ocupando poco a poco un lugar en su vida, al igual que Andrés, Francisco y otros amigos cristianos antaño en Toledo. En su existencia ahora rota, su presencia permanecía intacta, pero su papel había cambiado por completo. Fiador del futuro que ella intentaba edificar, a partir de ahora se había convertido en único, indispensable. Sin embargo, absorbida por sus proyectos y recientes resoluciones, no había tomado en consideración las implicaciones de sus nuevas relaciones en función del mundo exterior que los asediaba por todas partes. ¡De qué modo ella, una joven judía, y Jufré, un cristiano, se iban a oponer al poder de la Iglesia y del Estado! Esto era inconcebible. Había que mostrarse realista a cualquier precio, evitar el peligro como había acostumbrado a hacerlo toda su vida, abandonar, antes de que fuera demasiado tarde, las delirantes quimeras. En cuestión de horas, el vino estaría vendido. Cuando el negocio estuviera concluido, lo único que tenía que hacer era irse lo antes posible para Portugal. Nada era más simple. Ya que había encontrado en sí misma la fuerza para asumir las responsabilidades de David, también encontraría el valor para afrontar a su exasperante familia y acostumbrarse a un existencia en tierra extranjera, por muy desesperante que pudiera parecer. ¿Pero, de qué estaría hecha? De tranquilidad y seguridad, sin duda, pero al mismo tiempo de una interminable y desconsoladora soledad, de un vacío sin final. A la inversa, quedándose aquí, encargándose de los negocios, tal vez podría darle otra vez un sentido a una vida sin ideal. Y esta perspectiva la exaltaba. Contrariamente a su propia lógica, se sentía más capaz de responder a este desafío con los riesgos que comportaba, que de sufrir pasivamente la desolación que le esperaba en Portugal. Porque, y en eso estribaba la paradoja, la causa de esos riesgos era justamente la fuente de su confianza. Jufré nunca le fallaría. Era evidente. De modo que la elección se imponía por sí misma.

A través de las espesas cortinas de su cama, el alba empezaba a despuntar. Silenciosamente, Orovida las apartó y, abandonando la tibieza de su lecho, se vistió apresuradamente a fin de recibir a Diego de la Cueva. Tiritando con el frescor de la madrugada, buscó un chal para envolverse, pero de pronto recordó que todos estaban en la habitación que antes compartía con David, donde no había vuelto a entrar después de su muerte, ya que desde entonces se alojaba provisionalmente en una esquina del gran salón.

Con una determinación que la sorprendió, se encaminó a su antigua habitación y abrió la puerta. El olor a cerrado que la recibió la desalentó fugazmente, pero en seguida se repuso y fue directa a la cama, levantó con gesto enérgico el cubrecama que la protegía del polvo y se dirigió al baúl donde atesoraba una parte de su guardarropa. Escogió un ligero chal de lana clara, se lo puso sobre los hombros y salió de la pieza sin cerrar la puerta.

El chirrido de las ruedas de una carreta que se aproximaba vino a turbar la quietud del amanecer. Orovida salió a recibir delante del gran pórtico a Diego de la Cueva, quien, tras saltar de un hermoso caballo negro, se apeó dándoles instrucciones al carretero y a su ayudante para la carga de los toneles. Inclinándose respetuosamente, De la Cueva saludó a Orovida y la siguió a petición suya al interior de la casa. Lo condujo a la habitación donde se hacían las cuentas, se sentó en la silla de alto respaldo de su esposo y, muy erguida, le pidió todos los detalles de la transacción. Con la mayor deferencia, el agente real se los expuso claramente y luego le dio a leer un pergamino rubricado con las exuberantes firmas de Sus Majestades Católicas. Estampado con el sello de los reinos unidos de Castilla y Aragón, el documento le autorizaba a proceder, en nombre de los soberanos, a la compra de todas las cosechas y a eximir al vendedor de los habituales impuestos.

—Sólo hay un problema —añadió el funcionario con un matiz de vacilación—. Oficialmente, la Corona no negocia ningún asunto con los judíos, menos aún tratándose de la compra del vino destinado a los sacramentos. En consecuencia, señora, si os parece bien, redactaré la escritura de la venta y la exención del impuesto a nombre de Francisco de Guzmán. De esta manera vuestro criado López podrá firmar en nombre de su amo. Si el recaudador de impuestos hiciera preguntas, este documento deberá satisfacerle. Si no fuera así, vos no tendríais más que informar al corregidor.

Dicho esto, sin más comentarios, Diego de la Cueva puso al pie de la escritura las volutas de su firma.

—¿No estaréis dando un paso peligroso? —dijo ella súbitamente, preguntándose si, al escapar de las garras de Meir Barchillon, no estaría cayendo de hecho en una trampa mucho más temible.

—Señora, en la Corte, los conversos asumen riesgos a cada instante. La víspera de mi partida de Segovia, oí decir que los soberanos acababan de encargarles a dos monjes dominicos que dirigieran una inquisición bajo su propia autoridad. ¿Sus propios hombres, entendéis? Nada de los del Papa. ¿Y con qué misión? La de extirpar del suelo de España la pretendida herejía judaizante. El castillo de Segovia está infestado de dominicos del monasterio de Santa Cruz, cuyo celo es fomentado por el fanatismo de su prior, un tal Tomás de Torquemada, confesor particular de la reina. Escuchan, observan, se meten en todo y nos espían con la esperanza de descubrir que hemos vuelto a nuestra fe ancestral. ¿Un paso peligroso, me habéis dicho? ¡El mismo hecho de que en este momento os esté hablando podría convertirme en sospechoso! ¿Qué decir entonces de la transacción que acabo de cerrar con vos en nombre de la Corona?… No obstante, no nos inquietemos más de la cuenta. Don Jufré y yo hemos examinado el asunto en sus menores detalles, y estamos convencidos de que quienes nos gobiernan no notarán jamás un acuerdo tan insignificante. Sin embargo, es evidente que mientras paguéis vuestro diezmo a ese viejo golfo de De Toro, no dejará de escudriñar por todas partes para saber como habéis podido realizar tan buen negocio. Gracias al cielo, el corregidor sabe cómo moderar sus ardores, de tal suerte que apenas se atreverá a importunaros. Por lo demás, nadie, aparte de don Jufré y López, debe saber jamás que nos hemos visto. En nuestros registros, nuestras transacciones aparecerán únicamente bajo el nombre de Guzmán, con la firma de López. Este procedimiento es frecuente. Incluso don Abraham Seneor utiliza desde hace años este subterfugio —por otra parte, con la complicidad de la reina— para recibir las rentas anuales que la Corona, a despecho de la ley, sigue pagándole por sus servicios. Simplemente, el dinero es entregado a nuestro común amigo Andrés de Ribera. Pero ahora tengo que despedirme, señora —concluyó el hombre poniéndose de pie y tras haber observado por la ventana que el cielo se aclaraba de minuto en minuto—. Por el bien de los dos, prefiero alejarme antes de que todo el mundo se despierte.

Abriendo los anchos pliegues de su holgada hopalanda, sacó tres gruesas bolsas de cuero.

—He aquí lo vuestro: trescientos castellanos de oro. Hay cien en cada bolsa. Podéis contarlos, si queréis, pero creo que no es necesario. Don Jufré y yo lo hemos verificado todo ayer noche. Una última cosa: esperad algunos días antes de pagarle el diezmo al prior, a fin de que no pueda hacer ningún cotejo. Toda precaución es poca. ¿Queréis hacer venir a López para nuestra pequeña formalidad?

—Debe de estar fuera con vuestro carretero —replicó Orovida—. Llamémosle.

Cuando Diego de la Cueva y sus acompañantes se marcharon, Orovida volvió a sentarse ante la mesa del pequeño despacho. Tratando de no divagar, sin dejarse llevar por la menor emoción, se esforzó en pensar solamente en los problemas inmediatos: ante todo, un lugar bien seguro para esconder todo aquel dinero. ¡Qué extraño que De la Cueva lo hubiera dividido ya en tres partes iguales! ¿Era por simple comodidad o por una inconsciente costumbre judía a la que seguía amoldado?

Rozando con los dedos las bolsas depositadas en la mesa, cogió una, la que pensaba reservar para el diezmo, a todo lo que le correspondería a la ciudad y a la Corona, así como al pago de los peones. La guardaría en el cofre de hierro empotrado en el muro, justo a su espalda. Desde que había muerto David, la llave colgaba de su cintura. Tan pronto lo hizo, regresó a donde estaban las otras dos bolsas. Una debía estar a mano para un caso de necesidad. Nerviosamente, se levantó y recorrió todas las estancias buscando un escondrijo, pero la residencia estaba tan poco amueblada que no encontró ninguno. Se sentó en su banco para reflexionar unos instantes, y entonces descubrió la gran vasija redonda que ella siempre llenaba de cáscaras de frutas confitadas. La cogió y se la llevó a la cocina, vació el contenido sobre la mesa y hundió la bolsa aplastándola en el fondo lo mejor que pudo. Después la cubrió con un mantelito de batista que halló en el baúl de la ropa, y rellenó la vasija hasta el borde con las frutas confitadas. Por supuesto, tenía que poner al tanto a Fortuna, lo que quizá, después de todo, no estaba mal.

Quedaba la tercera bolsa, la que Jufré debía venir a buscar. Puesto que las dos primeras se encontraban en el interior de la casa, en seguida pensó que era mejor esconder afuera la tercera. ¿Por qué no en la maleza? Alejada y muy abundante, era el lugar ideal. Dándose prisa, se encaminó por el estrecho sendero que llevaba al manantial. Al llegar, descubrió, en un sitio protegido de las lluvias invernales, detrás del bosquecillo, a lo largo del arroyo, una tapia muy baja que supuso fue construida para contener el agua en caso de tormenta. Recorriendo con las manos las hileras de piedras desiguales y musgosas, no tardó en descubrir una grieta lo bastante ancha para deslizar allí su oro. Hundiendo la bolsa vigorosamente hasta el fondo, tapó la abertura con tierra y con unos ramajes cubiertos de musgo arrancados del tronco de un árbol. Luego retrocedió unos pasos, tratando de registrar el escondite en su memoria: a seis hileras de piedra del suelo, y entre la quinta y la sexta piedra, a partir de la derecha… Repitiendo estos detalles mentalmente, tomó el camino de regreso, hollando con paso ligero las primeras hojas doradas del otoño.

Tras haber regresado a la quietud de su rincón favorito en la galería, de pronto sintió que la abandonaba el valor. Así que, tal y como lo había previsto David, la Inquisición se extendía por todo el país, bajo el único control de la Corona y no del Papa, quien le cedía a los monarcas católicos el poder y la autoridad de la Iglesia. ¿En qué terrible instrumento se convertiría en sus manos? ¿Qué fuerza podría resistir al poder conjunto de la Iglesia y la Corona, una al servicio de la otra? ¿Cómo, dónde y cuándo comenzarían los inquisidores su tarea? Lo ignoraba, pero De la Cueva había dicho bastante para confirmar sus temores con respecto a su hermana y Eleazar. Tenía que hacerles llegar un mensaje cuanto antes, y tranquilizarlos informándoles que no tenía intención de mudarse a Segovia. También debían saber que siempre estaría dispuesta a ayudarlos en caso de necesidad, y sobre todo, que David había guardado en Portugal un dinero que ellos podrían utilizar si se vieran obligados a huir. Es más, tenía que haberlos puesto sobre aviso por medio de De la Cueva, y se censuró por este olvido. A partir de ahora tenía que estar permanentemente alerta para desbaratar a tiempo los múltiples peligros que sin falta iban a presentarse. De momento, sólo le quedaba esperar la próxima visita de Jufré, y sólo Dios sabía cuándo volvería.

«Tengo que mostrarme paciente, paciente y decidida…», se repetía ante la insidiosa escalada de peligros, sintiéndose débil y poco capaz, pues la protección de que había gozado hasta ahora no le había permitido prepararse para hacer frente a las amenazas por su propia iniciativa.

Cuando de nuevo las lágrimas empañaron sus ojos, experimentó un brusco sobresalto de rebelión. No, no podía inclinar la frente; no, no cedería… Levantándose de un salto, se dirigió al despacho de David, se sentó enérgicamente en su lugar y se puso a examinar los papeles que él había dejado allí, apilados sobre la mesa.