XIII

Jufré no encontraba el sosiego. Si sólo hubiera tenido que hacer frente al peso de su remordimiento, tal vez hubiera conseguido superar su tormento, pero estaba Orovida, enclaustrada en su casa, detrás de los árboles, viva y solitaria… ¡Si por lo menos viviera! ¿Podía llamarse vivir a una existencia de reclusión, quizás inconsciente del paso de las horas y de los días? ¿Se alimentaba aunque fuera un poco o se dejaba languidecer? El extraño desapego de que había dado prueba desde que se instaló en Villafranca, lo atormentaba día y noche. Si su nostalgia de hacía poco había sido superada a duras penas, ¿cómo reaccionaría ahora que no existía nada, ni nadie, para devolverla a la vida? ¿Y, además, qué pasaría con la finca? El tiempo de la vendimia se acercaba. ¿Se habían contratado los hombres indispensables para la cosecha y el encubado? Lo único que sabía era que los esposos Cohen se entrometían casi a diario en casa de los Villeda, yendo y viniendo sin parar, dándose unos aires de propietarios que eran para volver loco a cualquiera. Lo cual resultaba en cierta forma explicable, en vista de las circunstancias. Y lo aceptaba a regañadientes, ¿pero qué pasaría después? Suponiendo que Cohen siguiera asumiendo la dirección de la propiedad, era impensable imaginar que Barchillon se mantuviera apartado y con los brazos cruzados. Al ser el único corredor de vinos de la región, le sería fácil vengarse de la vergonzosa derrota que le infligiera su adversario enviando, por ejemplo, a un recaudador de impuestos para exigirle una contribución extravagante a Orovida. Dado que Cohen no podía verificar las transacciones ejecutadas por Barchillon, y Orovida ignoraba casi todo de estos asuntos, no era difícil adivinar las acusaciones de mala gestión que surgirían, acusaciones temibles con respecto a los bienes de una viuda ya tan cruelmente golpeada… ¡Ah, cuánta razón tenía David al querer mantenerse fuera de estos embrollos!… Bajo ningún pretexto su esposa debía mezclarse en ellos. Era absolutamente necesario ponerla en guardia antes de que fuera demasiado tarde. ¿Pero cómo iba a librarse ella de la red que se tejía a su alrededor? Incluso admitiendo que llegara a recuperarse, se encontraría totalmente indefensa y desprovista de cualquier medio de acción. En semejante situación, sólo él en Villafranca podía protegerla, encontrando quizá una solución a sus problemas e imponiéndola. Pero para esto, necesitaba de su ayuda. Ahora bien, ¿estaba él en condiciones de dársela? ¿Tenía siquiera derecho a irrumpir en su existencia, tratando de devolverla a un mundo del cual tanto deseaba escapar? ¿Al actuar de esta manera, no estaría abriéndole la puerta a otra tragedia, cuyo instrumento una vez más sería él? ¿No había ya provocado suficientes dramas?

Frente a tantas preguntas sin respuesta quedaba una certidumbre. Pecaría por omisión si dejaba que los demás se aprovecharan de ella, como si fuera un peón en el tablero de sus ambiciones. No tenía otra opción que no fuera ayudarla. De no haberse sentido culpable, ya lo habría hecho, ya la habría devuelto a la vida, ocupándose de sus asuntos hasta el día en que, acabado el duelo, su relación hubiera podido seguir su curso. Pero su esposo David, su amigo David, se alzaba entre ellos, como una barrera, mucho más presente en su ausencia que en su presencia. Ahora bien, ¿se negaría ella a verle? Una vez más, le entraron ganas de dejarla proseguir su camino tal y como ella deseaba; en última instancia, si ella lo necesitaba, siempre estaría allí para salvarla…

Cuando se esforzaba en acallar sus últimos escrúpulos, una carta de los Nonell, procedente de Segovia, puso fin definitivamente a sus demoras. Aunque enviada por precaución al corregidor, dado que la correspondencia entre judíos y cristianos se hacía cada vez más peligrosa, la misiva de la pareja de conversos iba evidentemente dirigida a Orovida, y estaba claro que los Nonell contaban con la discreción de Jufré para entregársela. Ya que no podía confiar a nadie esta misión, era su oportunidad para ir a verla y resolver de esta manera el dilema que lo torturaba.

Con el pretexto de una visita de inspección a las defensas de los límites de la ciudad, el corregidor abandonó su residencia solo y, después de haber cabalgado unos minutos por la ruta de Trujillo, dio la vuelta y tomó un atajo en dirección a la finca de los Villeda. Llegado sin avisar, no por la entrada principal como solía hacer, sino por una galería que accedía directamente a la atalaya, y después de darles a los centinelas algunas instrucciones para guardar las formas, sorprendió a Fortuna por completo.

Desconcertada por esta visita inesperada, la anciana se ajustó la toquilla y secándose las manos en el delantal, atravesó el patio y salió a su encuentro.

—Excelencia… estamos muy honrados…

Desechando con un gesto sus pruebas de cortesía, como dándole a entender que ya no las merecía, preguntó con prisa:

—¿Fortuna, cómo está tu ama?

Los ojos de la buena mujer se empañaron. Juntando las manos en señal de angustia, le indicó con un simple movimiento de cabeza un banco en la galería.

Verla así no fue una sorpresa para Jufré. Orovida estaba tal y como la había imaginado. Consumida por el dolor, triste llama vacilante en la sombra, era como una candela a punto de extinguirse al menor soplo de aire. Ojerosa, con las mejillas demacradas, su cuerpo había tomado la frágil apariencia de una mariposa. Sentándose suavemente a su lado, pronunció su nombre una, dos veces, y luego una tercera vez. Como no parecía oír, ni tener conciencia de su presencia, creyó que su mutismo no era más que una manifestación de hostilidad hacia su persona, impresión que se desvaneció rápidamente al comprender que el alma de la joven mujer estaba en otra parte, y que, menos su cuerpo, todo su ser había seguido a David. Entonces, presa de un impulso irresistible, con voz firme y autoritaria, exclamó:

—Orovida, tenéis que escucharme. Os traigo un mensaje de Alegra y Eleazar.

Pero ella no se movió.

—Alegra y Eleazar —repitió con desesperación—. Vuestra hermana, Alegra…

Tampoco reaccionó esta vez.

Súbitamente, llevado por un torbellino de sentimientos donde se mezclaban la compasión y el remordimiento, la frustración y una fulgurante pasión, Jufré la cogió por la espalda y la zarandeó.

—¡Orovida, os lo ruego, debéis escucharme! ¡No a mí, si no lo deseáis, pero sí a Alegra, vuestra hermana!

Imperceptiblemente, como al oír la voz de José el día de los funerales, los párpados de la joven parpadearon.

—Orovida, por el amor de Dios, decid cualquier cosa. Decidme que me habéis oído, que leeréis esta carta y me iré.

Lentamente, acentuando su presión sobre la espalda al ritmo de la frase, repitió:

—Hay una carta de Alegra y Eleazar.

Entonces —sintiendo primero una leve vibración que recorría sus miembros, y luego un nervioso temblor que crecía en ella en sucesivas oleadas— percibió por fin en sus ojos, semejantes a las primeras gotas benditas de una lluvia de otoño, unas lágrimas que brotaban ligeramente para pronto fluir como un torrente bienhechor e ininterrumpido.

Sin hacerle más preguntas, Jufré la atrajo impulsivamente contra su pecho. Estrechándola con todas sus fuerzas, como si quisiera absorber la mayor parte de su dolor para liberarla de él, la tuvo mucho tiempo entre sus brazos, con la esperanza de verla recobrar poco a poco la calma. Cuando la intensidad de su llanto disminuyó y sus sollozos se espaciaron, Orovida se dejó llevar a la cocina, donde Jufré la obligó a sentarse, con dulzura, en un rincón de la chimenea, al calor del fuego.

—Hazla tomar un buen consomé de carne al mediodía, y leche por la noche —murmuró dirigiéndose a Fortuna antes de irse—. Y mañana, tal vez un trocito de pollo hervido. Hay que alimentarla poco a poco y con precaución. La dejo en tus manos. Cuando haya recobrado algo de sus fuerzas, házmelo saber. Aquí hay mucho que hacer y considero mi deber proteger de ahora en adelante sus intereses.

Visiblemente inquieta, Fortuna miró fijamente el suelo titubeando.

—¿Qué te pasa? ¡Habla!

—No salgo casi de la finca, Excelencia —murmuró—, y el camino que lleva a vuestro palacio está muy lejos y es muy escarpado para mis viejos huesos…

—¡En ese caso, envíame un mensajero!

—¿Un mensajero? ¿A quién podría confiar una judía un mensaje dirigido a un cristiano?

En efecto, a quién, se preguntaba Jufré dándose cuenta de pronto de las implicaciones de la situación que estaba creando. No era que nunca se hubiera percatado de lo delicado que sería una relación con Orovida, pues hacía mucho que había evaluado en su mente los riesgos a los que se exponía, sino que más bien los había relegado deliberadamente a un segundo plano, considerando que era prematuro preocuparse por ello. Pero, ahora, era Fortuna quien, con su natural sentido común, le obligaba a reconsiderarlos.

Así pues, ¿cómo se entendería que un corregidor, designado por los monarcas para representarlos, ayudara o protegiera a una viuda judía? ¿Y si unos ojos indiscretos lo hubieran sorprendido cuando tenía a Orovida en sus brazos?… Desde hacía mucho tiempo, las relaciones íntimas entre judíos y cristianos estaban formalmente prohibidas en la España cristiana, y sólo los judíos eran castigados en caso de denuncia. De modo que si llegara a sospecharse que entre Orovida y él había algún idilio, el Consejo de la Corona quedaría pasmado ante semejante revelación. Para Orovida, sería el azote en público, el exilio, una fuerte multa, la confiscación de sus bienes o, más aún, una sabia dosificación de todos estos castigos. Si era considerada culpable de adulterio, se arriesgaba incluso a la horca o a la decapitación. En cuanto a él, hombre y cristiano, en principio no sería perseguido, aunque —por tratarse del representante de Sus Majestades, en quien se encarnaban los más altos valores cristianos de la nación— tenía pocas posibilidades de escapar impunemente a las rigurosas sanciones morales preconizadas por la soberana. Sin duda alguna, si por desgracia la sorprendían en flagrante delito, sería un proceso que daba horror sólo imaginarlo, por eso la lúcida y previsora Fortuna había hecho muy bien al recomendarle, indirectamente, un poco más de prudencia. Sí, como ella decía, «el camino era muy escarpado»… ¡y no hacía falta que se dieran cuenta de sus idas y venidas entre Orovida y él, porque su función de intermediaria corría el riesgo de ser descubierta en seguida!

—¿No tendrás por casualidad algún conocido cristiano en la ciudad? —le preguntó pensativo a la anciana.

—Sí, en cierta forma —dijo evasivamente.

—¡Vamos, explícate, no temas nada! ¡Si tu pobre amo confiaba en mí, pienso que podrías hacer lo mismo!

Ante el reproche, Fortuna inclinó la cabeza.

—Sí, Excelencia. En efecto, tengo familia en Villafranca —acabó por reconocer en voz baja—, pero todos son conversos.

—¿Tenéis relación?

—Desde luego, Excelencia, y más de lo que debiera, por prudencia. Es verdad que por el momento los han dejado en paz, pero eso tal vez dure poco… Se lo he dicho a menudo, pero apenas me escuchan.

—¿Dónde viven?

—Justo en el límite del barrio judío, abajo, cerca de la puerta del Cristo. Tienen una tienda de ultramarinos.

—Ah sí, la conozco muy bien. Su apellido es Díaz, o algo parecido, ¿no es verdad? Siempre me ha gustado vagabundear por los ultramarinos, y conozco a casi todos los comerciantes de la ciudad. En cualquier caso, ellos me conocen muy bien. ¿Vas de vez en cuando a Villafranca?

—Sí, cada jueves, para comprar la carne casher.

—¿Entonces pasas por su ultramarino? ¡Perfecto! El primer jueves que te parezca que tu ama está lo bastante bien para recibirme, irás a la tienda para pedirles que me hagan llegar un mensaje de doña Orovida. Diles, por ejemplo, que ella sospecha que uno de los guardias que he puesto en su finca le está robando vino, pero que se siente demasiado débil para plantarle cara. Por tu parte, dirás que tienes las piernas en muy mal estado para llevarme personalmente la misiva.

—Bien, de acuerdo —consintió Fortuna a su pesar— lo haré como vos me pedís. Por esta vez, al menos.

Seguro de esta promesa arrancada con desgana, Jufré contuvo el deseo que tenía de contemplar un vez más a Orovida hecha un ovillo al amor de la lumbre, y haciéndole una vaga señal a la vieja sirvienta, se marchó precipitadamente.

En la casa de Orovida, la vida recuperó poco a poco su curso normal. Con una devoción infinita, Fortuna se las ingeniaba para contentar su caprichoso apetito, lo cual la obligaba a realizar verdaderas proezas culinarias, a fin de variar y presentar cada día los más sustanciosos manjares, primorosamente preparados, para devolverle su normal actividad a un organismo debilitado. Por eso sus esfuerzos pronto se vieron coronados por el éxito. Orovida perdió su tez plomiza, y tras recuperar paulatinamente sus energías, comenzó a dar algunos pasos alrededor de la casa. Incluso de vez en cuando se aventuraba hasta un viejo roble al borde de la alameda o entre los álamos que rodeaban el manantial. Allí le gustaba sentarse para descansar un rato, escuchando el murmullo sosegado del agua cristalina que brotaba de la tierra. Sin embargo, nunca entró, ni una sola vez, en el recinto de su jardín privado.

Su aparente calma era engañosa. El vacío estaba en ella, tanto en el interior como en el exterior. Como una brizna de paja arrastrada por un torbellino, su desarraigo era total y sus arremolinados pensamientos interrogaban sin cesar el pasado, tratando de saber desesperadamente de qué estaría hecho el futuro. ¡Ah, qué fácil hubiera sido desaparecer con David!, se repetía incansablemente, sobre todo teniendo en cuenta que en los últimos días se habían esforzado tanto en reencontrarse mutuamente. Entonces, ¿por qué Jufré se preocupaba tanto de hacerla renacer? ¿Para reservarle un futuro de desolación y soledad, consagrada por entero al sufrimiento y a la angustia, sin ninguna esperanza de felicidad? Sólo la muerte habría podido darle el consuelo del olvido, la liberación de todos sus males. Pero ahora era muy tarde. Emergiendo de un insondable abismo, ni siquiera tenía el valor de admitirlo. ¿Si al menos le quedara valor para afrontar la vida?…

En su carta, Alegra insistía en que se instalara en Segovia, cerca de Eleazar y de ella.

¡Otra vez un universo nuevo, caras y muros desconocidos, que tendría que afrontar sola; el cariño que su hermana le tenía, no podría resistir mucho tiempo a las exigencias de la mundanería y a los placeres que tanto le atraían! Además, no tenía ningún deseo de aceptar dócilmente la posición de pariente solitaria y desconsolada. Y sobre todo, estaban los riesgos en que podía incurrir. Ciertamente, Alegra hacía alusión a la alta estima en la que los tenían los monarcas, a causa de la extraordinaria devoción de Eleazar por el pequeño príncipe Juan, cuya salud había mejorado considerablemente gracias a sus cuidados. ¿Pero cómo ignorar lo que Andrés de Ribera le había confiado a David y a ella al despedirlos, la víspera de su partida de Toledo? ¿Acaso no les había revelado que dos años antes, Isabel y Fernando habían obtenido del Papa la autorización para instaurar la Inquisición en España? Su objetivo deliberadamente anunciado era aplastar por completo lo que ellos llamaban «la herejía judaizante», la cual, según clamaban, se propagaba por todo el reino. Si, aparentemente, la aplicación de semejantes medidas había sido diferida, no tardarían en ser aplicadas, cuando dentro de poco las últimas oposiciones quedaran reducidas al silencio y las hogueras se encendieran en los confines de toda España. La Inquisición, como había declarado Andrés de Ribera, era para los soberanos católicos el medio idóneo para realizar tres de sus objetivos más ansiados: la unidad religiosa del país, la cohesión de su población, y por último, instaurar el orden en el reino. Desde los primeros amotinamientos contra los conversos en Toledo, treinta años antes, periódicamente el país era sacudido por tales disturbios, y era del todo imposible prever dónde y cuándo surgirían de nuevo, sembrando la muerte y la destrucción. A partir de ahora, Isabel y Fernando estaban decididos a actuar rápidamente. Los cristianos nuevos debían dejar de aparecer ante los viejos como un grupo aparte, a medias judío, a medias cristiano, a veces codiciados por su riqueza y su poder, pero también sospechosos de herejía al seguir viviendo secretamente como judíos, bajo las apariencias de una conversión sincera. Por todo ello era preciso que los conversos, por las buenas o por las malas, se integrasen totalmente al mundo cristiano, bajo el control y la amenaza de una inquisición reclamada a voz en cuello desde hacía años por el clero. Así arrancarían de cuajo a aquella «herejía judaizante», que, según los dignatarios eclesiásticos más fanáticos, minaba los cimientos de la Iglesia.

La Iglesia de España, al fin purificada a los ojos de Dios Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, podría entonces brillar con todo el esplendor de su luz, que era la empresa más sagrada en el corazón de los soberanos. Sí, David lo había previsto, tarde o temprano la sombra de la pesadilla se haría realidad. ¿En estas condiciones, cómo aceptar ir a meterse en la boca del lobo?, se repetía Orovida. Eleazar y el principito Juan no vivían aislados. Si los dominicos habían devenido tan poderosos en la Corte, como les había dado a entender De Ribera, su cuñado no permanecería indefinidamente a salvo de sus sospechas en lo tocante a la sinceridad de su «celo cristiano», pues su condición de médico de la realeza no le concedía ningún privilegio a este respecto. Por tanto, si se trasladaba a Segovia, el cariño que él siempre le había manifestado se convertiría en un riesgo más, y ella no quería de ninguna manera exponerlo a semejante peligro. No, nunca aceptaría comprometer su seguridad y la de Alegra con su inoportuna presencia.

¿Y entonces? ¿Portugal? David había logrado depositar unos importantes fondos ahorrados en casa de su hermano. Pero la sola idea de encontrarse cara a cara con este último y su esposa, le repugnaba. En verdad, su cuñado y Malka no era malas personas, pero su sórdida avaricia les obligaba a juzgar a los demás sólo por sus bienes, por lo cual toda su existencia giraba alrededor de la circunferencia de un maravedí, y eso era completamente inaceptable. Todavía recordaba a Malka, durante su última visita a Toledo, con una mano apenas extendida, que parecía querer retirar al punto, ofreciéndole un plato de duras galletas… Espectáculo tanto más lastimoso cuanto que Saúl era rico, y que toda su familia sufría, pues sus niños no tenían más remedio que corretear vestidos con harapos y arrastrando los pies calzados con las botas de sus mayores, que les quedaban demasiado grandes. En varias ocasiones, David estuvo tentado de hacer entrar en razón a su hermano, pero sus comentarios habían provocado tales reacciones que en seguida renunció, prefiriendo mantener la unidad familiar al precio de su silencio. De modo que para ella quedaba excluida la posibilidad de un exilio en semejante compañía.

Finalmente, mientras más se aclaraban sus ideas, más evidente le parecía que a partir de ahora su único asidero, sus únicos lazos, estaban en su finca. A pesar de sus reticencias, de alguna manera había participado con David en la elaboración de una nueva existencia: él, dando el impulso, y ella, arrastrada por su ímpetu. Si David hubiera vivido, probablemente a ella habría acabado por gustarle esta grande e iluminada mansión, la tranquilidad de las tardes a la sombra del patio techado por la vid, sin duda habría aprendido a apreciar el sabor de un racimo de uvas bien maduras y a compartir con él la satisfacción del trabajo cumplido. Tal vez incluso habría logrado crear un oasis de paz en ese jardincito que él le había regalado la tarde en que parecía que iba a dar el primer paso para una reconciliación. Mi jardín… Sus ideas errantes la hacían retroceder inexorablemente a aquella visita del prior que estaba en el origen de la posterior relación entre David y Jufré. Cada vez que ella evocaba aquel recuerdo, una ola de emoción la inundaba y daba rienda suelta a sus lágrimas. ¡Cuánto se lo había agradecido entonces a Jufré! Pero había surgido esa maldita piedra lanzada por una mano desconocida, que había hecho volar en pedazos su felicidad. En verdad, Jufré no era responsable. Sin embargo, sin él, David no habría estado allí, exponiéndose. También era cierto que, sin su mediación, el prior habría llevado a su marido a la ruina. Y así las cosas, ¿no era preferible una muerte digna a una vida de humillaciones? Con desesperación y ensañamiento, calculaba de nuevo los acontecimientos y sus consecuencias, imaginando diversas hipótesis hasta que, extenuada, las rechazaba todas dándose cuenta de cuán inútiles resultaban sus especulaciones. En efecto, ¿para qué seguir planteándose sobre lo que uno o el otro hubieran podido o debido hacer? David estaba muerto y era insustituible. Ni los remordimientos ni las lamentaciones cambiarían nada.

De hecho, lo que de él quedaba era su empresa inconclusa. Si ella debía sobrevivirle, ¿por qué no intentar continuarla? ¿Acaso no era este el único medio de retener, aunque fuera provisionalmente, un poco de su presencia? ¿Pero dónde encontrar la fuerza para asumir semejante tarea? No poseía ninguna noción de viticultura, ni del negocio del vino, y no tenía a nadie que la aconsejara. Seguramente Cohen no esperaba otra cosa, pues no dejaba de visitarla metiendo la nariz en todas partes con el pretexto de darle una «ayuda moral». ¿Pero si ella usaba de sus buenos oficios, qué haría Barchillon, su rival? ¿No se sentiría empujado a vengarse? Además, aún resonaba en sus oídos la voz de David recomendándole que se mantuviera al margen: «Orovida, quisiera que comprendierais que a ningún precio debéis mezclarme, ni mezclaros, en las querellas de la comunidad de Villafranca». ¡Dios, qué trágica ironía!… ¡Qué burla!… ¿Qué hacer, pues?… Sólo una persona podía ayudarla: Jufré. En lo sucesivo, su deuda moral hacia ella era tan grande que podía recurrir a él sin vacilar. Deuda macabra, con todo… No, la muerte de David no podía cobrarse y, objetivamente, no se podía acusar a Jufré del accidente. Si recurría a su ayuda, sería al amigo de la casa Villeda a quien ella se dirigiría. Simplemente le pediría que la ayudara a reconstruir su vida, encima de lo que David le había dejado. ¿Pero era tan sencillo? ¿No habitaba en él ese amor, que con tanta frecuencia ella había sorprendido en sus ojos, y no sentía en el fondo de sí misma la llamada de esa presencia que tanto la hacía vibrar?

En vida de David, el deseo del amor exclusivo de Jufré y su esperanza de reconciliarse con su esposo, los había mantenido alejados, pero ahora esas limitaciones ya no existían. Por consiguiente, ¿recurrir a él no era una forma de invitarle a que la amara reavivando, al mismo tiempo, la memoria de David, paso tan inconveniente como equívoco… puesto que, de hecho, le estaría proponiendo amar a la mujer de un amigo, cuya muerte llevaba en la conciencia, mientras honraba su memoria? Él, tan ligado a la fidelidad, con tanto horror a la traición, ¿no consideraría que ella le incitaba a traicionar lo que precisamente le pedía mantener con vida? ¿Y no la despreciaría por esa contradicción? Tal vez. Pero en lo que a ella concernía, la contradicción estaba resuelta: gracias a la ayuda de Jufré, podría reconstruir una parte de su vida sobre la herencia dejada por David. De esta manera lo perpetuaría. En cuanto al resto, ella —¿y él?— lo asumirían. Después de tantos años de esterilidad y frustración pacientemente soportados, ahora se sentía libre de encontrar la felicidad allí donde pudiera. ¿Sería con Jufré? Lo ignoraba. Haber imaginado un amor como mujer casada insatisfecha, pero protegida, era una cosa; exponerse de frente a la realidad de este amor, era otra. Sólo una cosa contaba. Lo llamaría y él vendría…

Al volver a la casa, notó que desde hacía algunos días el montón de toneles apilados bajo el roble había crecido ostensiblemente y cuando franqueó el umbral del patio, sorprendió a Fortuna, a López y a José en animada charla. Levantándose todos a la vez, con la solemnidad de una diputación oficial, fueron a su encuentro.

Fue Fortuna quien tomó la palabra:

—Doña Orovida —empezó resueltamente—, la cosecha ha terminado. Las uvas han sido recogidas, pisadas, y el vino está en los toneles. Dice López que nunca había sido tan bueno y que es tan afrutado como en los tiempos de don Francisco. Hay que venderlo ahora, sin demora. Esta mañana vino Meir Barchillon a echar un vistazo hipócrita a la cosecha y ha pedido veros. Le hemos respondido que no estabais en condiciones de recibirle, y aún menos de discutir de negocios con él; pero apenas una hora más tarde, Cohen también vino declarando que estaba preparado para negociar, en vuestro nombre, con Barchillon, si vos lo consentíais.

—¡Jamás! —gritó Orovida, a pesar de sí misma, con una violencia que la sorprendió.

—En ese caso, hay que encontrar a otro corredor —se atrevió a decir López.

—¿Conocéis a alguno? —preguntó Orovida.

—No, señora. Desde que don Francisco no está aquí, Barchillon controla la región en muchas leguas a la redonda.

—Sin embargo, debe de existir un medio para excluirlo.

Molestos, cabizbajos, los dos servidores incitaron a Fortuna, dándole codazos, para que hablara por ellos.

—Doña Orovida, los tres hemos intentado buscar en nuestras viejas cabezas un solución. Sólo hay una persona que pueda ayudaros en Villafranca. Es el amigo de don David, Su Excelencia el Corregidor.

Expresada con su sencillez y ese sentido común campesino, la idea parecía la cosa más natural del mundo.

—Tenéis razón —replicó Orovida—, vamos a llamarle. Pero no me siento aún lo bastante fuerte para ir hasta Villafranca.

—No os inquietéis —se apresuró a decir Fortuna—. Nosotros le haremos llegar un mensaje. Ahora, id a descansar un poco antes de la comida.

El trío se retiró: López aliviado de que doña Orovida aceptase su proposición; José, triste de que la casa Villeda hubiera llegado a eso; y Fortuna, aunque convencida de que no quedaba otro remedio, llena de aprensión por las consecuencias de su iniciativa. Al recordar que afortunadamente era miércoles y que, con un poco de suerte, el corregidor recibiría su mensaje al día siguiente, y por tanto podría venir esa misma noche; la avejentada mujer se sintió, pese a todo, un poco alentada. Mientras más rápida fuera la transacción, más efímero sería el veneno de las malas lenguas. «¡Dios mío —murmuró para sus adentros— protegedles de todos los peligros que les acechan!».