XII

Orovida no gritó. De su boca no salió ningún sonido, y no derramó ni una lágrima. Petrificada, incrédula, miró impotente, sin querer aceptar la evidencia. ¿David muerto? ¡Pero si David era la vida, su vida! ¡Sin él, el mundo dejaba de existir, ya que sin él no había nada! Y si ya no había nada, ella también debía desaparecer… Vacilante, sintió que el brazo tembloroso de la vieja Fortuna, con los ojos anegados de lágrimas, rodeaba su cintura, guiándola despacio en la oscuridad, hacia su banco, en un recoveco de la galería. Muy pálida y rígida, se sentó, escrutando con la mirada vacía y fija, indiferente, las profundidades de la noche, como si esperara que la muerte viniera a llevársela a ella también. Reprimiendo sus exclamaciones de horror y los desgarradores sollozos, el pobre José enarboló una antorcha para iluminarle el camino a Jufré hasta la habitación de su amo, donde entre los dos depositaron el cuerpo de David sobre la cama. Asegurándose de que los pies del cadáver quedaran frente a la puerta, según la costumbre judía, José, con infinitas precauciones, le extendió los brazos a lo largo del cuerpo, antes de cubrirlo con una sábana. Acto seguido, desapareció para regresar al poco rato con una vela que colocó en la cabecera de la cama.

—Gracias, José —murmuró Jufré—. Ahora, déjeme. Quiero velarlo a solas. Que nadie entre, a excepción de doña Orovida.

Con el corazón oprimido, José, quien pensaba pasar toda la noche junto a su amo, como lo hubiera hecho un hijo o un padre, obedeció sin decir nada, pues el tono decidido de Jufré no admitía réplicas. Cuando amaneciera, él honraría a don David a su manera.

Al quedarse solo, Jufré levantó la sábana y observó el rostro del muerto. Al pálido resplandor de la vela, que le cincelaba los contornos, privado de los colores de la vida, apareció el rostro macilento, más orgulloso aún en la muerte que cuando estaba vivo: don David Villeda, último sobreviviente de una larga y noble estirpe de judíos de Toledo, acababa de morir por su culpa.

Cuando volvió a cubrirlo con la sábana, Jufré se sentó en un baúl situado debajo de una ventana, y, sin dejar de mirarlo, emprendió su propio proceso. ¿De qué se acusaba? De una doble muerte: la de un amigo y la del esposo de la mujer que él amaba. Rechazando cualquier consideración objetiva, su espíritu abrumado por la punzante obsesión deformaba los hechos hasta hacerlos coincidir con su idea: sí, al igual que el rey David, él había deseado la muerte de un amigo leal para poder saciar la sed que tenía de su mujer. Devenido su propio fiscal, lo menos que podía era acusarse de haber premeditado implacablemente la muerte de don David Villeda de Toledo. En efecto, ¿por qué se había apresurado tanto en pedir su ayuda, antes incluso de haber intentado resolver por sí solo la querella imponiendo su propia autoridad? ¿Por qué, sino para favorecer sus sombríos designios, había expuesto un hombre a una muerte que le permitiría gozar impunemente de aquella a quien codiciaba? ¿Por cuál otra razón habría sacrificado a ese orgulloso e inflexible judío en el altar de unos dioses que él había constantemente desafiado, apelando a él en nombre de los soberanos que habían querido ocasionar su ruina? ¿Por qué, pues, haber mostrado en su cargo de corregidor un celo tan extremado a la hora de ejecutar las órdenes de un rey que le había quitado su mujer y su honor, de una reina que lo había exiliado en aquella región maldita? ¡Todo estaba claro! ¡Su único objetivo no había sido otro que encontrar el medio de hacer desaparecer al hombre que se interponía entre Orovida y él! ¡Jamás ninguna justificación podría atenuar su responsabilidad; siempre cargaría con el peso de la culpabilidad de la muerte de David!

De modo que por su culpa David ya no existía, pero Orovida estaba viva. Ahora bien, la muerte hacía que David estuviera aún más presente, interponiéndose entre ellos, prohibiéndoles el más mínimo acercamiento. Por su culpa, el universo de aquella a quien adoraba se hundía y su sentimiento de culpabilidad le quitaba cualquier derecho a intentar reconstruirlo. ¿Qué iba a pasar con ella ahora? Desde que él había regresado, con el cuerpo inerte de David en sus brazos, ni un sonido, ni una sola queja se le había escapado. Fulminada por la noticia, ni siquiera había querido mirar el rostro de su esposo, ni velar su cuerpo, pues su envoltura terrenal no parecía tener ningún sentido para ella, como si al no poseer ya nada aquí abajo, se preparase a su vez para abandonar el mundo. ¡Ah, cuánto más fáciles de soportar hubieran sido sus gritos y sus gemidos, incluso sus acusaciones, mucho más fáciles que esta ausencia terrible y total, este indecible e inconmensurable alejamiento! ¿Qué sería de ella ahora que no vivía para nada, ni para nadie? ¿Se marchitaría hasta morir de pesadumbre y de soledad? ¿También tendría que cargar con su muerte sobre la conciencia? ¿Acaso era su destino hacer desgraciadas a las mujeres que él amaba? ¿Si Leonor había sucumbido a los halagos y las bajezas de este mundo, ahora, por su culpa, Orovida se vería irresistiblemente arrastrada al más allá?… Durante toda la noche las visiones más macabras atormentaron su alma. Sin embargo, antes del alba, sus pensamientos se aclararon un poco y un helado escalofrío lo atravesó de parte a parte. Su velatorio acababa. Ahora tenía que irse de la casa Villeda, pues un representante de Sus Majestades católicas no podía asistir a los últimos ritos celebrados, en honor del difunto, según la tradición judía.

Con el cuerpo dolorido y el alma vacía, ya se levantaba para salir cuando escuchó detrás de la puerta un ligero susurro. Era Orovida que entraba, con sus grandes ojos de cierva fijos y fríos como los de una sonámbula. Con lentitud y vacilación, avanzó hasta el lecho, y levantó el paño fúnebre, inclinándose para coger la larga y fina mano de su esposo entre las suyas. Pero al sentir el contacto de aquellos dedos rígidos que ya no podían entrelazarse con los suyos, se estremeció de horror y dejó caer la mano sin vida, yéndose sin decir ni una palabra, y al parecer sin reparar en la presencia de Jufré.

Destrozado en el fondo del alma al verla así, Jufré creyó haber llegado al límite de la desesperación y del desamparo. No, era imposible, ella no podía, no debía extinguirse por su culpa. Pero entonces volvían a cuchichear en su corazón los espectros de la noche: «¿si a partir de ahora intervienes en su vida, la perversidad de tu destino no le traerá más sufrimientos todavía?».

Loco, aterrorizado por esa idea, se escabulló fuera de la casa y desapareció en la palidez del alba.

José continuó el velatorio. Con deferencia, colocó en su lugar el sudario que Orovida había desplazado, después encendió otra bujía al lado del cuerpo de su amo, para reemplazar la que había estado quemándose toda la noche. Llamó a Fortuna, y le pidió que fuera a buscar a su ama, para saber si deseaba pasar unos instantes junto a su difunto esposo antes de la celebración de los últimos ritos.

—Es inútil —masculló la anciana sollozando—. La pobre ya no está con nosotros. Yo ya se lo he preguntado, pero parece no oírme. Ayer noche, se lo pregunté en varias ocasiones, pero en vano, y esta mañana está más ausente que nunca.

—Tal vez le estorbaba la presencia del gobernador. ¿Le has dicho que ya se fue?

—Creo que ni siquiera se ha dado cuenta de que estaba aquí. No, se ha alejado de nosotros, como si quisiera reencontrarse con don David en el otro mundo. ¿Oh, José, qué le va a ocurrir? Tú y yo somos tan viejos, y no tiene a nadie en la tierra que pueda cuidar de ella.

—Sí, tiene a Alegra.

—Querrás decir Catalina. Catalina Nonell, ese es ahora su nombre. ¿Qué puede hacer para ayudarla? Reconciliándose con su hermana judía, una «cristiana nueva», se expondría a la acusación de herejía. No se le puede pedir que asuma semejante riesgo…

—¿Y el hermano de don David, el que vive en Portugal?

—¿Saúl? Sí, puede ser, aunque la pobre señora nunca le tuvo mucho afecto. Y además, eso sería para ella un nuevo desarraigo, que no podría soportar. Entretanto, ¿quién se va a ocupar de la finca, de la cosecha, del vino? ¿Qué va a ser de nosotros? Ella nunca podrá ocuparse de eso.

—¡Vamos, Fortuna, cálmate! ¿Cómo se te ocurre pensar con claridad en el futuro en este momento? La existencia nos ha reservado tantas sorpresas, buenas también algunas veces, tú deberías saberlo… Por el momento, nos ocuparemos de lo que debe hacerse hoy. Tenemos que preparar la casa para el duelo.

Una vez más los ojos de Fortuna se nublaron y las lágrimas resbalaron por los surcos de sus arrugas.

—¿José —farfulló aspirando por la nariz—, quién rezará el Cadish[10] para nuestro amo?

Y José, al evocar aquellas noches durante la epidemia de peste, cuando don Isaac se inclinaba sobre sus libros, recordó el rostro de don David al saber la noticia del aborto de Orovida, y creyó que su corazón se iba a romper.

Los encargados de las exequias llegaron temprano por la mañana. Con rapidez y en silencio, cumplieron su tarea fúnebre y lavaron el cuerpo de don David antes de envolverlo en la mortaja. Poco después, aparecieron Salomón Cohen y su mujer. En efecto, en ausencia de parientes del difunto, el nuevo presidente de la comunidad judía de Villafranca debía ofrecer su auxilio a la infortunada viuda. Pero cuando Sara y él, con el rostro coagulado en actitud convencional, se acercaron al rincón de la galería donde se había refugiado Orovida, tuvieron un incontenible deseo de retroceder. Petrificada, como esculpida en el banco de piedra gris sobre el que estaba sentada, Orovida parecía una estatua de una gracia y una belleza infinita, a la que el escultor no había podido insuflarle vida. De modo que las palabras de condolencia de los Cohen se ahogaron en sus labios y, desconcertados, salieron al patio consultándose en voz baja acerca de lo que había que hacer para organizar dignamente los funerales, y cumplir rigurosamente con los ritos y la tradición. Tras un breve titubeo, Salomón se repuso y adoptando la actitud autoritaria que correspondía a su nueva responsabilidad, se dirigió a la habitación donde velaban José y Fortuna, y les comunicó sus intenciones:

—De momento vuestra ama está demasiado afligida para poder atender el desarrollo normal de la ceremonia. En la ausencia de hijos y parientes, yo me encargaré de esa tarea. Los funerales tendrán lugar esta tarde. Me ocuparé personalmente del cortejo fúnebre. Los miembros del Consejo, en sustitución de la familia, acompañarán a doña Orovida hasta su casa para la comida de consuelo y la plegaria en honor a los muertos. Doña Sara traerá todo lo necesario: huevos, pescados, frutas, verduras… Desde luego, contamos con vosotros, Fortuna y José…

Pero Fortuna, aguijoneada por un furioso resentimiento contra aquella intrusión prematura en el funcionamiento de la casa Villeda, lo interrumpió en seco:

—¡Nosotros conocemos perfectamente nuestros deberes en semejantes circunstancias, don Salomón! Los asientos más bajos de la casa ya están agrupados en la entrada y hemos vaciado todos los vasos de agua. ¡Sin embargo, Dios sabe que esto no era necesario, dado que todo el mundo ya está al corriente de la muerte de nuestro pobre amo, y el agua derramada no aportará nada nuevo a nadie!… También hemos preparado la copa de agua. Está en el reborde de la ventana para la semana de vagabundeo entre la tierra y el cielo del alma de don David, pues mi amo no merecía, don Salomón, el fuego del infierno. De esta manera su alma podrá venir a refrescarse, mientras espera para subir al cielo.

—Está bien. Entonces sólo nos queda por resolver la cuestión del Cadish. ¿Por casualidad, alguno de vosotros conocéis a algún judío de Villafranca a quien vuestro amo haya tenido un particular afecto o a quien haya ayudado caritativamente?

Una vez más fue Fortuna, quien parecía haber recobrado toda su entereza y poder de decisión, quien respondió:

—No, no conocemos a nadie en Villafranca. Pero en esta casa hay alguien que ha consagrado su vida a los Villeda, tanto en la felicidad como en la desgracia. ¡Con vuestro permiso, don Salomón, será José quien rezará el Cadish para su amo!

Sara Cohen se sobresaltó. ¡Qué desvergonzada!… ¡Una vieja sirvienta osaba darle instrucciones a su Salomón, el jefe de la comunidad de Villafranca!

Adivinando su indignación, Salomón posó una mano sobre su brazo para calmarla. Ciertamente, era el jefe de la comunidad, pero la sombra de la muerte de don David, aunque no la había deseado ni provocado, iba a planear ahora pesadamente sobre el futuro de sus ambiciones. ¡Por tanto, había que ser prudente!

—Será según vuestro deseo —asintió diplomáticamente.

Después, sin atreverse a abordar a Orovida para despedirse de ella, realizó con su mujer un estratégico repliegue y volvió las espaldas.

Poco antes del comienzo de las exequias, y a fuerza de ternura mezclada con firmeza, Fortuna consiguió por fin hacer salir a su ama de su postración y ponerle un vestido blanco de duelo. Sosteniéndola y guiándola al mismo tiempo, la acompañó a pie hasta el cementerio situado a medio camino entre la finca y la ciudad. Allí encontraron a toda la comunidad reunida alrededor de la tumba. Al verlas llegar, el zumbido de voces se transformó en un murmullo de compasión. Lívida y distraída, con los ojos secos, translúcida como algunas conchas, Orovida llegó dando pasitos hasta el borde de la tumba. Allí permaneció inmóvil y muda hasta que José, separándose un poco de la muchedumbre, empezó a rezar el Cadish. Entonces sus párpados pestañearon imperceptiblemente. En cuanto el ataúd descendió a la tierra seca y desolada, acompañado por las lamentaciones rituales de las plañideras, ella retrocedió, dio media vuelta y se alejó anonadada por el peso implacable de lo ineluctable.

Jufré había seguido los funerales desde una de las ventanas de su habitación privada. Obligado a reponerse para concentrarse toda la mañana en el cumplimiento de sus tareas cotidianas, poco a poco había conseguido reencontrar un cierto sentido de la realidad. Indiscutiblemente, él era el responsable de la muerte de David, y lógicamente se sentía culpable; pero haber deseado esa muerte le parecía, en la perspectiva del tiempo, una distorsión de la realidad provocada por el impacto emocional y un excesivo sufrimiento. Ciertamente, con frecuencia su naciente pasión por Orovida le había llevado a desear la ausencia de David, pero entre eso y planear su muerte había una diferencia que sólo podía responder a una pura y simple deformación de los hechos. Su falta consistía en haber recurrido a David, convirtiéndose así en el instrumento involuntario de su muerte. La fatalidad había hecho el resto.

Ahora todo había acabado. El cuerpo de su amigo reposaba en un hoyo. Este espectáculo, al igual que muchos otros a todo lo largo de su vida —injusticias, situaciones absurdas, sufrimientos inmerecidos—, habían desde hacía tiempo mermado su fe en la sabiduría de los designios del Señor, hasta el punto de poner en tela de juicio sus convicciones religiosas. No obstante, ahora le hacía falta creer que la fe católica estaba aún fuertemente enraizada en él, pues alzando casi la mano para persignarse, no pudo dejar de rezar para sus adentros la única oración susceptible, en su opinión, de trascender las barreras erigidas por su iglesia entre cristianos y judíos: «¡Padre Nuestro, que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre, venga a nosotros Tu reino, hágase Tu Voluntad!». Sin embargo, al ver la blanca silueta de Orovida alejarse como una sombra de la tumba, estas palabras perdieron todo su significado: ¿cómo podía inclinarse sumisamente delante de una voluntad divina, que le infligía a una criatura tan vulnerable y frágil la crueldad de semejante prueba? ¿Y por qué esa voluntad todopoderosa no había impedido que él provocara esta doble tragedia? En dos ocasiones lo había abandonado: la primera vez dejándolo ceder a los caprichos de un príncipe mortal, y la segunda, no impidiéndole actuar. Convertido de este modo en el instrumento del crimen, sólo le quedaba expiar su pecado en esta tierra, aquí y ahora. Por lo demás, ¿ya no había entrado en el infierno con el desgarrador espectáculo del dolor de Orovida?…

Cuando vio dispersarse a los reunidos en el cementerio, se apartó de la ventana agobiado por la pena y el sentimiento de culpa.

—¡Gonzalo! —llamó—. Coloca una mesa aquí, de cara a la ventana, y trae una pluma y papel.

Cuando su orden fue ejecutada, Jufré se sentó frente a la mesa, con la mirada perdida a lo lejos, en las indecisas brumas de la tarde que inundaban parcialmente la agreste tierra de Extremadura. Mojó la pluma de oca en el tintero de plata y, absorto en sus pensamientos, tras sacudirla varias veces para eliminar las gotitas de tinta sobrantes, comenzó a escribir:

«Al honorable médico de la Corte, Maestro Eduardo Nonell y a su esposa, Catalina Nonell.

»Con la más profunda tristeza debo anunciaros que don David Villeda, en otro tiempo residente en Toledo, y poco ha instalado en la región que administro en mi condición de corregidor…».