XI

Jufré del Águila se detuvo bruscamente. Había permanecido en alerta toda la noche, recorriendo la vasta antecámara a lo largo y ancho, escrutando ansiosamente, cada vez que llegaba a la ventana, el más mínimo movimiento en la plaza de la sinagoga. De pronto, los ecos de los gritos discordantes llegaron hasta él. En seguida llamó a Ruiz, quien también esperaba en la habitación de al lado.

—¿Qué gritan?

—Dejadme escuchar, Excelencia… Esperad… Es… ca… ¡Creo que dicen «escalera»! Parecen repetir sin cesar la misma palabra. ¡Escuchad!

—Sí, escalera… Tienes razón, eso es. ¿Pero, por la Virgen María, qué puede tener una escalera para provocar semejante furor?

—No tengo la menor idea, Excelencia. Un momento, voy a escuchar de nuevo. Tal vez logre oír otra cosa. Ah, sí, puede ser… «por la nueva escalera». Creo que es eso… Sí, «por la nueva escalera»…

—¿Por la nueva escalera? Entonces los otros deben de gritar: «¡Por la vieja!», supongo.

—Exactamente, Excelencia. Sí, es exactamente lo que dicen. Ahora, los oigo claramente.

—¡Santa madre de Cristo! «La vieja escalera o la nueva», Ruiz, ¿estaré perdiendo el sano juicio? ¿La reunión de esta noche no trataba acerca del impuesto anual, del tributo de guerra y de la elección de los funcionarios de la comunidad?

—Sin duda alguna, Excelencia.

—Pues bien, en nombre del cielo, ¿entonces qué tiene que ver con eso una vieja o una nueva escalera? ¿Será una nueva fantasía de Cohen o de Barchillon?

—No tengo la menor idea, Excelencia.

—¡En tal caso, déjate de tantas «Excelencias», y vete inmediatamente a la plaza! —rugió el corregidor cada vez más furioso.

Pero antes de que Ruiz hubiera tenido tiempo de moverse, un lamento se elevó por encima del jaleo traspasando la noche con su queja.

—¡Ahí está! ¡Ya estamos! ¡La primera víctima! ¡En cuestión de segundos, alguien se va a vengar, el tropel aumentará y estaremos en medio de una batalla campal! ¡Baja rápido y lleva contigo todos los alguaciles disponibles! En caso de urgencia, pueden ser utilizados. ¡Ordeno que se ponga fin inmediatamente a estos desórdenes y que el gentío sea dispersado! Demasiada gente se amontona en un espacio demasiado reducido, y si no nos ponemos en guardia, corremos el riesgo de que los disturbios se extiendan a todo el barrio. ¡Vamos, de prisa, obedece! Dentro de un cuarto de hora, estaré en la puerta Cristo. Allá nos encontraremos.

Con Del Águila pisándole los talones, Ruiz se precipitó fuera de la habitación.

—¡Gonzalo! —aulló el corregidor haciendo bocina con las manos hacia sus aposentos privados—, ¡Gonzalo, de prisa! —repitió viéndolo aparecer—. ¡Ensilla tu caballo, baja rápido a casa de los Villeda y trae en el acto a don David! No pierdas un segundo. Yo me encontraré con ustedes dos en la puerta Cristo.

Jufré llegó en seguida al lugar de la cita, y no tuvo que soportar mucho tiempo la ansiedad de una espera prolongada, pues David arribó casi al mismo tiempo que él.

—Gracias por haber llegado tan rápido —le dijo pasándole el brazo por el hombro con una expresión de alivio.

—Tan pronto oí el galope del caballo de Gonzalo en el camino, fui a su encuentro. Él me puso en seguida al corriente de la situación. A decir verdad, he estado más o menos preparado a todo lo largo de la noche. ¿Qué es lo que pasa?

—¡Si lo supiera! Todo lo que se puede decir, por el momento, es que parecen haber llegado a las manos por la historia de una escalera, unos queriendo conservar la vieja, otros reclamando una nueva. ¿Tenéis una idea de lo que eso pueda significar?

—De creer a Orovida, debe tratarse de la escalera que conduce al Arca sagrada de la sinagoga, que resultó dañada durante una batalla, hace algunos años, y desde entonces, por falta de dinero, jamás ha sido reparada.

—¡Ah, bueno! ¡Ya veo!… Eso ya es algo… Por lo menos ahora sabemos de qué escalera se trata. ¿Pero un asunto tan insignificante es de la incumbencia del Consejo y puede provocar una batalla campal? ¿Acaso no hay otras preocupaciones más importantes, empezando por las concernientes al agobiante impuesto en castellanos?

—Excelencia, aún tenéis mucho que aprender sobre los judíos. Cuando están seriamente amenazados desde el exterior, tienen una curiosa tendencia a refugiarse en sus pequeñas querellas internas, como si concentrándose en ellas e ignorando el verdadero peligro, este fuera a desaparecer. De hecho, esta es una de las razones por las cuales hemos perdido nuestra patria… Pero no creo que sea el momento de comentar el pasado. ¿Realmente la agitación es importante y pensáis que puede extenderse?

—Espero el regreso de Ruiz para hacerme una idea precisa de la situación. Mientras tanto, puede que se os ocurra alguna idea para resolver este miserable asunto…

—¿Pero qué tipo de idea? ¡A propósito de una vieja escalera o de una nueva! ¿Cómo podría imaginar un acuerdo para un asunto cuyo sentido se me escapa…? Pero he aquí a Ruiz. Pienso que él nos lo va a aclarar.

En efecto, jadeante y chorreando sudor, con la túnica arrugada y el cinturón de través, Ruiz estaba de regreso.

—¡Están todos locos! —consiguió articular, tratando de recobrar el aliento—. ¡Empezaron con vociferaciones, luego siguieron con puñetazos, ahora son las pedradas y, de un minuto al otro, apostaría mis botas a que las espadas serán desenvainadas! ¡Todavía no sé cómo pude salir ileso de la barahúnda!

—¿Los cabezas locas de la ciudad han aprovechado para sumarse a la trifulca? —preguntó el corregidor nerviosamente.

—De momento, no.

—Bien. ¿Y la muchedumbre, es posible dispersarla?

—¡Nos esforzamos por conseguirlo, Excelencia, pero la plaza está tan hormigueante de gente que apenas se puede pasar!

—¿De modo que los agitadores pueden infiltrarse en cualquier momento en la Judería?

—Sin ningún género de duda, Excelencia.

—En ese caso, no hay un minuto que perder. ¡Vamos! Pero antes, una última precisión: ¿se ha descubierto la causa del disturbio?

—Parece que Cohen quiso legar una nueva escalera de mármol a la sinagoga y Barchillon la rechazó, con el pretexto de que la vieja escalera de madera podrida podía ser reparada y que algunos dijeron que hubiera sido mejor emplear el dinero de Cohen en favor de los pobres. Según lo que he podido averiguar, al no poderse entender los consejeros, sometieron el problema a la comunidad.

—Ya estamos —estalló Del Águila—. Cohen y Barchillon han mostrado sus cartas. ¡La escalera no es más que un pretexto para alborotar al populacho y hacerlo estallar todo!

—¡Esperad! —intervino David dirigiéndose a Ruiz—. ¿Usted acaba de hablar de una escalera de mármol?

—Creo entender que es lo que oí, señor, pero puedo haberme equivocado… Reina una confusión tan grande…

—No, no, pienso que tienes razón, sin eso no hubiera habido una indignación tan violenta. Excelencia —prosiguió David dirigiéndose esta vez a Jufré y poniendo una cara entre grave y burlona— ¿supongamos que a modo de término medio entre la madera podrida y el noble mármol, sugiero el duro granito de Extremadura?

—¡Por los cuernos de Satanás, sólo un judío puede superar a otro judío! —exclamó Jufré, con una amplia sonrisa—. ¡De acuerdo! Probemos suerte antes de que sea demasiado tarde. Vayamos a caballo y permanezcamos en las monturas para dominar a la multitud. Yo impondré silencio para que vos podáis hacer uso de la palabra.

Así se hizo. La llegada de los jinetes a la plaza de la sinagoga creó la vacilación esperada. Poco a poco las refriegas perdieron su violencia para cesar del todo en medio de un silencio sobrecogedor.

Entonces, la voz del corregidor se elevó solemne:

—¡En mi condición de representante de Sus Majestades Católicas, vengo en persona a recordaros que estos desórdenes no pueden tolerarse! Ciudadanos sometidos a las leyes de la monarquía de Castilla y Aragón, tenéis que aprender, de una vez por todas, a resolver pacíficamente vuestros conflictos. A petición mía, don David Villeda, de Toledo, de quien vosotros sin duda ya habéis oído hablar y cuya opinión respetaréis, de eso estoy seguro, ha venido hasta aquí para ayudaros a encontrar una solución.

A pesar de la tibieza de la noche bañada por un radiante claro de luna, don David, súbitamente helado de aprensión, sintió que un violento dolor le desgarraba el pecho. En derredor suyo, la multitud indecisa ondulaba como una ola momentáneamente domeñada, pero dispuesta a estrellarse de nuevo. ¿Sería capaz de dominar aquella masa compacta de gente, aceptarían su arbitraje? ¿A fin de cuentas, qué había hecho él para ganarse su estima? Voluntariamente aislado en sus tierras, lejos de sus preocupaciones, ¿podía aparecer ahora, sin haber sido llamado, con la pretensión de interponerse en una querella de la que, para colmo de absurdos, no sabía casi nada? Lo que estaba en juego era pavoroso. Al menor error de su parte, la reyerta podía reanudarse, y esta vez con un tercer tema de discordia, cuyas consecuencias amenazaban con ser desastrosas. ¡A la primera señal de violencia, el corregidor se vería obligado a emplear su autoridad suprema y, en consecuencia, estaría forzado a tomar medidas drásticas contra la comunidad, perspectiva impensable e inaceptable para todos!

Armándose de valor para cumplir su compromiso, don David se puso tieso y empezó su discurso:

—Su Excelencia el Corregidor me ha hecho el honor de pedirme que contribuya a la paz y a la prosperidad de la comunidad judía de Villafranca. Aunque recién llegado a vuestra ciudad, he considerado oportuno responder favorablemente a su petición, ya que en el pasado contribuí personalmente a la feliz solución de problemas similares a los vuestros que se planteaban en la comunidad de Toledo. Si bien he comprendido, la sinagoga de Villafranca necesita una escalera sólida y segura que vosotros deseáis instalar sin demasiados gastos. Al extranjero que todavía soy para vosotros, le parece que una escalera tallada en el hermoso granito de esta región quizás podría ser la mejor solución. Someto esta idea a vuestra consideración…

Se produjo un momento de silencio, acentuado por múltiples y breves conciliábulos con muchos meneos de cabeza e inaudibles cuchicheos. Sin rechazar a priori la sugerencia, la muchedumbre meditaba, calculaba las probabilidades de un acuerdo, preguntándose si realmente había que abandonar la causa de sus respectivos protectores para seguir la opinión de un judío solitario de quien finalmente sabían muy poco y que surgía de repente para regentar su destino… Fue entonces cuando apareció Cohen en la entrada de la sinagoga, y todas las miradas se volvieron hacia él. Subiéndose con su pesado corpachón en el banco del que Barchillon había descendido hacía mucho, soltó estas palabras:

—Yo le sugiero a don David que someta como es debido su proposición al Consejo.

—¡Sí! Tiene razón —clamó la multitud, aliviada al sentirse liberada de la obligación de tener que escoger por sí misma.

Para David, era un éxito. Sosegado, aspiró lentamente una gran bocanada de aire. Una vez su rabia neutralizada, el gentío parecía más calmado. Ahora le tocaba a Cohen el turno de arriesgarse…

Seguro de sí —pues la inesperada intervención del toledano le daba una nueva ocasión de invertir la situación en detrimento de su adversario—, Cohen creyó ganada la partida. La proposición de Villeda era de una lógica irrefutable. Por su parte, reprimiendo su orgullo, asumiría los gastos del nuevo proyecto, distribuiría entre las obras de caridad la diferencia entre el precio del mármol y el del granito, y de ese modo recuperaría a la vez su popularidad y su mayoría en el Consejo. Sí, por fin iba a ganarle a ese bribón de Barchillon.

—No tengo ningún inconveniente —respondió don David, ya sin poder echarse atrás y preguntándose si en la sala del Consejo iba a vérselas con amigos o enemigos…

Cuando avanzaba hacia la sinagoga, y la muchedumbre se apartaba respetuosamente dejándolo pasar, y Jufré acababa de retirarse discretamente en la calle de la Judería, don David creyó percibir aún algunos murmullos. Otra vez empezaron a volar piedras y proyectiles. «No es nada, pensaba con calma, las pasiones se apaciguarán por sí solas… Estos son los últimos estertores de la tempestad…».

Lo que ocurrió después, los judíos de Villafranca jamás pudieron aclararlo del todo. Sólo una cosa es cierta. A algunos pasos de la entrada de la sinagoga, don David se desplomó súbitamente sobre su silla de montar, cayó de lado y se derrumbó sin vida en el suelo. Más tarde se descubrió que su nuca, inflamada y ensangrentada, parecía haber sufrido un impacto de piedra, sin que jamás se pudiera elucidar la causa exacta de su muerte. ¿Pedrada, caída del caballo o infarto: cuál había sido el origen de su fallecimiento? Nunca nadie lo supo.

Fue Jufré del Águila, solo en medio de la noche, quien cargó en brazos el cuerpo de su amigo hasta la morada de los Villeda.