X

La plaza de la sinagoga estaba en efervescencia. En aquel atardecer, una vez acabada su siesta, los judíos de Villafranca deambulaban en grupos de dos o de tres discutiendo por enésima vez las posibilidades de Meir Barchillon y de Salomón Cohen de ser elegidos por la noche como jefes del Consejo. Las habladurías iban viento en popa, pues las cosas estaban embrolladas y ya nadie sabía qué pensar a ciencia cierta. En efecto, en el curso de los últimos días habían circulado los rumores más descabellados, y cada versión variaba según la fantasía y la imaginación del narrador. Fue entonces cuando Abraham, el bedel, estimando que esta vez la muchedumbre era lo suficientemente grande para escucharle, salió de la sinagoga para hacerle a su auditorio una revelación mucho más fuerte que todos los demás relatos:

—Ayer, en medio de la noche, cuando ya nadie se movía en Villafranca —comenzó con énfasis— salí, o mejor dicho, había regresado un poco tarde —precisión que hizo reír al público, que sabía muy bien dónde el bedel pasaba sus veladas— cuando, a punto ya de dormirme, un ligero ruido en alguna parte de la plaza llegó hasta mis oídos. Al principio no le presté mucha atención, pero como se repetía, la curiosidad pudo más y me levanté para descubrir de dónde venía. Entreabriendo bien despacio mi postigo, escruté la plaza, y allí, ¡preparaos!, ¿qué es lo que vi?… ¡Ante mis ojos, un mensajero de la reina que tocaba con insistencia la puerta de Salomón Cohen! «¡Abraham Follegos, has bebido demasiado!», me dije a mí mismo. «Tu último vaso estuvo de más». En fin, que aunque en el fondo estaba seguro de haber visto bien, fui a echarme agua fría en la cabeza para estar más seguro. Apenas volví a la ventana, aún chorreando, vi a Cohen en carne y hueso, de pie detrás de su puerta entornada, cogiendo una carta que le extendía el correo. ¿Y ahora, qué decís de esto?…

—¡Que estabas borracho perdido! —gritó alguien—. ¡Y que eso fue una alucinación de borracho!

—¡Sí, tiene razón! —repitió la multitud como un eco.

—¡Juro por mis queridos doce hijos, que todo lo que os acabo de contar es cierto, y que vi esa escena con mis propios ojos!

—¿Si es así, dinos —lanzó una voz sarcástica— cómo pudiste saber que ese misterioso visitante era un mensajero de la reina?

—¡Por su librea, por supuesto! ¡Llevaba el escudo de Castilla en su túnica!

—¿Y has podido distinguirlo en plena noche?

—Había luna llena —replicó Abraham, satisfecho de poder aportar una prueba irrefutable de su sobriedad.

Pero ya nadie le prestaba atención. Los judíos de Villafranca, divididos, agrupados alrededor de los más taimados, escuchaban, sin rechistar, las más sabias interpretaciones del asunto, al punto que ni siquiera se dieron cuenta de que había anochecido y llegado la hora de la reunión. Al primer tañido de la campana del pregonero anunciando a los habitantes de Villafranca que eran las nueve de la noche y que todo estaba tranquilo, Salomón Cohen y Meir Barchillon salieron de sus respectivos domicilios. Con su aparición, un respetuoso silencio se apoderó de la muchedumbre apiñada en la placita. Entonces los dos adversarios se abrieron paso hacia la sinagoga, animados por sus seguidores y bajo la rechifla de sus enemigos.

A la entrada de la sinagoga, y más calmado que de costumbre, Salomón Cohen se inclinó delante del jefe de la comunidad en ejercicio, Meir Barchillon, y lo dejó pasar primero. Detrás de la puerta, el bedel esperaba a los dos hombres. Prodigándoles inhabituales señales de respeto, los acompañó hasta la sala de reuniones situada a la derecha de la entrada, donde todos los miembros del Consejo esperaban, ya sentados, a ambos lados de una larga mesa de madera escrupulosamente pulimentada para la ocasión. Sin ceremonias, Barchillon atravesó la pieza con paso decidido y ocupó el lugar de honor, mientras que Salomón Cohen, mostrando indiferencia y seguro de sí mismo, se sentaba en el otro extremo. Ambos recorrieron con la misma mirada a la asamblea, tratando de calibrar por última vez el equilibrio de fuerzas.

Examinando los temores que lo atormentaban desde hacía tiempo, Barchillon llegó a la conclusión de que Cohen no tenía ninguna posibilidad. Efectivamente, Jaco Saba y Shemtov Atéjar, ambos olivicultores y aceiteros, nunca le abandonarían. Puesto que era el único corredor de aceite en la región, ellos no podían vender sus productos sin él. En cuanto a Efraín Aben Yaex quien, después de los Guzmán-Villeda, producía el mejor vino de la comarca, tampoco podía prescindir de sus servicios para vender su cosecha. Esto ya hacía tres votos seguros. Entre sus seguidores habituales, también estaba allí Isaac Arrobas, el tratante en granos, y Yusef Frenero, el orfebre; ambos, salvo prueba en contrario, totalmente a su merced. En efecto, Arrobas le debía una sustancial suma adelantada para la compra de su casa en el barrio judío, y Frenero, desde hacía muchos años, rozaba los límites de la ilegalidad dadas sus relaciones con los que troquelaban el oro. Para que estos dos aceptaran abandonar a su «patrón», necesitarían mucho dinero el uno, y sólidas garantías de protección, el otro. Ahora bien, Cohen no tenía ganas, ni tampoco poder, para satisfacerlos. A pesar de todo, y a causa de la reciente hostilidad de Arrobas y de Frenero, persistía una duda irracional, pero tenaz: ¿no habría Cohen, en un último esfuerzo por ganar la batalla, comprado a Arrobas? No era imposible. En cualquier caso, con Frenero era distinto, pues sólo él, Barchillon, podía mantenerlo fuera de prisión y esto él lo sabía muy bien. De modo que, aun en el peor de los casos, si Arrobas cambiaba de bando, la votación sería igual: cinco contra cinco, en cuyo caso se apelaría directamente a la población para elegir a su jefe. Ahora bien, en esa circunstancia, él podía contar con el sufragio del pueblo. Encargado del reparto de los impuestos, todos buscaban su favor; acreedor de la comunidad, nadie ignoraba su poder. Así que el combate sería tal vez más reñido que en otras ocasiones, pero nadie ponía en duda que, una vez más, él saldría vencedor.

Por su lado, curiosamente Cohen se sentía tranquilo. Juntando sobre la panza sus manos gruesas y fornidas, reflexionaba: Sason Alfandari, el pañero, era un incondicional, tanto como los productores de aceite y de vino lo eran para Barchillon. En cuanto a Samuel Almaleh, el boticario, y Sayas Barzilay, el médico, tradicionalmente estaban de su lado, no por necesidad y ni siquiera por amistad, sino simplemente porque detestaban a su rival. De modo que ya contaba con tres. ¡En cuanto a Arrobas y Frenero, se iban a llevar una sorpresa! ¡No, nadie la tomaba impunemente con la esposa de Salomón Cohen!…

En su condición de presidente del Consejo, Meir Barchillon se preparó para tomar la palabra a fin de someter a sus miembros los puntos del orden del día. Sin duda, después de lo que iba a anunciar, los ancianos estarían poco inclinados a renunciar a sus servicios de dirigente y financiero. Así que, con una expresión llena de gravedad, se levantó, consciente de dirigirse no sólo a los ancianos reunidos alrededor de la mesa, sino también a la comunidad de toda Villafranca cuyos miembros más atentos, encargados de transmitir los debates a la muchedumbre impaciente, fisgaban detrás de las ventanas o de la puerta.

—Esta reunión se hace en vísperas de tiempos difíciles —comenzó—. Como todos sabéis, la precaria tregua que, desde 1478, reina entre nuestros soberanos católicos y el dirigente musulmán de Granada, se acabará el año próximo. Dadas las constantes revueltas que, desde la firma de la susodicha tregua, devastan los territorios limítrofes, para cualquier hombre sensato está claro que, a partir de su expiración, va a estallar una guerra de gran envergadura. Con esta perspectiva, nosotros los judíos, leales súbditos de sus Majestades, estamos llamados, igual que nuestros ancestros lo fueron tan a menudo en el pasado, a ayudar a nuestros dirigentes en su noble empresa de expulsar del reino al último bastión moro en tierra española, y a contribuir de esta manera a la victoria que ellos tanto merecen.

—¡Bueno, muy bien! —murmuró entre dientes Sayas Barzilay, ocultando a medias su mirada bajo los pesados párpados— ¡pero basta de pomposa retórica! No te hace falta, y mis pacientes me aguardan. De modo que vamos directamente al grano.

Barchillon, antes de proseguir, se aclaró la garganta con gesto teatral:

—¡Don Abraham Seneor, rabino, consejero de la Corte, me ha hecho saber oficialmente que la comunidad judía de Villafranca, al igual que todas las de Castilla, deberá contribuir al presupuesto de guerra desembolsando la suma de veinte mil castellanos en oro!

Consternados, los consejeros enmudecieron. ¿Veinte mil castellanos? ¡Era absolutamente imposible! ¡Veinte mil castellanos equivalían a diez millones de maravedíes! Era aberrante, el escriba había debido de equivocarse: probablemente se trataba de la cifra de dos mil que ya era suficiente. Con el trabajo que costaba reunir los quince castellanos del impuesto anual, ¿cómo querían que encontraran siquiera uno más? No, la exigencia era descabellada.

En medio del estupor general, sólo Sayas Barzilay, a quien toda una vida al lado de los enfermos había enseñado a dominar sus emociones, tuvo la presencia de ánimo necesaria para entregarse a un rápido cálculo: si el impuesto se dividía a partes iguales entre todos los miembros de la comunidad, cada familia debería pagar el precio de una modesta casa, suma necesaria para que un hombre razonable pudiera vivir dos años seguidos… Desde luego, posiblemente los más ricos poseyeran semejante suma, pero una carga tan pesada reduciría a la servidumbre a muchos y esforzados trabajadores, granjeros o artesanos, quienes nunca habían recurrido al préstamo. De modo que todos sabían de antemano quién sería su acreedor… En cualquier caso, ante la enormidad de semejante contribución, uno podía preguntarse si no se trataba de parte de los monarcas de una simple maniobra para llevar a los judíos a la miseria.

A pesar de eso, Barchillon, con una voz falsamente grave que sonaba muy hueca en medio del silencio, continuó su discurso:

—Además, hace algún tiempo, los funcionarios fiscales de la Corona me han hecho saber su intención de subir, a partir de principios del año fiscal, nuestro tributo anual, de quince castellanos a trescientos. De quince a trescientos…

Al tratarse de sumas que ellos podían concebir fácilmente, pues su reparto y colecta formaban parte de sus atribuciones, súbitamente los consejeros salieron de su desconcierto y lanzaron un grito de horror seguido afuera por una explosión de protestas de la muchedumbre.

«¡Cuán extraños son los mecanismos de la mente humana!», pensó Sayas Barzilay con sus párpados caídos. Cuando a raíz de la mención del aumento de los castellanos, se habló de una suma fabulosa que superaba largamente el valor de los intercambios cotidianos concebibles para el común de los mortales, no se produjo ninguna reacción; y en cambio, ahora que se hablaba de una miserable suma de trescientos castellanos, todo el mundo aullaba a cual más.

—No obstante —prosiguió Barchillon subiendo el tono para cubrir al tumulto—, yo he protestado enérgicamente ante semejante aumento, justamente con motivo de nuestra exorbitante contribución al presupuesto de guerra y de nuestra desastrosa temporada lanera…

«¡El muy bribón, pensó Barzilay, intenta ganarse a los partidarios de Cohen! ¡Cómo si se preocupara de sus problemas!…».

—… y ahora me satisface anunciaros que mis esfuerzos, lejos de ser vanos, han sido coronados por el éxito, ya que el tesorero real ha consentido en mantener el impuesto en su nivel actual…

Dicho esto, los gritos de alivio y los «¡Bravo, Meir!» estallaron en la plaza, ahogando casi por entero la continuación de la arenga:

—… a condición de que los veinte mil castellanos sean enteramente pagados antes de la primavera. Como siempre, claro está, yo estaré allí para ayudar a todos los que lo necesiten…

«Eso es, claro que sí, él estará allí, pensó Barzilay sarcásticamente, y no habrá ni un solo judío en Villafranca que no le deba algo».

Entretanto, los que transmitían el discurso al gentío ya no sabían qué hacer, pues al no poder oír en la algarabía el final de la intervención de Barchillon, tampoco podían responder a las preguntas procedentes de afuera.

—Pasemos ahora a una noticia mejor —siguió Meir con un tono empalagoso—. Tengo el inmenso placer de informaros que nuestros hermanos conversos, a la cabeza de los cuales se encuentra mi querido amigo Miguel Díaz, han reunido una cierta cantidad de dinero para la reparación de la escalera de la sinagoga, en agradecimiento por la ayuda que en nuestra condición de jefes de la comunidad, les hemos aportado para permitirles mantener su fe ancestral. Bien empleados, pienso que estos fondos bastarán para efectuar la reparación del techo.

Al levantarse una nueva ola de aprobación en la asamblea, Sayas Barzilay se vio obligado a admitir que Barchillon era, sin duda alguna, el manipulador más hábil que Villafranca había conocido jamás.

—Si nadie tiene nada que añadir, podremos sin más demora proceder a la elección de los futuros funcionarios.

Entonces, lenta e impasiblemente, pero con un talante de autoridad y —según pensaba— de gran dignidad, se levantó Salomón Cohen:

—Por mi parte tengo varios puntos que plantear y, dada la gravedad del momento, tengo la sensación de que mi deber simplemente es hablar. Desde hace tiempo, pienso que el sistema fiscal debe ser modificado. En efecto, sin cesar me llegan protestas a propósito de la injusticia de la contribución actual, estado de cosas que provoca muchos rencores en el seno de nuestra comunidad, ya de por sí bastante sufrida.

«¡Descarado hipócrita!», refunfuñó Barzilay para sí. «¡La contribución de Salomón, he ahí lo único que te preocupa!».

—Adoptando el sistema de declaración que yo propongo —prosiguió Cohen con su monótona voz—, cada judío declararía sus ingresos a los responsables elegidos entre toda la comunidad, que serían los encargados de calcular la contribución. De este modo, los más acomodados no tendrían ninguna razón para temer una suma excesiva, y los pobres saldrían ganando con ello, pues sus recursos varían considerablemente de un año al otro —¡desgraciadamente ahí están las pérdidas debidas al último acopio de lana para probarlo!—, ya que los laneros han sido gravados tanto como en los años anteriores, con las consecuencias que todos conocemos.

Barchillon se lo esperaba. Incluso antes de que los auditores hubieran podido captar todos los detalles de la reforma propuesta, ya tenía preparados sus argumentos:

—Apreciamos todas vuestras preocupaciones con respecto a nuestros hermanos más desvalidos —lanzó con sarcasmo—, pero también me parece que los más favorecidos, tampoco perderían con el cambio, porque ¿quién podría garantizar la honestidad de sus declaraciones?

—¿Queréis insinuar que, para salvar unos cuantos maravedíes, los judíos de Villafranca podrían cometer el terrible pecado de perjurio? —replicó Cohen con su tono más moralizador—. ¡Qué Dios nos guarde de ello, porque no existe peor pecado que ese! ¡Olvidémonos de la idea misma! ¡Señores, no, yo no temo el perjurio! Mi principal preocupación es simplemente la de proteger a los que han prosperado gracias a su dura labor, a pesar de los abusos de un sistema fiscal que los constriñe a pagar no solamente su parte, sino también la de los ociosos y los que no sirven para nada. ¡Cada judío rico o pobre debe pagar lo que debe, ni más ni menos! Pero, si puedo proseguir sin ser interrumpido, dejadme que os diga esto: al enterarme de que mis colegas en otras ciudades hablaban de una contribución en castellanos que iba a ser pedida a todas la comunidades judías de Castilla para contribuir a los preparativos de guerra, decidí visitar personalmente a don Abraham Seneor para atraer su atención sobre los infortunios de Villafranca. Así, pues, me alegra anunciaros que mis esfuerzos han sido coronados por el éxito —clamó triunfante, parafraseando con mala uva a Barchillon—. Sí, he obtenido dos concesiones importantes: en primer lugar, que el impuesto en castellanos se distribuya según los recursos de cada uno; y en segundo lugar, que don Abraham Seneor en persona respalde mi proposición de modificación del sistema fiscal anual adoptando el de la libre declaración, si esta propuesta, claro está, es aceptada por toda la comunidad.

Indignado, Meir Barchillon sintió que la sangre le subía a la cabeza martilleándole las sienes, y mucho le costó aguantar las ganas de trepar a la mesa para ir a coger a su enemigo por el cuello.

Pero Cohen, enderezando su cuello de toro, lo dominó con una simple mirada. No, Barchillon no le arrebataría su triunfo. Con una voz calmada, apenas audible en el oleaje de comentarios apasionados que venía desde la muchedumbre, interpeló directamente a su rival:

—¡Esta vez, don Meir, al dirigiros al tesorero de la Corona sin antes consultar a don Abraham Seneor, habéis cometido un error fatal! Nunca os lo perdonará.

«Así que era eso, rabió Barchillon para sí con las venas infladas y crispando convulsivamente los puños violáceos. ¡Cohen y Seneor se habían asociado para acabar con él presentándose como los campeones de los pobres! ¡Sin que hubiera llegado a los oídos de nadie, habían tramado hábilmente su caída! ¡La historia del bedel a propósito del misterioso mensajero devenía ahora verosímil! Por otra parte, ¿acaso él mismo, en los últimos días, no había sorprendido a Cohen escrutando la plaza a todas horas, como si acechara la llegada inminente de alguien importante? De hecho, era una carta lo que esperaba. La que Seneor le había enviado por correo real. ¿Era así como querían provocarlo? ¡Pues bien, que lo intentaran! ¡Si habían olvidado quién era el acreedor de la comunidad, él se los recordaría muy pronto, y hasta dolorosamente, si hacía falta! ¡Que se las arreglaran con los castellanos! ¡Ah, ya se verían con el agua al cuello, pobres deudores sin acreedores!».

Mientras tanto Cohen proseguía con su impulso:

—Antes de someter la reforma del sistema fiscal al voto de la comunidad —declaró, jubiloso— todavía tengo una noticia que comunicaros, a título privado. Como los más ancianos miembros, aquí presentes, se acordarán, mi difunto padre —¡que en paz descanse!— me dejó una pequeña herencia al morir. Al no necesitar personalmente el dinero, había decidido ahorrarla y no tocarla, salvo en caso de extrema necesidad. ¡Pues bien, me parece que ese momento ha llegado! Para perpetuar y honrar la memoria de mi padre, he decidido consagrar esa suma de dinero a la construcción de una nueva escalera de mármol para nuestra sinagoga.

Al oír estas palabras, Sayas Barzilay se decidió a abrir los ojos penetrantes por primera vez en la noche, y la indignación contenida de Barchillon retumbó como un huracán:

—¡Por todos los profetas de Israel, qué necesidad tenemos ahora de una nueva escalera de mármol, cuando los conversos ya han prometido reparar la antigua! ¡Realmente, no es el momento de ostentar un lujo tan indecente! ¿Os olvidáis de los castellanos? ¿Pensáis en la cantidad de familias necesitadas —nuestros propios laneros— que podrían utilizar esa suma para celebrar dignamente las fiestas según nuestra tradición? ¿Si lo que buscáis es el honor y la gloria, por qué no obtenerlo de esta manera? ¡Quién sabe, quizás entonces los pobres os bendecirán por eso!…

Pero Cohen no rechistó. Ignorando deliberadamente la intervención de Barchillon, examinó las posibles contrariedades:

—Obviamente, antes de tomar mi decisión, estudié minuciosamente el asunto de las reparaciones. Tres maestros carpinteros, nuestro Ça Molho, Abdullah el morisco y García el cristiano, examinaron la escalera. Los tres comprobaron que los cimientos están podridos. En consecuencia, reparar solamente la parte superior sería despilfarrar el dinero, porque dentro de unos años, los cimientos se derrumbarán.

—Entonces hagamos reparar los cimientos. ¡Sostengámoslos artificialmente, si es necesario! —replicó Barchillon, decidido a contrarrestar por todos los medios la generosidad de su adversario—. ¡Con vuestra contribución, ahora hay bastante dinero!

Escudándose en una actitud de dignidad ofendida, Cohen contraatacó con vigor:

—¿Será posible que ahora quieran impedirle a un hombre honrar la memoria de su padre terrenal embelleciendo la morada de su padre divino?

Un embarazoso silencio se abatió sobre la asamblea.

—Yo propongo someter esta proposición al voto del Consejo —intervino Barzilay con voz sosegada.

—Muy buena idea —aprobó Cohen sin vacilar, en modo alguno perturbado por el giro imprevisto de los acontecimientos.

Los ocho consejeros reunidos en torno a la mesa, ahora sabían lo que él esperaba de ellos: un voto de confianza, que expresándose sobre este punto avalara un cambio de presidencia en su favor.

No se equivocaba, Barchillon se sentía perdido. El complot estaba claro: Abraham Seneor se había comprometido a satisfacer la deuda de Arrobas, a fin de salvarlo de las «garras» de su acreedor y garantizar su voto en favor de Cohen. En cuanto a Frenero, una ligera presión y una garantía de inmunidad habían debido ser suficientes para convencerle. ¡La suerte estaba echada y su derrota era segura: Cohen contaba con seis votos!

Seguro de su victoria, este último dio a conocer su voto con una leve inclinación de cabeza, luego concentró la atención en las cutículas de su mano derecha, mordisqueándose el pulgar con movimientos regulares, como si no tuviera ninguna otra preocupación en la vida.

—Hay empate —susurró tranquilamente Barzilay—. Cuatro votos para vos, y cuatro para Barchillon.

—¿Cuatro contra cuatro? ¡Pero si somos diez! —interrogó Cohen con la boca seca y un súbito nudo en la garganta.

—Sí, en efecto, pero Almaleh y yo hemos decidido abstenernos en la cuestión de la escalera. Don Salomón, nosotros conocemos los menesterosos y los enfermos mejor que vos. La escalera de mármol con la cual deseáis glorificar el nombre de vuestra familia, no les aportará ningún beneficio, por la sencilla razón de que ellos no tienen fuerzas para subirla. No obstante, esto no significa que no aprobemos las medidas que habéis tomado con Abraham Seneor acerca de la redistribución del impuesto. En ese punto, tenéis nuestro total apoyo.

—Pues bien —dijo Barchillon, sintiéndose más seguro al ver girar la situación en su favor—, dado que el voto del Consejo está bloqueado, sólo nos resta consultar a la comunidad.

Cohen no podía dar crédito a sus oídos. Estupefacto por el desmoronamiento de sus posiciones tan paciente y obstinadamente construidas, no alcanzaba a comprender cómo había podido ver poco antes las cosas tan sencillas. En efecto, al no estar al corriente del donativo de los cristianos nuevos, creía no tener motivos para dudar de la buena acogida del Consejo ante el anuncio de su legado para la escalera, y el voto le había parecido automático puesto que Arrobas y Frenero habían cambiado de bando. En cuanto al voto concerniente al sistema fiscal, ¿cómo prever que no le sería favorable, dado que todo el mundo, pobres y ricos, debían beneficiarse de él? Los indecisos, fatalmente, habrían acabado por unirse a él, pues el apoyo de Abraham Seneor demostraba que él era, tanto como Barchillon, capaz de ejercer el poder y manipular las influencias. ¿Cómo habría podido imaginar de antemano que Barzilay le daría jaque mate criticándolo a propósito de la escalera, y llevando así la cuestión ante la comunidad, al mismo tiempo que la del impuesto? Eso provocaría la más extrema confusión. Efectivamente, al someterle a los judíos de Villafranca ambos problemas a la vez, Barchillon, el presidente del Consejo, no dejaría de presentarlo como un despilfarrador del dinero de la comunidad. De este modo, con su acostumbrada habilidad, amenazaría con levantar una marejada de hostilidad contra él. Tenía, pues, que ser capaz de remontar la corriente a cualquier precio, convencer a la gente de que era él, Cohen, quien había defendido su causa al sugerir una repartición más ventajosa de la carga del impuesto. De no hacerlo así, estaría perdido porque, elegidos por todos los judíos de la ciudad, los consejeros no pondrían jamás al frente de ellos un candidato rechazado por la comunidad.

Mientras se preguntaba, desconcertado, qué hacer para volver a ganar los votos necesarios para una victoria que había creído tan próxima, Abraham, el bedel, hacía cuanto podía para hacer retroceder a la muchedumbre aglomerada en torno a la entrada, a fin de instalar un banco sobre el cual, según repetía incansablemente, el presidente del Consejo de la comunidad iba a dirigirse a ellos.

Cuando Meir Barchillon apareció en la puerta de la sinagoga, Zaky Caro dio la señal de vitorearlo. Zaky había seguido a Barchillon durante el alzamiento de Villena. Participando de los combates por la causa de los rebeldes, había perdido una pierna y, con ella, su medio de subsistencia, ya que era pastor y cada año hacía trashumar sus rebaños entre las tierras altas y la llanura. Después de su lesión, vivía de pequeños trabajos que Barchillon le procuraba y, desde entonces, su lealdad hacia su jefe nunca había vacilado. A sus vítores se unieron los gritos entusiastas de los otros fanáticos de Barchillon, pero el resto de la comunidad, turbado por las migajas de información que habían recibido, permanecía silencioso y, antes de comprometerse, esperaba prudentemente lo que su jefe iba a decirles…

Tal y como Cohen lo había previsto, Barchillon atacó con la escalera. La adhesión de los seguidores ganada fácilmente en detrimento de su rival, le procuraría el crédito que necesitaba para convencer a la multitud de que rechazara la reforma fiscal. Desde la sala de reuniones, Cohen captó al vuelo algunas palabras de su arenga: «lujo sin garantías… los necesitados… reparaciones… soporte de los cimientos…». Luego, en la atmósfera tensa que reinaba en la plaza bañada por un rayo de luna, un nuevo timbre de voz se alzó, autoritario, seguro de sí mismo y provocador: «Irreparable», oyó Cohen claramente. «Podrida… con más de un siglo de antigüedad… se desplomará tan pronto los obreros emprendan el trabajo…».

¡Dios de Israel! ¡Señor justo y compasivo! ¡Era Ça Molho! ¡Un verdadero milagro! Semejante a Josué deteniendo el curso del sol, el carpintero acudía en auxilio de Salomón Cohen. Aguzando el oído lo mejor que podía, Cohen oyó a Barchillon tratando en vano de neutralizar a su antagonista, pero muy pronto su voz se perdió en el alboroto dominado, a partir de ahora, por nuevas vociferaciones:

—¡Ça Molho, hijo de perra, si movieras un poco tu trasero —aullaba Zaky Caro— para trabajar, en vez de vivir como un príncipe de la fortuna que nos arrebatas en tanto que único carpintero judío de la ciudad, encontrarías la forma de reparar esa escalera de madera! Sí, me atrevo a poner la mano en el fuego seguro de que la encontrarías. Nuestros Reyes Católicos están arrancándole el pan de la boca a nuestros niños, ¿y tú te atreves hablar de una escalera de mármol? ¡Con lo que costará, yo podría vivir una eternidad con mis críos!

—¡Pero, cabeza de chorlito, lo repito, es imposible salvar la escalera de madera! En cuanto la toquemos, su estructura se derrumbará como polvo…

—¡Mientes, hijo de puta! —aulló Caro.

—Por supuesto que miente —abundó su amigo Moshon, el cestero, quien se había quedado ciego durante la rebelión—. ¡Te conocemos bien, inmundo holgazán!

—¡Juro que digo la verdad, por la ley de Moisés, lo juro!

—¡Tiene razón, he oído al carpintero moro decir lo mismo! —intervino a su vez Bueno Abenpade, el orfebre—. Tarde o temprano, habrá que sustituir esa escalera. ¡Una reparación improvisada no hará más que retrasarlo todo y, para entonces, quizás Salomón Cohen haya cambiado de opinión! ¿Por qué rechazar la generosa oferta de devolverle a nuestra sinagoga su antiguo esplendor, de hacerla digna del Creador universal que todos veneramos? ¿De modo que un mendrugo de pan os resulta más importante que la gloria de la morada de Nuestro Señor?

Puesto ante semejante disyuntiva —¿cielo o tierra, Cohen o Barchillon?— la muchedumbre indecisa se calló. Pero ese momento de expectación no fue capaz de turbar a Ça Molho.

—¡Yo, maestro carpintero, digno de fe, voto por la nueva escalera de mármol!

—¡Por la nueva escalera! —dijo Bueno Abenpade en un eco.

—¡Por la vieja! —aullaron Zaky y Moshon.

En un instante, los gritos estallaron por todas partes, colmando la noche de un inmenso clamor: «¡Por la vieja escalera!… ¡Por la nueva!»…