Ese sábado por la tarde, al emerger de un largo y profundo sueño, en un estado de torpor que prolongaba el calor agobiante, David lamentó no encontrar a Orovida a su lado. De un tiempo a esta parte, casi cada noche, se acostaba él primero, y por la mañana, se despertaba antes que ella. Sólo los sábados, después del desayuno, ella solía dormitar un poco con él, pero en seguida se levantaba discretamente para dejarlo descansar en paz. Sí, hacía mucho tiempo que no sentía cerca de él su suave presencia. ¿Adónde habían ido a parar aquellos instantes de dicha, cuando su amor aún conseguía difuminar los duros contornos de la realidad, cuando las brumas se disipaban, diluidas en las delicias de sus retozos? ¿Por qué el destino le había impedido que una nueva vida naciese de su unión?
Adivinando su mudo resentimiento, seguramente Orovida también sufría por ello sin decirlo. Él se había equivocado, sin duda, pero a pesar de todos sus esfuerzos, nunca había conseguido dominar aquella reacción primaria, ni amordazar aquella aversión que emponzoñaba sus relaciones desde la peste, pues a partir de entonces su unión física ya no tenía nada que ver con un acto de amor. Insatisfecho, y como consecuencia de ello, él se había acostado con otras mujeres, fugazmente, en el curso de diversos viajes a Castilla, pero ninguna era comparable a Orovida, tal y como ella había sido para él antes de la peste. No más que por eso no había tenido ganas de comprometerse. Mientras vivían en Toledo, había intentado muchas veces compensar sus propias reticencias con un redoblamiento de atenciones y afecto que, por un momento, había parecido contentarla, pero desde su forzada mudanza a Villafranca, los problemas materiales le ganaban por la mano cada día más, y se había encerrado en un mutismo y en un mal humor para ella intolerables.
Al salir de las brumas de la somnolencia, resolvió enmendar sus errores. El verano casi había finalizado: todo lo que había que hacer durante la estación ya estaba realizado, y ahora había que dejar que el sol obrara el milagro de darle a las uvas la sustancia y el sabor que hacían famoso al vino de Francisco en muchas leguas a la redonda. Levantándose rápidamente, David fue en busca de su mujer, y la encontró en medio de las zarzas que aún invadían el pequeño jardín silvestre. Inmóvil en la tarde, ella contemplaba, a lo lejos, las colinas cubriéndose poco a poco de vapores azulados.
—¡Orovida, querida mía, parecéis muy melancólica!
Sobresaltada, se volvió hacia él. Emocionado, a pesar de sí mismo, se dio cuenta entonces de su extrema debilidad, pues nunca había notado hasta ese punto la palidez de su tez. ¡No, no podía dejarla languidecer! Era él quien tenía que hacerla recobrar su incomparable esplendor, aquel que siempre la había engalanado… Abriéndose paso entre las malas hierbas enmarañadas, fue hacia ella y, con un gesto envolvente, casi paternal, la atrajo a sus brazos, apoyando el mentón contra su sien:
—¡Yo sé muy bien —murmuró él— que las cosas son difíciles para vos, aislada en esta campiña perdida, sin distracciones, con un esposo receloso que, desde hace meses, apenas os habla! Pero todo se va a arreglar, amor mío, todo se arreglará, os lo prometo. Incluso López aspira a que las viñas sean de nuevo tan bellas como en el pasado. Un año más, y la finca estará salvada.
—¿Vos tendréis que trabajar un año más tan duramente? —preguntó Orovida quedamente.
—No, querida mía, no, nunca más a este ritmo. La reparación de las principales vías de irrigación está acabada y sólo queda poner en condiciones las acometidas que abastecen el viñedo. Lo que no será gran cosa. Si el vino de esta temporada alcanza un buen precio, contrataré a un administrador para reemplazarnos, a López y a mí, y los dos tendremos tiempo para vivir. Os compraré un bonito caballo árabe, y galoparemos allá arriba en las colinas. Iremos a todos los pueblos en busca de los mejores artesanos, a fin de que ellos puedan ejecutar vuestros más mínimos caprichos. Por último, os prometo ser como antaño un ángel de paciencia y ayudaros a convertiros en una campeona del ajedrez.
Imperceptiblemente la esperanza se deslizó de nuevo en el corazón de Orovida. Si el antiguo David había vuelto, si aceptaba revivir con ella y no sólo encontrarse a su lado, entonces ella estaría colmada, cualquiera que fuese la vitalidad y el entusiasmo de Jufré. Jufré no era suyo mientras que David era su universo, su pasado, todo eso que le quedaba. Ella no pedía más que su amor y la alegría de regalarle el suyo.
—¡Lo que verdaderamente me daría el mayor placer —dijo mirándolo con tímida jovialidad— es que vos hicieseis arreglar este jardín para que yo pueda cultivarlo y ocuparme de él hasta que sea tan resplandeciente como el tapiz del Zodíaco!
—¿El tapiz del Zodíaco? ¡No me habíais dicho nunca que lo conocierais!
—Oh, fue la víspera de nuestra partida de Toledo. Vos estabais demasiado preocupado. Al volver a casa una tarde, me crucé con los obreros que se dirigían a la catedral para colgarlo y de pronto se me ocurrió seguirlos para poder admirarlo un instante.
—¡Mi bello amor, mi incorregible enamorada de la belleza! —cuchicheó sonriendo, rozándole los dedos con sus labios—. De acuerdo. ¡A partir de mañana, haré desbrozar este jardín y desde entonces será vuestro dominio privado! ¡Ya lo veréis! Vamos a vivir los dos juntos una vida nueva, desde luego diferente de la de Toledo, pero puede que igual de maravillosa…
Abrazados, de pronto sus cuerpos vibraron al unísono con un mismo deseo, con un ardor y una intensidad de la que ya ni siquiera conservaban el recuerdo. ¿Había sido necesario aquel desarraigo, este retiro para aproximarlos el uno al otro, y hacerles descubrir las alegrías de un amor difunto?…
Al llegar a la casa del brazo de David, el paso de Orovida era ligero. En el umbral de la sala espaciosa y clara, David se detuvo. Entonces se volvió para contemplar sus tierras, y su mirada resbaló, surco tras surco, sobre el viñedo próspero y cargado de frutos, hasta llegar a los pies de la colina del monasterio. Apretada contra él, Orovida vio descender el sol en dirección a Portugal, anegando poco a poco el paisaje en la penumbra. Cuando la oscuridad casi alcanzaba la pendiente oeste de la colina pelada del monasterio, Orovida sintió que David se envaraba.
—¿Qué pasa, amor mío?
—¡Mirad, allá arriba, en la colina!
Siguiendo su mirada, ella vislumbró entonces una silueta blanca y maciza que descendía lentamente la cuesta hacia ellos. El camino, rara vez transitado, sólo conducía hasta su casa, por consiguiente, el desconocido no podía ir a ninguna otra parte.
—Desde nuestra llegada, ningún monje se ha dignado dejarse ver —observó ella—. ¿Puede que tengan necesidad de nosotros, del agua de nuestro manantial, por ejemplo?
Entornando los ojos para distinguir mejor al hombre que se aproximaba, David replicó:
—No, no creo que sea tan simple. Este visitante no es un monje cualquiera que viene a pedir ayuda; este es, ahora estoy seguro, Agustín de Toro en persona, el prior del monasterio.
Y de pronto, al pronunciar estas palabras, el rostro de David cambió. Todo el orgullo y la alegría, la satisfacción y la esperanza de la que estaba henchido unos instantes antes, se habían desvanecido dejándolo de golpe extenuado y envejecido.
—¿Qué pensáis que viene a hacer? —preguntó Orovida, también con la voz cambiada.
—No lo sé. Voy a recibirlo en el patio. Si queréis, quedaos un poco apartada en la galería, y os enteraréis tan pronto como yo.
El prior del monasterio de Santa María de la Encarnación era dominico, orden muy conocida por su fanatismo. El venal Agustín de Toro era, además, célebre por su corrupción. Cuando José lo introdujo, David escrutó su rostro complaciente, empalagoso y acicalado, con la esperanza de descubrir el motivo de su visita y averiguar si el celo religioso iba a poder más que sus apetitos terrenales. Con gran despliegue de amabilidad mezclada con condescendencia, el prior se dirigió, con las manos extendidas, hacia David.
—Ya veis, Villeda, cuán familiares me son las leyes judías: he esperado a la puesta de sol para visitaros. ¡En efecto, Dios me guarde de haceros profanar vuestro Shabat!
—No hacéis más que responder a mi propio respeto por vuestro santo día de descanso —replicó David—. Seguramente habéis comprobado que nadie en mi finca trabaja los domingos.
Ligeramente desconcertado por el altivo recibimiento de su anfitrión, Agustín de Toro se sentó —con algunas precauciones debidas a su corpulencia— en la estrecha silla que le había sido designada. Entonces, colocando sus pálidas manos debajo del escapulario en una actitud que le confería cierta autoridad, tomó la palabra:
—Villeda —comenzó con el mismo tono de superioridad, omitiendo a propósito el título de «don» para ofender a su anfitrión— debo admitir que me habéis sorprendido. Hasta ahora nunca había visto a un judío trabajar la tierra con semejante ardor, y mira por donde un rico comerciante de Toledo como vos, os habéis revelado no sólo capaz de acometer las labores de un verdadero propietario rural, sino también de devolverle a un erial su fertilidad original. Loable empresa, lo confieso, mucho más aún tomando en cuenta que estos campos pertenecen, de hecho, a nuestro monasterio.
Agradeciéndole al prior con una casi imperceptible inclinación de cabeza, David no respondió, esperando que el religioso abordara la verdadera razón de su visita.
—¿Decidme, vos habéis comprado el arriendo de esta propiedad a Francisco de Guzmán?
—Exactamente.
—¿Y vos lo habéis adquirido por un precio muy ventajoso?
—Pagué lo que él me pidió.
—Entonces debéis saber que el arriendo fue renovado el año pasado por un total calculado sobre su renta de los cinco años anteriores.
—Repito —replicó David con un tono glacial— que he pagado la suma requerida a cambio de la compra, en buena y debida forma, del arriendo de esta tierra para los cuatro próximos años.
—Un comerciante sagaz como vos —prosiguió el prior con una sonrisa untuosa—, comprenderá sin dificultad que, al haber sido fijada la base del cálculo de dicho arriendo en función del estado de abandono de la propiedad, no puede seguir siendo la misma hoy. Como consecuencia, el montante del canon al monasterio debe ser modificado…
—Ciertamente, pero cuando expire el acuerdo actual, es decir dentro de cuatro años.
—No exactamente —se burló el prior—. ¡Seamos razonables! La renta de este año dejará muy atrás a la que la propiedad había producido hasta ahora, cada año, desde su abandono hace ocho años. Por tanto, es natural y justo que el arriendo sea ahora adaptado a la nueva situación y que los propietarios perciban lo debido.
—Si debemos hablar como hombres de negocios —contestó David— permitidme entonces recordaros que para transformar vuestra propiedad, yo he tenido que invertir mucho. Me serán necesarios años para recuperarme y, por tanto, me es imposible asumir por el momento la menor obligación financiera adicional. Además, puedo recordaros que en vuestro cálculo vos parecéis dejar de lado deliberadamente la renta que el monasterio sacó del diezmo deducido del aumento de la producción.
—Verdaderamente, lamento profundamente que deis prueba de tan poca comprensión —replicó el prior abandonando su sonrisa—. Si vos persistís en vuestra obstinación, notoria cualidad de vuestra raza, me veré obligado a recurrir a las autoridades fiscales de la Orden a fin de que procedan a una evaluación oficial del arriendo sobre las bases de su renta habitual durante la época de Francisco de Guzmán.
—¡Pero esto es absurdo! —estalló David—. ¡Este año, sólo la mitad de la tierra ha producido normalmente, y esa renta por sí sola no podrá ser evaluada antes de la verificación de la calidad del vino!
—¡La elección corresponde a vos! Si llegamos a un acuerdo por las buenas, mucho mejor. De lo contrario, el problema pasará a otras manos. ¡Asumid vuestras responsabilidades! Pero decidme más —continuó el prior taladrando a su interlocutor con una mirada glauca— ¿es verdad que abandonasteis Toledo tras haber rehusado abrazar la fe de nuestros soberanos católicos?
—En parte, sí.
—¡Ah, ya veo! ¡Sois tan obstinado en el plano religioso como en materia de transacciones comerciales! Cuán imprudente sois, Villeda. Vuestro rechazo a reconocer la verdad de la Revelación cristiana os ha causado un gran daño. Por vuestro interés, es mi deber advertiros que la Iglesia y el Estado, juntos o separados, no cesarán de perseguiros hasta que aceptéis, ya sea el bautismo, ya sea el exilio. ¡En la España de nuestros Reyes Católicos, no hay lugar para los judíos!
Negándose a prolongar toda discusión con semejante personaje, David no rechistó. No conocía ningún medio para convencer al prior de que un hombre debía seguir siendo lo que era. ¿En consecuencia, cómo hacerle entender que una conversión no sería para él sino una falsificación en detrimento del mismo Jesucristo? No, Agustín de Toro era demasiado hipócrita para considerar, siquiera un momento, que pudieran existir hombres para quienes la hipocresía era inaceptable.
Tomando conciencia del silencio de su anfitrión, el prior sacó la mano derecha de debajo de su escapulario, cerró los cadavéricos dedos, y luego los extendió para contemplar sus uñas bien cuidadas. Entonces, tranquilamente, dejó caer su conclusión:
—Evidentemente, para mí sería un gran honor asumir la tarea de instruiros en la fe cristiana. En efecto, nada en el mundo podría darme una satisfacción mayor que la de redimir un alma como la vuestra y procurarle la salvación eterna en el seno de nuestra santa madre la Iglesia. Así aprenderíamos a respetarnos mutuamente, a la vez como hombres y como cristianos, y las diferencias existentes aquí abajo entre nosotros se disiparían en las aguas purificadoras del bautismo.
Confundido por la intolerante suficiencia del prelado, David se quedó petrificado. ¿Realmente aquella babosa pensaba triunfar allí donde Isabel y Fernando habían fracasado? ¿Creía que una presión financiera lo haría hincarse de hinojos ante la cruz, a él, a David Villeda? De Toro olvidaba que un hombre de su temple estaba prevenido contra cualquier fracaso, y que si se había instalado en Extremadura, era sobre todo previendo que quizás un día sería expulsado de su país. Ahora bien, si realmente las cosas llegaban hasta ese punto, seguro que no serían las amenazas de un insignificante prior de provincia lo que lo obligaría a tomar la decisión de huir.
—Difícilmente podríais haber sido más claro —le dijo finalmente al monje, mientras se levantaba en señal de que la conversación había acabado—. Pensaré en vuestras sugerencias y, a su debido tiempo, os haré llegar mi respuesta.
Cuando el prelado salió, David regresó lentamente a su silla y se sentó de un golpe, derecho e inmóvil, con la mirada perdida en la noche. A la luz vacilante de las lámparas que había llevado José, su rostro se mostraba desesperado y lívido. Acercándose en silencio, Orovida le tendió las manos, rozando con los dedos sus sienes y sus cabellos grises. Le hubiera gustado deslizar algunas palabras de consuelo, pero como lo conocía muy bien, no se arriesgó. Por lo demás, sin duda alguna iba a batirse, ¿pero qué armadura escoger para enfrentarse al poder de la Iglesia? Ciertamente, si querían arruinarlo, lo conseguirían. Así que, de todas maneras, había que considerar que en algún momento habría que buscar refugio en Portugal. ¿Por qué no escapar inmediatamente y de esa forma ahorrarse las últimas e inútiles humillaciones?
El martilleo apagado de los cascos de un caballo en el camino lo sacó de pronto de su monólogo interior.
—Es Su Excelencia el Corregidor —anunció José.
Jufré entró en el patio con paso seguro, pero ver a David y a Orovida, postrados codo con codo cerca de la lámpara, unidos en la adversidad, frenó bruscamente su ímpetu.
—¿Os molesto? —murmuró en voz baja.
—¡No, no, de ninguna manera! Sentaos, os lo ruego —respondió David cortésmente, pero aparentemente destrozado.
—Agustín de Toro ha venido a dar su gran golpe ¿no es verdad? —exclamó Jufré colérico.
—¿O sea, que ya lo sabéis?
—Lo he visto bajar la colina y dirigirse hacia la finca. Lo conozco bastante para imaginar qué es lo que ha venido a pediros. ¿Qué clase de negocio os propuso?
Con brevedad y claridad, David expuso las propuestas del prior esforzándose en ser desapasionado en su relato. Apenas había acabado cuando la rabia de Del Águila se apagó. Lejos de parecer inquieto por la nueva situación, exclamó, con alegría inesperada:
—¡Perfecto! ¡Tres años ha que espero el momento de pillar a la bestia! Escuchadme bien. Agustín de Toro tiene en la vida una ambición: ¡convertirse en el obispo de Villafranca! Para desacreditar al actual titular de este cargo, ha intentado toda clase de maniobras con tal de ganarse el favor de sus superiores. Hasta aquí, sus maquinaciones no han conducido a nada, pero, para conseguir el obispado, no retrocederá ante ninguna artimaña. ¡Además, si tiene tanto interés en convertiros, no es por celo cristiano, sino porque piensa que semejante proeza podría muy bien valerle la mitra!… Por simple curiosidad, yo sigo desde hace mucho tiempo los vaivenes del «santo hombre», y en el curso de mis inocentes observaciones, resulta que he descubierto lo que, según piensa él, todo el mundo ignora. ¡A saber, la existencia de una amante, mujer casada por añadidura, cuyo esposo, un pobre buhonero, se ausenta durante meses, dejándole el campo libre al reverendo, de modo que no es necesario ser un perito para saber que los retoños de la dama son obra de nuestro venerable prior! La misma piel, los mismos ojos pálidos, la misma arruga burlona en la boca… Por otra parte, la susodicha amante goza de unas comodidades absolutamente desproporcionadas con la modesta condición de su esposo. ¿Qué parte se reserva De Toro de las «donaciones» entregadas al monasterio?, lo ignoro, pero sin duda es más que suficiente para ocuparse de las necesidades de su pequeña familia. Si el asunto llegara a divulgarse, no sólo el prior perdería toda esperanza de obtener su obispado, sino que, dada la actitud intransigente de Isabel para con la corrupción del clero, también correría un grave riesgo de ser excomulgado. ¡Pues bien, como podéis ver, Agustín de Toro puede hablar mucho y amenazar cuanto quiera, pero está lejos de ser tan invulnerable como cree! Por tanto —prosiguió Jufré, constatando con placer el alivio de sus amigos—, si no ponéis ningún reparo, voy a tener una pequeña entrevista con De Toro a lo largo de la cual deslizaré algunas palabras sobre vuestro caso. Bastarán algunas insinuaciones veladas sobre la dama en cuestión para alarmarlo y que acepte un solo pago simbólico de vuestra parte, sólo para darle el pego a sus superiores. Que él se las arregle para tomar todo o parte de dicha suma en beneficio de su querida amiga, no nos interesa. ¡Eso es cosa suya! Y bien, ¿qué pensáis?
Con un relámpago de connivencia, las miradas de los dos hombres se cruzaron y, de golpe, estallaron en una gran carcajada.
—¡Os los ruego, quedaos a cenar con nosotros! —se apresuró en pedirle David, más aliviado de lo que hubiera podido imaginar su amigo.
—¡Sí, por favor —insistió Orovida—, los sábados por la noche siempre comemos pastelitos de queso y el famoso arroz con leche de Fortuna!
—Si me tocáis el punto débil… —capituló Jufré sonriendo—, acepto agradecido.
Rápidamente José dispuso la mesa, David sirvió el vino, Orovida trajo las cáscaras de naranja confitadas, y se sentaron felices, tan excitados como niños tramando una broma.
—Aún tengo otra historia picante que contaros —anunció Jufré en los postres— y esta vez no se trata de nuestros horribles prelados cristianos, sino de vuestros buenos judíos camorristas.
Y entre cucharada y cucharada de arroz con leche salpicado de canela, les relató con fruición el episodio de la tentativa de seducción de Barchillon a la digna Sara, añadiendo aquí y allá algunos detalles picarescos para darle más relieve a la comicidad de la hazaña.
—Sin la imprevista aparición del amo de casa —continuó Jufré compartiendo la hilaridad de sus anfitriones—, finalmente esto no hubiera sido más que una bufonada, pero la comunidad entera se lio a puñetazos y me vi obligado a hacer dispersar la muchedumbre por temor a que el disturbio se extendiese a toda la ciudad. ¡Ah, si fuera capaz de encontrar el modo de reconciliar a estos dos impulsivos antes de la reunión del Consejo, la semana próxima! —añadió con la cara súbitamente entristecida—. Si no lo consigo, eso será una explosión. Ahora bien, si intervengo directamente, también corro el riesgo de comprometer la imparcialidad de mi cargo, pues la más mínima toma de posición podría ser interpretada como un compromiso por mi parte. De hecho, lo que me haría falta es que alguien imparcial, y respetado por ambas partes, sirviera de mediador entre Cohen y Barchillon.
La alusión era clara y el hecho de que Jufré no hubiera pedido nada a cambio de su espontánea colaboración en el asunto con De Toro, hacía que su sugerencia fuera aún más difícil de rechazar. Por otro lado, de parte del corregidor, significaba la expresión de una confianza total en la integridad de David. En suma, lo que le pedía no era gran cosa, aunque había que contar con la posibilidad de disgustar a un partido o al otro, y, de ese modo, meter un dedo en un engranaje que no sería fácil de frenar. No obstante, al no poder casi esquivar el asunto, y tras algunos segundos de reflexión, David estuvo de acuerdo:
—Bien, lo haré lo mejor que pueda, pero si no conozco las intenciones de Cohen, no servirá de gran cosa… Aislado en mis viñas, yo no estoy al corriente de nada. Si adivináis algo de sus planes antes de la reunión, no dejéis de decírmelo. Tal vez así podría encontrar el modo de arreglar el asunto. Si no, intervendré directamente, pero con la condición de que estéis seguro de que no existe ningún otro medio de evitar lo peor.
—¡Gracias! ¡Sabía que podía contar con vos! ¡No obstante, comprendo perfectamente vuestras reticencias para meteros en todo esto y, francamente, no puedo culparos! Yo no habría apelado a vos, si no viera que la situación amenaza con volverse incontrolable.
La velada se había prolongado en un clima de amistad y de confianza particularmente cálido. David no se retiró como de costumbre, sino que jugó una larga y sutil partida de ajedrez con su amigo. Él lo derrotó, aunque atemperando su triunfo con humor y entusiasmo.
En cuanto a Orovida, tan radiante como el oro a la suave luz de la lámpara, sostuvo, por primera vez, las intensas miradas de Jufré.
Confiada en su amor por David, el del corregidor ya no la turbaba. ¿Además, acaso ella le había dejado suponer, tan siquiera una vez, que podía compartir sus sentimientos? Allá él, si había creído descubrir en sus ojos lo que allí tenía ganas de encontrar.
Aunque sintiéndose completamente excluido de una felicidad que no era suya, esa noche Jufré no consiguió librarse de la convicción de que, sin David, él habría podido encender en ella una pasión tan ardiente como la suya. Por eso, cuando regresó a su casa, a caballo y en medio de la noche, la imagen del rey David y de Urías, el jeteo, se apoderó de su mente obsesionándolo hasta el día siguiente.
Mientras Orovida devolvía las piezas a su estuche, con esos gestos tan graciosos y familiares para su esposo, David cogió suavemente su delicada mano:
—¡Finalmente todo se arreglará! —murmuró, tratando de reponerse de la emoción experimentada algunas horas antes, en el jardín abandonado—. Venid, vamos a reencontrarnos el uno en el otro…
Y sobre el fresco lecho, como el alba naciente, la apretó tiernamente contra sí. Sintiendo que su cuerpo despertaba lentamente respondiendo tímidamente a su llamada, se juró que esta vez no dejaría que sus propias reticencias estropearan el recíproco placer… Habían sufrido demasiado… Ella sobre todo, pues no sólo él la había privado de toda satisfacción física, sino que, al hacerlo, la había frustrado doblemente, recordándole inútil y cruelmente los caprichos del destino y su incapacidad para engendrar vida. Cuán egoísta había sido al dejar que su instinto contrariado pudiese más, sepultando así el sufrimiento que ella también debía sentir tan vivamente… ¿Por lo demás, qué podía decir si, después de todo, la ausencia de un niño era una suerte de bendición? ¿Hubiera podido librarse del infortunio, no sufrir la consecuencias de la posición inflexible de su padre? Queriendo con cada caricia borrar una tras otras las barreras que durante tanto tiempo les habían separado, David se repetía que ella tenía derecho a disfrutar sin restricciones la plenitud de su unión. Sintiendo subir en ella el estremecimiento que anunciaba la ola que la iba a inundar, penetró en ella con una febrilidad inhabitual. Esta vez iban a encontrarse en las mismas fuentes de la vida. ¡Sí, la vida, parecía gritar todo su ser, la vida!… Pero la vida no estaba allí. Ni la vida, ni el porvenir, ni la esperanza en el futuro. Era imposible olvidar…
—¿Me creerás, si te digo que lo he intentado todo?… —se esforzó en decir él.
—Sí, sé que lo has intentado —respondió Orovida, consciente del profundo dolor de su marido—. Eso no tiene importancia. Ya que lo has intentado una vez, podremos intentarlo de nuevo… Es preciso que así sea, tanto para ti como para mí, pues si no nos reencontramos, acabaremos por perdernos para siempre, solos para siempre en la desolación…
Aceptando en silencio sus velados reproches, David, para protegerla del aire fresco de la mañana, tiró sobre Orovida una colcha ligera y la arropó como a un niño. Cuando ella se volvió hacia un lado, él sintió la súbita tibieza de una lágrima resbalando por el dorso de su mano.
—No nos perderemos nunca, mi amor —murmuró, dándose cuenta de la gravedad de la herida que acababa de infligirle.