En casa de los Villeda, la vida no transcurrió como había imaginado Orovida durante los breves instantes de euforia compartidos con Jufré. En efecto, a medida que avanzaba el verano, lejos de ver aliviarse su tarea, David se sentía cada vez más abrumado por las obras que debía supervisar, e inquieto por el coste de su financiación. Por encima de todo, el calor agobiante aumentaba su irritabilidad, y Orovida ya no podía abrir la boca sin ser reprendida tan agria como injustamente. A tal extremo que alguna vez estuvo a punto de preguntarle si la ausencia de su amante no era la principal causa de su perpetua agresividad. Sin embargo, ahogó las palabras que le quemaban la garganta y así se ahorró nuevas discusiones. A la vista de las circunstancias, la ausencia de infierno tenía para ella el valor de un paraíso… En semejante atmósfera, su soledad y el vacío de su existencia ejercieron sobre ella un dominio cada día más intolerable, tanto más cuanto que las obras de restauración interior de la casa, después de haberle proporcionado un ligero entretenimiento, dejaban ver la falta de dinero. Sólo habían podido llevarse a cabo algunos enyesados y encalados en cal viva, pero se dejó para tiempos mejores la mayor parte de las reparaciones más complicadas, tales como el artesonado y la restauración de los techos.
Afortunadamente el cuero de Córdoba tapizando las blancas paredes, a pesar de una severidad bastante alejada de las sedas de la casa de Toledo, confería a las estancias relativamente espaciosas cierto aire de sobria elegancia en consonancia con el paisaje exterior. Por último, en el patio, las plantas trepadoras habían estallado en un techo de verdor invadiendo con su masa frondosa las columnas de la galería que, de golpe, parecían haber perdido un poco de su rigidez. Sí, Jufré tenía razón: en resumidas cuentas, el ojo acababa por acostumbrarse a su entorno, a condición de que poseyera su propia armonía. En cambio, Jufré se había equivocado con respecto al jardín. La tenacidad de las malas hierbas, el suelo demasiado seco y rebelde, y probablemente su escasa habilidad para domeñar la tierra y manejar los utensilios de jardinería, hicieron inútiles todos los esfuerzos. Mientras los trabajadores no tuvieran tiempo para limpiar y remover la tierra, Orovida no podría hacer nada, y aun entonces seguramente haría falta mucha paciencia para transformar semejante desolación en jardín del Edén.
En esta existencia taciturna y sin alegría, las únicas treguas eran las visitas esperadas, pero imprevisibles, del corregidor. Si David no estaba demasiado crispado, la noche pasaba entonces casi tan agradable como la primera vez. Después de una o dos partidas de ajedrez, David relataba a Jufré los progresos de las obras y sus dificultades; Jufré, por su parte, disfrutaba con maligno placer contándoles los comadreos de Villafranca.
Incapaz de sostener una conversación durante mucho tiempo, con frecuencia David los dejaba pronto para ir a acostarse, y ellos se quedaban solos charlando un rato.
—No os he visto más por el jardín. ¿Habéis olvidado mi idea? —preguntó una noche.
—¡De ninguna manera, pero lamentablemente la tierra está muy seca y áspera para mí! No consigo removerla. Tendrá que venir un trabajador de la viña, cuando sea posible, para limpiarla y prepararla.
—¡Qué lástima! Había encontrado un macizo de lavanda en un bosque detrás de mi casa y quería traeros una cepa. ¡Desprende olor hasta en otoño! El jardinero me dijo que había una especie de lirio creciendo en los rincones sombreados, y que sólo era preciso tratarlo con cuidado.
—Será para el año que viene.
—Naturalmente. ¿Pero y este año?
Orovida se encogió de hombros con una expresión de tristeza e impotencia.
—¿Decidme, tocáis algún instrumento? ¿Acaso, cantáis?
—No, he sido siempre demasiado tímida para expresarme en público y mi hermana Alegra, que era la más desvergonzada de la familia, bailaba y cantaba por las dos.
—¿Cómo una mujer tan bonita como vos puede ser tan arisca? Explicádmelo. Siempre he creído que la belleza confería seguridad…
—No a mí, en todo caso. Mi belleza, como vos la llamáis, actuando como un imán, atraía a mi alrededor un enjambre de inoportunos jóvenes. Todos me resultaban, en el mejor de los casos, indiferentes, y en el peor, insoportables. La belleza es una armoniosa coincidencia de la naturaleza. No tiene nada que ver con lo que yo soy. Para mí no es más que una apariencia, y si es cierto que uno puede regocijarse de lo que es, no hay motivos para hacerlo de lo que se parece ser.
—¿Cómo entonces esperáis conoceros realmente si sois tal como decís?
—No lo sé —concedió Orovida con una pálida sonrisa—. Hay poco que descubrir, ¿sabéis? La verdad es que yo nunca he podido superar por completo los temores de mi infancia. Siempre le he tenido miedo al mundo y a la complejidad de las relaciones humanas: las rivalidades, las hipocresías, los celos, las traiciones. No deseaba afrontarlas, me encerraba en mí misma.
—Ese deliberado aislamiento, ¿no parece que queráis romperlo?
—Probablemente tenéis razón. He aprendido a contentarme con poco. Mi esposo, mi familia, algunos amigos fieles, mi bordado, mis libros, algunos objetos.
Una vida apacible, pensó Jufré sin responderle, comprendiendo ahora mejor por qué ella se había casado con David. Imperceptiblemente, él había conseguido deslizarla de la seguridad de su infancia a la suya, haciéndola compartir sus modestos placeres, protegiéndola de los golpes de la vida en su círculo restringido. ¿Habría conocido al menos la pasión?, se preguntó, una vez más, con el ardiente deseo de tomarla en sus brazos, a sabiendas de que sería una locura, pues en el mismo momento en que la poseyera, la perdería irremediablemente. El adulterio empañaría para siempre la pureza que él tanto amaba en ella. Sí, ahora estaba seguro, un hombre podía amar más de una vez en su vida, pero mientras un amor durase, debía ser exclusivo. Seguía sin concebir que el darse a sí mismo pudiese compartirse siquiera mínimamente.
—Si soy desgraciada en Villafranca —continuó, sorprendida de sentirse tan a gusto con él— es porque me siento horriblemente desarraigada. Y para colmo de males, ahora que Alegra y Eleazar se han convertido en cristianos, no nos sentimos demasiado libres para escribirnos con ellos, sin vigilar cada término de nuestras cartas. ¡Ah, si supierais, nunca hubiera creído que los días pudieran ser tan largos!…
—¿Echáis mucho de menos Toledo, verdad?
—Infinitamente. Pero lo único que podíamos hacer era salir de allí.
—¿Estabais realmente convencida o simplemente habéis aceptado la decisión de David?
—No, estaba convencida. Para los judíos, la vida en Toledo era insostenible.
—Sí, lo sé y os comprendo. ¡Pero —continuó adoptando de pronto un tono más prosaico— ya que mi idea de la jardinería se revela por el momento irrealizable, y ya que vos no disponéis de fuentes de inspiración para vuestros bordados, hay que encontrar otro pasatiempo! ¡He pensado en otra cosa! Creo que hay en un granero de mi casa un viejo tapiz gastado y descolorido cuyo motivo, sin embargo, sigue siendo vistoso. ¿Os entretendrá rehacerlo?
—Con mucho gusto, pero yo no soy tan experta en tapices como en bordados…
—¡Eso no importa! No tenemos nada que perder.
—Tenéis razón. Sin embargo, temo no encontrar en Villafranca todos los colores de la lana necesarios.
—¡Vos lo haréis con los medios de que disponéis!
—Peor entonces para los rasgos y la veracidad de los personajes. Corren el riesgo de quedar con bastante mal gusto…
—¡No os inquietéis! Serán menos amanerados que los que habitualmente vemos. ¡Probad, pues, y veremos qué sale de ahí!
—Vuestra idea es verdaderamente loca, pero, después de todo, ¿por qué no? —estalló Orovida con un risa cristalina.
—¡Bravo! ¡Cómo me gusta veros reír! ¡Trato hecho! ¡Os traeré la «obra maestra» la próxima vez que venga a jugar al ajedrez con David! ¿A propósito, no jugáis nunca con él?
—¡Jamás osaría! ¡Está demasiado cansado e irritable en estos momentos para tolerar mi bajo nivel!
«Yo os enseñaré», estuvo a punto de responderle Jufré. Pero se contuvo, a sabiendas de que teniéndola tan cerca, al otro lado del tablero, no podría resistir mucho tiempo. Tenía que alejarse a toda costa…
Pero cuando él se echaba atrás, ella, por su lado, lo buscaba. Entre ellos había nacido del modo más natural una muda complicidad, hecha de comprensión y comunicación recíproca, gracias a la cual se adivinaban más allá de las palabras y las miradas. Nunca había sido así con David, cuya admiración, elogios y aprobación se limitaban siempre a sus propias reacciones en función de lo que ella hacía o decía. Jufré, en cambio, percibía todos sus pensamientos y sensaciones, la estimulaba, la obligaba a descubrirse y a salir de sí misma. Esto era maravilloso, nuevo e inesperado, pues el carácter reservado de David nunca hubiera permitido semejantes correspondencias. A veces incluso, en un irresistible impulso, tenía el repentino deseo de liberarse, de abandonarse completamente, de entregarse a él, con la loca esperanza de reencontrar, quizás, aquello que había probado fugazmente en los brazos de David, antes de la peste. Pero ella también se reprimió. El hombre que tenía delante de ella exigía de una mujer, lo había dicho, una posesión exclusiva. Probablemente sería fácil convencerle de que, físicamente, su marido y ella ya no se pertenecerían y que, día tras día, iba disolviéndose lo que quedaba de su unión. Tal vez de esta manera pudiera, al principio, ilusionarlo, pero… ¿por cuánto tiempo? Su necesidad de absoluto no tardaría en reaparecer y entonces, a pesar de sus explicaciones y sus promesas, se convertiría en una mujer infiel por partida doble, a sí misma, y a su esposo, objeto de menosprecio. Por otro lado, ¿tendría valor para salir de su cascarón ya tan precario, y aceptar el riesgo de amar a un hombre del que lo ignoraba todo? ¿Tendría el valor de arriesgarse a perderlo no sólo a él, sino también a David, en caso de que se enterase de su infidelidad? ¿Después de todo, no quedaba aún una débil esperanza de bienestar con él, a pesar de su progresivo alejamiento? ¿En verdad, todo estaba perdido? ¿No existía una última oportunidad de reencuentro capaz de hacer renacer un amor apacible en los límites de su nuevo universo?
Sin embargo, cuando Jufré se levantó para marcharse, ella no pudo abstenerse de murmurarle:
—¿Volveréis pronto, verdad? ¡Espero vuestro tapiz, no lo olvidéis!
Conmovido en lo más profundo de su alma, esbozó un gesto hacia ella que no acabó. ¿Qué más podía decirle? ¿Cómo hacerle entender que si no venía tan a menudo como ella deseaba, era precisamente porque sentía un deseo irrefrenable de estar a su lado? ¿Cómo explicarle que para conservar ese frágil contacto entre ellos, era imposible ir más allá de esos escasos instantes de intimidad? ¿Cómo decirle, en fin, que su pasión por ella era tal, que si se veían con más frecuencia, no podría contenerse por más tiempo?
Finalmente, resignándose a dejarla, la acarició con una última mirada. Al captarla, ella desvió la mirada. ¿Timidez, confusión, miedo de sí misma? La pregunta, incierta, semejante a una inasequible pincelada de bruma, quedó en suspenso en la noche…
Una pregunta de otra naturaleza flotaba como una amenaza sobre la plaza de la sinagoga. El verano casi había acabado y la fecha fijada para la reunión del Consejo de la comunidad judía, celebrado cada año antes del Año Nuevo, se acercaba. Con su buen olfato para la intriga, Meir Barchillon intuía que Cohen se preparaba para provocarlo en presencia de los notables. Se olía un complot en el aire. Dos miembros del Consejo, que desde hacía años lo apoyaban fielmente en todas sus empresas, se estaban conduciendo en las últimas semanas de un modo extraño. Uno de ellos, Isaac Arrobas, comerciante en granos, a quien él había prestado inestimables servicios, apenas le saludaba desde el oficio de la noche del Shabat, hacía dos semanas. En cuanto al otro, el orfebre Yusef Frenero, siempre amistoso cuando se trataba de comprarle algún presente para Miriam —lo cual era natural, ya que él, Meir Barchillon, lo había puesto en contacto con los que troquelaban el oro, quienes le proporcionaban el metal por la mitad de su valor oficial— ¡pues bien, ese mismo Yusef, esta vez se había negado a rebajarle ni un maravedí por el plato de oro macizo que él deseaba ofrecerle a su esposa por el Año Nuevo! ¿Acaso ambos olvidaban que era él quien, cada año, establecía sus impuestos? ¿No temían, pues, que se vengase de su insolencia gravándoles tanto como a sus enemigos del Consejo? ¡Y para colmo, hasta los que troquelaban el oro —a los que había sacado de prisión adelantándoles la suma total de sus multas— también lo habían, por así decirlo, desafiado negándose este año a contribuir con los fondos de los huérfanos! ¡Dios del cielo, la próxima vez que los cogieran, ya podían esperar sentados su fianza!
No cabía duda alguna, Cohen estaba socavando minuciosamente los cimientos de su poder en la comunidad. Sus aliados tradicionales nunca habrían tenido la audacia de hacerle frente si no hubieran estado convencidos de que su rival había encontrado, por fin, el medio para arrebatarle la presidencia de la comunidad. ¿Pero cómo? Día y noche, la pregunta atenazaba su mente impidiéndole disfrutar del menor descanso. Era menester descubrirlo ahora. Desgraciadamente, nadie hablaría y el ambiente en la ciudad era tal que los que sabían jamás correrían semejante riesgo. La fe general en su invencibilidad estaba quebrantada, eso era seguro, y nadie mejor que él estaba en condiciones de saber que el poder de un hombre dependía ante todo de la idea que de él se hacían… Decididamente, la situación era crítica y se imponía una solución enérgica. ¡No obstante, que Cohen no se imaginara que él iba a dejarse manejar!
Apurando de un golpe su última copa de cerveza matinal, Meir Barchillon atravesó la habitación dando zancadas y se apostó detrás de la ventana que daba a la plaza de la sinagoga. Justo en ese momento, Cohen salía de su casa. Siempre había tenido un aire suficiente y virtuoso, pero esa mañana la alegría que emanaba de su torpe persona, era casi palpable. Al verlo, Barchillon contrajo los puños de rabia. ¡Ah, quería pelea! ¡Muy bien, iba a tenerla!
—¡Miriam! —chilló de pronto en dirección a la habitación—. Voy a salir. ¡Tengo que descubrir lo que está tramando ese perro! ¡Pero, pase lo que pase, prométeme que no te sentirás avergonzada!
Miriam, que jamás había perdido su vieja costumbre de dormir hasta tarde, aún estaba en la cama. «¿Avergonzarme? ¡Qué idea más peregrina!», pensó extraviada aún en las brumas del sueño. «¡Todas estas historias acabarán por trastornarle el juicio!».
—Claro que no, mi amor —cloqueó con indulgencia, dándose vuelta y sumergiéndose en una deliciosa somnolencia.
Entonces Meir buscó febrilmente en el fondo del baúl colocado debajo de la ventana, lanzando hacia atrás, por encima del hombro, los viejos vestidos que atesoraba, hasta que al fin encontró lo que buscaba: un monumental capirote escarlata. Con gestos rápidos y precisos, se lo puso en la cabeza, con la misma desenvoltura que en sus años mozos, cuando se pavoneaba delante de las jovencitas de la ciudad, y luego, alisando los pliegues de su indumentaria y ciñéndose el grueso cinturón incrustado de adornos, salió. Dando trancos, pasó por debajo de la puerta de la plaza, subió rápidamente las estrechas calles rumbo a la Plaza Mayor, y se dirigió derecho hasta una anciana apergaminada que, desde que él tenía memoria, siempre había tenido la misma tienda de frutos confitados a la sombra de la escalera de San Mateo.
—¡Don Meir! —exclamó al verlo—. ¡Hacía mucho tiempo que no nos hacíais el honor de visitarnos! ¡Pero por Dios, no es posible, hoy tenemos el mismo aire descarado de cuando éramos solteros!…
—¡Date prisa, María, y basta de desvergüenza! Lléname pronto tu cesto más grande de frutas confitadas, y que sean las mejores que Villafranca haya probado jamás. ¡No te reserves nada: quiero lo mejor!
A pesar de lo deformadas que estaban, las manos de la vieja no se hicieron rogar, y apilaron con destreza una impresionante montaña de cerezas, melocotones y albaricoques.
—¡Hasta dónde hemos llegado —se burló ella sonriendo con un brillo jocoso en su viejos ojos astutos—, pues bien, buena suerte, viejo tunante!
Con el afán de cortar lo antes posible cualquier comentario superfluo, Meir lanzó un puñado de monedas de plata sobre el mostrador, cogió la enorme cesta y, sin esperar el cambio, se abrió paso entre el barullo matinal. Al volver a la tranquila plaza de la sinagoga, se aseguró con una rápida ojeada de que el lugar estaba desierto, respiró profundo, y se dirigió con aire decidido a la puerta de la casa de Salomón Cohen, adonde llamó. El apagado ojo de una sirvienta apareció en la mirilla para desaparecer en seguida. Unos segundos más tarde se asomó el ojo más agudo de su dueña quien, después de un breve conciliábulo, entreabrió ligeramente la puerta.
—¿Qué queréis a esta hora tan temprana? —preguntó la matrona con actitud glacial—. Mi marido no está aquí.
En modo alguno desalentado por la frialdad del recibimiento, Barchillon, con un empujón, abrió más la puerta y entró, franqueando por primera vez el umbral de su rival.
—¡Nada importante, mi querida doña Sara —empezó sin darle tiempo a reaccionar por su intrusión—, vengo a hacer la paz con vos! Aceptad, os lo ruego, este modesto presente en prueba de mi buena fe con mis mejores deseos para el Año Nuevo.
Estupefacta, Sara Cohen no pudo menos que coger el magnífico cesto que Barchillon le tendía. En su vida había recibido semejante regalo, Salomón jamás había derrochado tanto dinero de una sola vez…
—Es muy amable de su parte, pero…
Ahora con las manos libres, Barchillon deslizó un brazo alrededor de la regordeta cintura de Sara, a quien empujó gentilmente, pero con una firme dulzura, hacia la habitación contigua.
—¡Por favor, no digáis nada! No podéis imaginar el placer que siento al expresaros de una manera verdaderamente trivial la profundidad de mis sentimientos hacia vos… ¡Ha llegado el momento de poner fin a nuestras discusiones! ¡Mi querida amiga —añadió con un tono apremiante, clavando su mirada en las pupilas dilatadas de la doña— quiero decirle que hace años os observo, desde mi casa, sin que lo sepáis! ¡Ah, creedme, he aprendido a conoceros y a respetar vuestra grandeza de espíritu!…
Haciendo que la pobre mujer, completamente atónita, se sentara cerca de él, sobre los cojines de un banco arrimado a la pared, Barchillon le quitó el cesto de las manos, lo colocó en el suelo, se quitó su voluminoso sombrero, y luego, cogiendo sus regordetas manos entre las suyas, le dijo con una mirada ardiente:
—¡Vos sois una joya, un inestimable tesoro, una mujer judía ejemplar! ¿Puedo confiarme a vos, querida doña Sara?
Y, sin esperar su respuesta, con una voz rota por la emoción, prosiguió:
—¡Me casé con Miriam en un momento de debilidad, por compasión hacia su condición, pero, Dios, qué error he cometido! ¡Esa mujer es un bicharraco y mi vida un infierno! ¡Con ella jamás tengo un instante de paz! ¡Y para colmo, toda la ciudad habla de nosotros proclamando a los cuatro vientos que la esposa del jefe de la comunidad judía es una puta! ¡Ah, sí, qué funesto error!… ¡Es con una bella y honesta mujer como vos con quien yo habría debido casarme, una mujer refinada que habría hecho de mí una persona educada y distinguida, una mujer que me habría cubierto de honor y habría sido un ejemplo para todos!
Sara Cohen estaba estupefacta. A la vez atontada, enmudecida, halagada y aturrullada, víctima de los sentimientos más contradictorios, no sabía qué actitud tomar. Nunca le habían hablado de esa manera, con semejante acento de sinceridad. Aunque en el fondo de su alma siempre había sabido que eso que Meir decía era verdad, a lo largo de su extensa vida conyugal Salomón nunca había creído oportuno expresarle ni la centésima parte de lo que acababa de oír en tan poco tiempo… ¡Y esas palabras salían de su peor enemigo! ¿Se estaría volviendo loca? ¿La vida del poderoso Barchillon, un infierno? ¿Él, el gran Meir, profesando en secreto y desde hacía años una admiración sin límites hacia ella, Sara Cohen? ¡Ah, el corazón humano era insondable!… ¿Dios mío, pero qué le estaba diciendo ahora?…
—¡Cuán lozana estáis, dulce Sara, cuán satinadas son vuestras mejillas, cuán orgullosos y apetecibles son vuestros generosos senos! ¡Si supierais que hace una eternidad que no acaricio a una mujer tan risueña como vos!…
De pronto, sin saber cómo, Sara Cohen se encontró estrechada contra Barchillon, su boca contra la suya.
«¡Rechazadlo inmediatamente!», gritó una voz en su cabeza. «¡Qué imprudencia!… Entrar durante la ausencia del marido en casa de una mujer indefensa y abusar de ella valiéndose de halagos y zalamerías incalificables… ¡Oh! ¡Qué cálidos y pegajosos son sus labios, sus manos resueltas y firmes en mi corpiño, qué bien saben insinuarse y apretar…! Cuánto tiempo hacía que no…».
Al sentir que disminuía la resistencia de Sara Cohen, quien ahora gemía y vibraba de placer, Meir Barchillon sacó provecho de su ventaja hundiendo el rostro, de un golpe, en la masa desbordante de sus tetas.
—¡Qué diablo, qué tunante que sois! —cacareó con una risita excitada que quería ser de reprobación sin conseguirlo, sintiendo subir en ella la ola de placer suscitada por la boca conquistadora de su pretendiente.
¡Oh, cómo daba vueltas su cabeza! ¡Ah, qué agradable era! ¡Qué paraíso!… Pero ¿qué le pasaba? ¿Era esa su mano, esa mano sobre su tobillo, en sus rodillas, subiendo por sus muslos, hasta llegar a allá arriba?… «¡Deteneos, os los ordeno!», quería gritar, pero emergiendo un instante de su blusa, él amordazó su protesta con un beso. Entonces, ella se dejó ir suavemente, despacio… ¿Estaba en una nube o en un banco? ¡Y eso qué importaba ahora! El hombre estaba sobre ella, la habitación bailaba, la chimenea subía al techo, la puerta ocupaba el lugar de la ventana…
Fue entonces cuando una voz venida de muy lejos, ahogada, extraña, la arrancó de su delicioso torbellino:
—¡Por el Dios de Israel, os voy a matar!
En medio de aquel océano de felicidad surgió el rostro furibundo de su marido, resoplando como un toro enfurecido, agarrando salvajemente por el cuello a su enemigo y extirpándolo brutalmente de las hospitalarias profundidades de su pecho.
—¡Salomón! —fue todo lo que ella pudo articular.
—¡Silencio, mujer! ¡Me ocuparé de ti más tarde! —aulló.
Escarlata por el esfuerzo, con las mandíbulas apretadas, tiró a Barchillon a sus pies y, fuera de sí, ciego por el ultraje, se puso a darle puñetazos, como un condenado. Pero, hombre al fin que no perdía fácilmente su sangre fría, Meir Barchillon, con un golpe bien encajado en la mandíbula de su adversario, lo puso a bailar sobre el cesto de frutas confitadas y, tras arreglarse prestamente las ropas, se precipitó hacia la salida.
—¡Echa a ese bribón y dale su merecido! —farfulló Cohen a su servidor, quien había acudido en su ayuda, tratando de recobrar un equilibrio precario entre las golosinas repartidas por toda la habitación.
Si Barchillon había sido rápido en llegar el umbral de la casa, el joven lo fue más aún. Agarrando a Meir por la espalda, lo hubiera hecho rodar por el suelo, si no fuera porque Abraham, el bedel —quien justamente acababa de salir de la sinagoga para respirar un poco de aire matinal— se precipitó en auxilio de este último, feliz de contribuir a una derrota de la casa Cohen. Pero la tregua de Barchillon duró poco, pues el servidor, neutralizando de un pescozón al pobre hombre embrutecido por el alcohol, volvía ya a la carga. Alertado por el guirigay, el propio servidor de Meir hizo entonces su aparición y, con la destreza de un experto, entabló una lucha sin cuartel con el agresor de su amo. En la plaza estallaron los aullidos de ambos hombres, resonando cada vez más y mejor a lo largo de las calles del barrio judío, y propagándose así, como un reguero de pólvora, la noticia de la pelea. En cuestión de minutos, en medio de un caos indescriptible, la plaza se llenó de gente: los laneros sin empleo tomaban partido por Cohen; los pobres y los parados, por Barchillon.
Al mismo tiempo, en la cumbre de la ciudad, Jufré del Águila intentaba con dificultad concentrarse en una orden del Consejo real que le pedía que se informara sobre una nueva demanda de crédito complicada, la tercera del verano. Agobiado por el tedio, sin poder concentrar su atención, acabó por levantarse impaciente y, abandonando el escritorio, se dirigió a la ventana para contemplar, como lo hacía a menudo, el oasis de verdor que anidaba encajonado entre las dos colinas. Entonces reparó en el espectáculo de una muchedumbre agitada atropellándose en la plaza de la sinagoga.
—¡Ruiz! —llamó.
—¿Excelencia? —inquirió una voz respetuosa.
—¡Acércate! Algo pasa en el barrio judío. Envía inmediatamente algunos hombres a la plaza de la sinagoga con la orden de dispersar a la multitud antes de que las cosas se pongan feas. ¡Rápido! En cuanto la calma esté restablecida, procura averiguar quién es el responsable de esta agitación y ponme al corriente.
Una vez que el orden estuvo restablecido, Ruiz regresó a hacerle el relato de los acontecimientos. El incidente parecía tan absurdo que Jufré no pudo reprimir una sonrisa. ¡Qué fenómeno este Barchillon! ¡Si la monstruosa pechuga de la señora Cohen no le había dado miedo, quién podría en lo sucesivo hacerlo vacilar! Pero su diversión no duró mucho tiempo. Para haber llegado a tan grotesco extremo era preciso que Barchillon estuviera muy desvalido. ¿Sería esta la señal de que el viento había cambiado y que algunos se disponían a cambiar de bando? Si era así, había que esperar una confrontación mayor durante la próxima reunión del Consejo. Comparado con lo que allí podía ocurrir, el altercado de hacía un rato podría parecer un juego de niños…
Esa noche, Salomón Cohen decidió finalmente perdonar a su esposa, contento de preservar su honor al aceptar de ella, bajo juramento, la versión según la cual Barchillon la había forzado odiosamente. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, le hizo el amor, y lo más curioso es que lo hizo con placer.
Al otro lado de la plaza, en brazos de su marido, Miriam Barchillon reventaba de risa oyendo el relato de la enorme farsa representada en honor de su rival, a plena luz del día, bajo su propio techo, situación que empañaba para siempre la reputación de su esposo cornudo. Mientras masajeaba las contusiones de su héroe, en voz baja y ronca, le cuchicheó:
—¡Qué valor tuviste, querido, para hacer lo que hiciste! ¡Qué lástima que no hayas tenido tiempo para acabar tu obra!…