VII

Era la primera vez, desde su llegada a Extremadura, que Orovida salía para esperar a David, a la caída del sol, a su regreso del viñedo. Pero él apenas la saludó y, lanzando una mirada distraída a los grandes rollos de cuero apoyados contra la pared del vestíbulo, le pagó al comerciante que esperaba, despidiéndolo en seguida con un gesto de la mano.

—¡Así que, a pesar de todo, habéis conseguido encontrar algo en Villafranca sin sucumbir en la prueba! —observó mordaz aludiendo a su esposa mientras se dirigía a su habitación, donde José le estaba preparando una tina llena de agua hirviendo.

Herida en el corazón por la injustificada dureza de esta observación, Orovida advirtió hasta qué punto su marido había cambiado desde que salió de Toledo. Tan grande había sido su propio dolor durante aquel desgarramiento que, hasta ese instante, realmente no se había dado cuenta. Sin embargo, esa tarde, más que ninguna otra, ella había aguardado impaciente el momento de compartir con él el placer de su adquisición, esperaba oír sus elogios a propósito de su elección, y también había esperado secretamente que expresara algún pesar sobre su actitud de la víspera. Pero no sólo él no demostraba ninguna alegría al ver su deseo realizado, sino que evidentemente seguía manifestando hacia ella el mismo rencor. Sólo restaba esperar que un buen baño y un poco de descanso le devolvieran el buen humor, y que, con el fresco de la noche, se dispusiera a escuchar, quizás con un poco más de indulgencia, el relato de su paseo por Villafranca…

Mientras lo esperaba para cenar, de pronto se dio cuenta que desde su mudanza no había experimentado nunca el menor deseo de hablar con él, pues no tenía nada que decirle, y sin embargo ahora, de golpe, le parecía que tenía mucho que contarle. En efecto, ¿quién sino él podría compartir sus impresiones sobre Villafranca, sobre las señoras Cohen y Barchillon, sobre el malestar de la gente humilde, de los laneros, o sobre el dilema de la familia Díaz?

No obstante, tuvo que guardar para sí todos estos temas, pues cuando David se sentó a la mesa estaba tan extenuado que ni siquiera quiso probar el postre de huevos con leche preparado por Fortuna. No era el momento de importunarlo arriesgándose a provocar un nuevo conflicto entre ellos. Tenía frente a ella un nuevo David, un David víctima de la dura realidad, que no tenía tiempo para atender a sus deseos. Le correspondía, pues, cambiar a ella, si quería permanecer junto a él.

—¿Qué tal ha sido vuestra jornada, querido mío?

—¿Debo entender que os interesa?

—¿Cómo podéis dudarlo? Si no fuera así, no os habría formulado la pregunta.

—Estoy encantado con las nuevas disposiciones. Sí, creo que hemos avanzado un poco hoy. Pero la tarea no es fácil. Todo ha permanecido mucho tiempo descuidado y nos faltan trabajadores preparados.

—¿No es posible encontrar otros?

—Desgraciadamente, no, porque en esta época están todos ocupados.

—¿Entonces son pocas las posibilidades de obtener una cosecha aceptable?

—No necesariamente. Si conseguimos regar las vides aún vivas, antes de que el sol las seque, no deberíamos tener malos resultados. ¡Pero evidentemente es una verdadera carrera contra el tiempo!… Mas dejemos todo eso y habladme de vos. ¿Cómo se ha desarrollado vuestra expedición a Villafranca?

—Desconcertante —se contentó con responder—. Os la contare más tarde, cuando hayáis descansado.

—Os escucharé gustosamente, pues vuestras impresiones me harán olvidar mis viñas y mis riegos… Examinaremos juntos vuestro cuero, ¿queréis?

Satisfecha por haber disipado el humor sombrío de su marido, Orovida aceptó diciéndose que quizás conseguiría reconquistar su amor.

Cuando se levantaban de la mesa, oyeron que alguien tocaba a la puerta exterior.

—¿Esperáis visita? —preguntó David.

—No, a nadie, ¿y vos?

—Tampoco. ¡Menos aún después de semejante jornada! ¡José, antes de abrir, mira por la mirilla!

—Es su Excelencia el Corregidor —anunció el criado.

—Hazlo entrar inmediatamente.

Dominándose para vencer el cansancio, David acogió a su amigo con solicitud.

—¿Qué buen viento os trae por aquí?

—¿Espero no molestaros?… —se excusó Jufré, dándose cuenta que la mesa estaba puesta en medio del patio.

—¡Qué pregunta! Acabamos justamente de terminar.

—¿Puedo ofreceros una golosina? —intervino amablemente Orovida.

—Con mucho gusto. Mi debilidad son las golosinas, pero desgraciadamente mi joven Gonzalo no tiene el menor talento en la materia. Sólo una mano de mujer es experta en estas cosas. ¡Quería proponeros una partida de ajedrez —prosiguió—, pero después de vuestras abrumadoras jornadas, no quisiera sacar ventaja de vuestra fatiga! Además, yo venía con un motivo menos frívolo, para anunciaros que a partir de mañana os voy a enviar dos guardias con la misión de efectuar rondas permanentes por toda vuestra propiedad.

—Aprecio mucho vuestra atención. ¿Cómo agradeceros tanto desvelo por nuestras personas y bienes?

—Pero es natural. ¡Un gobernador debe preocuparse por la seguridad de todos los habitantes de su región! ¡Pero, hombre, trabajáis a un ritmo endiablado desde vuestra llegada!

—Decididamente, no se os puede ocultar nada —replicó David sonriendo.

—Absolutamente nada. ¡Ocupo una posición estratégica de primera línea, ya sabéis! ¡Ningún movimiento en vuestra propiedad se me puede escapar!…

—¿Dónde se encuentra exactamente vuestra residencia? —preguntó a su vez Orovida—. Hoy visité por primera vez Villafranca, pero confieso que me impresionó sobre todo la austeridad de sus muros.

—¿Acaso llevabais un vestido verde?…

—¿Cómo lo sabéis?

—Ah, si no hubierais estado un entretenida oyendo a las señoras Cohen y Barchillon, tal vez habríais reparado en una silueta recortándose detrás de las grandes ventanas de mi casa, en lo alto de la ciudad, donde estaba antiguamente el Alcázar. Yo os observé. ¿Pero, decidme —añadió, cambiando de tema—, qué querían de vos esas honorables señoras?

—Si las he entendido bien, ambas deseaban mi ayuda, pues parece que sus esposos están en conflicto a propósito de la dirección de la comunidad judía. Naturalmente, cada una por su lado ha intentado convencerme de las razones de su marido, para atraerme a su bando, pero las he dejado a las dos en medio de sus discursos.

—¿Por casualidad no evocaron la cuestión de los impuestos de la comunidad? —insistió Jufré.

—No lo recuerdo, no. Doña Cohen, sobre todo, insistió mucho en el estado de la sinagoga, dando a entender que su esposo «preparaba algo».

—En efecto, está completamente dedicado a «preparar algo» y mi papel consiste en evitar que el asunto se convierta en un nuevo baño de sangre sin dejar de velar para que el Tesoro real no resulte perjudicado. Si Barchillon sospechara que estoy del lado de Cohen, empezaría a cometer fraudes, y si Cohen sospechara que favorezco a Barchillon, sublevaría inmediatamente a los laneros sin empleo y los disturbios comenzarían.

—¡Ah, mi querido Jufré, grandeza y servidumbre del oficio! —comentó David, un poco sarcástico—. Pero por ahora, cambiemos de tema. Acepto vuestro desafío al ajedrez. Esto nos vendrá muy bien tanto al uno como al otro.

—¡José! —llamó—. ¡Quita la mesa y tráenos el tablero! Lo encontrarás en el baúl de nuestra habitación.

Desde su infancia, primero en la casa de su padre, después en la suya, Orovida había experimentado siempre un enorme placer al disponer las piezas sobre el tablero. Le gustaba infinitamente el contacto del marfil, cuyos múltiples matices, del blanco más puro al marrón más pálido, comunicaban a los peones, finamente cincelados y patinados por el tiempo, una vida casi palpable. Del mismo modo, hasta que se casó, siempre había tratado de escoger las siniestras piezas de ébano para el jugador a quien ella deseaba ver perder. Desgraciadamente, esa noche David no le dio tiempo, pues rápidamente le pidió a su invitado que eligiera el color que quisiera. Jufré escogió las blancas, y un sombrío presentimiento pasó por la mente de Orovida. Miró, con un ligero sobresalto, cómo su esposo aceptaba los peones de ébano. Pero esta impresión fugaz se desvaneció tan pronto como surgió, gracias a la apacible partida que hacía revivir en ella el dulce recuerdo de las noches pasadas en el cálido y mullido ambiente familiar. Por primera vez desde que había abandonado Toledo, sacó su bordado y, con delicadeza y precisión, empezó a preparar los colores de las minúsculas flores y de los pájaros inspirados en las iluminaciones de Alonso. Llegado el crepúsculo, interrumpió un momento su labor para disfrutar del frescor de la oscuridad creciente. Sentada en el círculo de luz dispensada por las velas, contempló largamente la noche.

Le tocaba jugar a David. Más alerta que su contrincante, pues ya había concebido todas las combinaciones posibles, y mientras esperaba pacientemente la jugada de David, Jufré dirigió su mirada hacia la luz. El espectáculo que se le ofreció le cortó súbitamente la respiración. Envuelta en un halo de oro, el delicado semblante de Orovida extraviado en su ensueño, acariciado por la luz temblorosa de las velas, resplandecía. Una belleza casi irreal, que no era de este mundo…

—¡Eh, Jufré, amigo mío, os toca jugar! —protestó David, vagamente consciente de haber captado ya una vez, sin poder situarla en el tiempo, esa mirada a la vez tensa y seria que descubrió en su rival.

—Perdonadme, estoy muy distraído —balbuceó tras echar una breve ojeada al tablero.

Después de avanzar un peón, se esforzó en concentrar toda su atención en el juego. Pero era imposible. Imperceptiblemente, su mirada se deslizó de nuevo hacia la silueta inmóvil en el círculo de luz. En ese preciso momento, Orovida alzó la vista para observar a los jugadores y se cruzó con la intensa mirada de Jufré. Desviando en seguida la suya, rompió el contacto fingiendo que estaba absorta en la contemplación de las extrañas formas que adoptaba la cera derretida de las velas.

Una vez más, Jufré intentó concentrarse y jugó. A su vez, David movió una pieza, desplazando a otra…

—¡Jaque mate! —exclamó de pronto el dueño de la casa con una expresión de satisfacción y sorpresa.

Como para disipar una emoción, Jufré se llevó la mano a la frente, y luego, con su acostumbrada cordialidad, soltó:

—¡Bravo, don David, habéis ganado! ¡Mirad lo que pasa por estar tan seguro de uno mismo! ¡No debería haberme fiado de vuestra fatiga! ¡Habéis estado más brillante que nunca!

Para no quedarse atrás, David replicó amablemente:

—Seréis bienvenido para el desquite, pero otra noche. ¡A pesar de mi deseo de competir con vos una vez más, estoy demasiado cansado, y mañana debo levantarme al amanecer! ¡Permitid que me retire, en cambio, dadme el placer de no iros aún! No es muy tarde y estoy seguro que un poco de compañía le gustará a Orovida. Temo haberla abandonado un poco en estos últimos tiempos. ¿Y, además, qué haríais vos a esta hora en la ciudad? Las noches deben ser a veces un poco largas. José os acompañará luego para despediros.

Cuando David se retiró, Jufré se acercó a la luz. Tras dejar su asiento, Orovida, con la cabeza inclinada, se dedicaba a colocar cada pieza en el estuche de marfil: las blancas a la derecha, las negras a la izquierda. Inclinada de esa manera, la frágil línea de su cuello y su espalda palpitaba como las flores primaverales bajo la caricia de la brisa. Un irresistible deseo de cogerla en sus brazos obligó a Jufré a no seguir avanzando. Agitado por los más contradictorios impulsos, se negaba con todas las fuerzas de su ser a empañar la imagen de inocencia que ella encarnaba con tanta gracia, y a romper el encanto de una presencia que le turbaba infinitamente. Pensando que sería prudente alejarse antes de resbalar por una pendiente que sólo podía conducirle al desastre, no obstante, se quedó, incapaz de resistir el tierno vértigo que acababa de apoderarse de él.

Al cerrar el estuche, Orovida volvió a su lugar en la penumbra mientras él se apoyaba en una columna de la galería.

—¿Así que os habéis sentido verdaderamente desamparada en la sombría austeridad de las murallas de Villafranca, o ya lo estabais antes? —preguntó afectuosamente, y la agudeza de su comentario cogió a Orovida completamente desprevenida.

—Ya lo estaba —confesó sintiéndose descubierta.

—¡Os comprendo muy bien! El mundo se hundió para vos, ¿no es así?

Orovida asintió, reconfortada por esta cálida comprensión que le llegaba en medio de la tibieza de la noche.

—Sí —añadió—, eso es exactamente. Esta mañana, yendo hacia Villafranca, me decía que era preciso afrontar una nueva realidad. Pero el descubrimiento de ese paisaje desolado, de esas murallas severas, de esas fachadas tan poco atractivas, me quitaron todo el ímpetu. Me he sentido tan débil, tan insignificante…

—Todo se va a arreglar, estoy seguro —le dijo él, intentando tranquilizarla, fundándose en su propia experiencia—. El ojo aprende rápido a pasar sin ciertos refinamientos. ¡Ya veréis! Pronto el encanto de Toledo, la belleza de sus piedras, la delicadeza de sus arcadas, sus audaces fachadas con tejados a dos aguas, no serán tan indispensables para vos… Y observando a Villafranca más de cerca, a pesar de todo descubriréis cierto orgullo en la rudeza de las piedras, así como un poderío y una autenticidad perfectamente en armonía con la despiadada tierra de donde provienen. A decir verdad, no es tanto la mirada lo que se escandaliza, sino más bien el espíritu el que se resiste a someterse. ¿En efecto, cómo habituarse a la asfixia y las mezquindades provincianas, a las ridículas fanfarronadas de los insignificantes señores locales, a sus irrisorias rivalidades, a su absoluta falta de cultura y elegancia?…

—¿Realmente estáis seguro de querer acostumbraros? ¿No teméis de ese modo pareceros pronto a aquellos que hoy tanto menospreciáis?

—Es verdad, hay un riesgo, ¿pero cómo hacerlo de otra manera? ¿Puedo sustraerme del mundo, aislado en mi torre en lo alto de la ciudad? No, yo soy un hombre de acción, no un hombre de ciencia o de letras capaz de refugiarse en un universo interior. Cuando vivía en la Corte, estaba rodeado de doctores en derecho y teología, de sabios, de filósofos y de todos esos cristianos nuevos cuya instrucción enriquece nuestra cultura tradicional. ¡Entre ellos, me sentía mezclado en las corrientes de pensamiento que se movían a mi alrededor, mientras que aquí, abandonado a mí mismo y sin ningún estímulo intelectual, me deslizo lentamente en el embotamiento más total!

—Es lo mismo que yo siento —respondió Orovida con simplicidad—. Durante toda mi vida, tanto durante la infancia en la casa Benveniste como después de mi casamiento con David, he vivido en una atmósfera desbordante de cultura y estudio. No pasaba un día sin que alguien nos visitase para leernos sus poemas, mostrarnos una obra acabada de transcribir o para exponernos una nueva filosofía. Yo no podía participar en las sabias conversaciones de los hombres, pero escuchaba atentamente y aprendía mucho. Aquí, tengo la impresión de vivir en una tumba. Los días sólo son para mí una monótona sucesión de horas huecas que nadie interrumpe jamás, y de la cual no puedo escapar. ¿Qué haré entonces cuando haya acabado mi bordado? ¿Dónde encontraré los artesanos cuya obra pueda estudiar, dónde encontraré los dibujos y los objetos dignos de mi admiración?

—Pero el jardín, quizás de aquí a entonces, será un bosquecillo de flores multicolores. ¿Dónde encontrar mejor fuente de inspiración que en la misma naturaleza? Esta tierra está sedienta de agua: con un poco de esfuerzo y atención, un pequeño trozo de tierra inculta puede convertirse en un paraíso.

—Hasta ahora, nadie se ha ocupado de ello. Todo el mundo está en los viñedos.

—¿Por qué no crearlo vos misma? No es tan difícil.

—¿Yo? ¿Ocuparme de un jardín? ¿En este estado? ¿Pero por dónde comenzaría? ¡Yo nunca he removido la menor pizca de tierra!

—Eso se aprende.

—¿Vos lo creéis? Es verdad que entre los libros que pertenecieron a mi padre, hay un tratado, en latín, sobre las plantas. Cuando era niña, lo hojeaba para contemplar las ilustraciones, sus líneas tan finas como las de una tela de araña. Mañana le preguntaré a David en qué baúl está.

—¿Pero quién os lo leerá?

—¡Lo leeré yo misma! —exclamó Orovida sonriéndose ante su sorpresa—. Mi padre, ¡bendita sea su memoria!, se preocupó mucho para que Alegra y yo tuviéramos una educación de chicos. Por eso, durante años, tuvimos acceso a las clases de latín, de castellano, de hebreo, así como a algunas nociones de árabe que un interminable desfile de pacientes preceptores metieron en nuestras rebeldes cabezas. Sólo nos salvamos del griego…

Calló un instante, y prosiguió con una vivacidad inesperada:

—Me alegra que hayáis venido. ¡Desde que llegamos, David nunca había pasado una velada tan agradable! ¡Y en cuanto a mí, he aquí que ahora tengo mil ideas!… Casi como antes… ¿Por qué sois tan bueno con nosotros?

—¿Y vosotros, tan buenos conmigo?

—Volved a vernos a menudo, os lo ruego. Cuando la finca esté en condiciones, David estará menos cansado y sé que le hará feliz poder hablar con vos. Yo os escucharé, dibujando para mi futuro bordado las flores de mi jardín lozanamente abiertas. ¡También os serviré los mejores pasteles de Fortuna! ¡Quizás así podamos, los tres, hacer nuestra vida aquí un poco más tolerable!…

Subyugado por la repentina animación de la joven, Jufré la miró, dominando a duras penas su propia emoción. ¡Cuán sencilla y espontánea era su invitación formulada con todo el candor de un alma inocente! Además, ¿cómo podía haber sido de otra manera? Pero él, ¿sería capaz de permanecer dentro de los límites que ella le proponía? En verdad, ¿no los había ya franqueado? ¿Y ella? ¿Su inocencia era real o fingida? Curiosamente recordó su propia exclamación de días atrás: «¡Un hombre sólo puede amar a una mujer, y una mujer a un solo hombre!». «Excesiva exigencia de la juventud», le respondía su amor naciente…

—Vendré tan a menudo como pueda —consiguió articular—. Os lo prometo.

Y bruscamente se despidió, desapareciendo en la oscuridad.