Como cada mañana al despertarse, Orovida extendió el brazo para rozar los dedos de David, pero encontró su lugar vacío, sin duda desde hacía tiempo ya, pues el calor de su cuerpo había desaparecido por completo. Tomando lentamente conciencia de la realidad, se sintió llena de aprensión y se preguntaba el porqué. Súbitamente, con una brutalidad que le produjo náusea, la escena de la víspera reapareció en su mente. Fue durante la cena, único momento en que últimamente veía a su marido, siempre con el rostro devastado por la fatiga desde que se había metido de lleno en la recuperación de la finca. Apenas probó la carne picada sazonada con especias que Fortuna había preparado en su honor, y sólo se dejó tentar por algunas cucharadas de la crema de ruibarbo con huevos. Tras espolvorearla, como acostumbraba, con un poco de canela, le lanzó una mirada inquietante y dijo con lasitud:
—Orovida, una vez más, os pido que vayáis a Villafranca a escoger el cuero necesario para tapizar las paredes. Ahora estamos casi en pleno verano y, si no hacemos nada, el calor será insoportable en la casa.
—¡Querido, ya os lo he dicho —replicó ella—, no conozco ningún comerciante en Villafranca y no hay nadie para aconsejarme! ¿Cómo podría descubrir yo sola el mejor proveedor?
—Le he pedido a Fortuna que se informe: tiene familia en la ciudad. ¡Según ella, hay un solo mercader de cueros, lo que simplifica el problema! Aquí, ya sabéis, no estamos en Toledo…
—¿Uno solo decís? ¿Entonces para qué molestarse? Tendrá la mercancía más vulgar.
—¡Puede que sea al revés, pues siendo el único representante de ese comercio, tal vez posea una gran variedad! Os lo ruego, id allí mañana, y si verdaderamente no encontráis nada conveniente, entonces esperaremos el paso de los vendedores ambulantes portugueses. Eso es todo.
Sin encontrar nada que replicar, Orovida inclinó la frente, revolviendo una y otra vez la cuchara en su plato. Así que David no se daba cuenta de que el mero hecho de pensar en aventurarse más allá del patio, significaba para ella un suplicio que le daba ganas de acurrucarse en posición fetal. ¿No la conocía suficientemente para saber y comprender que ella se sentía del todo incapaz de afrontar un nuevo universo?
—Bien, iré —consiguió responder—. Iré, pero no mañana, os lo ruego.
—¿Y por qué no?
—Porque mañana es día de mercado y la ciudad estará demasiado atestada.
—Mañana no es día de mercado. El mercado es el jueves y mañana es miércoles.
—¡Ah, sí, en efecto, tenéis razón…! ¡Pero los miércoles los buhoneros pasan por aquí y necesitamos tantas cosas para la casa!
—¡Ah, bien! ¿Y qué necesitamos?
—Pues bien, no sé… Cacerolas, cuchillos, tazones, cepillos, escobas…
—¡Os lo ruego! —la interrumpió David secamente—. ¡No, por esta vez basta! Hace ya semanas que os pido que vayáis a la ciudad a escoger ese cuero y siempre encontráis un buen motivo para posponerlo. ¡Creedme, si tuviera tiempo, con mucho gusto me ocuparía yo mismo de esa compra, pero las obras de reparación de los canales de regadío me absorben toda la jornada! ¡No podemos perder un minuto si queremos salvar este año todas las viñas que podamos! Unos árabes me han hecho el favor de venir a enseñarles a nuestras gentes cómo se hace el trabajo. Debo estar allí para aprender yo también y estimularlos a todos. ¡Os lo ruego, ayudadme! ¿Es eso tan difícil? Desde que llegamos, vivís encerrada en vos, y no cesáis de apiadaros de vuestra suerte. ¿Acaso es eso razonable? ¡Sé cuán arisca sois, cuánto detestáis las nuevas caras, y los nuevos horizontes! ¡También comprendo vuestra soledad, lejos de la familia y de vuestro universo, y por tanto imagino cuán desarraigada os debéis sentir en esta morada en ruinas de Extremadura!… ¡Pero, desgraciadamente, no puedo devolveros a Toledo por ahora! De momento, tenemos que aceptar lo inevitable. Orovida, este es vuestro hogar ahora. Adoptadlo, os lo pido. ¡Mañana iréis a Villafranca con Fortuna y volveréis con el cuero para tapizar nuestras paredes! ¿De acuerdo?
Ahora ya del todo despierta, Orovida comprendió que no podía escapar por más tiempo a la realidad, perspectiva que era el origen de todas sus indisposiciones. Levantándose de mala gana, atravesó lentamente la habitación y salió al patio. Fortuna la esperaba en medio del rebuzno de los asnos que pateaban impacientes con sus cascos cerca de la puerta de entrada. Antes de partir para el viñedo, al parecer David había hecho lo posible para asegurarse que ella le obedecería… Regresó a su alcoba, con una mezcla de resentimiento y vergüenza, y se arregló apresuradamente. Se puso un simple vestido de tela verde, que se ciñó con un cinturón de plata, y tras echarse una mantilla sobre los cabellos, se reunió con la vieja sirvienta. Al verlas salir, José corrió para ayudar a Orovida a montar en una mula blanca e instaló con un amistoso empellón a Fortuna sobre un borriquito atado a la sombra de un roble. Después, para asegurarse que tomaban la senda correcta, guiando despacio la montura de su dueña por la brida, las acompañó a lo largo del camino bordeado de imponentes cipreses hasta la ruta que unía a Toledo con Portugal. Una vez allí, les deseó buen viaje y le tendió las riendas a Orovida. Las dos mujeres emprendieron entonces el camino a Villafranca bajo su atenta mirada. Sentada firmemente en su mula, Orovida miraba derecho delante de ella, felicitándose por la sombra que le dispensaba el espeso oquedal que rodeaba a la propiedad. Mientras avanzaban apaciblemente, Fortuna de repente detuvo su asno creyendo oír voces. Intrigada, Orovida se detuvo también. Pero sólo les llegó el rumor de los álamos y el dulce murmullo del agua.
—Debe de ser el manantial —explicó la vieja sirvienta—. Es el único que hay en muchas leguas a la redonda… Gracias a él, la finca de Francisco es una de las más prósperas de la región. Mirad cuán verde y fresco es todo —prosiguió, poniéndose en marcha—. ¡Ay, señora, con don David, que se ocupa ahora de la propiedad, todo va a volver a ser próspero como antes! ¡Trabaja tanto!…
Ante el elogio dirigido a su esposo, Orovida sintió un ligero reproche hacia ella. En efecto, desde su llegada a Villafranca, Fortuna la reprendía amistosamente por su melancolía, cuyo origen no comprendía. Qué podría decirle a ella si ni siquiera el propio David…
Dejando atrás la sombra de la finca, cuando ambas mujeres llegaron a una parte del trayecto más expuesta al agobiante calor de la árida planicie extremeña, brutalmente Orovida tomó conciencia de que la absoluta desolación del paisaje reflejaba exactamente el abatimiento de su alma. Un irresistible deseo de volver grupas y huir se adueñó de ella, pero ante la serena filosofía que demostraba Fortuna desde su partida de Toledo, sintió toda la inutilidad y la futilidad de su comportamiento. Por otra parte, provocar una nueva escena con David era inconcebible. Una vez tomada esta buena resolución, a pesar de todo no pudo impedir un escalofrío al divisar frente a ella las austeras murallas de la ciudadela alzándose en toda su altura sobre el campo seco y árido, y se preguntó de dónde había sacado valor para vivir en una región tan hostil y descarnada.
—¡Casi hemos llegado! —exclamó Fortuna recordándole sus deberes—. Después de la puerta del Cristo, en la esquina de las dos grandes murallas, vamos a doblar a la izquierda y pronto llegaremos a la puerta de Toledo, que es la entrada principal. ¡Después de algunos escalones, estaremos en la plaza de Santa María!
Cuando franquearon las dos torres que parecían querer derrumbarse, ella apenas vio a los arrieros ociosos esperando clientes, los comerciantes pasando en sus cabalgaduras con elegantes gualdrapas y las manos escuálidas y supurantes que los mendigos les tendían. Pasando sin darse realmente cuenta los anchos peldaños bien pavimentados, ella sólo veía a ambos lados de la escalera siniestras y horrorosas fachadas de piedra, a veces adornadas con un espléndido blasón o con un friso artísticamente labrado. Al llegar a la plaza de Santa María, oyó vagamente un canto solemne brotando de las profundidades de la iglesia que estaba enfrente, sin prestar de todas maneras la menor atención a los rezagados que se apresuraban en la explanada para no faltar al oficio de la mañana. Y cuando, siempre detrás de Fortuna, por fin llegó a un callejón situado a lo largo de la entrada sur de la iglesia, oyó de pronto a la anciana enseñándole una casa de piedra muy ordinaria, cuyo tejado estaba erizado de nidos de cigüeñas.
Habían llegado. Tras apearse, las dos mujeres ataron sus bestias a las anillas de hierro fijadas en la pared, y penetraron en la tienda por una puerta baja. En el interior, la oscuridad era tan densa que sus ojos deslumbrados por el sol necesitaron varios segundos para entrever los numerosos rollos de cuero arrumbados en un rincón del almacén, y la silueta de un hombre en un taburete, con los codos apoyados en las piernas cruzadas, visiblemente ocupado en comerse las uñas.
—Buenos días —murmuró Orovida cortésmente—. Busco un cuero bonito para tapizar las paredes. ¿Qué me ofrecéis?
Una especie de gruñido fue la respuesta.
Interrumpiendo el frenético mordisqueo de sus uñas, el hombre señaló los rollos con la mano.
—¿Podríamos verlos?
—Adelante —refunfuñó mientras volvía a chupar y a roer sus uñas con dentelladas.
Orovida y Fortuna se miraron desconcertadas. ¿Estarían obligadas a manipular ellas solas esas enormes piezas y a examinar el cuero en aquella caverna?
—Aquel es de Córdoba, el otro es portugués. Pero yo no trato con extranjeros. ¡Es inútil que malgasten vuestras energías!
La desvergüenza del hombre surtió el efecto de una bofetada en Orovida. ¡Nunca un mercader había osado hablarle de esa manera! La afrenta hizo que olvidara su timidez natural, se repuso rápidamente y, con toda la altivez con que David le había enseñado a manifestarse en semejantes circunstancias, reaccionó con vigor:
—¡Muy bien, entonces vámonos de aquí, Fortuna! ¡Iremos a ver a nuestro querido amigo, Su Excelencia el Corregidor. Le preguntaremos si llegan pronto los comerciantes portugueses a Villafranca! ¡Sin duda, ellos aceptarán venderles sus mercancías a los extranjeros!…
Al oír la palabra «corregidor», el pícaro, sacándose en seguida los dedos de la boca, descendió de su taburete. Y al instante, sobre una mesa apresuradamente colocada afuera, les presentó, con amplios gestos de ridícula obsequiosidad, todos los cueros que tenía en su posesión.
—¡Me llevo este! —no tardó en decidir Orovida señalando un cuero muy bello y suave de Córdoba, con la seguridad que siempre había mostrado al escoger objetos de arte para la decoración interior. Bien curtido, delicadamente pulido, su cinceladura dorada era infinitamente más atractiva que todos los cueros rojos y plateados de Portugal.
—¡Entregad esta pieza esta tarde en la antigua residencia de Francisco de Guzmán, justo a la salida de la ciudad! Don David Villeda, mi esposo, os pagará allí.
Dicho esto, las dos mujeres salieron del tenderete bajo la mirada atónita del mercader y, cogiendo sus monturas por las bridas, volvieron sobre sus pasos. Cuando pasaron la plaza de Santa María, agotada por su primer contacto con aquella ciudad áspera y deprimente, Orovida pidió hacer un alto.
—Si queréis descansar un poco antes de regresar —propuso Fortuna— mis parientes viven muy cerca de aquí.
—Gustosamente —aceptó—. Un poco de fresco nos vendrá bien.
—Entonces volvamos atrás y sigamos la callejuela hasta la Plaza Mayor —indicó Fortuna—. No está lejos.
—Pasa tú delante —respondió Orovida, arrepintiéndose inmediatamente de haber aceptado la sugerencia de su sirvienta.
En efecto, zarandeada por todos lados, con los oídos lastimados por los gritos de los vendedores, viendo las carnes cubiertas de moscas, los quesos chorreantes y las lechugas pudriéndose al sol, todo ello no hacía más que aumentar su malestar.
—La escalera que está a la derecha lleva a la cumbre de la ciudad —explicó alegremente la anciana—. Justo enfrente, está la residencia del corregidor, allí donde estaba el Alcázar. Pero ese no es nuestro camino. ¡Nosotras debemos bajar!
Tras haber atravesado la gran plaza, Orovida siguió a Fortuna y descendió una escalera mal pavimentada. Deslizándose con dificultad en medio del tropel, tenía que evitar sin cesar a los pobres borriquitos demasiado cargados que transportaban inmensas cestas de menta cuyo aroma impregnaba la atmósfera asfixiante, o que se hundían bajo el peso de un cargamento de cucharas de madera bamboleantes en un indescriptible barullo. Eso sin contar las mujeres que se abrían camino dando codazos para ir al centro de la ciudad, estorbando el paso con sus inmensas fuentes de masa de pan, o aquellas que volvían llevando hogazas muy calientes, incrementando más aún la confusión. Al pie de la escalera, Fortuna torció a la izquierda y franqueó un pasaje que desembocaba en una plaza tranquila rodeada de discretas casas de dos plantas, con coquetas fachadas, cuyas puertas en arcadas estaban coronadas, como las de las residencias señoriales, por semicírculos de piedras dispuestas en abanico.
—Esta es la plaza de la sinagoga —anunció Fortuna, con una entonación de respeto en la voz—. La sinagoga —añadió señalando un caserón— está a la derecha.
Respirando un poco más holgadamente, Orovida dio algunos pasos en su dirección y observó tranquilamente la modesta fachada del edificio. Como la de Samuel Halevi en Toledo, tenía un aspecto neutro, que pasaba inadvertido, confundiéndose perfectamente con las casas que la rodeaban. Aquí como en todas partes, pensó ella no sin amargura, los judíos han aprendido a protegerse como los camaleones contra los ataques injustificados de sus vecinos. Pero su meditación pronto fue interrumpida por un ruido de cerrojos descorridos procedente de una de las dos casas casi gemelas que, en la esquina derecha de la sinagoga, estaban frente a frente. La gran puerta se abrió y una gruesa matrona ataviada con un vestido de color berenjena apareció en el umbral. Al ver a las dos mujeres, sus hinchadas mejillas se enrojecieron ligeramente. Con una mano regordeta, puso furtivamente en orden los pliegues de su cofia negra, y les dirigió la palabra con cara de estar muy atareada:
—¡Bienvenidas al barrio judío de Villafranca! Soy Sara Cohen y mi esposo es Salomón Cohen, miembro del Consejo de la comunidad. ¿Por casualidad vos no seréis doña Villeda de Toledo? —preguntó al tiempo que miraba con un matiz de envidia la sobria elegancia del vestido de Orovida que contrastaba enojosamente con su propia indumentaria desmañada y grosera.
¡Pero de momento eso poco le importaba! ¡Ante todo quería salvar las apariencias!
—Mi marido también es lanero —continuó en tono zumbón—. Por eso está al corriente de la llegada de don David a Villafranca. Nos sentimos muy honrados de que estéis entre nosotros y estoy segura que seréis de una ayuda inestimable para unir a nuestra comunidad. Por lo demás, aunque mi divisa sea: «Ayúdate, que el cielo te ayudará», justamente pensaba visitaros para pediros que nos ayudaseis a socorrer a los necesitados. Desgraciadamente, este año, con las dificultades de nuestro negocio, he tenido que quedarme constantemente al lado de mi pobre Salomón. ¡Hay tanto trabajo!… ¡Pero venid a ver la sinagoga, os lo ruego! Voy a llamar al bedel.
Ofuscada por la familiaridad y la indiscreción de que daba prueba aquella mujer, Orovida no tuvo la presencia de ánimo para negarse. Además era demasiado tarde, pues Sara Cohen, que había atravesado la placeta con paso decidido, golpeaba ya con el puño la puerta de la sinagoga gritando:
—¡Abraham! ¡Abraham! ¡Muévete, inútil! Tenemos visita. ¡Vamos, apúrate!
El portero emergió, despeinado y con los ojos legañosos, despidiendo al mismo tiempo un rosario de eructos estruendosos.
—¡Otra vez estuviste de francachela ayer por la noche, descreído! —se enfadó doña Sara para quedar bien—. ¡Qué vergüenza, tú nos deshonras, borracho! ¡Ah, si no fuera por tus infelices hijos, mucho tiempo ha que habrías perdido tu trabajo! ¡Pero ten cuidado, nuestra paciencia tiene un límite! Por ahora, despiértate y abre de una vez la puerta para que doña Villeda pueda visitar la sinagoga.
Dejando sus monturas con Abraham, Orovida y Fortuna penetraron en el recinto que separaba el interior de la sinagoga del portal exterior. En el umbral, Orovida se quedó petrificada. Ante ella, las paredes en piedra viva, las lámparas de cobre sucias y polvorientas suspendidas de través y un púlpito cuya pared de piedra esculpida se desplomaba, evidenciaban un deterioro desolador. En cuanto a la escalera de madera que llevaba al Arca sagrada, parecía a punto de derrumbarse, y las piedras desencajadas que rodeaban la ventana de corredera que conducía al tejado dejaban ver aquí y allá fragmentos de cielo. Advirtiendo la consternación en la joven, Sara Cohen intervino:
—¡Todo pasó después de la rebelión de Villena, cuando los hombres de la reina trataron de restablecer el orden en Villafranca! Efectivamente, sospechando que algunos de los nuestros habían evadido el pago de los impuestos siguiendo los consejos de ese rebelde desvergonzado, Meir Barchillon, los recaudadores de impuestos del aceite y del vino, con un grupo de guardias, invadieron súbitamente este sitio, la víspera de año nuevo, y, con la esperanza de coger en la trampa y de un golpe a toda la comunidad, bloquearon las puertas declarando que nadie saldría si no pagaba su deuda. Pero eso era no tomar en cuenta la vivacidad de las cabezas enardecidas por Meir. Después de haber empujado a los guardias, un puñado de hombres arrojados hicieron estribo con las manos, y llegaron a la escalera, luego a la parte superior del Arca y, tras forzar la ventana de corredera, saltaron al tejado para en seguida volver a descender a lo largo del muro exterior y liberar a la asamblea. ¡De milagro nadie salió herido, pero ya podéis ver el resultado!
—¿No habéis hecho nada después para repararlo todo? —preguntó Orovida con consternación—. ¿La revuelta no ocurrió hace cosa de cuatro años?…
—Sí, tenéis razón… En efecto, esto es una vergüenza y un deshonor para nuestra comunidad. Mi marido no cesa de acosar sin tregua a Barchillon con ese propósito, pues es él quien tiene que pagar las reparaciones, su banda fue la responsable de los daños. ¡Desgraciadamente es imposible sacar un solo maravedí del bolsillo de ese miserable agarrado! Por más que Salomón le ha pedido en diversas ocasiones que tome ese dinero de las reservas de la comunidad, o incluso que aumente los impuestos sobre el vino y la carne casher[9], nada ha conseguido conmoverlo. ¡Ha tenido incluso la impertinencia de pretender que si había dinero, este debería dedicarse a cosas más importantes! Un día invoca el pretexto del matadero que necesita créditos urgentes, al día siguiente, se vale del profesor de hebreo que necesita libros para sus alumnos, y así sucesivamente. Desde luego que las familias con gentes sin trabajo tienen necesidad de ayuda, pero como yo le digo a menudo a Salomón, ¿no sería mejor enseñarles a ayudarse a sí mismos antes que habituarlos al ocio, a costa de la comunidad? ¡Y Meir no cesa de traernos huérfanos que pretende haber encontrado en las aldeas de los alrededores!…
Bajando de pronto la voz, doña Sara se acercó a Orovida, con una expresión de maldad en el rostro:
—Para mí que más de uno de ellos debe de ser hijo de antiguas relaciones de su mujer, pues era prostituta antes de casarse. ¡Pensad, pues, qué ignominia!… ¡El jefe de la comunidad judía de Villafranca casado con una antigua puta! ¡Ah, mi marido está hasta la coronilla de la manera arbitraria en que ese bribón se ocupa de nuestros asuntos! Ayer mismo me decía que era absolutamente necesario hacer algo por la sinagoga. Estoy segura que tiene un plan. Es posible que si él hablase con don David…
Al oír esa alusión a su esposo, Orovida dio bruscamente media vuelta y, sin decir ni esta boca es mía, salió a la plaza inundada de sol dejando atrás toda esa mediocridad. No podía oír esos miserables y sórdidos chismorreos, esas mezquinas disensiones que siempre había tenido mucho cuidado de evitar en Toledo… ¡Qué inimaginable desfachatez querer atraer de esa manera a David al partido de su esposo! ¡Si siempre se había mantenido al margen de las querellas de este género en Toledo, tendría que estarlo más aún en Villafranca!
Sospechando vagamente que había dado un paso en falso, Sara Cohen corrió tras Orovida deshaciéndose en zalemas:
—¡Ah, señora, debéis encontrar a nuestra Villafranca muy aburrida, comparada con la gran ciudad de Toledo! ¡Pero si puedo hacer algo para ayudaros en vuestra instalación, no lo dudéis, será para mí un inmenso placer! ¡He pasado toda mi vida aquí y conozco a mucha gente, judíos, cristianos o conversos!…
Eso Orovida no lo ponía en duda. Diciendo «gracias» con dificultad y obligada por la circunstancia, se disponía a alejarse cuando, justo en el momento en que Abraham le entregaba su mula, una mujer salió al umbral de la casa de enfrente.
—¡Ah, ahí está, esa puta descarada! —silbó entre dientes Sara Cohen—. ¡Juraría que nos ha estado espiando a través de la mirilla!
Arreglándose para adoptar una actitud que creía muy digna —el busto erguido y la grupa rechoncha empinada hacia atrás—, con una voz lo bastante fuerte para ser escuchada en toda la plaza, pregonó: «¡Estoy muy contenta de haberos conocido, doña Villeda. Una vez más, bienvenida a Villafranca! Yo sé que vamos a ser amigas, ya que nuestros maridos ejercen la misma profesión, y porque nosotras, vos y yo, tenemos el mismo origen y la misma educación. Hasta la vista, y por favor, presentadle mis respetos a don David».
Sin más, dio una media vuelta estratégica, y ahuecó el ala hacia el barrio judío, con aires de princesa ultrajada, sin concederle la más mínima mirada a la mujer cuyo nombre se había negado a pronunciar.
Orovida se quedó muda. La silueta de su rival apenas había desaparecido en la calle de la Judería, cuando su vecina pasó inmediatamente al contraataque. De andar lento, el cuerpo seco, el rostro cansado y la tez cetrina, llevaba un vestido rojo de buena calidad, pero que en ella parecía demasiado ajado. Mirando a Orovida de arriba abajo con unos ojos fatigados que despedían un insolente fulgor, se puso una mano en la cadera y la abordó en estos términos:
—Así que vos sois doña Villeda. Yo lo habría adivinado: basta veros para saber que sois de Toledo. Esa víbora, pues, ha escupido de nuevo su veneno —prosiguió con una voz ronca que delataba más resignación que cólera—. Pues bien, señora, dejadme que os diga ante todo, que mi marido, Meir Barchillon, digan lo que digan, vale por mil veces más que Salomón Cohen. Si él no hubiera estado aquí, la mitad de los judíos de esta ciudad estarían en prisión desde hace mucho tiempo por deudas. Sí, él se ocupa realmente de los pobres, de los «ociosos», como ella los llama. ¿Sabéis, en cambio, lo que hace Cohen para ayudarlos? ¡Los toma a su servicio, paga su comida y a continuación los manda a vender sus telas por los caminos! ¡Si les roban en el camino, lo que es frecuente, peor para ellos! ¡Tienen que reembolsar el valor de lo robado de su propio bolsillo! No podéis imaginar la cantidad de estos desdichados a los que Meir ha tenido que prestarles dinero para impedir que vendieran lo poco que poseen. En cuanto a ella, vieja urraca hipócrita, alquila a las viudas como sirvientas y las obliga a trabajar hasta que desfallecen. Pero hablemos más bien de vos —continuó Miriam, más cálidamente—. Me doy cuenta muy bien que sois una verdadera dama, y no como ella una pava pretenciosa y ridícula. ¡Por eso quiero deciros toda la verdad y juzgaréis por vos misma! Es verdad, fui una mujer de la vida y satisfice los deseos de Meir Barchillon, que por entonces era un soltero empedernido. Durante años me visitó y, a pesar de su aspecto rústico, siempre me trató con una dulzura que nunca conocí entre los judíos aparentemente respetables que venían a mis brazos para olvidar a sus esposas hurañas y deformes. Un día, fui víctima de la peste pero milagrosamente sobreviví, perdiendo a la vez la frescura de mi tez y los labios encarnados que me daban fama cien leguas a la redonda —que la señora perdone mi vulgaridad—. ¡Ahora bien, fue en ese preciso momento, cuando todos mis encantos habían desaparecido, que Meir me ofreció matrimonio y creedme, señora, nunca jamás me ha dado un solo motivo para arrepentirme de haber aceptado!
Conocedora de las angustias de una mujer cuando ha perdido sus atractivos, Orovida sintió inmediatamente simpatía por su interlocutora:
—¡Qué suerte habéis tenido! —exclamó espontáneamente.
Animada por su reacción, Miriam Barchillon añadió:
—¡Lo que consume a Sara Cohen es que yo, que fui prostituta, viva frente a ella, en la plaza de la sinagoga, en una casa tan bonita como la suya, y que esté considerada con todo respeto por estar casada con el jefe de la comunidad judía de Villafranca! Desde hace años, Salomón y ella tratan de quitarle a Meir el control del Consejo y no me extrañaría, de creer a los rumores, que estén maquinando algo para la próxima reunión…
Pero Orovida la interrumpió. Era suficiente. El hecho de que, por razones íntimas, sintiera cierta simpatía por la recién llegada, no la iba a obligar a dejar que esta mujer atrajera a David a su clan, como tampoco le había permitido a Sara Cohen ponerlo de parte de Salomón.
—Os ruego que nos excuséis —dijo brevemente—. Es casi mediodía y ya debemos regresar.
—Señora, me apena mucho haberos retardado. ¡Puede que me haya equivocado al hablaros con tanta franqueza, siendo vos una dama de calidad, pero, fijaos, soy una mujer sencilla, ajena a la mentira y la hipocresía del mundo! ¡Os deseo un buen día, doña Orovida!
Cogiendo las bridas de sus cabalgaduras de manos del bedel soñoliento, Orovida y Fortuna abandonaron la placita y, por una de las dos callejuelas de la Judería, ganaron la esquina noroeste de la muralla. Alrededor de ellas, las gentes se entrecruzaban. Los judíos se avecindaban, y los cristianos partían. En cambio, en el interior de las casas se distinguían, casi abandonadas, cardas y husos, rocadas y telares en torno a los cuales se sentaban mujeres desocupadas y tristes; y en la calzada, laneros y comerciantes que deambulaban sin rumbo, frente a las tiendas y los escaparates casi desiertos. Este curioso contraste de actividad e inmovilidad forzadas producían en la calle una atmósfera indefinible que turbó profundamente a Orovida. Si en la plaza de la sinagoga había tomado conciencia de las tensiones existentes entre los jefes de la comunidad, aquí era todo el malestar del pueblo lo que la conmovía. Una fiebre lenta y perniciosa que parecía consumir a la comunidad judía, una fiebre que se aplacaría por sí sola o bien, al llegar a su paroxismo, haría que todo reventara.
—¿Estamos aún muy lejos de la casa de tu familia? —preguntó ella—. ¡Estoy muy cansada! Esta miseria no es nada alentadora.
—No, casi estamos llegando —respondió la vieja con voz animada—. La casa se encuentra justo después de la gran puerta, en la parte baja de la calle. Algunos minutos de descanso y un refrigerio os pondrán como nueva. En seguida dejaremos la ciudad por la puerta del Cristo y en poco tiempo estaremos de vuelta.
—¿No me habías dicho que tu familia vivía en las afueras del barrio judío?
—En efecto.
—¿Han tenido que hacer como todos estos pobres diablos y apiñarse en unas cuantas casas abandonadas por los cristianos?
—No, gracias al cielo, ellos no, señora, pues son conversos. Pero, claro está, y vos lo veréis, por dentro son tan judíos como vos o como yo…
Las dos mujeres se detuvieron para dejar pasar a un familia cristiana —con sus muebles y un montón de bártulos indescifrables— por la angosta puerta cochera que delimitaba el barrio judío. Un penetrante perfume de especias se extendía hasta ellas y fue en su dirección, hacia una tienda, al otro lado de la calle, adonde Fortuna llevó a su ama. Después de atar las monturas cerca de la puerta, ambas atravesaron la especiería detrás de la cual, en un patio ventilado, bajo el lujuriante follaje de una vid, Miguel y Elvira Díaz estaban sentados. Llenando de vino blanco y agua fresca unos vasos de barro delicadamente decorados, ambos se levantaron para recibir a las visitantes con una amplia sonrisa.
—¡Qué honor para nosotros, doña Orovida! —exclamó el señor de la casa—. Nada nos hace más felices que la visita de un judío, con más razón cuando nuestra huésped es una dama de vuestra calidad… En sus plegarias, Fortuna no deja de bendeciros por vuestra bondad, y nosotros hacemos lo mismo.
—¡En nuestras plegarias judías, ni que decir tiene! —se apresuró en precisar su esposa.
—¿Acaso doña Orovida hubiera podido pensar otra cosa? —reaccionó Miguel, no sin lanzar a su mujer una mirada de reproche—. ¡Ella sabe muy bien que no nos pasamos el día rezando los «Ave María» y los «Padrenuestros» y haciendo la señal de la cruz! Fortuna, además, ha debido decirle cuán ligados seguimos estando a nuestras propias convicciones.
—Naturalmente, pero ahora creo que a doña Orovida le importa poco lo que pensamos o dejamos de pensar. Lo único que quiere es descansar un poco y refrescarse. ¿No ves que está agotada?
Orovida lo estaba, era cierto. Aturdida por las impresiones de la ciudad y sus habitantes, incómoda en aquella casa, ahora tenía prisa por regresar a lo que, por primera vez, sentía como su hogar. Mientras paladeaba el ligero vino blanco servido por Elvira, un molesto silencio se abatió sobre el pequeño grupo. Para romper la tensión, Elvira levantó una cesta de labores que estaba a sus pies, y sacó un trozo de espléndido terciopelo azul noche.
—Voy a bordarlo con hilos de oro para el púlpito de la sinagoga —declaró orgullosa—. Estará terminado para el Año Nuevo. ¡Espero que de aquí a entonces, esos dos bandidos de Cohen y Barchillon habrán acabado sus peleas poniéndose por fin de acuerdo sobre las reparaciones que hay que emprender en el edificio!…
—¡Si al menos se pusieran a trabajar! —la interrumpió Miguel— ¡yo contribuiría con los gastos, porque estoy endeudado con la comunidad, después de todo lo que ellos han hecho por nosotros! ¡Los años de lecciones de hebreo para Moshico, junto con los niños judíos, el vino casher y la matzá en cada Pascua! ¡E incluso un entierro judío muy decoroso para mi pobre madre, que Dios acoja su alma!… Después de la muerte de mi padre, ella vino a vivir con nosotros y, al morir, Barchillon veló para que su deseo quedara satisfecho. Cuando nació el pequeño Martín, nos envió al rabino para circuncidarlo…
—Querrás decir Moshico —lo interrumpió Elvira.
—… una semana después de su nacimiento. ¡Hasta el día de mi muerte, lo bendeciré por eso! Pues yo, que no era circunciso hasta que me instalé aquí, tuve derecho a mi edad a la operación… ¡Oh, Dios, qué suplicio!…
—¡Miguel! —gritó Elvira—. ¿Cómo te atreves? ¡Delante de una dama!
—¡Cómo! ¿Acaso es una vergüenza admitir que soy judío? —replicó en seguida buscando visiblemente la aprobación de Orovida—. ¡Yo soy judío y estoy orgulloso de serlo!
—¿Decidme entonces —preguntó ella, cuyo interés se despertó de pronto con este problema que la tocaba tan profundamente— si os sentís tan judío y deseáis vivir como tal, por qué no volvéis entre los vuestros?
—A menudo lo hemos pensado. ¿Pero qué pasaría si lo descubrieran las autoridades? Perderíamos nuestro negocio, que es nuestro único medio de subsistencia.
«Por todos lados el mismo dilema —pensó Orovida—. ¡Cada uno reacciona a su manera, según las presiones ejercidas en contra suya! Eleazar y David han adoptado soluciones diametralmente opuestas, y esta gente de aquí, una actitud intermedia…».
—¿Pero no tenéis también que vivir como cristianos? —prosiguió.
Miguel se encogió de hombros:
—Sí, de cierta manera. Vamos de vez en cuando a misa para guardar las apariencias…
—¡Pero nunca acabamos de hacer por completo la señal de la cruz! —intervino de nuevo su esposa—. Tampoco rezamos sus oraciones.
—En cambio, hacemos sustanciales contribuciones al obispo de Villafranca y al viejo prior venal del monasterio de la colina —reconoció Miguel con un pequeño guiño de ojo—. En resumen, nadie aquí nos presta atención. Aquí no es como en Toledo. Finalmente, tuvimos la suerte de sobrevivir al 49.
Entonces, de pronto grave, añadió:
—Sin embargo, es evidente que si de todas maneras tenemos que sufrir, es mejor vivir según los dictados del corazón. Doña Orovida, probablemente somos más desgraciados siendo conversos que antes de serlo, porque seamos judíos, cristianos nuevos o lo que se quiera, siempre tendremos que soportar el mismo odio por parte de nuestros perseguidores. ¡Forzados a convertirnos, a pesar de nuestros esfuerzos por parecernos a ellos, por más que abracemos los pies del Niño Jesús bendiciendo día y noche a la Santa Virgen, seguirán acusándonos de herejía! ¿Además, por qué no iban a hacerlo? ¿Qué mejor pretexto podrían invocar para atacarnos, robarnos y matarnos exactamente como hacían antes de que fuéramos de los suyos, y encima con la bendición de la Iglesia?… Poco importa lo que hagamos o pensemos hacer: siempre proclamarán que somos malos cristianos y nunca dejarán de sospechar que, en lo más profundo, seguimos siendo judíos. ¿De qué le sirvió a mi padre colgar esta gran cruz de plata encima de la chimenea, correr a la comunión cada vez que el cura de la parroquia le lanzaba una mirada y rezar el rosario hasta incomodar a mi madre, quien no podía soportar el bisbiseo? Absolutamente para nada, puesto que fue despojado y robado exactamente igual que todos los conversos de Toledo, dando lo mismo que fuesen judaizantes o buenos cristianos. Es verdad —cuchicheó como si hablara a solas consigo mismo—, es verdad que mi padre jamás consiguió impedir que mi madre encendiera los velones del Shabat cada viernes por la noche, ¿pero quién hubiera podido adivinar que ella lo hacía, si de todas formas cada noche se encendían lámparas en la casa para iluminarnos? Sólo nosotros, los niños, sabíamos que aquellas cuyas mechas estaban en buen estado y cuyo aceite estaba salado, para que ardieran más tiempo, eran las del Shabat. ¡Pobre madre, por más que lo intentó, nunca llegó a creer en la Inmaculada Concepción, ni en la divina Resurrección! Pero eso sólo ocurría en su corazón y nadie lo podía adivinar: durante toda mi infancia, he guardado la visión de nuestra casa de Toledo en llamas. Por eso, ya adulto, vine aquí, tan lejos como me fue posible de la furibunda locura de los enemigos de los conversos, diciéndome que si por desgracia encontraban mi rastro, en un dos por tres podría pasar a Portugal. Así que compré la casa que estuviera más cerca del barrio judío, para volver a ser lo que realmente soy y para que el mundo, hiciera yo lo que hiciese, no dejara nunca de pensar en lo que soy. ¡Porque el agua del bautismo, apuesta señora, no hace milagros! No puede ahogar ni en nuestros corazones ni en la memoria de los cristianos, tantos siglos de tradición y creencia. ¡Por último, dejadme que os muestre una cosa! —dijo interrumpiéndose de pronto.
Desapareció un momento dentro de la casa y reapareció poco después con un pequeño volumen de cuero muy usado, y en parte carbonizado, que le extendió a Orovida: «Este es el libro de oraciones por el que mi madre arriesgó su vida en el incendio de nuestra casa en Toledo».
Orovida tomó el libro con respeto, lo hojeó unos instantes y después se lo devolvió a Miguel.
—Conservadlo con amor —murmuró con dulzura, emocionada por la sinceridad de su fe—. Y gracias por vuestra hospitalidad.
Cuando se levantaba para despedirse, las campanas de la iglesia de Santa María empezaron a tocar el Ángelus. Pero en casa de los Díaz, eso apenas tenía importancia…
Escogiendo el camino más corto para volver a casa, las dos mujeres se alejaron por un camino pedregoso que iba a dar a la ruta que conducía a la finca.