V

Orovida estaba en otro mundo. Sentada en un banco de piedra, en el rincón más sombreado de la galería, su mente estaba ausente; su alma, helada. A su alrededor, vagas siluetas se afanaban en diversas tareas domésticas sin que ella, inmersa en su soledad, se diese cuenta. De vez en cuando alguien le llevaba una bebida o le pedía alguna instrucción, pero era en vano. Inmóvil, no se sentía aludida, ni respondía.

Contento de haber vuelto a ver a Jufré, David le dio la vuelta al patio a través de la galería de grandes columnas de granito, y la descubrió en su rincón. Con la esperanza de animarla con su buen humor, se sentó a su lado y le cogió la mano. Estaba fría, a pesar del calor de aquel principio de verano. Desconcertado por su apatía, su optimismo se deshizo en seguida.

—¿Qué tenéis? ¿Espero que no estéis indispuesta? —Orovida sacudió la cabeza negativamente.

—¿Entonces qué es?

—Nada. Absolutamente nada.

—Es la fatiga del viaje, seguramente. Esta larga semana en los caminos ha sido extenuante. Hacía tanto tiempo que no atravesábamos esta llanura extremeña que nos habíamos olvidado de su desolación, ¿no es eso? Deberíais venir a descansar al interior, mientras llega el viento fresco que sopla por la tarde.

Pero Orovida, de nuevo, hizo un gesto de negación.

—Amiga mía, yo sé bien que esta casa no es la de nuestros recuerdos, pero Fortuna ha arreglado de la mejor manera posible vuestra habitación para que os sintáis como en vuestra propia casa. ¡No pensaréis confinaros aquí toda la jornada! ¿Queréis que me quede con vos?

Pero, evidentemente, su indirecta apenas tuvo éxito.

—Si así lo deseáis… —murmuró ella por fin, con una voz apenas audible.

Tras derramar un poco de vino en una copa, David se la ofreció a su esposa. Ella bebió un traguito y después, con gesto cansado, dejó la copa en el banco. Al alcance de su mano había algunas golosinas primorosamente presentadas por Fortuna en un canastillo. Cuando iba a seleccionar las más tentadoras para su esposa, José vino a avisarle de la llegada del viejo López, quien había logrado contratar algunos ayudantes en la comarca.

—Dile que voy en seguida.

Y volviéndose hacia Orovida, agregó:

—Lo siento, querida, pero tengo que dejaros un instante. No será por mucho tiempo. Tratad de ir a descansar y a refrescaros un poco mientras me esperáis.

Cuando regresó hacia el final del mediodía, Orovida no se había movido de allí.

—¡Pues bien, querida, todo sale a pedir de boca! —exclamó asombrándose de que ni siquiera levantara la cabeza ante su reaparición—. López se las ingenió para encontrar algunos hombres que trabajaron aquí en la época de Francisco y que están dispuestos a comenzar mañana. Evidentemente yo hubiera preferido, sobre todo por vos, poner primero la casa en orden, pero al parecer es urgente ocuparse de la viña antes de que sea demasiado tarde… ¿Orovida, querida mía, me escucháis?

—Claro que sí, querido, os estoy escuchando.

—En ese caso, ¿podréis proyectar con López las obras a efectuar en la casa, verdad? En líneas generales, él sabe lo que hay que hacer y encontrará la mano de obra necesaria. Por mi parte, me ocuparé de las cuentas y vos sólo tendréis que supervisar el conjunto de los arreglos.

Orovida hizo un gesto imperceptible con la cabeza. En una actitud patética, abría y cerraba las manos sobre sus rodillas, como si intentase decir: «Me gustaría tanto ayudaros, pero me siento perdida en esta nueva vida… Vos sabéis cuán penoso me resulta afrontar otro mundo que no sea el mío. Os lo ruego, dadme un poco más de tiempo para reencontrarme».

Pero David, con la cabeza llena de proyectos, no comprendió su llamada.

—Os dejo la entera responsabilidad de la decoración interior —continuó en su ímpetu—. López me ha dicho que cerca de aquí, en Hornachos, hay excelentes embaldosadores y azulejeros musulmanes, y estoy convencido que se pueden encontrar muy bellos tapices portugueses aquí mismo, en Villafranca. Tengo plena confianza en vuestro gusto, querida mía: siempre ha sido perfecto.

Pero ni el homenaje a sus dotes artísticas —de las que siempre había estado tan orgullosa—, ni la perspectiva —que antaño tanto le hubiera gustado— de tener que imaginar una nueva decoración, consiguieron alegrarla.

—¡Ah, una cosa más, la más importante y casi la olvido! Cuando fuimos interrumpidos por José, estaba a punto de anunciaros la llegada inminente de Jufré del Águila. Esta mañana pasé algunos minutos con él y lo he invitado a venir para recuperar el tiempo perdido. Espero que venga con Leonor. Ella será una amiga para vos.

Al escuchar estos nombres familiares, Orovida sintió subir en ella un eco del pasado, y una ola de nostalgia la inundó. Al notar su brusca palidez, David se inclinó hacia ella:

—¿Orovida, qué tenéis? ¿Qué os pasa?

—Nada, verdaderamente nada, querido. (¿Para qué explicárselo, si era incapaz de comprenderlo por sí solo?). Creo que ahora me voy a descansar un poco.

Cogiéndola suavemente por el brazo, David la guio a través del adoquinado desigual de la galería hasta su alcoba, y luego, con solicitud, la ayudó a tenderse en la cama. A pesar del calor, la cubrió con una manta de piel.

—¿Qué otra cosa puedo hacer por vos, querida?

—Nada, gracias. Voy a tratar de dormir —murmuró imperceptiblemente.

Y volvió la cara contra la pared.

Cuando David cerraba cuidadosamente la puerta del dormitorio, el brusco galope de un caballo subiendo por la alameda que conducía a la finca, resonó en la galería. Cruzando rápidamente el patio, salió a recibir a Jufré del Águila.

—¡Bienvenido! —exclamó con efusión, ayudando a su amigo a descabalgar—. ¿Pero estáis solo? ¡Esperaba que Leonor vendría con vos!

—Leonor no está en Villafranca —explicó brevemente, franqueando con paso ágil la gran puerta tachonada.

Cuando llegó al patio interior, se detuvo con los brazos en jarras y frunciendo las cejas mientras se entregaba a un rápido examen al lugar:

—¡Diablos, sois el feliz propietario de una magnífica ruina!… ¿Desde cuándo está abandonada la casa?

—Ocho años, creo.

—¡Ocho años!… ¡La finca debe de estar en una estado lamentable! ¿Evidentemente, no tenéis intención de explotarla?

—¿Y por qué no?

—¡Pero no tenéis ninguna experiencia en la materia!

—¡Excelente ocasión para aplicarse a la tarea!

—¡No, no puede ser verdad! David, ¿habláis en serio?

—Completamente. ¿Acaso tengo cara de bromista?

—¿Y Francisco?

—He llegado a un arreglo con él. Venid, os lo voy a explicar —continuó arrastrando a su invitado hacia el banco que Orovida acababa de abandonar—. ¿Una golosina?

Tomaron una cada uno.

—Quizás no estéis al corriente, pero después de la aplicación de la ley de segregación, mi casa de Toledo cayó fuera de los límites del barrio judío, tercera etapa de un plan concertado y dirigido contra mí. Recordad que estabais presente durante la primera etapa, hace cuatro años, cuando se me pidió cortés, pero enérgicamente, que aceptara el bautismo. A continuación —vos estabais aún en Toledo—, la segunda fase de intimidación se materializó cuando la Corona compró mi propiedad para convertirla en el futuro monasterio de San Juan de los Reyes. Y finalmente, hace unos meses —última parte de la maniobra— la exclusión de la plazuela del barrio judío, otra tentativa deliberada para humillarme forzándome a abandonar mi residencia familiar. ¡Evidentemente, por mi parte ni hablar de aceptar que se me designara un lugar de residencia, ni hablar de hacerme vender o incluso alquilar mi casa a los cristianos! Gracias a Andrés, quien me avisó de lo que me esperaba, por suerte tuve tiempo para actuar libremente antes de la publicación del edicto. Considerando que no me quedaba ninguna otra opción, tomé la única decisión posible: irme de Toledo. En efecto, al ser en aquella ciudad uno de los pocos judíos que ha conservado su dignidad y prestigio, a pesar de las leyes y las presiones dirigidas contra nuestra comunidad, me convertí para las autoridades en un símbolo a derribar. Dado que no consiguieron sus fines convirtiéndome en el ejemplo edificante del converso que necesitaban para mostrarle a mis correligionarios, naturalmente decidieron quebrantar mi posición social y mis negocios, amenazándome con la ruina si persistía en mis errores. En último extremo, es evidente que la habrían tomado con mi clientela. Al irme de Toledo, yo cesaba de ser ese símbolo. Al desaparecer de la escena, mi «caso» caía por sí solo en el olvido. Dos problemas quedaban por resolver todavía: la liquidación de mi casa y la de mi negocio, y mi futuro lugar de residencia. La perspectiva de establecerme en el barrio judío de una pequeña ciudad cualquiera de España, quedaba excluida. No podía imaginarme viviendo en una callejuela insalubre, excesivamente poblada a causa del decreto de segregación. No, lo que me hacía falta era un retiro en un lugar apartado de una ciudad. De pronto, pensé en Francisco y en su finca, casi abandonada a causa de las revueltas que tuvieron lugar en los campos durante la guerra civil. Sabía que le gustaba nuestra casa de Toledo, tanto como a nosotros nos gustaba su finca, adonde solíamos visitarlo. Además, desde que yo le ayudé a montar un comercio de pañero en Toledo, había adquirido una cierta experiencia en la lana, y estaba seguro que, con la ayuda de su hijo, convertido en un hombre, ahora era completamente capaz de dirigir mi negocio. Así, pues, lo obligué a tomar la siguiente decisión: su casa en el campo a cambio de la mía en la ciudad, mi única condición era la de poder recuperarla en cualquier momento. Más aún, le cedí la explotación de mi negocio por una suma ligeramente inferior a su valor, adquiriendo a cambio el arriendo de sus tierras abandonadas. Francisco aceptó en el acto, encantado con la transacción.

—¡Rechazarla hubiera sido una insensatez! —exclamó Jufré—. ¡No ha perdido nada en el trato: una suntuosa residencia a cambio de una ruina, y un negocio floreciente a cambio de un desierto!…

—¡Cierto! Pero como para mí no se trataba en modo alguno de abandonar mi título de propiedad, la única posibilidad que podía tener presente era un compromiso moral con un amigo. Francisco es un hombre honesto: por eso he negociado con él con toda confianza. Cuidará mis paredes como si fueran suyas y me las devolverá tan pronto se las pida. Creedme, eso vale más que todo el oro del mundo. Por otro lado, he perdido muy poco en este negocio, pues Francisco me entregó una suma bastante razonable que he guardado para el futuro. ¿Qué más puedo pedir? ¡De todas maneras, a la vuelta de unos cuantos años, yo no habría ya valido ni un solo maravedí, pues sin ningún género de duda nuestros soberanos me habrían llevado a la ruina! ¡Por lo menos los he privado de ese placer!

—¡Habéis obrado con discernimiento y sabiduría, don David! ¿Así que ahora vais a transformar estas tierras estériles en un paraíso?

—Voy a intentarlo.

—¡Por Dios, admiro vuestro valor y me hará muy feliz ayudaros en todo lo que pueda!

—Nunca lo he dudado, amigo mío, y os confieso que vuestra presencia aquí es para mí un consuelo.

—¡Eso no tiene importancia! —fue cuanto dijo Jufré levantándose—. ¿Qué tal si damos juntos una vuelta a la casa?

Los dos hombres se internaron en la galería abovedada que rodeaba el patio. El techo estaba hinchado y desconchado; y sus pilares, en roca viva y desangelados.

—Este es el vestíbulo —indicó David abriendo una puerta frente a la entrada principal—. Como podéis ver, las altas ventanas, en el fondo de la habitación, dan al jardín o a lo que, espero, pronto será de nuevo un jardín. Obviamente queda mucho por hacer, empezando por ese techo que habrá que restaurar. Los revestimientos de las paredes también están en muy mal estado. Pero espero que Orovida pronto esté lo bastante bien para ocuparse de todo esto.

—¿Está enferma?

—A decir verdad, no. Sólo un poco perturbada por el viaje, creo.

Abandonando el salón casi vacío que amplificaba de un modo extraño el eco de sus palabras y sus pasos, los dos hombres volvieron a la galería y llegaron a la cocina.

—¿Pero… no es el viejo José? —exclamó Jufré distinguiendo una silueta gris y encorvada afanándose entre jarros y cacerolas.

—En efecto, es él. Francisco me dijo que tanto él como Zelda podían quedarse en Toledo, pero él se negó alegando que no formaba parte del mobiliario, sino de la familia. Entonces nos siguió hasta aquí.

Al llegar al ángulo que formaba la cocina con la fachada de la alquería cuadrangular, David se detuvo un instante al pie de una escalera de piedra empotrada en la pared.

—Conduce a la torre —explicó sin más.

—¿Tenéis algunos guardias, allá arriba o en los alrededores de la finca?

—A decir verdad, no. Hay un viejo que vigila y conoce la finca desde hace muchos años. Pero, aparte de él, nadie más. ¿Es necesario eso? ¡La región está en paz! ¿Qué necesidad hay de guardias armados?

—¿En paz? Sí, efectivamente, las sublevaciones y las refriegas entre los caudillos locales han terminado y, desde entonces, todos obedecen a Isabel. Pero como no pueden vivir sin combatir, la mayoría está ahora luchando cerca de Granada donde sus escaramuzas corren el riesgo de acarrearnos represalias por parte de los musulmanes. Los moriscos de Hornachos también podrían inmiscuirse. ¡En eso tienen mucha fama!

—Tenéis razón. No lo había pensado —admitió David, con el rostro de pronto entristecido.

—No os inquietéis —lo tranquilizó Jufré—. Encontraremos la forma de daros protección.

De la escalera, habían pasado al cuerpo de guardia y luego a una habitación de dimensiones más reducidas, situada cerca de la entrada.

—Aquí recibiremos a los obreros a destajo y a los capataces, y aquí haremos las cuentas —indicó David llevándose a Jufré hasta el patio—. Por último, aquí, a la derecha, está nuestra alcoba y el guardarropa. No os lo voy a enseñar hoy. Orovida está descansando.

—Esta casa se va a convertir en un encanto, ya lo creo —declaró Jufré con un entusiasmo un poco forzado, evitando sobre todo desanimar al nuevo dueño de la casa.

La empresa le parecía demasiado ardua y, en su fuero interno, no podía dejar de pasar revista a la infinidad de obras pendientes.

Un ruido de pasos ligeros procedentes de la habitación interrumpió el curso de sus reflexiones.

—¡Orovida, querida mía! —exclamó David dirigiéndose a ella—. ¿Cómo os sentís? Mejor, espero.

—Sí, un poco —murmuró la joven con una pálida sonrisa, yendo a sentarse al lado de su marido, en el banco del patio, cerca de Jufré.

Para Jufré su resplandor de antaño se había difuminado. Casi inmaterial, su silueta era triste y etérea, y hasta sus ojos parecían reflejar la imagen de un universo lejano e inaccesible. Con una ligera inclinación de cabeza, ella saludó al corregidor.

—¿Espero no molestar?

—¡Qué pregunta! ¡Por nada del mundo! Al contrario, estoy encantada de veros. Por favor, proseguid vuestra conversación —murmuró recogiéndose en sí misma.

Sin saber qué actitud adoptar, Jufré se sintió un poco incómodo. ¿Qué había que hacer? ¿Quedarse o despedirse? ¿Hablar o callar? Afortunadamente, con su desenvoltura habitual, David lo sacó del apuro.

—Jufré, creo que ha llegado el momento de oír la historia de vuestro prodigioso ascenso. Estoy seguro que también a Orovida le gustará conocerla.

Viendo que esta vez no podía eludir el tema, Jufré se preguntó por dónde comenzar. ¿Por la mentira o por la verdad? ¿Por las apariencias o por la realidad?

—Si preguntáis en la región —se decidió por fin—, sin duda os dirán que fui nombrado Corregidor de Villafranca en recompensa por mi participación en el sometimiento de esta ciudad. Durante la campaña de Extremadura para pacificar la región después de la victoria de Toro, Isabel nos llevó, a Leonor y a mí: ella como dama de su séquito y yo en condición de combatiente. Cuando llegamos a las puertas de Villafranca, el comandante de la fortaleza, un cabeza loca llamado Miguel de Cazalla, rehusó formalmente entregarle las llaves de la ciudad a la reina y juró enérgicamente que si ella osaba provocarlo, la atacaría en persona y se batiría hasta la muerte. Ultrajada por semejante desafío, Isabel replicó con todo el peso de su autoridad: ¿acaso iba a someterse a uno de sus súbditos, quedándose fuera de su propia ciudad? ¡Por supuesto que no, ningún soberano digno de ese nombre podría tolerar una desobediencia tan grave! Encomendándose entonces a Dios, con una firmeza que habrían podido envidiarle los más grandes jefes militares, dio la orden de concentrar frente a los muros de la ciudad toda la artillería y las bombardas disponibles. Ejecutadas sus órdenes, yo recorrí el campo, reuniendo el mayor número posible de barones y, por suerte, tuve la feliz inspiración de pedirle ayuda a Álvaro de Portela, quien aceptó inmediatamente, muy contento de probarle su lealtad a Isabel haciendo que se olvidara así su lamentable participación en la sublevación de Villena. De este modo, tres mil caballeros de Calatrava vinieron como refuerzo a reunirse con nosotros. Cuando estas tropas y sus armas se concentraron alrededor de la ciudad, Miguel el valiente, como le llamaban, tras haber perdido un poco de su soberbia y en una última tentativa por salvar su dignidad, nos hizo llegar un mensaje por intermedio de Juan Ruiz, el hombre que os ha llevado hasta mí esta mañana. Según él, Miguel de Cazalla estaba dispuesto a deponer las armas, a condición de que la ciudad quedase bajo la autoridad de su legítimo dueño y señor, Diego López Pacheco, marqués de Villena. Isabel pidió entonces que trajeran al marqués. Este último acudió en seguida postrándose delante de su soberna y besándole la mano bajo la mirada huraña de Miguel de Cazalla, quien observaba toda la escena desde lo alto de la fortaleza. Llorando de humillación, el gobernador acabó por abrir las puertas y entregar, como había prometido, las llaves de la ciudad. Nombrado comandante en su lugar, con la concesión de todas las tierras que le había concedido el marqués, recibí de la reina en persona las primeras instrucciones: destrucción del Alcázar, y desmantelamiento de todas las torres de las residencias que pertenecían a los nobles rebeldes en la ciudad, medidas que de inmediato hicieron entrar en razón a los últimos insumisos. Una vez rendida Villafranca, las otras ciudades de Extremadura capitularon una tras otra sin combatir. «Una vez que la región fue pacificada, mi vida se ha convertido en una insoportable monotonía», le escribí a la soberana, rogándole que me llamara inmediatamente a la Corte. Pero a guisa de respuesta, me llegó el nombramiento en el cargo de Corregidor de Villafranca y sus alrededores. Por otra parte, se me regalaban las tierras y las propiedades confiscadas a los nobles sediciosos, todo en recompensa por los nobles servicios prestados a los Reyes Católicos durante la pacificación de Extremadura. ¡He aquí, mi querido David, la versión oficial de mi gloriosa ascensión! ¡Pero, a vos, os debo la verdad!

—¿A mí? ¡Pero si no me debéis nada!

—¡Desengañaos, yo os debo mis primeros pasos en el mundo! Sin vuestras preciosas indicaciones, jamás habría podido prestarle servicio al príncipe Fernando haciéndole pasar de Aragón a Castilla, dándome así a conocer en la Corte. ¿Sin esa feliz circunstancia, quién se habría fijado en el hijo de un noble sin fortuna que no tenía otra cosa que ofrecer como no fuera su buen aspecto y su brazo?…

—¡Oh! Todo eso pasó hace tanto tiempo…

—¡Puede ser! Digamos entonces simplemente que yo tengo que revelaros la estricta verdad.

Levantándose bruscamente, Jufré del Águila empezó a dar grandes zancadas por el patio. Como solía ocurrirle cada vez que su obsesión empezaba, una cólera invencible se apoderó de su alma. Dando de pronto media vuelta, volvió hacia sus anfitriones, con el rostro descompuesto.

—¡Esto que os voy a contar es horrible! ¿Don David, os acordáis de Leonor en la procesión de Toledo? Creo recordar que la admirasteis, ¿verdad?

—¡Me acuerdo, sí! ¡Era tan joven, tan fresca y respiraba tanto la alegría de vivir, con sus grandes ojos azules chispeantes de malicia y alegría!

—Entonces no os cogerá por sorpresa saber que no fuisteis el único en fijaros en ella. ¡Su resplandor era tan brillante que hasta el mismísimo príncipe Fernando quedó particularmente fascinado! Aquella noche, durante el banquete, la devoró con los ojos, y cuando hubo terminado el festín, tras haber amagado, sólo para cumplir, algunos pasos de danza con Isabel y Alegra, se la llevó aparte mientras yo conversaba con Eleazar. Detrás de un biombo que ocultaba parcialmente sus gestos estuvieron el resto de la velada, para al final reaparecer, Leonor muy colorada y con el vestido en desorden; y él, impasible y sereno. Reuniéndose entonces con la reina, sin la menor dificultad, se retiró con ella a sus habitaciones.

De nuevo, una profunda ola de nostalgia inundó a Orovida. Leonor, Alegra, el joyero, Seneor…, los recuerdos se arremolinaban en su cabeza arrastrándola en un vals aturdidor. Pero la voz de Jufré, cuyos acentos vibrantes delataban una intensa emoción, la devolvió a la fuerza a la realidad y disipó su vértigo. No, él no era en modo alguno un recuerdo vago e incoloro. Él estaba allí, frente a ella, en carne y hueso, imagen viviente de un pasado conocido más fuerte que el presente. Tenía que aferrarse a él, concentrarse en sus palabras.

—Cuando Leonor volvió conmigo —continuó— experimenté un violento deseo de abofetearla delante de toda la Corte, pero a fin de cuentas no hice nada. Fuera de mí, la hice salir de los salones y tan pronto estuve a solas con ella, arrojándola brutalmente en una cama, le hice el amor como nunca, hasta que, no pudiendo soportar más, me suplicó que parase. Pero yo continuaba, saciando frenéticamente mi pasión hasta dejarla, por fin, palpitante y molida, vacía de toda sensación y sentimiento. Entonces, cuando mi furia estuvo aplacada, y teniéndola por completo a mi merced, le susurré esta advertencia: «¡Fernando es un príncipe, de ello estoy convencido, un príncipe muy seductor! ¡Sus atenciones te halagan, pero cuidado! Como todos los príncipes, es un libertino que cada día dispone de un nuevo juguete para sus caprichos, juguete que rechaza tan pronto como lo usa. Yo no soy un príncipe. Para mí, tú no eres un juguete ni la fantasía de un instante. Eres mi mujer, y mi amor hacia ti es tal que a mis ojos no existe otra en el mundo. Creo que tú me amas de la misma manera. Así comenzó nuestra unión, y así continuará, pues si tu Fernando es el rey, yo soy tu dueño. ¡No lo olvides nunca!». ¡Desgraciadamente, mi discurso fue inútil! Durante los dos días de fiesta que siguieron, Fernando no abandonó a Leonor. Bailó con ella, le hizo la corte descaradamente y delante de todo el mundo. Isabel fingió no ver nada y yo intentaba hacer lo mismo, obligándome a creer que cuando los festejos pasaran el príncipe tendría cosas más importantes que hacer que seducir a mi mujer, y que Leonor tal vez acabaría por volver a entrar en razón. ¡Dios mío! ¿Cómo puede un hombre engañarse hasta ese punto para preservar su honor?… —murmuró Jufré con una voz estrangulada, más para sí mismo que para sus interlocutores.

Después siguió:

—Cuando íbamos a abandonar Toledo, Andrés llegó con una orden del príncipe. Esa noche me enviaba a Aragón para entregarle urgentemente un mensaje secreto a su padre. «¡Vos sois el único mensajero en quien él tiene confianza!», me declaró Andrés. ¡Confianza!… Tuve ganas de gritar: «¿Confianza? ¿Confianza para qué? ¿Para dejarle a mi mujer y agradecerle, a mi vuelta, el haberme hecho el favor de poseerla?». Pero era inútil. Como un loco, partí en el acto, cabalgando a galope tendido hasta Zaragoza. Pero en cuanto regresé, comprendí que a pesar de mi rapidez, unos cuantos días habían bastado para transformar a la fresca, a la inocente criatura que yo había esposado, en una joven insensible e indiferente, prematuramente madura, segura de sí misma hasta la arrogancia. Comprar en las pañerías de moda y acudir a las pruebas en los salones de las modistas de la Corte, ocupaban todo su tiempo. Vestida con los más suntuosos y provocativos atuendos, sin que ello me costase nada, desaparecía todas las tardes para ir a desempeñar sus supuestas funciones de dama de la reina, y no regresaba sino de madrugada, toda ardiente e impregnada con los perfumes del tálamo real. Por eso, en cuanto la sentía acostarse a mi lado, indignado en lo más profundo de mi ser por su incalificable conducta, me levantaba, e incapaz de soportar su presencia, rumiaba mi rabia y mi frustración como un animal entrampado. Si hubiera sido un vulgar caso de adulterio, sin vacilar ni un instante, habría liquidado a su amante, pero contra Fernando me sentía impotente, y ella lo sabía. ¿Tendría, pues, que llegar a matarla? Mi odio, en la misma medida que mi amor, estaba tan vivo que a veces lo pensaba, pero el amor que todavía sentía me obligaba a renunciar a la idea.

»Quedaba, pues, una sola solución: abandonar la Corte —prosiguió Jufré—. Ya que mis años de dedicación se veían pagados con semejante traición, no me quedaba otra opción. ¿Y por qué no? Era preciso aceptar un empleo servil, reducir a Leonor a una abyecta pobreza, atormentarla con interminables reproches, convertir su vida en un infierno día y noche, día tras día, noche tras noche, a fin de hacerle pagar su perfidia… Sí, de ese modo la muerte, en comparación, le parecería una inefable liberación… Sin embargo, llegado a esta conclusión, mi orgullo renacía —continuó Jufré dando zancadas por el patio como si reviviera una vez más su calvario—. ¿Iba a permitirle a una cualquiera arruinar mi propia vida? Abandonar la corte era ciertamente una actitud noble, pero al mismo tiempo era una decisión insensata cuya única víctima sería yo. ¡En efecto, Fernando sólo tendría que preocuparse de buscar a otros para que ejecutaran sus órdenes y nunca le faltarían esposos a los cuales ponerles los cuernos!… Y, además, pronto él acabaría por aburrirse de Leonor, igual que de sus otras amantes, y entonces ella volvería a mi poder… Sí, sólo era cuestión de tiempo y paciencia. Era menester endurecerse para ignorar la injuria, y aprender a soportar poco a poco el dolor.

Interrumpiendo por fin su desordenado vaivén, Jufré volvió a reunirse con David y Orovida en el banco.

—Sin embargo, en mi extravío, había olvidado a la reina, mujer herida, ultrajada, pero soberana con poderes ilimitados. Pobre miserable, a mí no me quedaba otro remedio que sobrellevar mi sufrimiento, pero ella, la reina, podía actuar. Y eso fue lo que hizo cuando al emprender con su esposo la campaña de pacificación del país, Fernando decidió marchar al oeste, y ella insistió en dirigirse hacia el sur, pasando por Extremadura, a pesar de las reticencias de los consejeros que temían por su seguridad. Haciéndoles partícipes de su irrevocable decisión, ella les impuso silencio definitivamente con una frase que toda la Corte repitió y que quedó grabada en mi memoria: «es de todos sabido que la sangre corre siempre en auxilio de la parte del cuerpo que ha recibido la herida». En su momento, presté poca atención a esta declaración, pero hoy al pensar en ella creo ser el único que comprende todo su significado.

»Lo cierto es que —prosiguió— cuando estaba a punto de ser enviado hacia el oeste con Fernando y Andrés, con autorización de llevar a Leonor conmigo, ya en medio de los preparativos de salida, de pronto recibí la inesperada visita de Beatriz, la esposa de Andrés y confidente más allegada a Isabel. Venía a anunciarme que la reina, con el pretexto de estar habituada a sus servicios, deseaba llevar consigo a Leonor como dama de compañía. Al no querer separar marido y mujer, la reina me conferiría el rango y las funciones de oficial de su estado mayor. Leonor y yo vivimos juntos en Villafranca un año más, pero al no tener otras distracciones que la misa, y algunas visitas, nos vimos forzados a soportarnos día y noche, situación que rápidamente se convirtió en un infierno. Sometiéndola, como me había jurado, a una perpetua tortura, le preguntaba, en particular cada vez que volvía de confesarse, si su confesor había apreciado en su justo valor los detalles de sus proezas en la alcoba real, y me regodeaba en el maligno placer de sacarla de sus casillas por todos los medios posibles. Por ejemplo, cuando hacía el amor con ella, en el momento en que esperaba el orgasmo, de pronto yo me separaba manifestando todo el asco que se puede experimentar ante una carroña. “¡Fernando hará el resto!”, exclamaba entonces. “¡Pero una mujer no puede negarse a su soberano!”, se quejaba ella. “¡Ah, qué interesante!”, me burlaba yo. “Dime, ángel mío, ¿un príncipe hace el amor mejor que un pobre?”. “¡Si me hubiese negado, él habría podido arruinarnos tanto a ti como a mí!”, protestaba ella en vano. “¡Y qué nos importaba su desgracia! ¡Si hubieras comprendido lo que yo te amaba, si hubieras sentido que para mí un hombre debe amar a una sola mujer en la vida, y una mujer, a un solo hombre, habrías sabido que a mis ojos, la ruina era con mucho preferible a la ignominia! ¡Sí, pocos hombres aman como yo te he amado!… ¡Al diablo entonces tus frívolas excusas!… ¡Tu príncipe ya no está aquí, y ahora te gustaría tener de nuevo un esposo! ¡Demasiado tarde, mi ramera de alcurnia! ¡Cuando yo amo, amo con todo mi ser, y al sentir mi amor ridiculizado, odio con la misma intensidad!”. Desesperada, ella sollozaba a mis pies: “¡Ah, te lo suplico! Por el amor de Dios, perdóname, perdóname…”. “¿Perdonarte? ¡Nunca! ¿Perdonarte por haber traicionado mi amor, por haberme humillado, por haber destrozado mi vida y mi carrera en la Corte? ¿Perdonarte por haber obligado a Isabel a desembarazarse de mí exiliándome en esta maldita ciudad a fin de poner entre tú y su esposo media España de distancia?… ¡Nunca, nunca, nunca!”.

»Por último, una noche —continuó—, cuando estaba echada a mi lado, jadeante pues yo acababa de rechazarla, exclamó con insoportable maldad: “¿A fin de cuentas, de qué te quejas? ¡Se te ha tratado con una indulgencia que no merecías!”. Aquello era demasiado. Ciego de furor cogí una fusta y la azoté hasta quedar sin aliento, sin perdonar la menor parcela de su impúdico cuerpo. Después, ebrio de rabia, echando sobre su espalda ensangrentada una simple capa, la cogí en brazos, la puse sobre mi caballo, y la llevé a galope tendido hasta las puertas del convento carmelita de Arroyo de la Luz, donde las religiosas la acogieron. A partir de entonces, para mí, ella está muerta. ¡Para siempre!

Sobrecogido de estupor, David no encontró ninguna palabra de consuelo. ¿Por otra parte, qué se podía decir para calmar semejante dolor? Fue entonces cuando —cuchicheo apenas audible venido de la sombra—. Orovida murmuró:

—¡Cuánto debéis sufrir!