Jufré del Águila tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse y afrontar la jornada que comenzaba. Después de sus desventuras de la víspera, su cabeza era de plomo y su boca conservaba un resabio de polvo. ¡Qué mascarada! No sólo había sido forzado a honrar con su presencia los esponsales de la hija granujienta de Constantino Álvarez Calatayud de la Fuente, en su condición de Corregidor de Villafranca, sino que también tuvo que capear los descarados toqueteos de su enorme esposa seguramente dispuesta a proseguirlos hasta que su marido regresara de los combates contra los moros de Granada. ¡Para colmo, también fue blanco —al menos eso le parecía— de las sugerentes y equívocas miradas de su hija mayor, miserable criatura deforme y horriblemente miope con la que hasta los nobles más pobres de Extremadura se negaban a casarse, a pesar de su considerable dote! ¡Y qué decir de los hombres! ¡Qué lamentable galería de seres repugnantes! ¡Ah, no tenían nada que envidiarles a sus compañeras, con esos rostros curtidos que se enrojecían a medida que el vino y la conversación hacían su efecto! ¡Todos aquellos perdonavidas pueblerinos intentando impresionar a su auditorio a fuerza de ridículas fanfarronadas e historias imaginarias inventadas de pies a cabeza, a las que sucedían obscenidades proferidas por lenguas pastosas y malolientes! ¡Y pensar que había tenido que aguantar todo esto como representante de los monarcas católicos en Villafranca, una desolada ciudad en lo más recóndito de Extremadura, únicamente porque Constantino Álvarez Calatayud de la Fuente había sido leal a la Corona durante la sublevación de Villena…! ¡Santa madre de Dios, qué bufonada!
«¡Una brillante carrera! —se decía en la Corte a propósito de él, un éxito sin precedentes, la obtención de un cargo tan importante como el de corregidor, en una ciudad célebre por sus nobles turbulentos y sus rebeldes antimonárquicos—. ¡Pero, vamos! ¡Del Águila, que no tenía aún cuarenta años, que salía de la nada, y a quien se le confiaba una misión semejante! ¡Bravo, joven, bravo!».
¡Sí, bravo por haber tenido la valentía de hacerle el juego a la reina pretendiendo que lo ascendían a ese cargo para premiarlo por haber conseguido, a costa de grandes esfuerzos, someter Villafranca a su soberana; bravo por haber proseguido en el cumplimiento de su deber, canalizando hábilmente las energías de los rudos y ardorosos combatientes de la pequeña ciudad aislada contra los moros de Granada! ¡Mientras estuvieran entretenidos en hostigar a los musulmanes, no combatirían contra sus soberanos, y tampoco se batirían entre ellos! De esta manera, la pareja real podía dormir tranquila… ¡Bravo, en fin, por haber sabido conservar tan bien las apariencias, disimulando con tanta habilidad una realidad en la que el honor era sinónimo de desgracia; el éxito, de fracaso; el prestigio, de exilio y amarga soledad! Y todo esto porque una mujer caprichosa, cegada por la lisonja y su propia presunción, se había negado a admitir la supremacía del tiempo sobre lo efímero; la primacía de los valores esenciales sobre la vanidad. Una mujer indigna y voluble que finalmente sólo le acarreaba pesadumbre y miseria.
Con estas ideas arremolinándose en su cabeza, Jufré saltó de la cama y cogió el jarro que se tambaleaba en precario equilibrio sobre la mesa. Se asperjó la cabeza con abundante agua fría y, lanzando un taco, estrelló la vasija contra la pared. «¡Ni siquiera las jarras se sostienen de pie en esta maldita ciudad!», exclamó mirando con rabia el recipiente roto en mil pedazos. «¡Condenado cántaro —despotricó sin poder contener su cólera—, por lo menos es el tercero que le compro a ese lisiado! ¡A partir de ahora, se acabó la caridad!».
—¡Ruiz! —aulló.
Unos pasos rápidos resonaron a lo largo de la galería exterior, y un golpecito furtivo se dejó oír en la puerta.
—¡Pero entra, imbécil! ¿No ves que te llamo? ¡Escúchame bien! Si en una hora no me encuentras un jarro que se mantenga derecho por sí mismo, que no esté abollado, te juro por las barbas del Espíritu Santo que te romperé el que me traigas en tu miserable cogote.
—Sí, Excelencia, seguro, Excelencia, yo me ocuparé de eso. ¡Inmediatamente, Excelencia!…
Y el insignificante personajillo desapareció de la vista de su patrón.
Poco después, cuando Gonzalo le llevó al corregidor una bandeja de frutas frescas y una copa de cerveza, el humor de Jufré había cambiado. Al no estar ya bajo el imperio del furor, la aparición del joven sirviente lo llenó de melancolía. Aún no había cumplido los veinte años, y todavía ignoraba las trampas y las desilusiones de la vida…
—Hace aún un poco de frío, señor —observó alegremente el joven.
—¿Realmente?
El buen humor de Gonzalo era contagioso. Tras escoger las cerezas más rojas de la bandeja, y balanceándolas por el rabillo en la punta de los dedos, Jufré atravesó la habitación, llegó a la ventana, y contempló la bella mañana de verano. A sus pies se dilataba indefinidamente al oeste, en dirección a Portugal, y al este, hacia su tan amada Castilla, una llanura amarilla y desolada. Frente a él, la yerma pendiente de la única colina del panorama, se elevaba hacia el cielo prolongada por la inmensa cruz negra del monasterio que coronaba su cumbre. Contrastando extrañamente con la aridez casi desértica del paisaje, un estuche de exuberante verdor anidaba en la encrucijada entre la colina de enfrente y la ladera sobre la cual se extendía Villafranca. Ansiosa por escapar al ambiente desolador de Extremadura, su mirada siempre acababa posándose en aquella parcela de verdor. Para refrescar su seco paladar, Jufré dejó resbalar la pulpa de una cereza en la boca saboreando la ligera acidez.
—¡Gonzalo! —llamó bruscamente, con la mirada súbitamente alerta.
—¿Sí, Excelencia?
—¡Ven aquí un momento! Tu vista es mejor que la mía. ¿No divisas un movimiento, allá lejos, entre la hierba?
—Desde luego, efectivamente creo que algo se mueve.
«Es extraño —pensó, escupiendo distraídamente el hueso de la cereza por la ventana— sin embargo Francisco no ha regresado».
—¿Su Excelencia desea que vaya a caballo a ver de cerca qué es lo que pasa?
—No, ahora no. Puede que más tarde. De momento quítame del medio estos fragmentos de barro del suelo y ve a buscarme un pollo joven. ¡Pero cuidado! Que esté bien tierno. ¡No uno de esos pollos viejos que la chusma vende en el mercado! Si no lo encuentras en la gran plaza, inténtalo en el matadero judío. Allí es donde se encuentra la mejor volatería. ¡Quiero una pepitoria ligera, muy ligera! Todavía no me he restablecido de mis festividades nocturnas. ¡Sí, entre, Ruiz! —prosiguió dirigiéndose esta vez a su secretario, quien aguardaba vacilante y sumiso en el umbral de la puerta—. ¡Ah, muy bien, he aquí lo que aparenta ser un bonito jarro! ¿Es para mí, supongo? ¿De estaño? Tienes razón. Justo lo que necesitaba —añadió—. ¡Y esta vez se mantiene tan derecho como la baqueta de una espingarda! ¿Ves qué bien te las arreglas cuando quieres? Lo resolviste rápidamente —concluyó amablemente para subsanar su cólera de la mañana, pues Ruiz era demasiado servicial para merecer reproches injustificados.
—No he sido yo quien lo ha encontrado, Excelencia. Al enterarse de que teníais necesidad de un jarro, Salomón Cohen, quien está esperando en la antecámara desde el alba, me dijo que poseía uno en su casa, bello, sólido e irrompible, y que le haría muy feliz ofrecéroslo. Me pidió que fuera a buscarlo y que os lo trajera mientras él hacía antesala.
Dejando atrás al jarro y al servidor, Jufré del Águila, Corregidor de Villafranca, recorrió en un abrir y cerrar de ojos la galería que rodeaba todo el primer piso de su residencia, y penetró en la antecámara que separaba sus aposentos de la gran sala de audiencia. Al verlo entrar, Salomón Cohen se levantó y le saludó respetuosamente.
—¡Don Salomón, buenos días! —lanzó Jufré con cordialidad, a sabiendas de que llamando «don» a un judío, transgredía la nueva ley.
¡Pero no le hacía falta recurrir a esos absurdos!… Ante este tratamiento, el rostro macizo de ojos cargados de don Salomón Cohen se ensanchó de placer, un placer que no hizo sino crecer al constatar que el corregidor lo invitaba a seguirlo hasta el salón de gala reservado a los convidados ilustres.
—¡Vos me habéis obsequiado una magnífica pieza de estaño! ¿Cómo os puedo dar las gracias?
—El honor y el placer son míos, Excelencia. Ese jarro formaba parte de la dote de mi mujer, pero ambos estamos encantados de que se convierta en propiedad de un hombre de vuestra calidad.
Con una breve inclinación de cabeza, Jufré manifestó su satisfacción y, tras haberle designado un asiento a su huésped, arrellanándose a su vez en su sillón, esperó la exposición de la petición que acababa de dar lugar a semejante demostración de cortesía.
Poniendo sus rollizas manos en las rodillas, Salomón Cohen se aclaró la voz e inclinándose pesadamente hacia delante, comenzó su discurso con un tono falsamente avergonzado:
—Excelencia, vengo a vos encargado de una muy penosa misión. Creedme, habría dado mi vida para evitaros esto… Pero desgraciadamente…
Alzando las manos y los ojos al cielo, en un gesto de piadosa resignación, suspiró profundamente antes de seguir:
—Teniendo en cuenta vuestra suprema autoridad sobre nuestras tierras, sin duda sabéis que una extraña enfermedad se propagó como un reguero de pólvora, devastando nuestros rebaños, los cuales, además de fiebre, han sufrido progresivamente pústulas en las corvas, en la lengua y alrededor del hocico. Ya hemos perdido más de la mitad de los animales, y los que sobreviven lamentablemente están tan débiles y tan raquíticos que ya no pueden ingerir el menor alimento.
—Por supuesto, estoy al corriente, y comprendo muy bien vuestra inquietud y, sobre todo la suya, en tanto que lanero.
—¡No he venido a veros a título personal! —se apresuró a precisar Cohen, adoptando una actitud de falsa modestia—. Yo puedo soportar, sin que ello signifique que sea muy afortunado, y puedo hacer frente, por el momento, a la catástrofe… No, yo vengo a veros en nombre de los más desvalidos, de los que se ganan el pan de cada día en el comercio de la lana y a quienes un desastre así puede conducir a la ruina, quiero hablaros de los pastores, los esquiladores, los lavadores, los cardadores, los hilanderos y tejedores, tintoreros y pequeños vendedores de tejidos.
—Comprendo. ¿Pero cómo puedo ayudarlos?
—Su Excelencia sabe muy bien que muchos de ellos son judíos. Ahora bien —siguió Salomón Cohen inclinándose aún más—, la semana pasada, cuando Meir Barchillon procedía al reparto de los impuestos de la comunidad judía para el año que viene; os costará trabajo creerlo y honestamente deploro tener que informaros de ello; no previó ninguna concesión en favor de los que han sufrido los perjuicios de esta temporada, y ¡los ha tasado tanto como el año pasado, por no decir más!…
¡Conque es ahí adónde quería llegar! Jufré se lo esperaba desde hacía algún tiempo ya, y a menudo se preguntaba cómo se desarrollarían las cosas.
Solapadamente, aquel hipócrita servilmente inclinado hacia él calculaba el mejor modo de arrastrarlo en los problemas de la comunidad judía de Villafranca.
—¿De verdad? —replicó simplemente, sin comprometerse, contentándose con levantar una ceja, como acostumbraba a hacer cuando reflexionaba.
—¡Por desgracia así es, Excelencia! Hemos intentado convencerle para aligerar este año el fardo de los laneros, pero permanece inflexible y se niega a hacer la menor concesión. Por esta razón, Excelencia, recurrimos a vos, representante supremo de los soberanos católicos. En efecto, ¿cómo no temer que semejante injusticia contra el pueblo humilde, nervio de nuestro comercio, aplastado bajo el peso de impuestos inicuos, se convierta finalmente en el origen de la ruina de los negocios y, en consecuencia, de una mala recaudación de los impuestos debidos al Tesoro Real? En cambio, si se les permite a estos desgraciados salir a flote de este terrible desastre, los negocios se recuperarían de prisa, volverían a florecer, y todos podrían pagar honestamente lo que deben con anterioridad.
«¿A quién beneficiaría esto? ¿A los desgraciados o a él mismo?», se preguntó Jufré para sus adentros antes de contestar:
—¿Y Meir Barchillon no entiende eso?
—¿Meir Barchillon? ¡Dios! ¡Él sólo comprende lo que es bueno para Meir Barchillon!
Arrimando aún más su asiento al del corregidor, Salomón Cohen siguió, esta vez cuchicheando como un conspirador:
—De hecho, Meir Bachillon es el único cobrador de impuestos de la comunidad judía de Villafranca, pues los otros dos propuestos para esta tarea son hombres suyos que no hacen más que cumplir sus órdenes. ¡De tal forma que sigue siendo el único que domina el juego, prestando dinero eventualmente a aquellos que no pueden pagar, con intereses que ya podéis imaginar! De esta manera los desgraciados se convierten dos veces en sus deudores y, por tanto, en sus rehenes: primero por el impuesto impagado, y después, por los intereses debidos. Atados de pies y manos, no les queda más remedio que ejecutar sus órdenes en todos los asuntos. ¡Así las cosas, si Barchillon necesita de un «servicio» cualquiera, no tiene más que levantar el meñique y el asunto está resuelto! ¿Sabíais, por ejemplo, que esa banda que troquelaba las monedas de oro y que fue arrestada el año pasado, era suya? ¡Y cómo podría, si no es teniéndolas en sus manos, manipular vulgar y brutalmente a las personas, y mantenerse a la cabeza de la comunidad judía, este ignorante sin escrúpulos, cuya mujer no es más que una ex prostituta! ¡Es una verdadera deshonra para la religión mosaica, un auténtico escándalo para todos los judíos españoles que viven bajo vuestra autoridad! —estalló, con el rostro rojo de indignación—. ¡Y eso no es todo! Todo el mundo sabe que Barchillon no ha sido nunca oficialmente absuelto por su ayuda al marqués de Villena durante el alzamiento, que él fue el último consejero en aceptar la idea de una sumisión a Isabel, incluso a pesar de la orden de Villena. Sólo se rindió después de haber recibido, por intermedio de Ruiz, un mensaje personal del marqués anunciándole que las tierras prometidas por el jefe rebelde habían sido confiscadas por la Corona. ¿Por qué, dadas estas circunstancias, la reina le ha restituido sus propiedades a Barchillon?
Jufré empezaba a aburrirse. Todo aquello era provinciano, fatigante y ya oído… No obstante, hizo un esfuerzo por disimular la impaciencia, pues conocía muy bien a sus judíos como para ignorar hasta dónde podían llegar si se dejaban llevar por las pasiones. La intervención de Salomón significaba que la situación podía ser explosiva y que de un momento a otro había que esperar posibles desórdenes. Al ver que no obtenía respuesta de su interlocutor, Cohen prosiguió:
—¡Pues bien, os lo diré, Excelencia! Simplemente porque, tras la marcha de Francisco de Guzmán, él se convirtió en el único comerciante de aceite y vino de toda la región, y porque de esta forma se encontró en condiciones de informarles a los inspectores del impuesto real sobre las rentas de casi todas las personas relacionadas en Extremadura con la profesión, fuesen cristianas, musulmanas o judías.
De modo que era ahí adonde quería llegar este buen hombre, se dijo Jufré. Sin perjudicar a las rentas reales, habría que evitar desórdenes en la comunidad judía, pues nadie ignoraba que los disturbios entre ellos podían suscitar otros por todas partes. En efecto, ¿quién en Villafranca, cristiano o judío, podría resistir la tentación de una escaramuza general?
Para todos sería una magnífica ocasión de derribar al demasiado célebre Barchillon, aquel que, de feroz rebelde, había devenido devoto servidor de la Corona.
—¿Entonces, qué sugerís vos?
—Dejadme que os asegure, Excelencia —continuó empalagosamente Cohen—, que personalmente no tengo nada contra mi amigo Meir Barchillon y que mi única intención, al venir a veros, es la de salvar a los laneros de la ruina. No olvidéis que, además de sus preocupaciones actuales, han de soportar la adversidad que les impone la ley de segregación, que reduce a la comunidad entera a apiñarse en unas cuantas calles, en la parte baja de la ciudad, cerca de las murallas, medida que provoca hacinamiento y condiciones sanitarias deplorables. ¡Qué Dios nos proteja si, por desgracia, se declara la peste! Tampoco olvidéis que a las nueve de la noche las dos puertas del barrio judío se cierran. Pensad, en fin, que cualquiera que haya logrado deslizarse fuera, corre el riesgo de ver todas sus ropas confiscadas… ¡Imaginad la cólera de nuestros judíos que se sienten humillados y encerrados como bestias!
Jufré notó esta vez la amenaza velada. Un astuto, este Cohen…
—¿Qué solución tenéis en mente? —preguntó el corregidor—. ¿Un cambio del sistema fiscal, un cambio de la evaluación —en este caso realizada por Barchillon— de la declaración, a fin de proteger a todo el mundo, ricos y pobres, de sus decisiones arbitrarias? ¿Suponiendo que tengáis razón, creéis que la comunidad, cuyos numerosos miembros, como vos mismo lo habéis dicho, están en manos de Barchillon, aceptaría estos cambios?
—Con vuestro apoyo moral, sin ninguna duda, Excelencia. Sí, verdaderamente creo que podría convencer a suficiente gente para esto.
Poco deseoso de ir más lejos, ahora Del Águila tenía prisa por poner término a la conversación.
—En primer lugar, voy a examinar el problema con los funcionarios del Tesoro a fin de asegurarme que vuestra sugerencia no causará ningún perjuicio a la Corona. Por otra parte, le pediré a Ruiz que haga una encuesta sobre las condiciones de vida en el barrio judío y que vigile para que la puerta de la Plaza Mayor se mantenga abierta.
—Gracias, Excelencia. Bien sabía yo que consideraríais nuestra situación con benevolencia —cloqueó humildemente Cohen mientras se levantaba para despedirse.
Después de inclinarse repetidas veces, abandonó el salón con pasos mesurados, cerrando cuidadosamente la puerta tras de sí.
Apenas Del Águila soltaba un suspiro de alivio, feliz de encontrarse solo, cuando oyó el ruido de un violento altercado procedente del vestíbulo. La puerta se abrió brutalmente y la imponente silueta de Meir Barchillon se recortó en el hueco de la puerta, irrumpiendo con la nariz bulbosa, escarlata de rabia, y sus ojos escudriñándolo todo, a la búsqueda de una víctima inasequible.
—Yo sé muy bien lo que ese virtuoso e hipócrita personaje os ha dicho —rugió precipitándose al encuentro del corregidor—. ¡Sí! Él os ha dicho que yo desangro a mis hermanos, que los reduzco a la miseria extorsionándoles sus últimos maravedíes. ¿Es eso lo que os ha dicho? ¿Y sabéis por qué ha proferido esas mentiras? ¡Pues bien, simplemente porque este año, el pobre, no llegará a enriquecerse y, sobre todo, porque no quiere pagar! ¡No pasa un solo año, bueno o malo, sin que vaya por todas partes lloriqueando y diciendo que yo le gravo excesivamente! ¡He aquí la verdad, la única razón por la cual él quiere modificar el sistema de impuestos! ¡Pero esto, claro está, él no os lo ha dicho, Excelencia! Sé muy bien que los pequeños laneros no pueden pagar este año. Pero esto es asunto mío: yo les adelantaré el dinero que necesitan y ellos me lo reembolsarán cuando puedan. ¿Preguntadle, pues, a Cohen si él sería capaz de asumir semejante riesgo? ¿Preguntadle si tiene valor para enfrentarse a Seneor y a los funcionarios del Tesoro real, justo en el momento en que la guerra contra Granada se prepara, para decirles que los judíos de Villafranca no pueden pagar sus impuestos? ¿Acaso quiere verlos a todos presos por deudas? ¿Es que no ha oído hablar del nuevo impuesto de guerra? Pues bien, Excelencia, la próxima vez que venga a hacer genuflexiones a vuestros pies, decidle que pronto cada comunidad judía de Castilla deberá pagar la bonita suma de veinte mil castellanos de oro y que, a pesar del desastre lanero, yo, Meir Barchillon, jefe de la comunidad judía de Villafranca, me comprometo solemnemente a que todos los judíos de esta ciudad abonen esa suma, aunque para conseguirlo tenga que hipotecar mis bienes. ¿Haría él otro tanto, para ahorrarles molestias a las gentes humildes?…
Evidentemente la respuesta era negativa. Por eso Del Águila se amparó prudentemente en su papel oficial, limitándose a responderle en un tono solemne:
—¡Yo estoy muy atento a la situación general, pero me parece que este año los laneros están particularmente afectados!…
—¡Por supuesto, es Cohen quien los subleva!… ¡No es la primera vez que me convierto en garante de sus deudas para permitirles escapar a un año difícil! ¡Excelencia, no dejéis que esa cucaracha abuse de vos! ¡Está claro que, ante todo, quiere arrebatarme la dirección de la comunidad, y que cree haber descubierto la forma ideal de excitar a los laneros y a otros descontentos contra mí! ¡Pues bien, que lo intente! ¡Por la barba de Sansón, ya las pagará, os lo aseguro!
En este punto de la perorata, Del Águila sintió que la farsa había durado bastante. Escudándose en la dignidad de su rango, replicó firmemente:
—¡En mi condición de representante de los Reyes Católicos en esta ciudad, dejadme que os recuerde que mis dos principales deberes son proteger los intereses de la Corona y mantener el orden y la ley en Villafranca! ¡Con vuestra ayuda, o sin ella si es preciso, tengo la intención de cumplirlos, tanto el uno como el otro, para entera satisfacción de mis soberanos!
Hecha esta aclaración, el corregidor se levantó y con una calma aparente que disimulaba su profunda inquietud, sin más, le dio a entender a Meir Barchillon que la conversación había acabado.
Cuando su interlocutor dio media vuelta y se marchó sin más comentarios, Jufré se sentó de nuevo, desengañado, y se pasó la mano por la frente con un gesto de cansancio. ¡Su Excelencia el Corregidor!… refunfuñó para sí mismo. ¡Qué burla! Su cargo no sólo implicaba pasarse la noche evitando que lo magrearan mujeres infames, sino también la mañana impidiendo que dos judíos se destriparan sumiendo la ciudad en el caos. ¡Todo ello al servicio de un monarca que lo había traicionado! Una vez más, la rabia se apoderó de él y, con ella, el desenfrenado y ciego deseo de romper, de destruir todo lo que se encontraba al alcance de su mano.
Pero Ruiz, quien tocaba de nuevo a la puerta, interrumpió sus reflexiones.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó agotado, sin volver la cabeza.
—Excelencia, don David Villeda desea veros. Asegura ser amigo vuestro.
—¿Don David Villeda de Toledo?
—Creo que sí, Excelencia.
—¿Don David? ¡Hacedlo entrar inmediatamente!
—¡Dios mío! ¡Su Excelencia el Corregidor de Villafranca! ¡Jufré, mi amigo, así que sois vos! ¡Qué alegría veros investido de semejante dignidad!
Los dos hombres se abrazaron con entusiasmo.
Pero pasados los primeros momentos de efusión, Jufré descubrió a un David envejecido: sus gestos se habían vuelto más lentos, el rostro aún más delgado, los ojos más ojerosos y cansados que lo que recordaba Jufré. Por su parte, David, quien también examinaba a su amigo a hurtadillas, se encontró con un hombre maduro que aparentemente había perdido su alegría de vivir.
—¡Por Dios! ¿Pero qué hacéis vos en esta ciudad perdida? —lanzó Jufré, sin salir de su asombro.
—Me instalo aquí —replicó David con un tono natural.
—¿Os instaláis? ¿Aquí? ¿Pero, en fin, por qué motivo? ¿Buscáis camorra con algún barón del pueblo o con los judíos de Villafranca?
David sonrió. ¡Gracias a Dios aún tenía algunas chispas de humor en sus ojos!…
—No, tranquilizaos. Solamente acabo de tomar en arriendo la finca de Francisco de Guzmán.
—¡Ah! ¿Entonces fue a vos a quien divisé esta mañana caminando bajo los árboles?
—Probablemente, y, como veis, no he perdido tiempo en venir a saludaros. Cuando Andrés supo mi intención de venir a vivir aquí, me hizo saber en Segovia que el corregidor de Villafranca no me sería desconocido. ¿Pero, decidme, qué insigne servicio habéis prestado al reino para obtener semejante distinción? ¡Contadme, quiero saberlo todo!
Jufré sintió que algo se rompía dentro de él. ¡Hacía ya cuatro años que sin cesar le pedían que explicara el origen de su «ascenso», cuatro años ya que tenía que recitar, sin la más leve sombra de vacilación, el mismo cuento! Pero hoy era imposible. Con un hombre tan recto, tan íntegro como David, no podía andarse con rodeos… Además, ya estaba demasiado cansado de fingir…
—Es una larga historia —comenzó lentamente—, demasiado larga para ser contada en un momento… ¡Primero, decidme qué buen viento os ha traído por Extremadura!
—¡Dios mío! También la mía es una larga historia… Así que venid dentro de un rato a mi casa, después de la siesta. Ya hablaremos…