III

El rostro de Fortuna, estriado por mil arrugas parecidas a las nervaduras de una hoja, se enrojecía a fuerza de retirar del fuego la plancha, pero sin dejar escapar ninguna queja. Trabajaba por amor, deseosa de manifestarle su gratitud a doña Orovida. Doblando cuidadosamente los hilos dorados del bordado, más bien daba gracias al Dios de Israel por haberle otorgado, en el crepúsculo de su vida, el privilegio de preparar en casa de los Villeda el mantel para la cena del Séder[3]. Cuando se sentó en el banco colocado cerca de la chimenea donde ardía lentamente el fuego, José se unió a ella. Mientras bruñía las copas de plata que sólo se sacaban en esa ocasión, él empezó a contarle, como cada año desde que ella estaba al servicio de la familia, la historia de la adquisición de las copas.

«Nunca olvidaré —comenzó como de costumbre— aquel año terrible de la peste. De día y de noche, don Isaac recorría la ciudad, socorriendo a los enfermos. Musulmanes, cristianos, judíos, todos le llamaban y le suplicaban, tan grande era su reputación. ¡Fue entonces, justo antes de la Pascua, cuando sus propias hijas, Alegra y Orovida, fueron atacadas por la horrible epidemia! Pronto su estado fue tan grave que en seguida comprendió que su célebre tratamiento a base de vinagre y hierbas, cuyos resultados eran maravillosos en casos más benignos, no sería de ninguna utilidad para ellas. Cuando volvió a su casa en medio de la noche, completamente extenuado, se puso a cotejar febrilmente los voluminosos libros escritos en árabe, en hebreo, en latín y en griego, con la esperanza de descubrir algún remedio. Y al final lo encontró: un tratamiento oriental, creo, que desgraciadamente parecía imposible de preparar, pues requería la sangre de un caballo también atacado por la peste, pero que hubiese resistido. ¡Entonces todos nosotros, sus servidores, desde el alba hasta el anochecer, recorrimos el campo y, por puro milagro, encontramos el animal! Don Isaac preparó la poción no sin calcular los riesgos. Efectivamente, no sólo Orovida podía perder el hijo que llevaba en su seno, si por suerte ella y su hermana sobrevivían, sino que ambas quedarían, casi seguro, completamente estériles.

»En la ausencia de sus yernos —el joven don Eleazar se encontraba en Aragón ayudando a su padre a curar la catarata del rey Juan, y don David no había vuelto aún de la feria de Medina del Campo—, el pobre don Isaac debió tomar la decisión solo. ¡Qué espantoso espectáculo! Nunca olvidaré la visión de esas infortunadas jóvenes cuando su padre entró en la habitación. ¡Estaban irreconocibles! Sus lenguas estaban amarillas y secas, los ojos inflamados, los cuerpos cubiertos de horribles pústulas. Tan débiles como gatitos recién nacidos, su último suspiro parecía depender de un hilo, a merced de la voluntad divina… Dejando de titubear ante aquella visión, don Isaac administró entonces la poción a sus hijas. Hizo bien, pues cuando llegó la Pascua, gracias al cielo, estaban milagrosamente curadas. Para celebrar dignamente la cena del Séder, en la que quería ver a la familia reunida, don Isaac encargó nuevas copas a un joven artesano judío cuyo trabajo admiraba. Juntos idearon los motivos: cada una grabada con los seis pétalos redondeados, símbolo de la Pascua».

—Mira —dijo José a Fortuna mostrándole una de las copas.

Fiel al rito, como en años anteriores, la anciana entrecerró los fatigados ojos e intentó distinguir las cinceladuras, sin perderse el final de la historia, por otro lado tan bien conocida: habiendo entregado su trabajo la víspera del Séder, el orfebre se negó a cobrar, pues su joven esposa también había sido salvada del mal implacable gracias a lo que quedaba del remedio preparado por don Isaac para sus propias hijas.

Al finalizar este relato —como cada año desde hacía cuatro—, Fortuna, invariablemente, se enjugaba una lágrima.

—¡Ah, que Dios las proteja! ¡Si al menos yo pudiera hacer lo mismo por don David y por doña Orovida! —suspiró preparándose para repetir su propia historia, con el mismo placer que José—: ¿Te das cuenta, José? ¡Una pobre vieja como yo! ¿Dónde habría encontrado refugio cuando la reina hizo desmantelar la propiedad de los Villeda para crear un nuevo monasterio?… Desde que mi esposo murió, don David me había autorizado a instalarme en el cobertizo, detrás de la casa, sin aceptar nunca ni un solo maravedí; y cuando los monarcas compraron la propiedad, Orovida se empeñó en traerme aquí, con el pretexto de que Zelda y tú teníais necesidad de mi ayuda. ¡En realidad, fue por pura bondad, ya que ella sabía muy bien que me era imposible pagar, lavando ropa, ni siquiera el alquiler de un cuchitril! ¿Cómo agradecérselo a los dos? ¡Si ya hasta mis ojos están demasiado viejos para coser o bordar!…

—¡Vamos, aún eres una buena planchadora, y quién sabe, es posible que algún día el Dios de Abraham, Isaac y Jacob te ofrezca la oportunidad de mostrar de otro modo tu gratitud!

En la mesa pascual, José había dispuesto cuatro copas en lugar de doce. En efecto, los padres de don David y de doña Orovida habían muerto y, justo antes de las fiestas, don Saúl, el hermano de David, había partido para instalarse en Portugal con su familia. Así pues, sólo quedaban don David, doña Orovida, doña Alegra y don Eleazar para perpetuar las tradiciones familiares.

Al entrar en el comedor, Orovida intentó dominar un escalofrío. Sólo cuatro… Entre ella y la muerte, ninguna generación; después de ella, ninguna prolongación. ¿Quién iba a recitar el ma nishtaná[4], ahora que sus sobrinitos nunca más estarían allí?

La risueña voz de Alegra en la escalera no hizo más que acentuar su melancolía. Otro año había pasado desde la última Janucá, cuatro años atrás, cuando le hizo aquellas confidencias a su hermana. Pero ella seguía sin encontrar el valor para enfrentarse a David como había prometido hacer… Después de su explosión espontánea, en seguida había vuelto a caer en una pasividad resignada, por temor a enturbiar la superficie tan lisa de su existencia con una avalancha de reproches e injustas acusaciones. ¿En resumidas cuentas, no era mucho más simple asumir un dolor interior que librar una batalla perdida de antemano? Sin el sostén de su hermana, no tenía coraje para luchar. Ahora bien, Alegra, a pesar de su acostumbrada obstinación, no había vuelto a la carga, arrebatada como estaba por el torbellino de la Corte. Por otra parte, ¿no habría ella misma olvidado sus consejos o estimado más prudente no volver a hablar de ello? Orovida se lo preguntaba mientras la veía entrar en su resplandeciente belleza realzada por un suntuoso vestido de terciopelo escarlata, con la cintura ceñida por un cinturón con hebilla de esmeraldas, que le daba un armonioso realce a las sensuales líneas de su cuerpo. En presencia de la exuberante personalidad de su hermana, Orovida, como cuando era niña, sintió que toda su entereza se disolvía. Ahora experimentaba la misma impresión de vulnerabilidad que en otros tiempos.

Siempre cortés, Eleazar la abrazó afectuosamente disipando su melancolía y su malestar.

—¡Qué bien le sienta ese verde profundo y luminoso a nuestra dorada y bella Orovida! ¡Ah, mi querido David, casi te envidio! —bromeó dirigiéndose a su cuñado, con los ojos chispeando de admiración.

Entonces se sentaron alrededor de la mesa del Séder, cuya superficie brillaba a la luz de la velas, con el resplandor de las copas de plata, el tornasol de los hilos dorados en los bordados del mantel y las iluminaciones de los hagadot[5] de la familia. David y Eleazar compartieron la lectura del antiguo texto. En el pasaje del ma nishtaná, habitualmente cantado por los niños, las dos mujeres unieron espontáneamente sus voces a las de ellos. Y fue así como todos entonaron las melodías tradicionales, alternativamente lastimeras o animadas, esforzándose para no escuchar el débil eco devuelto por las paredes de una habitación de ordinario más concurrida en una ocasión como esta. Cuando trajeron a la mesa el cordero pascual, Alegra tomó la palabra, animando la conversación con todos los comadreos de la Corte: a Fernando no le gustaba mucho que la reina hiciese cambiar las mangas de sus blusas en vez de pedirle otras nuevas; por su parte, Isabel se exasperaba cuando, al amanecer, no conseguía interrumpir una partida de cartas de su esposo…

¿Cómo podía su hermana deleitarse con chismorreos e intrigas tan insignificantes?, se preguntaba Orovida. Pero, reflexionando, se daba cuenta que ese género de vida le iba bien a su temperamento. Y, además, ¿no era ese el deseo secreto de todos los súbditos de este reino: participar, aunque fuese un instante, de la intimidad de sus soberanos?

Cuando ya Alegra se lanzaba al capítulo que trataba de la vida amorosa del rey, capítulo siempre evocado, David le cortó la palabra dirigiéndose a su cuñado:

—A propósito, dime ¿cómo está ahora nuestro joven príncipe Juan?

—Mejor. Además, pienso que se desarrollará con total normalidad, sin sus malditas crisis de asma, lamentablemente cada vez más frecuentes.

—¿A qué las atribuyes tú?

El rostro fino y sensible de Eleazar se crispó.

—Es difícil decirlo. Como sabes, sus primeros días se desarrollaron en condiciones un poco peculiares. No hubiera podido ser de otra manera para un niño nacido de una madre indomable, que no cesó de recorrer España a caballo durante su embarazo, para someter a los barones rebeldes. Es evidente que, en cierta medida, el conjunto de su sistema nervioso ha sufrido una ruda prueba y no se puede descartar que esas horrorosas crisis tengan su origen en esas incesantes cabalgadas. Fíjate, también puede que sea simplemente sensible a algún elemento irritante de la atmósfera. Como ves, en mi opinión, se trata de ambas cosas, pero no puedo afirmarlo con certeza.

—¿Supongo que has releído a Maimónides[6] referente a esto?

—Por supuesto, esta misma mañana. El caso de Juan parece relacionarse bastante con las teorías del maestro, y mi tarea, ahora, no sólo consiste en determinar las causas de la enfermedad del príncipe, sino también en descubrir el tratamiento. Pero el examen de un caso así puede durar mucho tiempo, y conducir a unas experiencias y a unos fracasos que no deben desalentar.

—¿Los soberanos tienen confianza en ti?

—Sí, ya lo creo, una confianza total.

—¡Te la mereces, tanto por tu capacidad como por la prestigiosa reputación de tu familia! ¡La maestría con la que tu padre operó la catarata de Juan II, cuya edad rebasaba los ochenta años, es en sí misma una proeza que nadie en la Corte puede olvidar!

—Sí, es cierto. ¡Mi padre me ha dejado una herencia preciosa, tan preciosa, a decir verdad, que para preservar y perpetuar el honor de la tradición, finalmente he decido acceder a la solicitud de los soberanos, quienes me han pedido que acepte el bautismo!

Al oírlo, David dejó lentamente su copa en la mesa. La palidez se apoderó de su rostro que tomó una coloración ceniza.

—¿El bautismo con el fin de proseguir esta brillante tradición?… —repitió él, tras algunos segundos de silencio—. ¿Pero entonces en qué se convierte el honor?

A pesar de sí mismo, Eleazar se sobresaltó con el reproche.

—¡David, creo que tenemos que hablar sin rodeos! Si sólo se tratara de seguir siendo el médico de la Corte, sin duda alguna habría vacilado mucho, aunque, lo reconozco, para Alegra mucho más que para mí, abandonar tales funciones hubiera sido muy difícil. ¡Pero, ya ves, está el niño! Desde su nacimiento, puedo decirlo, soy yo quien lo mantiene con vida. Gracias a mis esfuerzos, a mis encarnizados cuidados, sigue respirando. Desde hace dos años, sobrevive. Por consiguiente, me siento investido de una misión, no sólo como médico, sino también como hombre, pues me considero responsable de su futuro hasta que él mismo sea capaz de asumirlo. ¡No, verdaderamente, me es imposible abandonarlo!

—Ya veo. ¿Si lo he entendido bien, se te pide poner en la balanza tu existencia de judío, no sólo contra tu carrera, sino también contra la vida de un niño?…

David se calló, reteniendo en sus labios las palabras que todos esperaban: un niño, en este caso un niño de sangre real, pero que de hecho reemplazaba a aquel que, él, Eleazar, no tendría jamás…

—Comprendo… —prosiguió David—. ¿Pero cómo podrás vivir sin ser tú mismo?

—¿Pero y quién soy yo? Sí, ya sé, vas a responderme: «ante todo, un médico», y añadirás quizás: «el heredero de un largo linaje de médicos judíos en posesión de un inestimable tesoro de conocimientos y experiencias acumuladas». Muy bien, a eso responderé que es precisamente por esa razón que estoy obligado a escoger, pues hoy, en la España de los Reyes Católicos, ciertamente se puede seguir siendo judío, incluso un médico judío, si se quiere, pero a condición de asistir solamente a los judíos. Ahora bien, si uno se quiere aproximar a los grandes del reino, a aquellos que tanto desean beneficiarse de la herencia legada por mi padre, a partir de ahora es imposible ser judío y médico a la vez. En cualquier caso, en lo que me concierne, ya que ser judío y facultativo han devenido dos circunstancias incompatibles, después de setecientos años de tan fértil alianza, hay que optar claramente por el mandato de los soberanos. España, afirman ellos, debe estar hoy unida, unida bajo la corona y bajo una sola Iglesia. España debe ser católica, así como todos los que deseen elevarse por encima del rango de carniceros y pescaderos. Por eso he necesitado yo, Eleazar ben Nahman, tomar partido imperativamente. Escoger entre mi actual posición y función de médico, y mi condición de judío. Pero, de hecho, la cuestión traía consigo su propia respuesta. En efecto, al pasarme la vida, en tanto que médico, preservando la vida de los demás; ¿qué importa que esta vida sea la de un cristiano, la de un musulmán o la de un judío? ¿Qué importa si el enfermo que yo curo venera a Yahvé, a Jesús o a Mahoma, qué importa si cree o no en el otro mundo, en la resurrección, en la inmortalidad del cuerpo o del alma? Para mí sólo es sagrada la vida aquí abajo, pues mi deber indefectible es salvarla si es posible, porque, desde mi punto de vista, sólo ella, y no la fe en un dios o en otro, representa el valor único y supremo.

—Ya empiezo a entender —se limitó a replicar David— y, a pesar de mis propias convicciones, no te puedo censurar, porque nadie puede censurar a un hombre que es sincero consigo mismo. De modo que, si he entendido bien, para ti, renunciar a tu fe y a tu pueblo no significa, como para mí, tu propia negación. Tu vocación está por encima de todo, pues la vida representa, como sostienes, el valor absoluto. Hay que admitir —prosiguió dirigiéndose más a sí mismo que a su cuñado— que en España estás en muy buena compañía ya que, después de todo, varios de nuestros más eminentes filósofos no sólo son contrarios al martirio, sino que incluso han dispensado la conversión a condición de que la adopción de otra fe preserve una vida. Sin embargo, sin ir tan lejos como tú en esta renunciación, ellos ponen una condición esencial a esta supervivencia: que el espíritu del judaísmo permanezca vivo en el alma del converso. Pero quedémonos en la tierra y volvamos a ti. A pesar de lo que acabas de decir, presiento que algo se te escapa. ¡Que para ti la vida sea el valor supremo, vale! ¡Pero tú no vives aislado y sometido a tus propias leyes! ¡Por ejemplo, para los que te rodean hoy en la Corte, la religión es, de lejos y que yo sepa, más importante que la vida, puesto que la herejía es castigada con la muerte! Por tanto es más que una renuncia lo que te han pedido. Es, de hecho, la total aceptación de otra cosa, de algo absolutamente ajeno no sólo a tu tradición, sino, siguiendo la línea de tu razonamiento, ajeno a tu filosofía fundamental, porque tú no crees más en el cristianismo que en el judaísmo. ¡Ahora bien, hoy se te pide adoptar el primero y practicarlo con todo el celo requerido por la Iglesia, corriendo el riesgo de morir en la hoguera si no lo consigues!

—No, no lo creo —protestó calmadamente Eleazar—. Mi caso es distinto. Mi bautismo sólo será un acto oficial, una fachada, un recurso que me permitirá proseguir mi trabajo y el tratamiento de Juan. Nadie se preocupará del número de misas a las que asista, ni de la cantidad de rosarios que deba rezar cada día. No, mi estatus en la Corte me pone a salvo de tal control.

—Tú eres el único juez en la materia. Si tienes razón, no tengo nada más que decir: vivirás entonces, no como judío ni como cristiano, sino como médico que sólo cree en la vida terrenal. ¡Bien! ¿Pero entonces, dime, Eleazar, hermano mío, según qué rito serás enterrado?…

A lo que siguió un pesado silencio solamente quebrado por el leve crujido de la matzá[7] que Alegra rompía con sus dedos febriles.

—Orovida, mi querida Orovida, ¿estás llorando? —fue la única respuesta de Eleazar.

—Sí, perdonadme. No puedo evitarlo… Por más que justifiques tu decisión, explicándola tanto como quieras, nada me consolará jamás de perderos, a Alegra y a ti, de veros renunciar a eso que nuestras tres familias han encarnado durante toda su vida. ¡De ese modo David y yo, abandonados por vosotros, seremos los únicos judíos de la familia en España! Hasta vuestros nombres serán borrados.

—¡Orovida, te lo ruego, no te aflijas de esa manera! —se compadeció Alegra, cogiendo la mano de su hermana entre las suyas—. Nada cambiará. Hace ya tiempo, bien lo sabes, que nosotros no practicamos mucho nuestra religión. Viviendo en la Corte desde hace años, nos comportamos exactamente como los cristianos, mezclando nuestras vidas con las suyas sin prestarle mucha atención a eso… Además, desgraciadamente tampoco tenemos hijos a los cuales legar la preciosa parcela de judaísmo que nos queda. Reflexiona, querida, ¿en qué se convertiría Eleazar si tuviera que trabajar como médico de aldea en una miserable comunidad judía? ¿Y yo, qué sería de mí? ¿Puede él abandonar todo eso que hemos obtenido —el prestigio, la confianza de los soberanos, de hecho, toda nuestra vida— para defender eso que en lo sucesivo significa tan poco para nosotros? El pueblo elegido, me dirás tú. ¿Pero elegido para qué? ¿Para la persecución, la degradación, el menosprecio? ¿Para oír que le proponen «la cruz o la muerte», una muerte que, si hoy no es violenta e instantánea, mañana será el desenlace de una lenta e ineluctable decadencia? ¡Vamos, tú sabes bien todo lo que hemos soportado durante años, y que desgraciadamente no hay que esperar ningún cambio en el futuro!

—¡Pero la cuestión no es lo que eso signifique para ti, es solamente cuestión de lo que tú eres! —soltó Orovida arrebatada por una repentina y violenta emoción.

Conteniendo las lágrimas, por fin descubría la razón del imperceptible cambio de su hermana en los últimos años. Por supuesto, estaba segura de que ya nada en el mundo haría cambiar su decisión. Sin embargo, prosiguió:

—¡Ya ves, no se trata de lógica o razonamiento, sino de sentimientos hacia todo esto!

Y, con un gracioso gesto, señaló la mesa repleta con todos aquellos objetos que representaban siglos de tradición. Después, enderezando el busto y respirando profundamente para recuperar la calma, se volvió hacia Eleazar, y le dijo con un tono perentorio y dulce a la vez:

—Eleazar, amigo mío, en calidad de esposo de mi hermana mayor, eres tú quien ha heredado el talismán hebreo de oro que, desde hace generaciones, corresponde por derecho al primogénito de la familia Benveniste. Al dártelo, probablemente nuestro padre te contó que, hace unos doscientos años, le fue regalado a uno de nuestros antepasados por un médico árabe, cuya obra había traducido al catalán. En efecto, para Rashid fue una manera elegante de recompensar a un sabio judío por haberle permitido dar a conocer su ciencia al mundo cristiano. ¡Si te quieres convertir, no puedo impedirlo, pero por amor a nosotros, te lo pido, prométeme que nunca te separarás de ese talismán!

Con un gesto apenas perceptible de la cabeza, Eleazar asintió a su ruego.

—Demos gracias al Señor —intervino entonces David. Esforzándose a duras penas por controlar la emoción, volvió a tomar la Hagadá para continuar la lectura del texto sagrado—: «El Señor fortificará a Su pueblo, el Señor bendecirá a Su pueblo dándole la paz…».

Pero sus palabras fueron interrumpidas por un martilleo de cascos en el adoquinado de la placita que rompió el silencio de la noche; y luego unos golpes impacientes estremecieron la pesada puerta de la entrada. Alarmadas, Alegra y Orovida se miraron. David se levantó de un salto, descendió apresuradamente la escalera y atravesó el patio para abrir la mirilla.

—¡Soy yo, Andrés!

Descorriendo en seguida los cerrojos de la puerta, David hizo entrar a su amigo.

—¿A esta hora de la noche? ¿Y esta noche? ¿Te parece prudente?

—No, desde luego —cuchicheó Andrés liberándose de la amplia capa que lo envolvía a fin de no ser reconocido—. ¡Pero tenía que venir sin falta!

Resplandeciente en su jubón de brocado negro y dorado, subió la escalera de dos en dos y entró en la sala donde la familia estaba reunida. De pronto, al llegar al umbral, pareció perder su desenvoltura. Titubeó, desamparado.

—¿Vienes a unirte a nosotros? —le preguntó cordialmente David, intentando tranquilizar con naturalidad a su amigo.

—¿Yo, un renegado, en vuestra cena del Séder?

—Si aceptas unirte a nosotros, ya no lo serás.

Entonces, quitándose del cuello la cadena con el crucifijo, Andrés la depositó en un banco. Y, con una delicadeza que contrastaba con su intempestiva llegada, empezó a hojear uno de los hagadot puestos en la mesa, hasta detenerse en una página donde resplandecían dos enormes letras hebraicas coloreadas, la «Hei» y el «Alef», debajo de las cuales, entre motivos geométricos de diversas tonalidades, había un imponente personaje en hábito azul ofreciendo el plato del Séder.

—Sí, me acuerdo de todo esto… —murmuró con la voz cambiada, como si fuera el eco de un pasado ya muerto para él.

Después se puso a leer: «¡He aquí el pan de la miseria que nuestros padres comieron en Egipto! ¡Que todos los que tengan hambre, lo coman! ¡Que todos los necesitados vengan a compartir el cordero pascual! ¡Este año aquí, el próximo año en Jerusalén! ¡Este año, esclavos; el próximo, libres!»…

Conscientes de su turbación, David y Orovida se abstuvieron de levantar la vista. Eleazar, inmóvil en su asiento, tenía la mirada perdida; su mujer, que disimulaba mal su nerviosismo, acariciaba distraídamente con la yema de los dedos los arabescos bordados en el mantel. Cuando Andrés concluyó la lectura, David tomó el relevo apresurándose un poco en acabar los salmos. De quedarse con ellos esa noche, su amigo corría un gran riesgo. ¿Por qué?

Cuando todos repitieron por última vez: «El próximo año en Jerusalén», cerrando así la cena del Séder, David se volvió hacia Andrés.

—¡Ahora, dinos rápidamente el motivo de tu visita!

—¡Un decreto real, amigo mío, forzando a partir de ahora a los judíos a vivir en un barrio separado de los barrios de los cristianos! ¡En efecto, una nueva aplicación de la vieja ley de 1414, destinada a mantener a los conversos alejados de las influencias «perniciosas» de sus antiguos hermanos! La razón por la cual he venido tan rápido es que acabo de saber que la frontera entre el barrio cristiano y el judío de Toledo pasará justamente más abajo de la placita, dejando así tu bella residencia fuera de la Judería. Y queda muy poco tiempo para la promulgación del edicto. Quizás suficiente para que, no obstante, puedas tomar todas las disposiciones pertinentes antes de las inevitables transacciones de cambios de propiedades.

Cuando estaba a punto de añadir: «Eso te ahorrará la humillación de someterte a ese decreto», mudó de parecer, convencido de que David lo había comprendido.

Por segunda vez en aquella noche, el rostro de David palideció, ahora bajo el efecto de una violenta rabia interior que, no obstante, consiguió reprimir a costa de un doloroso control de sí mismo.

—Esta es la segunda etapa de su juego sutil —se limitó a constatar—. Primero, el ofrecimiento de conversión, a continuación, mi propiedad, mi familia y, ahora, mi propia casa, la casa de los Villeda, declarada «fuera de los límites».

Temiendo oír a su hermana lanzar con su acostumbrada obstinación y espontaneidad un: «¿qué os había dicho?», Orovida se quedó petrificada en su silla. Pero, por fortuna desilusionada por la gravedad del momento, Alegra guardó silencio.

—¿Un Villeda sometido a un edicto que le impone la calle, la casa donde debe vivir? —prosiguió David alzando el tono, ahora con la sangre refluyendo a su rostro macilento—. ¡El hogar familiar ocupado por cristianos cuyo primer gesto será arrancar la mezuzá[8], colgada en la jamba de la puerta desde hace más de cien años! ¡Jamás! —aulló dando un puñetazo tan violento en la mesa que la estremeció de arriba abajo—. ¡No, os lo digo, jamás!

—¿Qué vas a hacer entonces? ¿Reunirte con Saúl en Portugal? —le preguntó Andrés sugiriéndole de hecho esta posibilidad.

—¿Un segundo exilio? ¡No! Yo soy judío, es verdad, y orgulloso de serlo, pero también soy español. Mi familia vive aquí y sirve a este país desde hace siglos. ¡Nunca escogería abandonarlo por mi propia voluntad!

—¿Qué pretendes entonces?

—Aún no lo sé, pero gracias a ti, mi fiel Andrés, tengo por delante bastante tiempo para encontrar una solución antes de que sea demasiado tarde.