II

Orovida dio sus primeros pasos matinales en la ciudad que, despertándose con dificultad después de una noche de jolgorio, recuperaba poco a poco su aspecto cotidiano. Comerciantes y artesanos empezaban a sacar mercancías y herramientas, mientras que burgueses y señores aparecían en el umbral de sus residencias, y aspiraban el aire fresco de la mañana como si quisieran aclarar las ideas después de una intensa noche de festejos.

Orovida iba sin rumbo fijo, movida por el irresistible afán de mezclarse en el movimiento de la ciudad, de participar de su animación. Pensaba vagamente en comprarse un regalo a fin de señalar, a su manera, el acontecimiento. Atravesó la plaza de la catedral, aún alfombrada con los ajados pétalos esparcidos la víspera, y siguió la escarpada callejuela que serpenteaba alrededor de la gran iglesia de Toledo. Nunca pasaba más de una semana sin que le hiciera una visita a Alonso, el viejo iluminador, cuyos complicados arabescos, delicadas formas y motivos florales siempre inspiraban los dibujos de sus bordados.

—¡Buenos días, doña Orovida!

El anciano interrumpió su trabajo para recibirla. Al verla, se iluminaron sus ojos húmedos y empañados por toda una vida de trabajo en la penumbra de su taller.

—¡Entrad! Os voy a mostrar la orla que justamente acabo de terminar. Mirad…

—¡Don Alonso, cada día lo hacéis mejor! ¡Me parece oír la hierba crecer y el murmullo del aire al paso de la gacelas! ¡También habéis acertado al acentuar con oro estas minúsculas flores, sin interrumpir el movimiento!… Sois un verdadero artista.

—Gracias, apuesta señora.

Cuánto le hubiera gustado decirle que para él sólo su rostro era digno de inspirar a todos los creadores de la tierra. Pero guardó silencio, pues la belleza de doña Orovida no tenía parangón y hablar de ella hubiera sido casi un sacrilegio…

Despidiéndose con una sonrisa, Orovida siguió su paseo a lo largo de las callejuelas encaminándose hacia la calle principal, donde coincidió con grupos de personas jubilosas, visiblemente dispuestas a prolongar la embriagadora atmósfera de la víspera. Abriéndose paso entre el gentío, llegó al tenderete de cinturones y broches donde esperaba hallar lo que buscaba, pero al encontrarlo atestado de clientes y, peor aún, de preguntones venidos a pasar un rato, decidió ir más bien a la tienda de Vidal. Probablemente también su mostrador estuviera invadido por curiosos fisgoneando, pero por regla general la trastienda, donde se ocultaban las preciosas mercancías de marfil y de plata, era mucho más tranquila.

El recibimiento del artesano fue entusiasta.

—¡Qué alegría verla, doña Orovida! ¡Entrad, entrad rápido, no esperéis con este barullo! ¡Nunca en mi vida había vendido tantos estuches de cuero en un día!

Acompañándola hasta el fondo del almacén, sonreía con satisfacción.

—¿Y cómo está don David? Ayer lamenté mucho no verlo en el cortejo.

—Él no es hombre que se exhiba —replicó Orovida con altivez, como David le había aconsejado que hiciera en esos casos.

—Sí, lo sé muy bien, don David es modesto —prosiguió el buen hombre—. Puede que demasiado. ¿No debía, en honor a la comunidad judía de Toledo —al menos lo que de ella queda—, ocupar su lugar entre los ciudadanos notables del reino?

—¡Sugiero que vos mismo se lo digáis!

Súbitamente indignada por aquel comentario, Orovida miró de arriba abajo a Vidal con frialdad. Si él supiera… Pero su alergia a estas discusiones hizo que, con tono seco, cambiara de tema.

—¡Bueno! ¿Tiene algo que enseñarme hoy?

—Claro que sí. Justamente tengo un objeto tan singular que casi tenía la intención de no ponerlo en venta. Pero tratándose de vos, señora…

Irritada por su obsequiosidad, Orovida lo vio dirigirse a una oquedad de la trastienda y regresar con un paquetito cuidadosamente envuelto en una tela. Quitando el polvo que cubría la tapa del enorme baúl con candado donde guardaba los marfiles, Vidal colocó allí el envoltorio y por fin lo descubrió. Inclinándose hacia delante, Orovida lo examinó atentamente. Era un cofre de joyas en plata, imitando la forma de un baúl en miniatura para guardar la ropa blanca. Su tapa convexa estaba adornada con ocho pequeñas esferas de reloj cuyas agujas marcaban las horas en caracteres hebraicos. El entrepaño delantero la cautivó: allí se veían, grabadas, las siluetas de tres mujeres desempeñando los deberes de la mujer judía. La primera amasaba el pan del Shabat en una mesa de caballete; la segunda, exquisita en su desnudez, se preparaba para el baño purificador antes de ir a acostarse con su esposo; la tercera encendía serenamente los velones del Shabat.

—¡Qué encanto, cuánta delicadeza! —murmuró Orovida, subyugada—. ¿Pero dónde habéis encontrado esta maravilla?

—Un revendedor me la trajo el otro día, haciendo tanto misterio de su procedencia, que estoy convencido que pertenecía a un converso ahora aterrorizado de tenerla en su poder.

—Es muy posible —respondió Orovida con aire ausente, cogiendo el joyero para mirarlo detalladamente—. Creo que es italiano, pues esto es un nielado y también se nota en la gracia de sus personajes. Os lo compro. Mi marido os lo pagará.

—¡Con mucho gusto, apuesta señora!

Y Vidal, canturreando, envolvió precavidamente el joyero en la tela.

—Debéis saber que cuando lo compré, me juré no separarme de él, salvo para vendérselo a un judío. Por eso me siento doblemente honrado de ponerlo en las seguras manos de la familia Villeda.

Cortando su palabrería, Orovida se despidió rápidamente, y muy pronto se encontró a pleno sol, encantada por su adquisición. Antes de volver a la casa, decidió hacer partícipe de su alegría a su hermana. Al final de la calle, el reloj de la catedral marcaba casi mediodía. Era el momento de reñirle a Alegra si por casualidad aún no se había levantado.

—Buenos días, Estela —saludó a la sirvienta que le abrió la puerta.

—Buenos días, doña Orovida. ¡Me temo que doña Alegra apenas esté saliendo de la cama! Volvió al alba y acabo de llevarle el agua para el baño.

—No la moleste. Solamente dígale que estoy aquí. Esperaré en el patio. Hace tan buen tiempo…

Orovida se sentó en un banco de madera oscura, en un rincón umbrío del patio interior invadido por el follaje de multitud de plantas trepadoras que se entrelazaban alrededor de delgadas columnas. No esperó mucho tiempo.

—¡Orovida, querida mía!

Envuelta en los pliegues de un amplio velo, Alegra irrumpió en el patio.

—¡Qué alegría me da verte!

Abrazando a su hermana con efusión, prosiguió:

—¡Tengo que contarte todo lo que ocurrió la pasada noche! ¡Aquello fue fabuloso, inaudito! ¡El príncipe Fernando me sacó a bailar! ¿Te das cuenta? ¡Fernando de Aragón sacando a bailar a tu hermana! ¡Ah, fue divino!… ¡Es tan regio y tan viril que casi me desmayo de la emoción! No podía creerlo… ¡Si hubieras visto las miradas de los cortesanos! Ah, querida mía, era tan bonito, todas esas joyas, esos vestidos de etiqueta, esos brocados. ¡Qué esplendor!… ¡En cualquier caso, una cosa es segura: el verde y el rojo son, sin la menor duda, los colores de moda! Se dice que todas las damas de Borgoña los llevan. Ya ves, yo tenía razón… En cuanto al banquete, ángel mío, imagina lacayos y pajes todos vestidos de terciopelo negro, los pavos asados servidos enteros con sus cabezas, con sus magníficas colas aún emplumadas… ¡Ah, si hubieras visto la profusión de fuentes de carnes y golosinas, las mermeladas y natillas de todas clases, a cual más exquisita, se sucedían sin interrupción, verdaderas obras de arte presentadas sobre inmensas bandejas de plata! ¡Qué espectáculo! Nunca lo olvidaré. ¡Qué lástima que no hayas podido estar allí, querida mía! ¡Vuestra ausencia causó sensación! Hay que decir que a veces David exagera un poco en el recogimiento —¿a menos que quiera sustraer tu belleza a los ojos indiscretos? Bueno, a propósito de ojos indiscretos…

Se acercó a Orovida y le susurró con aire confidencial:

—Tengo que contártelo: ¡después de bailar conmigo, Fernando arrastró a Leonor del Águila a un lugar apartado donde estuvo galanteándola durante mucho tiempo! Creo que Isabel no se dio cuenta. Sin embargo, no fue el caso de Jufré. Estaba furioso, pero, el pobre, ¿qué podía hacer?…

De pronto, reparando en el paquete que Orovida había puesto cerca de ella en el banco, Alegra interrumpió su habladuría.

—¿Qué hay en ese paquete?

—La manera que tengo de celebrar estos festejos —replicó tranquilamente Orovida—. Una encantadora chuchería descubierta en la tienda de Vidal. ¡Mira!

—¡Oh, absolutamente exquisito! ¡Cómo me gustaría tener uno igual! ¿Tiene otro?

—No, no lo creo, lamentablemente.

—No importa, no pensemos más en ello. Después de todo, yo tengo uno en marfil, con adorables personajes cincelados, y de todas formas, David y tú apreciáis estos objetos judaicos mucho más que Eleazar y yo.

¿Se burlaba Alegra o era sincera? En efecto, desde hacía poco, sin ninguna certeza, Orovida había creído descubrir en la casa de su hermana un cambio sutil, algo tenso, metálico, una ligera falta de naturalidad. ¿Sería aquella actitud reciente, ese afectado aire de superioridad, la consecuencia de su nueva existencia desde que se había convertido en una mariposa de la corte? Poco dada a profundizar en estas cosas, Orovida prefería dejar planeando la duda en su pensamiento. Así que se despidió en seguida de la hermana, antes de que el malestar que experimentaba echara a perder su buen humor.

—Debo regresar. Me alegro que hayas pasado una velada tan agradable.

—¿Cómo, ya me dejas? ¡Pero si aún tengo infinidad de cosas que contarte!

—¡Será la próxima vez! Tengo el tiempo justo para ir a buscar a David y almorzar con él.

Don David Villeda ejercía sus actividades en una vieja casa situada en la intersección del barrio judío con el cristiano de Toledo. Discretamente ubicada al final de un estrecho callejón sin salida, apartada de las calles más bulliciosas de la ciudad, su pesada puerta tachonada de clavos romanos, protegida por un tejado rojo a dos aguas, daba a un patio florido donde don David recibía a sus clientes durante el verano. Orovida no lo encontró allí y entró a buscarlo al interior.

—¡Qué agradable sorpresa!

David acogió calurosamente la llegada de la joven mujer, cuyo resplandor pareció transformar instantáneamente el austero decorado de la habitación.

—¡Estáis radiante, querida mía!

—Sin duda es el buen tiempo lo que me pone así —dijo ella simplemente.

—¡Soy tan feliz de que estéis aquí! Hoy el negocio marcha tranquilo. Os echaba de menos. ¡Venid! Hace tiempo quería enseñaros algo.

Cogiendo un pedazo de tela, David condujo a su esposa por la mano a la luz del día.

—Mirad los tintes de esta nueva tela tejida por nuestros competidores de Flandes y dadme vuestra opinión.

A la luz brutal del mediodía, Orovida examinó minuciosamente la tela.

—Para mi gusto, le falta luminosidad.

—Exacto —aprobó David con una pizca de admiración—. ¡Vuestro ojo es infalible! ¡Por tanto, si confío en vuestro juicio, esas tristes gentes del norte no amenazan con perturbar nuestro mercado!

—No lo creo —declaró Orovida con una sonrisa cómplice, aproximándose a un parterre de flores para admirarlas mejor—. ¡Qué bellas están las flores este verano!…

Observando la gracia con que la mujer se inclinaba deslizando los dedos sobre el terciopelo magenta de las trinitarias, David pensó, a pesar suyo, como tan a menudo le ocurría, en su infortunio. ¡Tener hijos de aquella mujer, verse perpetuado a través de ella, qué alegría habría sido! ¡Ver crecer bajo su techo la frescura, el alborozo y la juventud de una hija tan dorada y esbelta como su madre, qué consuelo para su vejez! ¡Seguir los primeros pasos de un hijo, heredero de su nombre y de sus negocios, qué bendición del cielo! ¡Pero desgraciadamente no podía seguir soñando! Su vida en común con ella no traería ningún fruto, y la estirpe de los Villeda desaparecería sin dejar rastro.

Orovida parecía aceptar la situación mejor que él. Aunque tampoco estaba del todo seguro, pues ninguno de los dos solía hablar del tema abiertamente. Privado de toda esperanza de descendencia, él no podía sobreponerse a su amargura. Abrumando así a su compañera, el destino había privado aquella unión de su razón de ser, abriendo un abismo entre ellos, abismo que él había intentado llenar con todas sus fuerzas, pero en vano. ¿Realmente lo había intentado todo para reanudar los lazos destrozados por la adversidad? Era lo que se preguntaba al verla venir hacia él, en su deslumbrante belleza, cada día más resplandeciente.

—Venid, querida mía —exclamó con una espontaneidad desacostumbrada—. ¡Vamos a comprar un regalo!

—¡Gracias de todo corazón, querido, pero eso ya lo hice!

Orovida casi lamentó su reciente alegría. Habría sido tan dulce hacer la adquisición del joyero con David a su lado…

—¿Y qué habéis comprado?

—Esperad, os lo voy a mostrar —dijo desapareciendo en el interior de la casa.

Cuando volvía con el joyero en las manos, el sol reveló los delicados contornos del estuche resaltando cada detalle.

—¡Maravilloso! —murmuró David recorriendo con los dedos las sensuales curvas de los pequeños personajes y desplazando despacio las agujillas de los relojes en miniatura—. Yo no habría sido capaz de descubrir algo mejor. ¿Supongo que lo habéis encontrado en la tienda de Vidal?

Orovida asintió.

—Pues bien, vida mía, ya que me habéis privado del placer de ofreceros un objeto tan bello, aceptad al menos mi compañía durante el resto de la mañana. ¡Vamos a casa y bebamos una copa de vino antes del almuerzo!

—Era un poco lo que anhelaba al venir a buscaros.

Cogiéndola del brazo, don David Villeda ganó la calle principal y, abandonando su habitual circunspección, alargó jovialmente el paso, feliz de sentir a su lado la radiante presencia de su compañera. Al verlos pasar, ora el boticario, ora el orfebre; ora el especiero, ora el notario, se asomaron a sus puertas, saludando cada uno a su manera a la pareja, mientras se quedaban mirando admirados a Orovida. Al final, la calle se bifurcaba: un ramal llevaba al barrio judío; el otro, a una placita retirada desde donde se podía llegar a la catedral a través de un angosto pasaje. Allí se alzaba, lejos del bullicio de la ciudad, el imponente palacete de los Villeda, con su austera fachada ocre aliviada por delicados ajimeces rematados en arcos de herradura.

A punto de llegar a su casa, oyeron un ruido de pasos apresurados procedentes de la Judería, como si quisiera alcanzarlos. Deteniéndose, David se volvió y reconoció al distinguido personaje con canas que se apresuraba dificultosamente hacia ellos, arremangándose la amplia hopalanda oscura.

—¡Pero, hombre, si es nuestro amigo Abraham Seneor!

—¡Afortunadamente he tenido la suerte de divisaros!

Al ver que se detenían, don Abraham, sin aliento, disminuyó el paso y soltó los pliegues de su larga túnica para coger, como si necesitara darse ánimo, la gruesa cadena de oro que llevaba al cuello.

—¡Me dirigía hacia vuestro almacén!

—¿Sin escolta?

—¡Les he concedido la mañana para que se repongan de la francachela! Además, me gusta recorrer solitario las calles de Toledo y contemplar a mis anchas las curvas verdosas del Tajo.

—Entonces venid a almorzar con nosotros —propuso David.

—Con mucho gusto —aceptó.

Pronto, al abrigo de oídos indiscretos, los dos hombres empezaron a comentar vehementemente la triste situación a la que se había visto reducida la comunidad judía de Toledo desde el comienzo de las conversiones, ocurridas ochenta años atrás; y Seneor, primer judío de Castilla, se lamentó, como de costumbre, de las dificultades con que tropezaba a la hora del reparto y la recaudación de los impuestos reales.

Orovida había escuchado muchas veces estas lamentaciones, pero hoy se le antojaban particularmente irritantes. ¡Se había regocijado tanto con la perspectiva de ese momento de intimidad con David, esperando en secreto que al término de su apacible almuerzo, regado con el buen vino de Francisco, quizás redescubrieran la felicidad perdida desde la peste, el aborto y su esterilidad! En efecto, prolongados meses de abstinencia habían seguido a aquel infortunio, pues desde entonces David experimentaba evidentemente un gran retraimiento —casi una repulsión— con respecto a ella. Comprensiva al principio, convencida de que sus reticencias serían pasajeras, había aceptado el rechazo y luego, viendo que los años pasaban sin que su éxtasis renaciera, tenía que enfrentarse con la realidad. Decepcionado en su instinto procreador, David había acabado por estrangular sus ímpetus. Frente a esta evidencia, su sensible ser se rebelaba. ¿Cómo aceptar que él sólo la había amado en calidad de instrumento de procreación? No podía haberle infligido una herida más dolorosa. El destino había sido bastante injusto privándola del derecho a crear un ser, para modelarlo a su manera, y luego disfrutar de su presencia. David no tenía derecho a incrementar esa injusticia. Un hombre de su temple era indigno de una reacción tan irracional como desatinada.

¿Acaso no la amaba lo bastante para esforzarse en dominarse, o es que satisfacía sus deseos con otra? Pensándolo bien, esta segunda posibilidad le parecía preferible. Después de todo, era posible admitir sin sufrir demasiado que hubiera tenido una amante durante su enfermedad y que, a partir de entonces, por rutina, siguiera frecuentándola. Esta sospecha, que por un acto de voluntad permanecía vagamente en el fondo de sí misma, había tomado forma unos meses atrás.

Fue durante la fiesta de la Janucá[1], organizada cada año para los niños del orfanato, única reunión, por otro lado, a la que ella aceptaba asistir, pues se trataba de la fiesta de las luces, la que mitigaba un poco los rigores del invierno. Apartada, como de costumbre, se encontró con Alegra cuando las mujeres de los notables se apiñaban para ver a los niños encendiendo las velas del pequeño candelabro de estaño[2]. Uno tras otro, los ocho huérfanos elegidos para esta ceremonia iban avanzando con timidez o audacia, según su temperamento: los más jóvenes al frente, corriendo y empujándose delante de sus mayores, cuya compostura era más seria. Cuando el último niño encendió el octavo pabilo —y dado que ella se disponía a marcharse antes de la distribución de los pasteles, los vinos y las golosinas a la que nunca asistía—, Alegra la cogió por el codo y le cuchicheó:

—¡Mirad ese niño! ¿No es el vivo retrato de David?

Sobrecogida, Orovida lanzó una mirada ansiosa al niñito y retuvo el aliento. En efecto, algo en el orgulloso porte, en la expresión del rostro, lo recordaba extrañamente.

—¡Venga, vámonos! —dijo ella en seguida y, tan pronto estuvieron afuera, no pudo dejar de exclamar—: Alegra, ¿y si ese niño en verdad fuera el hijo de David?

—¿Por qué vas a buscarle tres pies al gato? ¡Qué absurdo! ¿Serías capaz de imaginar a David engañándote y dejando el fruto de sus enredos en el orfanato de Toledo? ¡Vamos, Orovida, por el amor del cielo!… ¡Con la alta opinión que tiene de su propia rectitud moral y de su reputación, un hombre como él necesitaría más coraje para ceder a la tentación que para resistirla! Es verdad que ese niño se le parece, pero no más que cientos de otros en este país que tienen los cabellos negros y los ojos oscuros. ¡Cómo te ha podido pasar por la cabeza ni siquiera un instante… David te adora, querida mía, todo el mundo lo sabe! ¡Siempre tiene tantas atenciones contigo, se muestra tan deseoso de satisfacer tus más mínimos caprichos! Con razón, además, pues tú eres para él la esposa ideal, bella, mucho más joven que él, dulce, recogida, razonable, dócil… ¡Ni siquiera buscándola, encontraría otra igual a ti! ¡Vamos, aleja esa loca idea de tu mente!

—¡Pero no es una idea loca! —replicó ella—. Eleazar es médico: y sabe muy bien lo que nos pasó a las dos y por qué ya nunca podremos tener hijos. ¡Pero mientras él lo acepta, David no! ¡Lejos de ser perfecta, a sus ojos estoy marchita! Su deseo de procrear es tal que desde aquella desgracia, toda pasión le ha abandonado. Sabes, rara vez me hace el amor y cuando lo hace, es sin complacencia, como un deber penoso, repulsivo, sin interés ni esperanza. Él no es diferente al resto de los hombres, lo sabes bien. ¿Cómo no sospechar entonces que tenga una amante?…

—En ese caso —replicó la hermana con indolencia, siempre tratando de no tomar las cosas en serio—, yo en tu lugar abordaría el tema sin rodeos. ¿Para qué atormentarse inútilmente?

—¿Enfrentarme a David? ¡Ni lo pienses! ¿Y para decirle qué? ¿Que desde aquella horrible enfermedad siento que le repugno y que estoy segura de que tiene una amante para satisfacer sus deseos? ¡Tú misma has dicho que eso es absurdo! Su nombre jamás ha estado ligado al menor escándalo, y no tengo ninguna prueba. Además, él me demuestra el mismo afecto, las mismas atenciones que antes. ¡La fachada está intacta: él la ha cuidado tan bien como tú, al punto que te ha engañado! Por tanto, ¿qué podría yo reivindicar? ¿Cómo clamar que antaño me sentía totalmente unida a él, totalmente colmada por su amor, mientras que de un tiempo a esta parte tengo el sentimiento de ser sólo su animal preferido, seguramente mimada, y protegida, pero completamente ajena a él? ¿Cómo pedirle explicación por su extraña actitud cuando me estrecha entre sus brazos? Ya oigo, imagino su respuesta: una sonrisa, una caricia en mis cabellos, un beso en mis dedos. Me desarmaría admitiendo que, en efecto, se ha equivocado desatendiéndome y dejándome sola tanto tiempo. «¡Os llevaré a dar un paseo a caballo por las colinas!», diría probablemente. «Ahuyentaremos esos fantasmas de vuestra dorada cabecita». Al fin y al cabo, ¿qué voy a ganar abrumándolo con mis vagos reproches?

—¿Pero y qué perderías haciéndolo? —le dijo Alegra, quien de pronto se puso grave al descubrir el profundo desasosiego de su hermana—. Admitamos que hay otra mujer en su vida: a la menor alusión por tu parte, ¡la tiraría como un trapo viejo, por miedo a manchar su preciosa reputación! Sé bien que esta posibilidad no resolvería tu problema, ¡pero David te debe una explicación por su desaire físico! Por lo demás, es posible que no se dé cuenta verdaderamente de lo que te hace sufrir.

—Alegra, yo no le puedo hablar de ello…

—Lo sé bien, ahí está el quid de la cuestión, querida. ¡Tú, tan tímida, haberte casado con un hombre de esa edad! Evidentemente, te has acostumbrado a aceptar pasivamente todos sus actos, sin cuestionarlos jamás, ni poner la menor objeción, y eclipsándote, escondiéndote detrás de tus libros y tus bordados; viviendo, en suma, alejada del mundo, bajo su protección. Es un hombre digno, íntegro, según dicen y lo creo, ¡pero eso no significa que siempre tenga razón! ¡Si ha faltado a su deber, es normal decírselo! Por lo demás, es posible que sea el único medio de hacerlo volver a ti…

—Puede que tengas razón, nunca había considerado las cosas desde ese punto de vista.

—¿Ves? ¡En efecto, tú jamás has querido poner en peligro la seguridad de tu dulce capullo de seda! Siempre has sido así. Incluso de niña, casi no osabas mezclarte en nuestros juegos de pelota, con el pretexto de que mis amigos eran demasiado turbulentos. Nunca nos seguías para ir a ver una corrida de toros. Los gritos de la muchedumbre, la violencia, la sangre te resultaban insoportables. En lugar de unirte a nosotros, preferías la soledad y la tranquilidad de la casa, a fin de irte a leer o a dibujar a tu gusto, lejos del mundo y la realidad. ¡Por supuesto, habrías acabado liberándote de esas aprensiones infantiles, de no haber sido por Gil!

—Sí, es verdad, él me cubrió de ridículo…

—¿Quién no hubiera caído en la trampa? ¡Era tan bueno y tan afable, con sus continuos e irresistibles presentes! ¿De ese modo, cómo no iba a volver loca a una jovencita de catorce años?… ¿Te acuerdas de los pequeños monos de marfil, de sus floridas citas del Cantar de los cantares, de sus lisonjas? Menos tú, todo el mundo vio claro su juego. ¡Si finalmente nuestro padre cedió, fue únicamente porque no podía negarte nada! Que el petimetre te haya dejado tan pronto como descubrió que tu dote no correspondía a sus expectativas, no sorprendió a nadie. Eso fue más bien un alivio.

—Sí, pero para mí era el mundo lo que se venía abajo.

—Me acuerdo. Desde entonces pusiste en fuga a todos los pretendientes. ¡Y Dios sabe que fueron muchos! Yo estaba bien situada para saberlo, ya que muchos de ellos, cansados de tu frialdad e indiferencia, se consolaron conmigo, que nunca fui tan bella como tú, pero en cambio devoraba la vida a dentelladas, siempre alegre y atrevida, amando por encima de todo la danza, las canciones y la caza. Tú en cambio huías de todo, decidida, después de ese primer fracaso, a renunciar a la vida antes que soportar otra herida. Actuando de esa manera, perdías la oportunidad de aprender a manipular a los hombres.

Sí, su hermana tenía razón. Ella no había sabido arreglárselas ni con la vida, ni con los hombres.

—Más tarde, cuando David apareció —continuó Alegra— fue el Mesías: un hombre recto, cortés, con el encanto de la madurez, un discreto amante del arte como tú, un hombre lo bastante poderoso y rico para protegerte de las agresiones de la vida y que, tú lo intuías, no te heriría nunca. ¡Pues bien, te ha herido, y de una manera absolutamente inesperada! A partir de ahora, hay una grieta en tu capullo y no sabes cómo repararla. Orovida, David se equivoca: tú no eres responsable de eso que él considera como una imperfección. ¡Tú también querías tener niños! ¡En vez de machacar sobre su imposible posteridad, haría mejor en agradecer cada día al cielo que hayas quedado con vida, tú y no la madre que habrías podido ser; debería quererte aún más, después de haber estado a punto de perderte para siempre! ¡En nombre de la vida que has estado a punto de perder, en tu propio nombre, tienes el derecho y el deber de decirle todo esto! Orovida, los hombres son como niños. Hazme caso, de vez en cuando merecen una lección. Acuérdate de nuestra madre. ¡Pese a toda su dulzura y su deferencia con nuestro padre, llegaba a reprenderle cuando dejaba que sus pacientes abusaran de él, cuando mostraba demasiada preferencia por ti o también cuando perdía la paciencia durante las reuniones de nuestra comunidad, gritándoles a todos los notables que eran unos miserables! Por supuesto, él fingía que no oía nada, seguía con su comida en un silencio obstinado, pero, puedes creerme, su conducta se vio modificada.

Casi convencida, Orovida le prometió a su hermana que hablaría con David en cuanto se presentara la ocasión. Pues bien, aquella mañana parecía reunir todas las condiciones: «Os echaba de menos», había dicho él con un poco de su antiguo ardor, antes de llevarla del brazo, aparentemente tan feliz. Por eso ella había decidido aprovechar este pequeño estímulo. Pero, lamentablemente, Seneor había aparecido y el encanto se había roto.

Dejando a los dos hombres con su conversación en el frescor primaveral del patio florido, y con el pretexto de ordenarle a José que pusiera la mesa para tres, pero en realidad para disimular su profunda decepción, Orovida desapareció rumbo a la cocina. Allí descubrió que, estimulada por las festividades que se desarrollaban en Toledo, y como si hubiera estado en connivencia con su ama para hacer una comida perfecta para los esposos, Zelda había preparado, por iniciativa propia, un suculento menú: pescadilla en una salsa ligera de huevos y limón, guiso de pato a la naranja y, como postre, pastel de miel y jengibre salpicado con almendras picadas.

«¡Maldito Seneor!», rabió ella, mientras José, empujado por Zelda, anunciaba que ya podían pasar a la mesa.

Nada más sentarse a la mesa, Orovida supo que algo no iba bien. Los astutos ojos de Seneor evitaban cuidadosamente los suyos y, bajo la calma aparente de David, sentía una tensión inusual. Concentrando su atención en los manjares, Seneor quiso romper el silencio, pero por más comentarios amables que hizo sobre la ligereza de la salsa al limón, extasiándose al hablar de la calidad del pato, no consiguió sacar a David de sus pensamientos, pues seguía como si fuera de mármol y apenas tocaba su plato.

—¡Vamos, David, vamos, amigo mío! —se arriesgó a decir el anciano—, ¡el mundo no se va a acabar porque los soberanos católicos hayan adquirido vuestra propiedad!

—¿El mundo? ¡Queréis decir «su» mundo! ¡No, ese de ellos no ha hecho más que comenzar!… Pero se trata del mío, de mi mundo. ¡Sabéis muy bien cuántas generaciones hace que esas casas pertenecen a mi familia! Pero, decidme, vos que tenéis conocimiento de las posibilidades de la tesorería real, ¿no existe ningún otro terreno en Castilla que los soberanos pudieran adquirir, en lugar de la propiedad de los Villeda, situada en el mismo corazón del barrio judío de Toledo, esa parcela de España famosa desde hace siglos por su cultura y riqueza?… ¡No iréis a decirme que ese repentino deseo de señalar su victoria construyendo un monasterio precisamente en ese lugar, justamente en la Puerta de los Judíos, no es más que un capricho real!… ¡Para colmo, un monasterio donde serán sepultados! ¿Imagináis por un instante que yo pueda dejarme embaucar por la honorable compensación que me ofrecen? ¡Lo que me conceden con una mano, me lo quitan con la otra! ¡Es difícil imaginar una transacción más sutil!… ¿Estáis al corriente de su oferta de ayer?

—¿Cuál?

—La del puesto de Controlador real del comercio lanero de Castilla y Aragón, con la condición de que me convirtiera…

Abraham Seneor dejó en su plato el trozo de pastel de especias que se disponía a saborear discretamente.

—¿Y lo habéis rechazado? Ahora comprendo vuestra indignación.

Su voz se había apagado pero, desaparecido un instante, su ardor resurgió al punto:

—¿Tal vez no apreciéis esa proposición en su justo valor? Esta misma mañana, durante nuestra discusión sobre esta compensación, ellos hablaron de vos en los términos más elogiosos. Creedme, no han olvidado vuestra generosidad ni la de vuestro padre cuando ellos apenas acababan de casarse y no poseían nada. Sin hablar de vuestra apreciable contribución a la compra del collar de pedida de Isabel. El Príncipe, por último, os está igualmente agradecido por haberle permitido llegar sin tropiezo a Castilla, adonde debía acudir para organizar su casamiento. Ellos os deben mucho, y no creo que se muestren menos agradecidos hacia vos de lo que se han mostrado por mis propios servicios. ¡Francamente, me parece imposible que traten de haceros daño!

—¿Daño? ¡No de una manera directa, a decir verdad, ni brutal, pero con una presión constante e inexorable cuyo resultado final consiste en obligarme a escoger entre la ruina o la conversión!

—No, David, lamento contradeciros, pero estoy seguro que dramatizáis la situación y que nuestros soberanos no han tenido nunca la intención de arruinaros. Solamente intentan someteros un poco.

Al oír estas palabras, de un salto David se levantó de la mesa y, mirando de arriba abajo al primer judío de Castilla, le gritó desde su estatura:

—¡Un Villeda no se somete jamás!

La comida terminó rápidamente, y Seneor no se entretuvo más allí. David y Orovida se retiraron a su alcoba para descansar un poco. Con los ojos cerrados y echado de espalda, inmóvil y tenso, David se dedicó a examinar las contradicciones de su conversación con Seneor. En cuanto a Orovida, dispuesta a olvidar sus rencores, acechó en vano la más mínima señal de ternura de su parte. Una simple mirada, una mano buscando la suya, y al punto se habría echado, perdida, en sus brazos. ¡Cómo lo habría consolado, apaciguado!… Pero David permaneció quieto y ella no se atrevió a molestarlo. Una vez más, toda esperanza se evaporaba. Y en su lugar quedaban, punzantes, el dolor y la sospecha. Entonces fingió que dormía.