I

Casi en contra de su voluntad, don David Villeda estaba emocionado. ¿Acaso Dios en persona, con una leve caricia, derramaba la perfección sobre el conjunto de su creación a fin de exaltar el triunfo de Isabel y Fernando? Resplandecía un sol primaveral y el aire estaba impregnado del perfume de mil jacintos, al parecer destinados a abrirse ese mismo día, para ser esparcidos al paso de la soberana victoriosa y de su regio esposo. Las piedras doradas de la ciudad fulguraban, al igual que los rostros de sus moradores, impacientes por ofrecer un recibimiento digno de sus huéspedes. Desde el amanecer, las escarpadas y sinuosas callejuelas de Toledo zumbaban de animación. Los primeros en manifestarse fueron los mendigos. En aquella jornada de júbilo, un buen sitio en la plaza de la catedral podía significar víveres y vestidos para semanas, incluso para los meses venideros. Luego fueron los buhoneros, quienes instalaron sus tenderetes a lo largo del recorrido del cortejo. Más temprano que de costumbre, los postigos se abrieron dejando ver a lozanas doncellas de ojos azules, que se apresuraban por engalanar con guirnaldas y cintas multicolores sus balcones de hierro forjado. Enrollando y entrelazando delicados tallos y brotes, lanzaban provocativas miradas a los mancebos que entraban al galope en la ciudad para asistir a la fiesta. La melodía traviesa de los flautines, el redoble de los tamboriles y las suaves notas del caramillo, se elevaban por doquier, sobrevolando el estruendo: últimos ensayos de los músicos de la ciudad. Toledo se llenaba de una muchedumbre alborozada: la procesión ordenada por Isabel y Fernando para celebrar su victoria sobre los portugueses iba a comenzar.

Abstraído en sus pensamientos, contemplando a sus pies al pueblo congregado en la plaza de la catedral, don David no advirtió la llegada de su esposa quien, como de costumbre, vino a sentarse a su lado, detrás de la ventana de doble batiente con parteluz. Sólo tomó conciencia de su presencia cuando ella, posando suavemente una mano sobre la suya, interrumpió el tamborileo de sus dedos en la delgada columna que dividía en dos arcos el ajimez. Bajo su aparente calma, intuyó la excitación que provocaba en su compañera aquella atmósfera festiva. Aun comprendiéndola, no podía compartirla. Para la España cristiana, la victoria de Isabel y de Fernando significaba el alba de una nueva era. Nunca más, ni los portugueses en el exterior, ni sus aliados —los nobles rebeldes— en el interior, osarían dar su apoyo a la reivindicación al trono paternal de la Beltraneja, hija bastarda del difunto rey Enrique IV. Nunca más osarían poner en duda el derecho de la hermana de Enrique al trono de Castilla. Más de diez años de implacable guerra civil, intrigas palaciegas, inestabilidad y anarquía llegaban a su fin. La determinación que habían demostrado la joven reina y su esposo, el príncipe Fernando de Aragón, rechazando la invasión portuguesa en la batalla de Toro, mostraba a las claras su modo de gobernar: los días de indecisión e indisciplina, plagas que Castilla sufrió tanto tiempo, habían pasado. Cuando por fin el viejo padre de Fernando, Juan II de Aragón, fuera llamado al reposo eterno y los reinos de Castilla y Aragón se unieran, ¡qué temible pareja formarían esos dos jóvenes monarcas! Sí, a decir verdad, el porvenir parecía prometedor para los cristianos de España en aquella bendita mañana de 1476. Pero él, don David, no era un cristiano y los presentimientos lo asaltaban.

—¡Oh, mirad, David, qué bello es! —exclamó Orovida con los ojos iluminados por un tenue resplandor mientras señalaba al que tocaba el caramillo, quien arrastraba tras de sí de comparsa a floristas y pescaderos, zapateros remendones y curtidores, herreros y guarnicioneros, tejedores y alfareros, todos los gremios entremezclados, apretujándose a lo largo de la callejuela que descendía desde la plaza principal hasta la catedral.

—Sí, tenéis razón —asintió don David, admirando también el buen aspecto del flautista, cuyas largas y bien torneadas piernas —una pernera escarlata y la otra, blanca— danzaban ágilmente al compás de su música, desplegando los pliegues de una voluminosa túnica gris tórtola ceñida al talle por un cinturón plateado. En su cabeza se balanceaba, de izquierda a derecha, un sombrero cuadrado, de terciopelo púrpura con incrustaciones blancas. Detrás venía un grupo de humildes tenderos, seguidos por los artesanos más acomodados, estañadores y orfebres, quienes precedían a cierta distancia el pendón real de Castilla y León. Enarbolado orgullosamente por el portaestandarte de la reina, el emblema rojo y oro de los castillos y los leones centelleaba al sol, llevado en triunfo por la ligera brisa primaveral. Por último, en el lugar de honor, los ricos burgueses mezclados con ilustres laneros, vestidos de etiqueta, cerraban la marcha con una dignidad solemne, llevando en alto refulgentes antorchas.

—Me hubiera gustado veros entre ellos —murmuró Orovida al verlos pasar.

—¿De verdad? ¡Eso no parece cosa vuestra, vos siempre tan tímida, tan reservada!

—Hoy no es un día cualquiera. Sois el más grande lanero de Castilla: ¡vuestro sitio debería estar ahí!

—No tengo ninguna necesidad de tales honores. Los grandes de este país, siempre que me han buscado, me han encontrado.

—Seguro —asintió Orovida, en parte porque decía la verdad, pero sobre todo porque no acostumbraba a poner en duda sus palabras.

Doce años más joven que él, al desposarse, apenas era algo más que una chiquilla y había crecido adherida a él, como una tierna hiedra enlazada al tronco de un árbol.

Entonces, saliendo de sus reflexiones, y para mostrarle su afecto, David posó una mano en su cuello, sin dejar de contemplar el desfile de sabios, prelados y nobles del reino.

—¡Qué altivo aspecto tiene Álvaro de Portela con sus insignias de Comendador de la Orden de Calatrava! —no pudo dejar de confesar—. Un hombre de espíritu verdaderamente noble. ¡Vaya, ahí también está Andrés!… —Pero súbitamente se calló, pues los clamores de la muchedumbre cubrieron su voz—: «¡Viva la reina! ¡Viva la reina!».

Con un vestido de brocado blanco adornado con bordados de castillos y torres doradas, un manto de armiño cayéndole por los hombros, Isabel cabalgaba con regio orgullo un palafrén también color nieve. Estaba radiante. Dos pajes llevaban la cabalgadura engualdrapada por la brida incrustada de piedras preciosas. Sobre sus cabellos de reflejos cobrizos ceñía la corona de san Fernando y, alrededor del cuello, brillaba con mil fulgores el collar de perlas y rubíes, prueba de amor de su querido Fernando. El famoso collar… meditaba don David mientras contemplaba el centelleo de piedras granates bajo los rayos del sol. Sin embargo, lo que más le impresionaba no era el esplendor de la aparición de la reina, sino el inflexible espíritu de decisión que parecía animarla. En cambio, cuando se acercó a la catedral, una expresión de profunda humildad apareció en su rostro, y todo su cuerpo se puso extrañamente tenso. Hubiérase dicho que dos fuerzas la habitaban: una salida de lo más profundo de sí misma; la otra, emanada de una fuente sagrada en la que creía con devoción, como si estuviera unida a ella por un deber de servidumbre.

Una vez más, David se sintió molesto. El primado de España, en su casulla azul pálido y plata, resplandeciente, pero sin ostentación, esperaba a la pareja real bajo el pórtico de la catedral. Solemnemente, les hizo franquear el umbral, y las prístinas voces de cien monaguillos entonaron sus alabanzas al Señor.

—¡Este sabor agreste de Extremadura es inconfundible!

David bebió otro sorbo de vino de la copa de plata cincelada, y paladeó su aspereza antes de proseguir:

—¿No es demasiado ácido para vuestro paladar, querida?

—En absoluto. Esto es lo maravilloso del vino de Francisco: es afrutado, sin ser rasposo. ¡Cuán amable es acordándose de nosotros cada año! Creo que siempre os agradecerá el haberle permitido emprender una nueva carrera en Toledo. Pero me pregunto por qué no nos envía más aceite de oliva…

—Supongo que López ya tiene una edad demasiado avanzada para cuidar él solo de la propiedad. Es una lástima. ¿Os acordáis? Era un lugar encantador…

¡Oh! Cómo habría podido ella olvidar aquellos maravillosos días de pasión, antes de la peste…

—Sí, me acuerdo.

—¿Un poco más de vino? —ofreció David a su esposa.

—No, querido mío, gracias, por ahora es suficiente.

—¿Entonces un poco de naranja confitada? —propuso él con deferencia, presentándole una bandeja de plata colmada de su golosina favorita.

—A eso no puedo negarme.

David llenaba de nuevo su copa cuando un ligero golpe se dejó oír en la puerta. José, el viejo sirviente de la familia, entró.

—Don Andrés de Ribera —anunció.

Pero antes que David tuviera tiempo de decir: «hágalo pasar», Andrés ya estaba allí y los dos hombres se abrazaron cordialmente.

—He venido tan pronto como he podido liberarme discretamente —exclamó Andrés, retrocediendo un paso para examinar a su amigo con atención—. No has cambiado nada —continuó afectuosamente, antes de volverse hacia Orovida.

—Vos tampoco, querida niña.

Tomando en la suya la frágil mano de la mujer, la contempló largo rato, y estuvo a punto de añadir algo pero, cambiando de parecer, se dirigió hacia el joven que lo escoltaba.

—No creo que ustedes se conozcan: Orovida, os presento a Jufré del Águila, mi hombre de confianza. David ha debido hablaros de él. Acuérdate, David —continuó, complaciendo a su amigo con una palmada en el hombro—, acuérdate de aquella noche en que, cual tres conspiradores sentados alrededor de la chimenea, tú nos revelaste los secretos más íntimos de la familia de los laneros. ¡Quién sino los Villeda hubieran podido descubrir unos senderos de montaña tan aislados que permitieran encaminar su valiosa mercancía desde Aragón hasta Castilla! ¡Ni siquiera los salteadores de caminos hubieran podido descubrir aquellas travesías! ¡Y sin nuestro Jufré —le explicó a Orovida— tampoco nosotros los hubiéramos descubierto, y el príncipe Fernando jamás habría podido pasar sin riesgo desde Tarazona a Soria! ¡De modo que no hubiera podido acudir a su cita con Isabel, su futura esposa, y nosotros no estaríamos hoy aquí celebrándolo!

—¡Tienes razón, brindemos a su salud! ¡José! —llamó David—, tráiganos las copas de oro y más vino del de Francisco. ¿Cómo está Beatriz? —le preguntó a Andrés.

—Más consagrada que nunca a Isabel. Desbordada con todo este trajín, claro está, pero ardiendo en deseos de veros esta noche en el banquete real. ¿Confío en que no defraudaréis por mucho más tiempo su espera?

—Lamentablemente, me temo que sí.

—¡No es posible! ¡Ella os echará mucho de menos, y yo también!

Andrés conocía el perseverante deseo de David de permanecer en la sombra, su reiterado rechazo de todos los honores. Lo interpretaba como una manifestación del carácter reservado de su amigo y, a la vez, como una manera peculiar de mostrar su superioridad. Pese a todo, hubiera querido verlo abandonar esa actitud con motivo de una ocasión tan excepcional. Naturalmente, si Orovida hubiera sido de una naturaleza más expansiva, probablemente David, para contentarla, habría aceptado, pero ella parecía tener tan poco deseo de mezclarse en la vida social como su esposo… De modo que Andrés no insistió. Por otra parte, el propósito de su visita era otro. Levantando la copa que David le tendió, simplemente dijo: «¡Por los tiempos pasados y por el futuro!».

Luego bebió un larguísimo trago de vino, y agregó:

—¡Lo necesitaba!… Con ese gentío por todas partes, y el calor sofocante de la catedral…

—Siéntate y descansa un poco —propuso David juntando una pila de cojines para prepararle un rincón cómodo frente a la ventana.

—Aquí se está bien —aprobó Andrés agradecido mientras se instalaba—. Si creéis que es fácil ser el chambelán de Fernando en los tiempos que corren, os equivocáis, aunque, hay que admitirlo, el cargo tiene sus compensaciones. Evidentemente resulta provechoso estar al corriente de todo lo que pasa en el reino.

—¿Y qué es lo que pasa en el reino? —preguntó David.

—Pues bien, ¡el orden va a reinar, mi viejo amigo, por fin el orden! Y será impuesto tanto a los barones insumisos como a las ciudades sediciosas, por igual a los mercaderes defraudadores como a los criminales impunes. El país va a ser pacificado, la justicia restituida y sus decisiones aplicadas. A partir de ahora, habrá una sola autoridad y, bajo esta, una nación unida.

—¡Sí, es una buena nueva! —replicó David sin mucha convicción—. Exactamente lo que todos deseábamos cuando contribuimos a la unión de Fernando e Isabel.

Reanimado, Andrés se incorporó de los cojines, bebió otro traguito de vino y prosiguió:

—En verdad, esa es una de las razones por las que estoy aquí. En su plan de recuperación de España, Isabel y Fernando se proponen ejercer un cierto control sobre los principales sectores del comercio y los negocios. En tanto que el más importante lanero de Castilla, ellos estiman que tú serías la persona idónea para ocupar el puesto de Controlador real de este negocio.

—¿Y en qué consistiría semejante cargo? —preguntó David con indiferencia, disimulando el orgullo que lo invadía ante aquella desacostumbrada señal de estima real.

—Pues bien, supongo que eso implicaría velar por la buena práctica de ese comercio, controlando en particular la calidad, las medidas y los precios de las mercancías, así como el justo reparto de los impuestos. En tanto que hombre de negocios, tú eres más competente que yo.

—Me siento muy honrado —concedió David.

Vaciando su copa de un golpe, Andrés atravesó entonces la habitación y, dándole la espalda a David, se detuvo ante el aparador que estaba en la pared del fondo del aposento.

—Sin embargo, hay una condición —dijo.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—La reina piensa —y, por lo demás, la ley lo exige— que semejante cargo sólo puede ser ocupado por un cristiano.

Un prolongado silencio se abatió sobre la estancia, y David confirmó, no sin amargura, la certeza de su presentimiento.

—¿Entonces para qué me hace ella el ofrecimiento? —fue finalmente su réplica—. ¿Acaso con la esperanza de que yo me convierta? ¿No sería más honrado afirmar que no sólo se desea una sola autoridad y una sola nación, sino también una sola religión en España?…

Andrés no se sintió con fuerzas para responderle.

—¡Mírame a la cara! —estalló súbitamente David—. ¡Puedes regresar adonde tus soberanos, cuyo súbdito más leal soy yo, y al servicio de los cuales sigo estando, e informarles que David Villeda se siente profundamente halagado con el honor que han querido concederle, pero que nacido, como ellos saben, heredero de la Casa de Israel, ha vivido como judío toda su vida y seguirá haciéndolo hasta el último suspiro!

Al oír estas palabras, Andrés sintió que la vergüenza lo invadía. ¡Qué despreciable papel había aceptado interpretar! ¿Por qué no tuvo el coraje de decirle a Isabel, cuando ella ponía su condición, que una conversión sin duda podía ser una sinecura para un oportunista como él, pero no para un hombre de la entereza de David? ¿Además, qué argumentos podría oponer a la inquebrantable fuerza moral de su amigo? ¿La esperanza espiritual de la salvación eterna en Cristo? ¿La tentación temporal cuyo ejemplo perfecto era su propia carrera? ¿Ser un cristiano nuevo aceptado por los viejos? Estas nociones se deshacían en su mente, pulverizadas como los restos de un naufragio contra la roca de la integridad de David. Desde el primer momento, su misión estaba irremediablemente condenada al fracaso. Y estaba bien que así fuera. Porque si David no se hubiera mantenido fiel a sí mismo, la humanidad habría perdido un poco de su esplendor.

—Tienes razón. Habría hecho mejor diciéndoselo yo mismo —suspiró—. Y tanto tú como yo nos habríamos ahorrado el disgusto.

—No hablemos más de ello.

Durante toda la conversación, Orovida permaneció sentada en un taburete de terciopelo, bordando apaciblemente en un rayo de sol que penetraba por la ventana. Apoyado de espaldas contra la pared, Jufré del Águila la contemplaba. Su belleza, tan pura como la luz primaveral que la envolvía, no era de este mundo. Sus cabellos eran de miel salvaje; sus ojos, tiernos y almendrados como los de un cervatillo —ora con reflejos dorados, ora con fulgores de brasas—; su nariz era corta y fina; su cutis, más delicado que el marfil. En cuanto a sus labios, bien dibujados y generosos, parecían hechos únicamente para amar y ser amados. Cuando Andrés expuso la «condición» de sus soberanos, los movimientos de sus manos cesaron brevemente, y luego reanudó la labor como si, conociendo por anticipado la decisión de su esposo, la aceptara sin vacilación.

Discreta y lejana, y por tanto más presente, Orovida era la perfección.

—¡Vamos, Jufré, amigo mío, deja de soñar y bebe tu vino! —lanzó David desde el otro extremo de la habitación para romper un silencio opresivo, sobresaltando al joven—. ¿Así que, según dicen, al fin has conquistado el corazón de Leonor, no es verdad? —le pinchó con buen humor, con su rencor aparentemente desvanecido—. ¡Sabes que jamás dudé que un hombre como tú lo conseguiría! La entreví esta mañana entre las damas de compañía… Estaba encantadora. Hacéis una bella pareja.

—Os lo agradezco —respondió simplemente Jufré, de vuelta a la realidad, admitiendo para sus adentros que, después de todo, Leonor, con su rubia cabellera, su piel blanca y sus ojos lapislázuli, era en efecto la criatura más bonita que existía.

Al menos así lo había creído hasta hacía un instante, cuando su mirada aún no se había posado en Orovida.

Orovida… Ella no parecía de este mundo, pero Leonor sí que formaba parte de él…

—¡Venga, vamos! Tenemos que volver a la ceremonia —intervino bruscamente Andrés, creyendo vislumbrar, sin estar del todo seguro, un cierto pesar en los ojos de Jufré cuando se inclinaba para despedirse.