En el pecho poblado de pelo duro de Kurt se refugiaban dos almas: una conocida y otra insospechada. Una dormía. La otra se despertó al lado de Katrin. ¿Qué había pasado? Durante mucho tiempo, absolutamente nada. Recopilemos. El día anterior en la consulta: alma número uno. Cuando el doctor Harrlich hizo su aparición. («¿Qué es eso del suelo?». «Ah, nada, una alfombra». «Es demasiado gruesa, mi hermosa señorita, se van a tropezar los pacientes». «Sí, hoy mismo la voy a cambiar»): alma número uno.
En el paseo vespertino por la nieve, en el Parque Esterhazy: alma número uno. (Katrin estuvo a punto de llamar al teléfono de la esperanza para perros e informarles que debajo de la cuarta hilera de matorrales yacía un perro, que no era suyo, que se estaba quedando congelado y que era evidente que tenía problemas. Pero acabó remolcándolo a casa). En casa, viendo Help TV, a la directora de cine Doris Dörrie, la moda de Milán, leyendo «Kurt cuenta una historia de cama», con Debussy, Internet y el teléfono: alma número uno. ¿Estofado de pulmón? Más tarde, gracias: alma número uno. ¿Hora de acostarse? Por supuesto, de inmediato: alma número uno.
Cuando Katrin se durmió, a su lado levitaba el alma número uno; sobre un cuerpo canino acomodado en un saco de dormir rojo del año de la nana que había criado costra de tanto viajar de estación en estación y en sus idílicas noches de viajera autoestopista. Ahora, se adaptaba perfectamente a las necesidades de un perro. Cuando se despertó, el animal se encontraba al otro lado, erguido, frotándole el hocico contra la barbilla y jadeando con la fuerza de tres perros que acabaran de arrastrar un trineo. Y le contó la historia de un animal que se había despertado temprano y, como nadie le hacía caso, había empezado a fabricar palillos para los dientes con los muebles de madera. Para su narración utilizó los relinchos de su bocadillo de fiambre de goma alternándolos con unos ladridos con los que parecía querer resarcirse en sólo unos minutos de una semana de silencio absoluto. Era su alma número dos; la que creíamos enterrada.
Pero Kurt no podía dejar que se expresara hasta alcanzar el punto ideal. Porque los Schulmeister-Hofmeister estaban al caer. Iban a celebrar por anticipado el nacimiento del Niño Dios. Habían organizado un desayuno familiar con el cual Katrin tenía previsto decir adiós a esa época en la que tantos disgustos les había dado a sus padres y que se había extendido durante décadas. Con motivo de su treinta cumpleaños quería comunicarles que estaba bien, que era feliz, que había tenido una buena infancia y una adolescencia sin contratiempos, que disfrutaba de su encantador pisito de soltera y de su hermosa cama calentita para ella sola, que su lesbianismo se limitaba al hecho de que, llegado el caso, preferiría morir en el Titanic en brazos de Kate Winslet en vez de en los de Leonardo di Caprio, y que le gustaban los hombres, pero no para siempre y no en casa. Si alguno se quedaba colgado, estaba bien. Pero si no, entonces estaba por lo menos igual de bien.
Y una cosa más que quería revelarles: sí que había alguien, un tal Max, que le resultaba muy interesante, vale (mamá ya sabía algo), reconocía que estaba incluso un poco enamorada. Lo más posible era que en los próximos meses, como muy tarde en verano, saliera a la luz si se trataba de uno de esos hombres con los que ella quizás, llegado el caso, a lo mejor, podría imaginarse… Y entonces, por supuesto, se lo presentaría: las próximas Navidades, por ejemplo. Sí, así estaban las cosas. Así es que: ¡Feliz Navidad! Que sea feliz también este año.
Y, por cierto, ya que salía el tema, para zanjarlo definitivamente: este año quería pasar la Nochebuena con Kurt. ¿Que quién era Kurt exactamente? Ahora mismo se lo iba a mostrar. Entonces los llevaría hasta la cama y allí estaría él, tumbado tranquilamente con su alma número uno. Katrin alargaría el dedo índice, se lo llevaría en vertical hasta los labios, y les diría: «Shhhh». Sólo con escuchar uno de los latidos del corazoncito de Kurt, su padre tomaría conciencia de que los perros también eran criaturas de Dios y empezaría a perdonar y a superar el trauma de las secadoras. Mamá probablemente pediría un pañuelo; se sentiría arrebatada por la emoción, como si Katrin acabara de hacerla abuela. Y sería como un milagro de Navidad bajo cuyo hechizo regresarían sus padres a casa: radiantes y con paso solemne.
Pero Kurt permanecía inmisericorde, dejando volar su alma número dos. Acababa de provocarle un aullido tremendo a su bocadillo de goma, que se había atrincherado bajo el cajón de la cocina, cuando sus padres anunciaron su aparición haciendo sonar el timbre. Por cierto, eran tres; se habían traído a Aurelio.
Según lo acordado, Max fue a mediodía a recoger a Kurt. Llevaba encima una foto de la boca de Lisbeth Willinger por si acaso. Se la metió en el bolsillo trasero derecho de los vaqueros. Llegado el caso, así podría sacársela con la mano izquierda cuando se iniciara el abrazo, y colocársela detrás de Katrin de tal manera que pudiera otear los labios por encima de la cabeza de ella y hacer círculos con los ojos con la mirada puesta sobre ellos. Si por un casual Katrin lo pillara con aquella mirada durante el beso, ella lo interpretaría como un «¡Dios mío, qué maravilla!». No sospecharía nada. Cuando acabara el beso, él recostaría la cabeza de Katrin sobre su pecho para poder guardarse otra vez la foto sin ser visto. La cosa se iba a complicar si el beso no era de pie, sino tumbados; pero de momento no había por qué ir tan lejos. Max no quería ni pensarlo.
Todo lo contrario: estaba subiendo las escaleras y empezó a escuchar unos ladridos bestiales que muy bien podían proceder de Kurt. A un volumen ligeramente más bajo podía escucharse un vocerío humano. Sonaba a reunión de vecinos convocados para protestar por la presencia de un macho de braco alemán de pelo duro que se había salido de madre. A Max su instinto le decía que estaba llamando en el momento equivocado, pero en la puerta correcta. Y la puerta se abrió. Pasados unos minutos, se cerraría de nuevo tras él. Dentro encontró a Kurt: parecía una momia, envuelto en un chal con el que se pretendía amortiguar la intensidad del sonido, y con la correa ya puesta. Quería desaparecer de allí, irse lo más lejos posible.
No valía la pena intentar darle una estructura narrativa a esa serie de impresiones. Max se conformaba con la percepción de imágenes, instantáneas de rostros conocidos y desconocidos. Allí estaba otra vez Hugo Boss junior (por si había dudas, ya quedaba patente que era parte del mobiliario) anunciando con sus ojos de limón cuál era el activo de la quiebra. Llevaba una americana gris clara colgando del brazo como si arrastrara un cadáver. Parecía haberla utilizado para hacer obras de excavación en el parque y despedía cierto olor a Kurt.
A su lado, de pie, se alzaba, en posición consoladora, mamá Boss: una señora que se encontraba en la segunda mejor edad de la vida, pero que se había convertido, toda ella, en una arruga fruto de la preocupación. Golpeó a Max con una mirada de «lo-voy-a-llevar-a-juicio». Ajena a lo que sucedía, se hallaba la figura de un hombre con un bigote cano y fino hasta lo insignificante. Probablemente se tratara de la auténtica víctima psicológica del caso.
Y después estaba Katrin. Sonreía como si le hubieran contado un chiste del que estaba feo reírse. Estaba guapa. Demasiado guapa para que Max pudiera aceptar que realmente se habían presentado problemas con Kurt que afectaban a los actores presentes en aquella escena. O a los que ya hubieran actuado. Y no lo culpó de nada.
—De repente se ha despertado —le susurró. Alzó los hombros y con las manos formó dos serenos pétalos de tulipán—. Y le ha lamido a él en el cuello —dijo señalando con la cabeza hacia Hugo Boss. Entonces se le cayó la americana al suelo y ella sonrió—. Y ha estado jugando con eso —continuó. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse demasiado—. A carreras de sacos —explicó. Y ahí ya se le escapó una risa demasiado fuerte. La mirada de limón de Hugo Boss se agrió y se convirtió en pomelo—. Éstos son mis padres. Si me permitís que os presente.
No hubo permisos. Porque había alguien más: Kurt; rugiendo con toda su alma número dos mientras giraba en círculos sobre sí mismo, de tal manera que causaba mareo a quien lo mirara. Se movía alrededor de sus nuevos amigos, les saltaba a los hombros, les lamía la permanente o el pelo peinado a raya, pasaba de ellos para volver a jugar con su bocadillo silbante, movía la cabeza para sacudirse la espuma de la boca…
—Será mejor que me vaya —dijo Max. No pretendía ser descortés. En absoluto.
Katrin sonrió y, a través de la ranura, mientras cerraba la puerta, le mandó un beso.