Amaneció y, acostado al lado de Katrin, no estaba Max. Fue una gran decepción. (Kurt tampoco estaba a su lado; lo cual era una decepción pequeña, incluso casi nula). Pero si podría haber jurado que Max estaba junto a ella. Debía de haberlo… No, era más que un sueño; era una de esas experiencias nocturnas que se te quedan dentro porque son lógicas, racionales, completas en sí mismas. Pero para que pudiera quedarse ahí para siempre faltaba la presencia de Max.
El despertador había hecho lo que debía. Él no reconocía transiciones ni admitía plazos. Eran las siete. Katrin todavía no podía pensar. Por lo tanto tampoco podía saber por qué Max no estaba acostado a su lado. Tenía que preguntárselo personalmente, a ver por qué no estaba ahí. A lo mejor tenía una explicación reveladora. Ella no podía lavarse los dientes todavía y todavía no podía arrancarse el sueño de los ojos. Agarró el teléfono y marcó su número. (Eso podía hacerlo hasta con los ojos invadidos todavía por el sueño). Cuando él contestó, ella se despertó y, del susto, se le cayó el auricular. Era el jueves antes de Navidades, su último día de trabajo. Y Katrin no se encontraba especialmente bien. Le faltaba equilibrio. Sentía demasiadas cosas pero experimentaba demasiadas pocas.
Kurt estaba durmiendo, tumbado debajo de su sillón, cuando sonó el teléfono. Max no solía responder si aún no había despuntado el día. Pero podría tratarse de Katrin. Y aunque nadie le respondió, aunque aquella conversación terminó antes de empezar, era Katrin. La telecomunicación había avanzado tanto que ahora se podía leer el número y saber quién no (o casi no) quería hablar con uno en ese preciso instante.
Max enseguida le devolvió la llamada y le dijo: «Buenos días». Sagaz como era ella, respondió: «Buenos días». Después hubo un silencio. El punto de partida ya estaba claro.
A hablar por teléfono, o se aprende de pequeño, o no se aprende nunca. Y en este sentido Max había tenido una infancia muy dura. Sus abuelos vivían en Helsinki. Y vamos a ver: hablar por teléfono con, o desde, Finlandia resultaba caro, pero era la única posibilidad de contacto inmediato que tenían sus padres y sus abuelos.
Max tenía que colocarse de pie a tres milímetros del auricular para que también pudieran escucharlo a él desde Helsinki. Y no podía tardar más de tres décimas de segundo en decir «Hola abuelo, hola abuela». Para ahorrar tiempo (y dinero) decía «Holabuelolabuela». En una de cada tres conversaciones de esta índole se escuchaba como respuesta un ruido que quería decir «Hola, Maximilín». Entonces se cortaba la comunicación. O le quitaban el teléfono.
Aparte de las conferencias con el abuelo y la abuela de Helsinki, no había nada más. A juicio de su padre, la factura ya era demasiado cara como para permitirse la perversión de mantener contacto telefónico con alguna otra persona que viviera en la misma ciudad; si vivían aquí, pues podían ir a hablar con ellos a su casa. Max tenía estrictamente prohibida la perversión de hablar por teléfono por la tarde con sus compañeros de clase. Aquello ya era demasiado; pero si había estado con ellos unas pocas horas antes y habían podido hablar en persona… Ya que casi nunca podía hablar por teléfono, a él tampoco lo llamaba casi nadie. Y si alguna vez pillaba alguna conversación, contagiado por el estrés del «holabuelolabuela», apenas podía dar forma a sus pensamientos y no encontraba las palabras.
Con los años consiguió que sus conversaciones duraran algo más de unos segundos. Con un interlocutor experto a veces era incluso capaz de cambiar algunas palabras. Aunque nunca llegó a mantener una charla animada. Pero si alguna vez se producía un silencio, Max escuchaba el sonido del cronómetro marcando el paso del tiempo vacío y ya no se le podía sacar nada con sentido.
Teniendo en cuenta todo esto, no estuvo nada mal la frase con la que puso fin a un minuto de silencio: «¿Me acabas de llamar tú?». Katrin, por desgracia, contestó con soñolencia: «No. ¿Por qué lo preguntas?».
—Porque en la pantalla me salía tu número —respondió él sin pensar.
—¡Ah! —dijo ella—. Perdona, me habré equivocado al marcar.
Él hizo como que no se daba cuenta de que el tono de la frase delataba la mentira y se sintió orgulloso de que lo hubiera elegido a él para equivocarse al marcar. Le hizo una pregunta; fue valiente y se alegró por ello.
—En realidad, quería preguntarte si te apetece venir a casa a tomar un café antes de irte a trabajar.
—Sí, encantada.
La respuesta de Katrin chocó con el final de la pregunta de Max: «¿A las ocho?».
—A las ocho.
—Hasta entonces.
—Hasta ahora.
—Ya tengo ganas.
—Yo también.
—Yo muchas.
—Y yo.
—Bueno, pues hasta entonces.
—Hasta ahora.
«¡Qué conversación tan buena!», pensó Max después. Y todavía se quedó un rato con el teléfono en la mano rememorándola.
En el Parque Esterhazy de repente fue consciente de que le había escrito diciéndole que quería acostarse con él. (Y era verdad). Y de que él le había respondido: «Yo también». Y de que ahora iba camino de su casa. Y de que esperaba que él no creyera que ella quería dar rienda suelta en ese momento al deseo de ambos. Y de que esperaba que él no lo intentara. Tenía media hora. Sólo quería verlo. Decirle «buenos días», nada más. Tomarse un café y reducir su confusión a un grado soportable. Todavía le quedaban un montón de pacientes que visitar antes de cumplir los treinta.
Mientras subía las escaleras fue preparándose un buen catálogo de comportamientos para cuando le abriera la puerta: si estaba en pijama, ella se iba a poner a gritar; si aparecía en bata, ella iba a salir corriendo; si le abría desnudo, gritaría y saldría corriendo.
Estaba vestido. Ella se le tiró al cuello. Él la estrechó entre sus brazos. Ella notó una mejilla caliente junto a la suya fría. Así estuvieron más o menos media hora. Después ella se tuvo que marchar. ¡Que no! Así estuvieron unos segundos que a ella le parecieron media hora. Después no tomaron café. Nadie lo preparó. Tampoco tomaron otra cosa. Nadie pensó en eso. Nada los distrajo de su ensimismamiento. Fue bonito.
Estuvieron sentados en el sofá. Muy cerca el uno del otro. Él le tomó la mano. Se estuvieron contando cosas sin importancia; historias de la infancia, posiblemente. Daba igual lo que se contaran. Ninguno se daba cuenta ni retenía una sola palabra. Se trataba de ir acostumbrándose a la voz del otro y de ir creando un aire de confidencialidad.
Eran historias que se podían contar mirándose a los ojos, que invitaban a asentir con la cabeza, que provocaban una sonrisa permanente aunque no fueran historias graciosas. Cuando se está enamorado, no se le cuentan al otro historias graciosas, sino historias que les ofrecen a ambos la oportunidad de vivir el enamoramiento sin tener que estar callados. Eran historias que permitían que también se le prestara atención a las manos que se acariciaban.
En medio de esas historias, en realidad, habrían tenido que besarse varias veces; Katrin lo pensó. Eran historias que no sólo admitían el beso; eran historias pensadas para eso. Historias que se podían interrumpir tranquilamente en cualquier punto. Historias que no había por qué retomar después. «¿De qué estábamos hablando?», habría preguntado uno de los dos. Ya ninguno se acordaría y entonces habrían vuelto a besarse. Y ya no habrían podido parar. Así acababan esas historias. Eran besos expresados en palabras.
Pero no sucedió así; en vez de eso, Katrin dijo: «Me tengo que ir». Y perdió la mano de Max. Todavía habría podido darle entonces un beso, pero le pareció demasiado arriesgado. Él le habría podido preguntar al menos: «¿Cuándo nos podemos ver otro día?». De hecho, ya había inclinado ligeramente la cabeza dibujando un gesto de nostalgia anticipada. Pero no preguntó nada. Se abrazaron. Fue bonito. Ella estuvo a punto de decir: «¿Tienes tiempo esta tarde?». Pero entonces apareció ante ellos Kurt: deambulando, cansado; no era el mismo perro que se había despertado junto a ella hacía tan sólo un par de días.
—¿Me lo puedo llevar? —preguntó Katrin.
Lo hizo por decir algo interesante y por pura compasión hacia sí misma, que en breves instantes se las iba a tener que ver con una manada de pacientes cegados por la rabia y colocarlos con mucho ojo delante de unas lentes desgastadas. Y hacia allí se marcharía sin beso, sin Max y sin café. De repente necesitaba una protección y un vínculo. Max se mostró sorprendido y generoso. Por supuesto, claro que podía llevarse a Kurt. Siempre que quisiera.
—Mi perro es tu perro —contestó y, en vez de darle un beso en la boca, le puso en la mano la correa en cuyo extremo se encontraba Kurt, luchando contra la vigilia y abogando por un reparador sueño matutino.
—¿Cuándo quieres que te lo devuelva? —le preguntó Katrin.
La pregunta que se escondía tras ésta y que Katrin no había llegado a formular era: «¿Cuándo quedamos otra vez?». Y él tendría que haber respondido: «Si te va bien, tráemelo esta tarde». Pero dijo: «Si te va bien, paso a buscarlo mañana a mediodía». No, no le iba bien.
—Sí, está bien —dijo.
Mientras bajaban por las escaleras, Kurt se dio cuenta de que no iba a poder permitirse ni el más mínimo chirrido de su bocadillo-juguete ni un simple paso en el sentido contrario a la marcha de Katrin. Ella no estaba de buen humor y él habría sido el primero y el único en sufrir las consecuencias.
A mediodía, a primera hora de la tarde, y cuando empezó a oscurecer, Max llamó a Katrin para preguntarle cómo estaba Kurt y para enterarse de cómo estaba ella. Kurt, las tres veces, estaba durmiendo en mitad de la sala de espera. De tanto en tanto, tropezaba con él algún paciente con problemas de vista. Pero parece ser que Kurt tenía un sueño demasiado profundo como para pegarle un mordisco en la pierna al implicado. Katrin emitió respuestas breves, amables y educadas. Probablemente, era su manera de hablar con los pacientes. Pero Max se habría sentido mejor si con él hubiera sido menos breve, aunque hubiera resultado menos amable y educada.
Cayó la tarde y empezó a nevar otra vez. Max estaba de camino a casa de Paula para seguir escuchando la cancioncilla de que tenía que enfrentarse a las experiencias pasadas. En ese momento se sentía ridículo. ¿Qué iba a encontrar en casa de Paula? ¿Qué se le había perdido allí? ¿Por qué no iba a casa de Katrin, que era la persona a la que amaba? ¿Por qué no le decía que no pasaba ni un minuto sin que sus pensamientos lo llevaran a ella y que era capaz de hacer cualquier cosa, como, por ejemplo, destruir la ciudad de Roma para volver a construirla en un solo día, todo con la condición de que ella le permitiera tener náuseas cuando la besara?
Llamó al timbre de casa de Paula y se juró que el «proyecto». Sissi «la gorda» sería la última tentativa de dar un giro artificial por cuenta propia a algo que era un proceso natural.
En el piso de Paula encontró reunidos todos los tipos de incienso conocidos en el mundo árabe. Iban a fumarse un megaporro con hierba de cultivo ecológico y el olor de la experiencia médico-psicodélica podría pasar desapercibido si encendían también un buen número de velas aromáticas (perdón, curativas) que, además, iluminarían las bocanadas de humo. De entre aquellas emanaciones que sobrecalentaban el ambiente, emergió Paula: hombros, vientre y piernas al descubierto. Con un maquillaje lleno de contrastes, parecía una mujer de sangre india que enseguida despertaba el deseo de poseerla y que no se habría negado. Pero todo era fruto de su aparición, perfectamente escenificada y contagiada por la embriaguez de los alucinógenos. Y como a Paula le gustaba llevar la exageración de los tópicos hasta el final, de fondo sonaba Pink Floyd: Dark Side of the Moon.
—¿Qué es esto? —le preguntó Max—. ¿Quieres recuperar la adolescencia perdida?
—La mía no, la tuya.
Sus labios parecían más vivos que de costumbre. ¿O es que ya se le estaban acercando demasiado? La puerta estaba cerrada pero Max observó que, por suerte, la llave estaba puesta. Terrible que tuviera que controlar ese tipo de detalles.
Paula lo tomó por el brazo como si fuera su paciente y lo condujo, a través del humo y la frugal iluminación de las velas, por el cuarto de trabajo hasta la sala de meditación. Una vez allí, lo acostó en el suelo, equipado con colchones y mantas, y ella se acuclilló a su lado.
—¿Qué vas a hacer conmigo? ¿No pretenderás seducirme? —preguntó Max esforzándose por no parecer asustado.
—No, sólo pretendo besarte —le dijo ella.
—No lo dices en serio —respondió él esforzándose en vano por no parecer asustado.
—Alguna vez tendrás que aprender —le dijo ella. Y empezó a precalentar haciendo elongaciones con los labios.
Max pensó en levantarse y marcharse, cuando de repente le llamó la atención un cuadrado de luz blanca, con las esquinas redondeadas, que resaltaba sobre la pared. Paula había conectado el proyector de diapositivas; le dio una vez y ante sus ojos apareció ella: con toda su fuerza, prácticamente a tamaño natural; un ser providencial que podría ser la vecina de al lado, una de esas mujeres que te puedes encontrar cien veces al día y que no te llama la atención ni a la de cien. Simpática, pero tampoco demasiado, con una mirada sincera de «tengo-la-regla-pero-no-pasa-nada», aderezada con una sonrisa fresca de «hago-la-mejor-mermelada-de-albaricoque-del-mundo» sobre la que se alzaba una poderosa nariz «si-no-te-gusta-peor-para-ti», marca Gran Slalom. Sobre ella, la frente, pequeña, del tipo «se-me-estruja-el-cerebro-cuando-pienso» y el pelo corto, rubio, con mechas, peinado hacia arriba en un «moda-es-lo-que-pasa-de-moda». Tenía un puño cerrado y apoyado en la cadera, y una pierna estirada hacia adelante, sobresaliendo bajo el dobladillo de su traje chaqueta, que pretendía ayudar a la recuperación del denostado erotismo natural de la pantorrilla nacional austriaca. Era una mujer que se confesaba. Era ella. La que un día había besado al pequeño Max hasta el desmayo: Lisbeth Sissi «la gorda». Willinger.
—¿Qué? ¿La recuerdas? —preguntó Paula.
—Fugazmente —dijo Max, por pronunciar sólo una palabra y deseando que todo aquello fuera realmente fugaz. Y se colocó las manos sobre el pecho mientras registraba los primeros truenos y retumbos de la tormenta que se avecinaba.
—Es una monada —opinó Paula. Y le dio al interruptor para continuar con la proyección. La foto de cuerpo enteró se hizo a un lado y en su lugar apareció el recorte de su rostro ampliado. Paula le repasó la boca con un lápiz óptico y comentó—: Perfectamente simétrica, no está hinchada, no tiene nada en las comisuras, y debajo se aprecian unos dientes bonitos, blancos y limpios. ¿No me dirás que todavía te da miedo? —Max tomó aire y evitó responder. Si ninguno de los dos se movía (ni él, ni la boca de la pared) podría aguantar un rato más.
—Bueno —dijo Paula. Y sonó a peligro—. Ahora vamos a hacer, en concreto, cinco ejercicios.
«No, Paula, ahora no vamos a hacer, en concreto, ni un solo ejercicio», pensó Max. Pero su resistencia no pasó del pensamiento.
—Si te entran ganas de vomitar, da tres golpes en el suelo con el puño y lo dejo —le prometió Paula.
Max dio tres golpes en el suelo con el puño, con tanta fuerza, que las paredes tosieron expulsando una bocanada de humo árabe. Pero Paula continuó impertérrita con su empresa.
Ejercicio número uno: beso con los ojos cerrados. Max notó que los labios de Paula se posaban sobre los suyos como un abrumador frente de lluvia tropical… y dio tres golpes. Ella le dedicó una mirada india con un brillo muy feo y continuó. Le metió la lengua en la boca. Max la sintió: puntiaguda, áspera y, por suerte, poco generosa con la saliva. Él quería pensar en Katrin, pero se sentía avergonzado, y en su lugar apareció Natalie, gimiendo empapada por los dulces efluvios del amor. Y tras ella, acechante, Sissi «la gorda». Se le colocó delante, le agarró las mejillas a Max con sus dedos salchicheros, le dijo «no seas tan malo» y, al hacerlo, le llenó la cara con una bocanada de aire pestilente envuelto en Aroma de Halitosis, edición junior. Max dio tres golpes.
—Cinco segundos —dijo al detenerse Paula «la tirana»—. Sin duda, demasiado poco.
Ejercicio número dos: beso con los ojos abiertos. Éste empezó bien. Las pupilas de Paula eran grandes y relucían como gotas de rocío sobre el musgo. Su rostro, radiante, se tensaba como el de una apasionada profesora sudamericana de gimnasia que quisiera motivar a su alumno favorito: un pobre europeo desentrenado. Max sintió que la energía se le condensaba en los bajos y pensó en Samuel, su amigo. ¿Qué pasaría si los viera de aquella manera? ¿Y si entraba de repente? Ante esa posibilidad, experimentó un movimiento en el estómago. Y de él salió Sissi «la gorda», su carita de cerda, le pasó la lengua por el labio superior y le dijo: «¡Que te aproveche!». Max dio tres golpes.
—Once segundos —dijo Paula—. Mejor que beses con los ojos abiertos, aguantas más que con los ojos cerrados, cariño.
—Mejor que te bese A TI —le respondió Max. Pensó que la chica se había ganado un piropo. Después, respiró enérgicamente.
—Ahora viene el ejercicio más bonito —le aseguró Paula—. Si quieres, puedes usar las manos. —Max sonrió intentando aparentar que le hacía ilusión—. Pero sólo hasta aquí —añadió y se colocó la mano delante del ombligo adoptando la pose de una bailarina del vientre. Esta vez Max aguantó unos impresionantes veinte segundos: el tiempo que tardó en averiguar dónde podía poner las manos sin insultar la belleza de Paula pero sin sobrepasar los límites de la amistad, sin abusar de la situación, que era un examen, pero con fines libidinosos, y sin tener la impresión de que le estaban poniendo los cuernos a Samuel. De Katrin, ni rastro. Ella lo esperaba en otra galaxia; de hecho, probablemente ya ni siquiera lo esperara a él.
Claro que le hubiera gustado tocarle los pechos a Paula; y así habría aguantado un buen rato. ¿Quién no lo habría hecho? Él, probablemente, debía de ser el único hombre adulto del mundo occidental que, pudiendo tocarle los pechos a Paula, no lo hacía. Sin embargo, no era fácil encontrar una región de su tronco libre de la dominancia y la expansión de sus pechos. Max sabía que estaba desperdiciando la invitación del siglo. Pero no estaba allí para divertirse.
Sumido en esos pensamientos, y con el pulso acelerado, se olvidó del combate que estaban manteniendo sus dos lenguas y los segundos pasaron volando. Sus manos acabaron encontrando un lugar de reposo: a la altura del pecho, pero ya cerca de los omóplatos, halló una zona caliente, musculosa y abultada, que se dejaba masajear sin generar cargo de conciencia. Habiendo encontrado Max una cierta calma sensorial, hizo su aparición Sissi «la gorda», quien le espetó un beso de aceite de hígado de bacalao. Max dio tres golpes. Paula se sintió decepcionada. Había pensado que con ese ejercicio iba a obtener el éxito absoluto.
Ahora no había más remedio que pasar al número cuatro: el beso mirando la foto de cuerpo entero de Lisbeth Willinger proyectada en la pared. Le bastaron siete segundos para pasar de la Lisbeth acicalada a la grasienta. Esa vez, después de los tres golpes, tuvieron que hacer un descanso con la ventana abierta.
Ejercicio número cinco: beso mirando el primer plano de Lisbeth Willinger proyectado en la pared. Mientras besaba a Paula, con la cabeza inclinada, tenía la imagen con la boca de Sissi directamente enfrente. Cuarenta segundos. Fue Paula la que pidió que pararan.
—¿Qué te pasa? ¿Te has curado? —le preguntó ella entonces.
Resultaba extraño, pero la boca de Sissi, de la que apenas destacaban los dientes, lo tranquilizaba. Aquella imagen le quitaba al recuerdo su sabor a podrido. Max se sentía como un corredor de maratón (del beso). Se encontró girando los ojos en círculos alrededor de los labios de Sissi; así no había peligro de resbalar y caer dentro. Las primeras vueltas todavía le costaron un cierto esfuerzo y la habitual superación. Pero, según iban pasando los segundos, la carrera se hizo más llevadera. Acabó sumiendo los ojos en una especie de entrenamiento aeróbico circular alrededor de aquella boca. Le causaba una agradable sensación de mareo y se dejaba llevar como si fuera un vehículo teledirigido.
En ese intervalo llegó a acostumbrarse también a tener la lengua de Paula en la boca. En realidad, no pasaba del velo del paladar. Lo escurridizo perdió su acritud. Los pensamientos lo trasladaron a la prueba de hombría que había realizado con «los sucios piratas de la calavera». Escuchó los gritos de ánimo de los otros chicos: «Viva-Max, el-rey-de-los-besos; ese-Max-sabe, ese-Max-puede». Pensó que experimentaría otra vez aquellas arcadas y su mayor miedo era que los tres golpes se perdieran entre el sonido del beso y Paula no los escuchara. Pero no pasó nada. Su estómago se quedó tan tranquilo. Sus ojos no paraban de dar vueltas, incansables, alrededor de los labios de Sissi proyectados en la pantalla. Max se sentía lo suficientemente fuerte como para batir todas las marcas. Podría haber seguido besando durante horas.
—Enhorabuena —le dijo Paula. Y lo sacudió suavemente por los hombros.
—Gracias —susurró Max agotado.
—Pues ahora ya lo tenemos —afirmó ella. Y se reincorporó.
—¿Qué tenemos?
—La solución a tu problema. Necesitas una foto de su boca. A partir de ahora, la vas a llevar siempre encima. ¡Y la usas cada vez que vayas a dar un beso!
Había vuelto la estricta farmacéutica.
—A lo mejor ha sido sólo casualidad y no me vuelve a pasar —expuso Max.
—Eso tendrás que comprobarlo tú mismo, cariño —le recomendó ella. Se encaminó al escritorio (bueno, era la mesa de meditación) y volvió con un taco de fotos de Lisbeth Willinger: de todos los tamaños y de todos los detalles posibles; entre ellas, tres primeros planos de la boca en toda su magnitud.
—Paula, yo…
—Ya sé que he estado maravillosa —afirmó ella.
—¿Cómo puedo recompensarte? ¿Qué puedo darte a cambio? —le preguntó Max.
—Un beso —respondió Paula—. Pero no tiene que ser hoy.