17 de diciembre

Katrin se despertó y tuvo la sensación de que había algo diferente. Por supuesto, enseguida le vino a la cabeza el desastre del beso. Sobre esos cimientos iba a ser difícil construir un lunes, un día laboral, un día invernal, un día de diciembre, un día de Adviento, a siete días de Navidad, a siete días de su treinta cumpleaños. Así es que, en un primer momento, prefirió no abrir los ojos y se esforzó por sumirse en un estado de agonía conscientemente inconsciente que la desconectara del canal de la memoria. Se sentía como atada a la cama y cualquier médico que entendiera un mínimo de Psicología le habría certificado incapacidad para abandonarla en los próximos días. Pero había algo diferente. Olía de otra manera. Katrin no tenía fuerzas para seguir el rastro de aquel olor; se escondió debajo del edredón y se esforzó por no pensar en nada. Y si le venía Max a la cabeza, lo ahuyentaría a golpes de almohada. Ningún hombre le había provocado una herida tan profunda. Nunca se había equivocado tanto al decantarse por alguien. Nadie la había rechazado después de llegar a un estado de entrega y apertura tan completo. No le sentaba bien besar. No, era evidente que no le sentaba bien. ¡No le sentaba bien, no le sentaba bien, no le sentaba bien a ese cerdo!

Pero había algo diferente. Podía percibirlo también allí dentro, por debajo de las mantas. No podía ser su respiración. ¿De dónde había sacado de repente aquella respiración tan pesada? ¿Estaba somatizando los daños provocados por la experiencia de la noche anterior? ¿De la noche a la mañana tenía asma? Aguantó la respiración y escuchó atentamente. Había un ruido, pero venía de fuera. ¿Obras? ¿En el tejado? ¿El quitanieves? No, estaba más cerca. Era como un temblor suave pero constante. Y el epicentro tenía que estar en la habitación. Estaba vibrando la cama.

Katrin todavía no se encontraba preparada para ponerse a buscar el origen del misterio. Todavía no podía enfrentarse al día. Cerró los ojos con fuerza, se tapó las orejas apretando con las palmas de las manos e intentó (en vano) no pensar en nada. ¿Qué numerito era ése de que no le sentaba bien besar? ¿Era algún tipo de perversión? ¿Por qué había tenido que fijarse en él? ¿Por qué tenía que gustarle precisamente a ella? ¿Por qué había consentido que se le acercara ese tío entre un millón? ¿Y por qué había buscado él el acercamiento? Por dinero no podía ser; ella no tenía dinero. Besar no le sentaba bien. Así es que tampoco quería sexo. Entonces ¿qué quería de ella?

Sacó la mano de su escondrijo buscando la almohada. Necesitaba ahogar los pensamientos. Empezó a tantear y tocó un objeto. ¿El despertador? ¿El libro? ¿El mando de la tele? No, era otra cosa. Algo más blando, amorfo. Entonces Katrin sintió en el pecho los golpes de su corazón. Era una sorpresa que todavía estuviera ahí; hacía un momento habría preferido renunciar a él para siempre. Sin embargo, ahora, de repente, lo necesitaba. Estaba nerviosa. Estaba pasando algo en su cama.

Sacó la cabeza de debajo del edredón, se giró hacia el objeto que acababa de descubrir y entreabrió los ojos. En ese momento todos sus sentidos se unieron para dibujarle una imagen completa; y fue demasiado rápido para un grito histérico y demasiado lento para un infarto de miocardio. Katrin agarró aquel objeto y éste profirió un horripilante sonido chirriante. Era el bocadillo de fiambre que relinchaba. Cuando todavía no había terminado de elaborar en el cerebro el estímulo percibido por los sentidos, algo le golpeó en el hombro. Un brazo. Un brazo doblado. Un brazo delgado. Un brazo peludo. Un brazo muy peludo. En ese mismo momento un golpe de aire caliente le alcanzó la nariz. Olía a podrido, tenía un olor ácido, como el de las hojas secas que se depositan en las alcantarillas.

Katrin abrió más los ojos y divisó su rostro poblado de pelo duro. Kurt. Él le clavaba fijamente sus grandes ojos cúbicos. Su hocico, separado tan sólo unos milímetros de la nariz de Katrin, iba frotando la sábana a ritmo acompasado. Se dio un lengüetazo en el belfo para atrapar una capa de espuma de la saliva que se le acababa de depositar allí y al hacerlo salpicó el colchón de Katrin. A intervalos se escuchaba un ronco suspiro de bienestar que ascendía desde lo más profundo de sus fauces cada dos o tres segundos.

Algo más abajo, su rabo de pelo duro golpeaba rítmicamente el canto de la cama. Es lo que hacen los perros cuando están contentos; Katrin lo sabía. Se sintió a merced de la situación; mentalmente no se encontraba capacitada y moralmente no se sentía obligada a ahondar más. No tenía nada que añadir a ese encuentro matutino. Kurt se encontraba bien. Ahora estaba tumbado todo lo largo que era, estirado como un palo de escoba sobre los restos, abandonados y teñidos de marrón oscuro, de lo que había sido una sábana blanca, ocupando todo el ancho de la cama. Se sentía bien y ella lo dejó tranquilo. Se les había olvidado y él le había sacado partido a la situación.

Lo interesante es que el perro fue el primero en levantarse. Llevaba los cambios mejor que Katrin. Pues ya que estaba delante de la puerta del baño, podría aprovechar para darle una ducha, pensó ella. Al suelo no le iba a hacer ningún daño y a ella le daba igual; en realidad, no tenía nada mejor que hacer. Eran las siete y media. Empezaba a trabajar en media hora. Los primeros pacientes ya debían de estar dando vueltas buscando la consulta. El doctor Harrlich seguramente ya habría llegado y se estaría preparando para hacerle entrega de su ofrenda verbal matutina: «Buenos días, mi hermosa señorita. Deseo que tenga un agradable día de trabajo para iniciar una semana laboral bien intensa. Hoy se esperan treinta pacientes. Si necesita alguna cosa, puede contactarme por teléfono en cualquier momento…».

Y ella estaba en casa duchando a un perro tiñoso con el que acababa de compartir el lecho. ¡Tendrían que haberla visto sus padres! El perro parecía un monumento a los caídos que se hubiera venido abajo; de pie en mitad de la bañera, tenía puesto el intermitente en los ojos y pretendía dar la impresión de que controlaba la situación y de que en cualquier momento podía cerrar él mismo el grifo. Mientras lo secaba gruñó como un mapache, mientras lo cepillaba bramó como un ciervo. Parecía mucho más activo que en otras ocasiones, como si se hubiera metido una sobredosis de anfetaminas.

Mientras Katrin se vestía, él se movía inquieto por el vestíbulo. Estaba como poseso y se abalanzó varias veces sobre su bocadillo de goma, lo mordía con ganas y lo lanzaba contra la pared donde, tras un golpe seco, se acallaba su relincho. Entonces Kurt se quedaba como petrificado, contaba mentalmente hasta cinco (suponiendo que supiera contar tanto) y volvía a saltar sobre el plástico que relinchaba. Si Katrin no hubiera sabido que Kurt nunca lo hacía, habría creído que estaba jugando.

Más allá de ese detalle, Katrin pensó que había llegado el momento de reconocer que había ciertos aspectos referidos al perro sobre los que era necesario reflexionar. Por ejemplo: ¿cómo era posible que hubiera pasado la noche en su casa tan tranquilamente? O, más interesante incluso: ¿Qué iba a pasar ahora con el perro? ¿Era, en realidad, problema suyo? No. ¿Era problema del señor al que le sentaban mal los besos? Por supuesto. ¿Podía dejar ella ahora al perro solo en casa? Por supuesto. ¿Quería dejarlo solo en casa? No. Le gustaba que estuviera con ella. Seguro que era un buen perro de consulta. Que la acompañara. En principio era suyo. Y eso le creaba una buena sensación, le generaba una especie de venganza cariñosa. De aquella manera lo tenía bien agarrado, atado con correa, pero no a Kurt sino a su amo, al señor al que no le sentaba bien besar, al cerdo ese.

Max había tenido una noche movidita. Salió de casa de Katrin con la sensación de que no tenía nada de lo que caracteriza a un ser humano. Y de lo que menos se percató es de que tampoco tenía a Kurt y de que, por ese motivo, el perro no se le podía escapar. Hasta que no llegó a casa y vio el sillón debajo del cual no estaba Kurt durmiendo, no se dio cuenta de que se lo había dejado por el parque o (un pensamiento terrible acechó su cabeza repleta de terribles pensamientos) en el lugar en el que había sufrido su más dura derrota en cuestiones amatorias; allí, adonde ya no había vuelta atrás.

La policía no había encontrado ningún perro extraviado y los bomberos no querían buscarlo. El caso habría tenido interés si hubiera sido un animal rabioso. Los cinco e-mails que le envió a Katrin desaparecieron en la red. La línea telefónica se tragó una docena de intentos. No había señal de llamada, ni de comunicando; no había señal. Era evidente que Katrin y Hugo Boss junior no querían que nadie los molestase. Seguro que besaba bien. Algún atractivo tenía que tener aquel tipo tan relamido.

No le quedó más remedio que ir de penitencia por el Parque Esterhazy en busca de un perro al que había dejado en la estacada al encontrarse al borde de la tragedia amorosa. Un perro que probablemente se habría escondido y estaría tan tranquilo. Un perro al que, además, tampoco le debía de importar demasiado haberse perdido. Pero el frío de la noche invernal resultó reconstituyente e hizo que Max tomara cierta distancia de su reciente incidente amatorio. El punto de partida (o de salida) de la situación no podía ser mejor; o sea, que ahora todo iba a empeorar. Sabía que era justo pagar una condena por su estrepitoso y chapucero fracaso. Y que ésta viniera impuesta en forma de expedición sin sentido y búsqueda inútil entre los matorrales a las tres de la madrugada tenía un efecto depurativo.

Como en el parque no había movimiento (lo cual no excluía que Kurt pudiera estar en cualquier parte), Max se acercó al lugar de su derrota. Dio cinco vueltas a hurtadillas alrededor del bloque de viviendas, llamó tres veces al timbre y levantó varias veces la cabeza hacia el piso de Katrin gritando «Kurrrrrrrrt». Sonaba como un eructo de garza en estado de congelación. Pero, aunque lo hubiera llamado con una potencia de voz cien veces mayor, tampoco habría cambiado nada. Antes se levantarían los muertos de sus tumbas en el cementerio que Kurt del suelo de una casa; aunque estuviera en un primer piso y lo estuvieran llamando desde la calle.

A las cinco de la mañana Max decidió abandonar la búsqueda. El resultado no era muy satisfactorio: en la misma noche había perdido a la mujer de sus sueños y a su perro. Se metió en la cama y se durmió al instante.

Cuando, a mediodía, se despertó, tenía algo que contar; y enseguida supo a quien confiárselo: a Paula. Era la mejor intérprete de sueños que conocía, y la más comprometida.

—¿Qué tal te fue? —le preguntó ella por teléfono.

—No demasiado bien —respondió Max.

Por suerte, ella tenía tiempo esa tarde para pasar a hacerle una visita y escuchar todos los detalles.

—Paula, necesito urgentemente tu ayuda —le dijo Max.

—Me alegro —respondió ella sin tapujos. Se alegraba incluso más de lo que era capaz de reconocer.

Vale. Y ahora a llamar a Katrin sin pérdida de tiempo. Tenía el teléfono de la consulta y sabía lo que tenía que decir. Se encontraba atrapado en su sueño; ni siquiera se puso nervioso al escuchar su voz.

—Hola, soy Max —le dijo—. ¿No habrás encontrado por casualidad a Kurt? ¿Es posible que se me olvidara en tu casa? Katrin, tienes que creerme: he estado toda la noche intentando…

¿Qué era eso? Eso, eso. Otra vez el mismo ruido. Tercera vez. Y cuarta. No había manera de que parara.

—¿Katrin? —preguntó Max.

—Te estoy escuchando —dijo ella utilizando un tono formal.

—¿Qué ruido es ése?

Kurt —respondió ella punzante.

—Eso son ladridos —replicó Max.

—Es Kurt —dijo ella en un tono un tanto tirante.

—¿Está contigo? —preguntó Max.

—Digamos que sí. Pero no por mucho tiempo —contestó ella en un tono bastante tirante.

—¿Y desde cuándo sabe ladrar Kurt? —preguntó Max incrédulo.

—Desde que les pone en el regazo a los pacientes de la sala de espera un bocadillo de goma lleno de babas y de moco y espera a que se lo lancen por la sala. ¡Y pobre del que no lo haga! Porque entonces el ladrido suena como si fuera un avión de guerra. Ya nadie se atreve a negarse —dijo. Y se escuchó cierta tensión en sus palabras—. Y si entra ahora mi jefe y ve la movida que hay en la sala de espera, ya me puedo ir buscando otro trabajo. Y ahora, si fueras, por favor, tan amable de venir a buscar a tu perro. Si no, pronto me voy a quedar sin pacientes —anunció. Y esta vez sonó a amenaza. Max se puso en marcha enseguida.

Estuvo con Katrin en el descanso de mediodía pero el encuentro fue breve. A Max le pareció una maravilla (no el encuentro, ni el descanso, sino Katrin), pero eso ya no tenía ninguna importancia. Kurt estaba irreconocible. Es cierto que también Max se esforzaba por no volver a reconocerlo, pero su actitud no ayudó mucho, porque Kurt seguía siendo Kurt y él enseguida reconoció a su dueño. Le saltó encima y le lamió la cara. Después le mostró su bocadillo de goma y le enseñó qué tenía que hacer con él si quería que dejara de ladrar. Ver a Kurt a cuatro patas parecía una ilusión óptica, un insensato error de la naturaleza. Escuchar sus ladridos resultaba, por un lado, irreal, pero por otro lo suficientemente auténtico como para no poder soportarlo más de unos pocos segundos.

—¿Le has dado algo? —le preguntó Max a Katrin con precaución.

—No —dijo ella—, es él el que da.

—Katrin, lo de ayer… —empezó Max.

—Vamos a dejar lo de ayer —dijo ella. Y sonrió como sonreímos cuando intentamos hacer como que sonreímos de un modo valiente. Combinadas con esa expresión, sus palabras sonaron a: «Podemos seguir siendo amigos». Y probablemente era eso lo que quería decir.

—¿Qué te debo por hacerte cargo de Kurt? —preguntó Max.

—La tintorería —contestó Katrin—. Ha dormido en la cama conmigo.

Lo miró a los ojos desde abajo y se quedó a reposar allí. Mantuvo una mirada «es-lo-que-podrías-haber-hecho-tú, idiota» y Max experimentó la misma sensación que si se hubiera agarrado a un cable de alta tensión. Habría dado cualquier cosa por que, en ese momento, ella le hubiera puesto las manos en la nuca y hubiera ido bajando, deslizándole los dedos por la espalda. Pero eso sólo sucedía en el sueño.

Ciao —le dijo Katrin. Y le tendió la mano para que se despidieran. Él la tomó con sus dos manos y la acarició con dulzura. Sus cabezas no se acercaron ni un milímetro pero las miradas de ambos se quedaron enganchadas. Max sintió que podía tener sentido luchar por Katrin. No sabía todavía cómo, pero sí que tenía que volver a empezar desde el principio. Además, esa chica tenía poderes: le había dado vida a Kurt.

Antes de que llegara Paula, Kurt ya se había tranquilizado. Los efectos de la droga que debía de haber ingerido con Katrin estaban remitiendo. Todavía había dado unas vueltas por el piso, husmeando de aquí para allá, probablemente para verificar qué se había estado perdiendo en los últimos dos años. Había seguido a Max por todas partes; iba detrás de él a hurtadillas, después se quedaba inmóvil durante unos minutos y esperaba hasta que su compañero se diera la vuelta para darle un susto de muerte con su presencia. Hubo otra novedad: por primera vez en la historia de su vida en común, Kurt pidió la cena (estofado de pulmón) arañando el cajón de la cocina en el que Max guardaba las latas y después tirando de él hasta que lo abrió. Sin embargo, después de comer (cosa que esta vez hizo impecablemente sentado ante su recipiente y con más ganas que de costumbre, como si estuviera rodando un anuncio de Chappi), recordó el verdadero sentido de la vida, se tumbó debajo de su sillón y sólo salió esporádicamente, propinándole un buen susto a Max cada vez que lo hacía.

Paula, teniendo en cuenta el misticismo que rodeaba la situación, se había vestido y adornado como si fuera una curandera oriental. Era lo adecuado para llevar a cabo su interpretación de los sueños. Alrededor de los ojos oscuros, que destacaban en su rostro alargado, llevaba sombra plateada; en el cuello, brazos y piernas, grandes collares y pulseras con piedras brillantes en diferentes tonos rojos; la indumentaria le dejaba el vientre al descubierto, probablemente para ventilar el pendiente azul brillante del ombligo. Y se había peinado hacia atrás la abundante melena, recogiéndola a la altura de los omóplatos; desde allí, la mata de pelo negro descendía formando una trenza que remataba en la cinturilla de la falda.

Paula era una de esas mujeres que no se adaptan a ningún asiento, que no saben cómo colocar las piernas; una mujer que sufría por el hecho de que en la civilización occidental hayamos perdido la costumbre de reunirnos sentados en el suelo para pasar el tiempo de ocio; una mujer cuyas rodillas se disparaban continuamente hacia arriba, mientras estaba sentada, para colocarse casi siempre más arriba de los hombros.

Cuando encontró la postura que la conciliaba con el sofá de diseño en cuero de color naranja, cuando la luz de la sala ya provenía casi exclusivamente de las velas, y se había ido depositando el aroma del regalo que le había traído (una mezcla de siete hierbas de la estepa creada por ella misma para elaborar una infusión relajante), consintió que Max se centrara en el asunto.

Le había informado rápidamente del drama del beso con Katrin. A Paula le afectó personalmente y se sintió menospreciada como consejera. Max había reducido al absurdo, de la manera más idiota, todo su programa de aplazamiento del beso. Por Hugo Boss junior no tenía por qué preocuparse; al menos eso pensaba ella. Pero le parecía bastante dudoso que quedara alguna posibilidad de entablar una relación con Katrin más allá de lo platónico; quizás no debería hacerse ilusiones.

—Tienes suerte de tener un perro —opinó Paula—. Si todavía hay alguien que pueda ayudarte, desde luego es él.

A continuación Max le contó su sueño:

Estaban sentados en aquel mismo sofá naranja. Él y la mujer: Katrin; era Katrin, por supuesto. Quizás con los rasgos un poco más asiáticos, pero era ella. Aunque tuviera aquellos ojos tan pequeños, rasgados y almendrados. O al menos así los tenía a ratos; después no, como suele pasar en los sueños, donde los aspectos externos son mutables. En cualquier caso, Max y ella estaban como enganchados, enrollados el uno al otro. Katrin olía a coco. No, bueno, era algo más dulce: a batida de coco, pero no de la barata. Ella en algunos momentos estaba desnuda y tenía unos pechos enormes. (Paula desorbitó los ojos y movió las pupilas hacia arriba como diciendo: «¡Ay, Dios!»).

Y ella decía… No; ella susurraba, le decía al oído: «Por favor, bésame». Max ya conocía aquella frase; prácticamente aparecía en todas sus pesadillas. Y era el punto en el que los sueños de Max, en un acto de solidaridad, lo devolvían a la realidad y se veían interrumpidos a causa de una amenazante indisposición. Pero esta vez, para su sorpresa, el sueño continuaba. Sus lenguas se tocaban y de nuevo aparecía esa hipersensibilidad, ese temporal de sentimientos, esa pendiente emocional entre el más ávido deseo y la náusea espontánea. Era una copia certificada de lo sufrido realmente en su experiencia traumática con Katrin.

El motivo de su problema gástrico tampoco era nuevo; era normal que le viniera a la mente la imagen de Sissi «la gorda» con todos sus olores y esencias. Lo que sí era nuevo era la transformación que sufría según avanzaba el beso. Cuanto más aguantaba, más se iba alejando Sissi de su apariencia infantil para convertirse en una mujer adulta. Y también Max tenía la sensación de estar madurando con el beso.

Claro que, entretanto, había momentos de auténtico malestar; en varias ocasiones tuvo que rehusar a Katrin suavemente, apartarle la lengua, respirar profundamente. Pero ella no se lo tomaba mal; tenía paciencia y comprensión. O puede ser que no se diera cuenta de que él estaba enfrentándose a un grave problema.

De vez en cuando él se apasionaba y se entregaba al beso; se olvidaba de su cuerpo, cerraba los ojos y se concentraba sólo en la boca de ella y en la vida interior que estaban compartiendo. Entonces la imagen de Sissi, cada vez mayor, se hacía también cada vez más clara. Hasta que de repente aparecía sentada en el sofá observando cómo se besaban. Era más o menos de su edad, rubia y rellenita, con pinta de conservadora, pero vestida con muy buen gusto. Despedía un discreto aroma a violetas mezclado con el agradable perfume de la crema de manos.

—¿Se mezcló en vuestros juegos amorosos? —preguntó Paula impaciente. Y apoyó la cabeza en una de las rodillas.

—Pues claro que no —dijo Max—. ¿Te crees que es un sueño porno?

—¿No quería que la besaras? —preguntó Paula decepcionada.

—No, sólo quería mirar, quería observarme.

—Quería ver qué tal se te dan los besos —aclaró Paula.

—Exactamente —dijo Max.

—Y éste se te dio bien —continuó Paula.

—Muy bien.

—Y quieres que yo te explique por qué —dijo Paula.

—¿Sabes por qué? —le preguntó Max.

—Por supuesto —le dijo ella—. Porque estaba Sissi «la gorda». Y porque ya no era gorda ni desagradable. Porque te mostró lo caduco de tu espejismo. Porque te ayudó a elaborar el trauma de tu infancia.

—Eso suena a Freud —dijo Max.

—¿Crees que estas cosas me las invento yo? —preguntó Paula—. Bueno, en cualquier caso, yo en tu lugar iría a buscarla cuanto antes.

—¿A Katrin? —preguntó Max.

—No, a Sissi «la gorda».

—¿Tú estás loca? ¿Cómo voy a encontrarla? ¿Y qué voy a decirle? ¿«Buenos días, mi nombre es Max. Cuando doy un beso pienso en usted, señora, y entonces me entran ganas de vomitar. Me pasa desde hace casi veinte años.»? ¿Le digo eso?

—Esto no son bromas. Me parece que voy a tener que hacerme cargo yo de la situación —dijo Paula aburrida.

—¿Lo harías? —le preguntó Max.