16 de diciembre

—¿Cómo llevas lo de los besos? —le preguntó Paula. Y le pasó el brazo por el hombro.

Era domingo por la mañana. Fuera caían chuzos de punta. Los ciudadanos de ese país volvían a ser castigados climáticamente por gozar de aquel estado de bienestar y, sin embargo, mostrarse siempre tan insatisfechos.

A Max todavía le quedaba una semana para escapar del escenario de la hipocresía navideña, de la monstruosa feria de muestras organizada por los altos dignatarios y los listillos del mundo de las finanzas y de la religión. Una semana más antes de salir para las Maldivas, donde se suponía que brillaba ese sol que llevaba meses desaparecido. Max estaba nervioso. Pero no por eso.

Paula había preparado una infusión asquerosa con una mezcla de 26 hierbas desconocidas que, a su vez, combatían 26 enfermedades, también desconocidas, antes de que llegaran a hacer su aparición. Paula era farmacéutica. A sus clientes les daba medicamentos; a sus amigos, remedios. Max era uno de sus mejores amigos. Nunca le dejaba irse si no se había tomado al menos tres tazas de infusión especial.

¿Que qué tal llevaba lo de los besos?

—Todavía tengo la fobia —confesó Max.

—¿No podrías usar otra palabra diferente a «fobia»? —le preguntó Paula.

No podía. No había ninguna palabra que describiera mejor lo que le sucedía cuando tenía que dar un beso.

—¿Y qué tal de amores? —preguntó Paula—. ¿A que tienes a alguien?

—Podría tenerla —respondió Max.

—O sea, que todavía no la has besado —dijo Paula. Correcto—. Y ella tampoco sabe la suerte que tiene de que todavía no la hayas besado. —Eso también era correcto—. Y tú seguramente no piensas revelarle tu problema. —Ahí se equivocaba.

Max le dio un gran sorbo a la infusión para tener en la boca la amargura suficiente para anunciarlo.

—Se lo voy a decir hoy.

—¿Tú estás loco? —le preguntó Paula—. ¡No lo hagas! Eso no puede entenderlo ninguna mujer a no ser que esté enamorada perdida.

—Sin un beso no va a caer ninguna enamorada perdida —le respondió Max.

—Pues si se lo dices, ni perdida ni encontrada —dijo Paula.

Ya lo habían discutido muchas veces. Pero desgraciadamente el tema no terminaba nunca. Era como lo de la gallina y el huevo. ¿Qué era lo que le daba la estocada final a una relación con Max: la confesión o el beso?

Antes de convertirse en amigos, Paula fue una de las víctimas del beso de Max. Él era cliente. Durante un año ella ni se percató. Él no podía hacer mucho porque, mientras desempeñaba su labor en la farmacia, Paula no se fijaba en los hombres. Sólo veía sus recetas. Y un día resultó ser interesante (la receta). Tuvo que elaborar una tintura para una alergia al metal de las latas. Al dársela, se inclinó por encima del mostrador y le susurró al cliente al oído:

—Olvídese de esta porquería, porque no le va a hacer nada. No vuelva a agarrar una lata y ya está.

—Imposible. Se me moriría de hambre el perro. Sólo come estofado de pulmón de lata —le explicó Max.

Y entonces ella lo vio. Y él le gustó. Se le veía torpe pero, de alguna manera, seguro de sí mismo. Y este detalle despertó el síndrome que padecía Paula: «El pobre necesita mi ayuda». Ella también le gustó a él. Visualmente, por supuesto, como suele pasarles a los hombres. Paula era alta, tenía el rostro delicado y los ojos, las cejas, el pelo y la piel como la hermana de Manitú. Debía de tener conocimientos de Medicina y su trabajo en la farmacia sería cuestión de tiempo.

—A lo mejor su problema es otro. A lo mejor es que usted no quiere abrirle más latas —le dijo.

—Eso es verdad. Preferiría que se las abriera él —respondió Max—, pero no tiene energía ni para abrir él solo los ojos y la boca.

Y así la conversación sobre alergias en seres humanos desembocó en cuestiones de psicología canina. Como buscando una coartada, Max consintió en probar una pomada recomendada por ella. Al no notar mejoría, tuvo que volver pasados unos días. Repitieron el mismo proceso. Las pomadas eran cada vez menos eficaces, las visitas más frecuentes y los diálogos fueron ganando en confidencialidad (médica) y en amplitud. El punto de encuentro se trasladó de la farmacia al café de al lado y de allí a uno de los dos pisos. La hora fue desplazándose hacia la tarde dirección noche.

A la luz de las velas Paula era calcada a la hermana de Manitú. Sus ojos brillaban como los de una india, sus brazos y piernas eran delgados, nervudos y musculosos, su piel tenía un color dorado natural y olía a miel silvestre. (Era una mezcla de aceites de hierbas medicinales que actuaban contra procesos inflamatorios, todavía desconocidos, que afectaban a las articulaciones). ¿Cuál era el problema de Paula? No sólo tenía una boca, sino que tenía una boca grande, con unos labios carnosos que se acercaban cada vez más a Max y que estaban empezando a darle miedo. Las palabras que salían de aquella boca eran exclusivamente de naturaleza pedagógico-curativa. Paula transmitía su erotismo envuelto en poderes medicinales. Le susurraba consejos para combatir cualquier posible enfermedad sin olvidar las afecciones de ninguna parte del cuerpo.

Max se enamoró con todas sus fuerzas, sin receta médica y sin efectos secundarios, de casi toda Paula. Pero entre ellos se interponía aquella boca desmesurada. Paula se dio cuenta de que él desviaba la mirada, de que hacía gestos evasivos, y lo interpretó como un intento de controlar el deseo para que no se precipitara, grosero y desbocado, sobre ella. Esa forma, tan poco frecuente, de intelecto sexual masculino, de contención, dotaba a Max de un atractivo especial. Más adelante, ella le confesaría que habría sido capaz de renunciar a los besos, que sus caricias eran lo suficientemente estimulantes, que él sólo tendría que haber actuado y entonces todo habría ido bien. Y, probablemente, hoy estarían casados y tendrían en casa algún adolescente: un chaval o una jovencita mestiza, curanderos y alérgicos a las latas.

Pero eso no sucedió porque Max rompió en la fase anterior (la de la respiración entrecortada el uno frente al otro) declarando: «Tengo que confesarte una cosa. Y lo mejor es que te lo diga cuanto antes para ahorrarte una sorpresa desagradable…». Sólo con eso ya perdió una parte considerable de su aura. Después soltó: «No puedo besar. Tengo una fobia, me pongo malo». La terapia de choque fue tan fuerte que a Paula se le quedó congelada la sangre en las venas. No faltaba más que una cosa y es lo que vino a continuación: «Pero no es nada personal; en realidad, no tiene nada que ver contigo». Una de las frases-mentira estándar más descaradas de la historia de las historias de amor, que devolvió a Max a la casilla de salida, a la primera vez que apareció por la farmacia, cuando tenía menos atractivo que la receta que llevaba en la mano.

«No vuelvas a decirle nunca a una mujer a la que deseas que no puedes besar», le recomendó Paula unos meses después, cuando ya eran amigos. Y se lo había repetido en muchas ocasiones por teléfono y cada vez que quedaban. La respuesta preferida de Max era: «Vale. Entonces, mejor me guardo todo mi encanto para después: “Cariño, ha sido maravilloso. Conozco una tintorería muy buena”».

El domingo por la mañana, en casa de Paula, con la tercera taza de infusión mezcla de 26 hierbas (un buen protector de estómago para enfrentarse al tema de los besos) volvieron a pasar revista al asunto punto por punto. El encuentro con Katrin era inminente y había dudas sobre cómo debía desarrollarse. Max le dejó hablar a Paula y sólo intervino cuando lo apremiaba alguna pregunta; tenía la sensación de que a ella le sentaba bien hablar sobre cuestiones amorosas ajenas. (Su relación con Sami no ofrecía novedades; podía ser calificada como «sin comentarios e intacta por los siglos de los siglos». Y parecía que no sufrían por eso, aunque tampoco le dedicaban ningún comentario). Ahora, Paula por fin había encontrado un amplio campo de acción para entrenar su manía de ayudar a los demás. A continuación se muestran las indicaciones, forma de aplicación y dosis recomendadas en el caso de Katrin:

1. Max no podía decirle nada de las náuseas que le provocaban los besos.

2. Con el fin de mantener la situación durante más tiempo, por supuesto, tampoco podía besarla. Objeción de Max: «Pero si ya tendría que haberlo hecho». Respuesta de Paula:

3. Tenía que transmitirle la sensación de que para él un beso era algo tan especial que quería esperar un poco más. Porque: «Si es una mujer diez, ahí vas a ganar puntos; porque va a aumentar su deseo», le explicó Paula. Pregunta de Max: «¿Puedo hacer otras cosas?». Respuesta de Paula:

4. Es estrictamente necesario: tomarle las manos, acariciarlas, estrecharlas, frotarlas, agarrarlas, apretarlas, acariciarle los hombros, darle besitos como los esquimales con la nariz, pasarle la mano por la mejilla, acariciarle el pelo, tomarla por los hombros.

5. También permitido: tocarle los pies con los tuyos, agarrarle suavemente las rodillas, pasarle la mano delicadamente por el muslo, algún abrazo fugaz, acariciarle en algún momento la nuca, tomarle el rostro entre las manos y/o estrecharlo con fuerza contra tu cuerpo al despedirte de ella para poner el punto final con un beso corto pero apasionado, un piquito con la boca medio abierta. «Eso sí puedes, ¿no?», preguntó Paula. «Creo que sí», respondió Max armado de valor. Y le dio un trago a la infusión.

6. No está permitido: ningún tipo de caricias románticas que generalmente se harían después del primer beso, pasarle las manos por las caderas, tocarle cualquier parte por debajo de la ropa (por debajo de las mangas o del cuello del jersey tampoco). Y además, está prohibido: dejar reposar la mano sobre sus muslos demasiado tiempo, acariciarle los pechos… «¿Un poco por encima?», preguntó Max. «¡No!», respondió Paula con rigor. A Max se le presentó una duda: «¿Y qué pasa si es ella la que toma la iniciativa?». Respuesta de Paula:

7. Entonces la ahuyentas con cariño mientras empiezas a hablarle de temas personales. Lo mejor en ese caso sería susurrarle algo agradable al oído. De esta manera, Max mantendría la boca alejada de la suya sin levantar sospechas. Tenía que hablarle de lo bien que estaba con ella, de lo a gusto que se sentía a su lado, de que juntos podrían hacer cualquier cosa que se propusieran. «¿Erotismo verbal como sustituto de los besos?», preguntó Max. «Siempre es mejor que besos y vómitos», opinó Paula. Duda de Max: «¿Y adónde nos llevará todo esto?». Respuesta de Paula:

8. Ella estará cada día más enamorada y se irá volviendo inmune a la intolerancia a los besos de Max. La tensión sexual será cada vez mayor y es posible que en medio año se llegue incluso a tener relaciones sexuales sin necesidad de besar. Si de verdad se trataba de una mujer diez, tendría paciencia; ésa era la opinión de Paula.

9. Resumen: él tenía que ir ganando tiempo sin perder la calma. Si pasaban unas semanas juntos con cierta intensidad, él podría ir probando las alternativas. Y a lo mejor llegaba a estar tan enamorado que podía besarla sin problemas.

Objeción número uno: «Ya estoy enamorado», dijo Max. Objeción número dos: «Quiero acostarme con ella». Objeción número tres: «Además, le he prometido que se lo explicaría». Max le contó a Paula que había entrenado con Natalie y que a Katrin se lo había presentado como una «relación sexual sin complicaciones». Respuesta de Paula:

—Tú eres tonto. Pero muy, muy, muy tonto. El sexo con otra al principio es algo imperdonable. Dile que te inventaste a Natalie para hacerte el interesante.

—No, no puedo. Me daría mucho corte —confesó Max.

—Pues yo más no puedo ayudarte —concluyó Paula. Y con tres palmaditas en los hombros le indicó que daba por finalizado su manual de instrucciones terapéutico.

Cuando Max llegó a casa, Kurt estaba tumbado debajo de su sillón durmiendo. Este estado se vio obligatoriamente alterado cuando ambos se pusieron en marcha para acercarse a casa de Katrin. Kurt no tenía ganas, pero nadie le preguntó; como siempre, Max tiró de él y lo sacó de allí a rastras. Cuando todavía iban por las escaleras, el animal dejó de oponer resistencia. Una vez fuera, una punzante lluvia le golpeó la piel de braco alemán de pelo duro mientras el odioso viento del Norte le azotaba con descaro aquel hocico tan sensible a los cambios meteorológicos. Además, hacía un frío insoportable en el Parque Esterhazy. Otros perros, a los que se atendía teniendo en cuenta su especie, llevaban en invierno un chaleco. Kurt, por supuesto, no, porque a su amo le daba vergüenza. Así es que él tenía que congelarse. Por desgracia estaba demasiado cansado como para presentar una queja.

El piso era un segundo. Kurt subió voluntariamente por las escaleras. Necesitaba urgentemente algún objeto de un material lo más áspero posible contra el que poder frotarse el lomo mojado. Se abrió la puerta. La mujer olía a bocadillo que relincha y le resultó conocida. El suelo de la vivienda presentaba un estado lamentable; era como para acudir a la sociedad protectora de animales. Estaba embaldosado, no tenía calefacción y sobre él no había nada que pudiera servir para frotarse. Para llegar a la primera y única alfombra de la casa, Kurt tuvo que asomarse a dos habitaciones y husmear en otras dos. Lo bueno fue que encima de aquel modesto cuadrilátero escondido en el último rincón de ese hogar, había una cama debajo de la cual se escondió Kurt para descansar. Cuando a Max se le alcanzó preguntarle a Katrin si tenía un trapo para limpiarle al perro las patas y secarle el pelo, ya era, sorprendentemente, demasiado tarde. Kurt había calmado por su cuenta el picor que le asediaba el lomo y estaba medio dormido. Como ya no había nada que hacer, Kurt dejaba de tener importancia. Seguiría durmiendo hasta nuevo aviso.

Al primer contacto visual, Max olvidó lo que había intentado meterle Paula en la cabeza durante una hora. Había miradas que inmediatamente determinaban lo que iba a pasar a continuación. Katrin estaba apoyada en el marco de la puerta, con las piernas cruzadas y la cadera un poco girada hacia fuera. Max se dio cuenta de que ésa era la mujer por la que habría esperado toda la vida (si hubiera sido uno de esos hombres que son capaces de esperar toda la vida a que aparezca una mujer a la que no conocen). Llevaba un jersey negro fino que le quedaba ajustado y le llegaba como mínimo hasta debajo de la rodilla. Bueno, en realidad, debía de ser un vestido de punto.

Su voz dijo: «Hola, Max, me alegro de que hayas venido». Su cara era de esas que buscan para incluir en los catálogos de moda parisina desenfadada. Su pelo corto y desgreñado, cortado así a posta por una mano profesional, habría ganado un concurso de peinados estrafalarios. Sus ojos podrían haber sido expuestos y catalogados de producto inaccesible de valor desorbitado ante el público más vanidoso. Pero su mirada iba incluso más allá del diseño perfecto. Era una mirada abierta, afilada, viva, auténtica, exigente… e iba dirigida a él. No era una de esas miradas «retrasa-el-beso-unas-semanas-y-aumentará-tu-carisma». No, y tampoco era una mirada «retrasa-el-beso-unos-segundos-y-aumentará-mi-atención». Era una mirada «bésame-ya», una mirada «bésame-aquí-mismo-y-no-pares-nunca».

Max besó a Katrin allí mismo y paró enseguida. Conocía aquella mezcla de vehemente exigencia y traumática repugnancia. Pero no la conocía con tanta intensidad. Aquel beso era distinto a todos los que había vivido hasta el momento. Lo había querido él; él lo había buscado y él lo dirigía. Era la lengua de él la que acariciaba y envolvía; y no al revés, como otras veces. No ofrecía resistencia; se fundía. La boca de Katrin era cálida, suave y agradable.

Max sintió placer. Quería agarrarla por el cuello y estrecharla entre sus brazos. Quería pegarse a ella; que sus cuerpos contactaran en el mayor número de puntos posibles y que no se movieran de ahí; quería seguir besándola hasta que ambos se quedaran sin aire, hasta que los amenazara el hambre o la deshidratación.

Pero tras esa décima de segundo eterna vivida en un beso con absoluta compenetración, su cerebro envió una orden orientada a impedir un pensamiento. Decía: ahora no te vayas por el otro lado, no te pongas a pensar en Sissi «la gorda». Y de esta manera, el nefasto personaje se apoderó de nuevo de él y le introdujo tres dedos imaginarios en la tráquea. Max tuvo que interrumpir el beso de inmediato y separarse de Katrin para así evitar lo peor.

Y entonces sucedió lo segundo peor. Mientras intentaba reducir la náusea, que le había ascendido hasta el cuello, Katrin le clavó una serie de miradas torturadoras: una expectante surgida de la ignorancia; una agotada por la tensión nacida de la inevitable atracción y el más tremendo rechazo; una exigiendo una explicación rápida y completa; una clamando una indemnización de inmediato; y una última mirada que no quería aceptar que se hubiera producido aquella inexplicable interrupción.

Después cerró los ojos, se volvió a acercar a él y le acarició con los dedos las mejillas. Le estaba pidiendo un segundo beso con el que borrar la angustiosa secuencia del primero, al que Max había puesto punto final de una manera que rebasaba los límites de lo ilógico.

Antes de que sus labios pudieran llegar a rozarse, él ladeó la cabeza. Le resultaba difícil recordar cuándo se había avergonzado y odiado tanto a sí mismo por haber hecho un simple gesto como ése.

—¿Tienes un trapo? —preguntó casi sin voz—. Tengo que limpiarle las patas al perro y secarlo para que no te lo manche todo.

Después hubo un silencio absoluto. Katrin no encontraba nada que decir.

—¿Quieres irte? —acabó preguntando una eternidad más tarde.

Y entretanto nada. Ni una palabra, ni una mirada, ni un movimiento. ¿O sí? Ah, sí, claro, por supuesto, le enseñó el piso. Probablemente se lo habría pedido él. Era un piso grande y luminoso y estaba amueblado. O eso es lo que él creía recordar después. Si intercambiaron alguna palabra, y sobre qué, eso ya no lo sabía.

—No, no quiero irme. Quiero explicarte una cosa —contestó él tranquilo y relajado, como un profesor cínico que detesta su trabajo porque no sabe transmitir la materia. La tomó por los hombros para poder sacudirla y provocarle un sobresalto en caso de que no tuvieran efecto sus palabras—. Katrin, tengo f… —Se tragó la frase. («¿No podrías usar otra palabra diferente a “fobia”?», oyó que decía Paula.)—. No me sienta bien besar. —«Paula debería responder de las consecuencias que se deriven de lo mal que ha sonado esta frase con una suma equivalente al valor de la farmacia», pensó Max.

—¿No te sienta bien? —preguntó Katrin, probablemente con la intención de acercar la frase al mundo real al pronunciarla con su propia voz. Daba la impresión de que se había cubierto la mirada con un velo, de que hubiera echado las cortinas para protegerse los ojos—. Entonces no lo hagas. Nadie te obliga.

Sonó más maquillado que un reproche; pero ella ya se encontraba lejos de él. Se había quedado sin rostro; parecía un maniquí frío ante un admirador sin nombre. Había confundido «besar» con «amar», creyó sentir Max. Todas las mujeres confundían el besar con el amar; ése era su problema.

Cuando sonó el timbre ambos se asustaron. Y para ambos el susto fue liberador. Por fin podían vivirlo, demostrar que estaban asustados. Esas cosas sólo solían pasar en las películas que precipitaban el final feliz o en las que acababan en una gran catástrofe. Y el director de ésta debía de estar como una chota, porque al abrir apareció Hugo Boss junior (o un profesor de tenis disfrazado de él), que depositó ante la puerta un árbol de orquídeas, entró y preguntó: «¿Molesto?». Aunque a Max le sonó más bien a «Yo soy el que se siente bien cuando besa», como si fuera una cita de Hamlet.

Su nombre clave era «Aurelio» y mientras lo pronunciaba le alargó una mano inmaculada, lisa y fuerte para saludarlo. Su rostro anguloso se giró por encima del hombro buscando a Katrin para dirigirle una mirada llorosa y disculparse por haber asumido que habían quedado a esa hora para ir juntos al cine (mientras lo comentaba mostraba la dentadura y se miraba el reloj de oro que lucía en la muñeca). «Te mandé un correo electrónico», se justificó. «No me has respondido», se justificó. «El portal estaba abierto», se justificó. «Así es que he pensado…», se justificó.

—Me alegro de que hayas venido —dijo Katrin. Y sonó como una grabación.

—De todas formas, yo estaba a punto de irme —completó Max en el mismo tono. Con esa espectacular mentira firmaba voluntariamente su derrota. Y como buen perdedor le estrechó a Katrin la mano, intentando resultar lo más cálido posible, y farfulló con mucho tacto un discreto «muchas gracias» que casi hasta expresaba satisfacción. Ya en el parque pensó en ponerse a aullar como una manada de lobos desatada por la frustración. Deseaba gritar, pero le vino a la cabeza la imagen de Paula y se echó a reír.

Aurelio no pudo quedarse mucho rato. Segundos después de que Max se marchara de su casa, a Katrin le sobrevino un ataque agudo de migraña que empeoró hasta llegar al grito de histeria cuando Aurelio le propuso permanecer sentado junto a la cama hasta que se encontrara mejor. Pasó un cuarto de hora hasta que Katrin consiguió que él se diera cuenta de que allí no tenía nada que hacer y se marchara. Su desaparición le proporcionó a Katrin un tiempo de recogimiento para consolarse de la decepción que acababa de sufrir.

Al rato empezó a sentir que el recuerdo del percance con el beso le generaba cada vez más amargura y decidió no intentar huir, sino aceptar que estaba enamorada de Max sin remisión. Pero se juró que ella tampoco iba a remitir; no pensaba ceder, no iba a darle a Max ni una sola oportunidad para que se le acercara. Y quiso reafirmarse en su decisión inhabilitando el teléfono, el timbre y el ordenador.

Para darle a su desgracia un toque más profesional y revolcarse a conciencia en el dolor, se tumbó en la cama, encendió la televisión y se puso a navegar por entre los canales. Se quedó con un documental sobre «Detección precoz y métodos efectivos en la lucha contra la hepatitis E». Era el colofón perfecto para aquella noche, pensó. Mientras escuchaba las declaraciones del quinto enfermo de hepatitis E se concedió el lujo de quedarse dormida.