Katrin se despertó y se preguntó para qué. Empezaba un día del que podía decir con los ojos cerrados que no iba a ser más claro porque los abriera. Uno de esos días en los que se sacrifica la calidez debajo del edredón por la certeza de que fuera no se encontrará nada más satisfactorio que obligaciones que cumplir. Uno de esos días en los que uno intenta constantemente convencerse de que le ha tocado algo bueno, de que todo va bien, de que no se puede quejar. Eso era lo peor de esos días: que aburrían sin descanso, desde el despuntar del alba hasta la liberación al abrazarse a la almohada al caer la noche, y uno no podía quejarse; porque las cosas le iban bien.
Por ejemplo, una ayudante técnico sanitario de Oftalmología que tenía que pasar seis horas realizando un trabajo en cadena que incluía una vertiente social tenía que mostrarse de buen humor, apretarse las tuercas que hiciera falta en el cerebro, para tratar a los pacientes según la normativa de la buena atención al cliente, y exprimir hasta la última gota de alegría y ganas de vivir que se le podía extraer a un maldito y oscuro día de diciembre. A cambio, en el mejor de los casos, recolectaría piropos de folleto publicitario referidos a la blancura de sus dientes o el brillo de sus ojos verdes. En la mayoría de los casos, sin embargo, envidias; porque la gente tiene muy mal carácter y cuando se ve a alguien de buen humor y con ganas de vivir, sobre todo en uno de esos días, lo lógico es pensar que a ésa, a ésa sí que le va bien.
Katrin se despertó y lo primero que le apeteció fue un pedazo de pastel de pera para quitarse el sabor amargo que le dejaba en la boca la época prenavideña, arrancada de su letargo junto a ella. Refunfuñó como un niño, pataleó en la cama, testaruda, tenía ganas de llorar porque no había nadie que le llevara a la boca un pedazo de pastel de pera y le acariciara el pelo al inicio de un día que sólo había llegado para pasar. ¿Por qué no la llamaba? ¿Por qué no la invitaba otra vez? ¿Por qué no ahora? ¿A qué estaba esperando? Le quedaba una hora. A ella las cosas le iban bien y tendría la suerte de poder saludar dentro de un rato al primero de una docena de pacientes.
El e-mail de él lo había leído por la noche. Sí que le habría gustado salir al parque a dar un paseo con el perro y con su amo. Le gustaba el tal Kurt, le hacía gracia que no hiciera nada; y le gustaba el tal Max, aunque no hiciera nada. ¿O quizás porque no hacía nada? A Katrin le gustaba también la niebla, pero no en soledad (la asustaba la tristeza en la que venía envuelta), sólo en compañía; y no en compañía de cualquiera. Habría sido un paseo agradable y después podrían haber ido a tomar algo juntos. Un vino caliente; sí, por qué no un vino caliente, por qué no ponerse colorados por los efectos del calor que se les avivaría desde dentro. Seguro que con Max podía ponerse colorada sin tener que avergonzarse por ello.
Pero en vez de eso había ido de urgencia a casa de Beate a atender una «crisis aguda». Joe le había confesado su última historia. Katrin le aconsejó que lo dejara de una vez por todas. Beate le preguntó a Katrin qué era lo que hacía mal. Katrin pensó que todo y le dijo: «Ya verás, al final todo saldrá bien». La ceremonia tradicional duró tres horas. Como recompensa había de tanto en tanto un bocado de «espagueti boloñesa a lo Beate». Katrin regresó a casa hambrienta y vacía.
Él le había dejado un mensaje en el contestador: «Kurt tiene que salir ya, urgentemente, así es que no podemos esperarte más». Katrin lo guardó y lo escuchó tres veces seguidas. Y una más antes de acostarse. Era un mensaje muy bonito; Max tenía una voz muy agradable. Cuando era pequeña le gustaba llevarse a la oreja relojes de juguete y escuchar su sonido; aquel mensaje también sonaba así. La voz de Max tenía su propia melodía. Ay, sí, era muy majo. Y tenía un perro muy simpático y muy tranquilo.
En la sala de espera (como correspondía a un día de ésos) la esperaba Aurelio. Katrin lo reconoció enseguida por la manera de leer el periódico. Si un escultor se quedara sin ideas para reproducir una pose insigne, no tendría más que ver a Aurelio leyendo el periódico y encontraría el modelo perfecto para representar la imagen monstruosa de un miembro de la élite cultural más elevada.
Mientras leía, Aurelio dejaba reposar la mano izquierda en el pecho como si fuera un héroe épico; arqueaba los dedos de la derecha de tal manera que parecía sostener entre ellos algún recipiente para beber, y apoyaba el codo de tal forma que el antebrazo ascendía en vertical y el índice se paraba a pocos centímetros de la sien derecha, pues también adoptaba una pose especial con la cabeza, inclinándola lateralmente; el pulgar le encajaba en el hoyito de la barbilla. El rostro de Aurelio leyendo se sumía en tal concentración que parecía desencajado por el dolor. Se veía a un hombre que leía para pensar y daba la impresión de que sufría con esa acción, porque su cerebro ya estaba a rebosar de conocimientos y enseñanzas vitales, mucho antes de que la iniciara.
Pero él leía el periódico (y siempre era uno de esos periódicos de gran formato lo que se abría ante Aurelio) y en sus células ganglionares repletas de información se colaban sin descanso nuevas perspectivas y puntos de vista. Y la presión que ejercían al penetrar se reflejaba en la mueca de dolor de su rostro. Sólo se habría producido un cierto alivio si Aurelio hubiera tenido la posibilidad de descargar sobre algún oyente los excedentes de conocimiento que lo atosigaban; si hubiera podido explicarle a alguien ciertos detalles sobre el mundo. Pero la sala de espera de un oculista no era el lugar ideal para expandir la amplitud de miras de la clase menos privilegiada intelectualmente. Así es que Aurelio leía para sí, sufriendo de sabiduría acallada, mientras esperaba su turno.
Katrin, por supuesto, sabía que había venido por ella. Desde que se había acabado su relación (es decir, desde que Katrin había reconocido que no iba a empezar) aparecía por la consulta con cierta regularidad cada tantas semanas. En un principio, se había decantado por el envío de enormes ramos de rosas rojas por mensajería a su domicilio, para presentarse él personalmente un día después en la puerta de su casa: una segunda sorpresa, mucho más original. Cuando, en dos ocasiones consecutivas, resultó que Katrin «no estaba sola» y se deshizo de él desde el telefonillo, Aurelio cambió la estrategia y empezó a frecuentar la consulta del doctor Harrlich. Aquel lugar tenía la indiscutible ventaja de que a Katrin no le quedaba más remedio que mirarle a los ojos mientras decía sus palabras: «Aurelio, ya sabes que me gustas, pero tú y yo juntos no llegaríamos a ninguna parte». Y que a él se lo abonaba el seguro.
Hacía exactamente un año de su hermosa época en común (que había durado once días). Se conocieron en el centro comercial del sur de la ciudad. Un Papá Noel que repartía vales descuento había caído fulminado. Los niños se reían de él y a los adultos que pasaban les hacía mucha gracia el show. Katrin se inclinó ante aquel hombre y le aflojó el disfraz. Al hacerlo se liberó una nube de ron. Papá Noel estaba borracho e inconsciente. «¿Hay algún médico por aquí?», gritó Katrin hacia la impactada multitud. No, no había ninguno. Sólo un hombre maravilloso con un bronceado de reflejos dorados y americana en gris oscuro sobre un chaleco gris claro, sobre una camisa de rayas grises y blancas, bajo un abrigo de invierno gris casi negro; todo ello, como mínimo, de Versace (excepto el color del rostro que era de solárium). Ése era Aurelio.
Agarró a Papá Noel por la nuca y lo incorporó. Katrin le dio unas palmaditas en la cara. Aurelio le dio un masaje cardiaco para reanimarlo. Katrin le examinó los ojos al infiltrado. A los diez minutos el hombre había recuperado el conocimiento, pero necesitaron media hora más para apoyarlo en la pared y que se mantuviera en pie. Después, el auxiliador invitó a la auxiliadora a una copa de champán.
Al día siguiente tenía entradas para un concierto. La tercera noche la llevó al teatro y a continuación le enseñó algunas de las dependencias de su ático de 200 metros cuadrados, mientras se deleitaban con un champán de añada. («¿No tiene cada champán su año?», se preguntó Katrin). De todas formas, se quedó con la boca abierta y se puso un poco piripi. Él no se aprovechó de la situación; aunque a ella no le habría molestado. La llevó a casa y la dejó en el portal; aunque le habría gustado entrar con ella. Para despedirla le dio un beso en la mano; aunque Katrin ya se había dejado besar en momentos mucho más inapropiados. «Esto podría ser amor», pensó Katrin.
Los Schulmeister-Hofmeister no daban crédito a sus oídos cuando les habló de Aurelio. Habían pasado cuatro días.
—Todavía es demasiado pronto para decir nada —les confesó por teléfono.
—Oye, tesoro, ¿a qué se dedica? ¿Qué hace? —preguntó la madre al borde del infarto.
—Mamá, éste no hace; éste tiene —le respondió Katrin. Y empezó a enumerar. A ella sus propiedades le daban igual, como mucho le resultaban un detalle agradable. Pero sabía que sus padres calculaban el valor de su hija (y por consiguiente el de la educación que le habían dado) según el equipamiento material del yerno en potencia. A los cinco minutos su padre tuvo que hacerse cargo del auricular porque la madre necesitaba las dos manos para dedicarle al Creador una oración de acción de gracias.
A la quinta noche, y en el local de postín más caro de la ciudad, Aurelio le declaró su amor a Katrin mientras disfrutaban de unos medallones de corzo, el cuarto plato del menú degustación. En primer lugar le explicó qué era el amor (y allí aparecieron expresiones como «al calor del nido», «mano protectora», «luchar codo a codo», «fiel hasta la muerte», «plan de pensiones», «árbol genealógico» y «herencia en común». El sexo ni lo nombró). En segundo lugar le explicó que él la amaba a ella.
—¿No es un poco pronto para hablar así? —le preguntó Katrin deseando que les sirvieran el variado de postres que faltaba por venir.
—El amor no es ni pronto ni tarde —respondió Aurelio. Y se limpió cada comisura de la boca durante diez segundos aproximadamente con la servilleta de tela—. El amor es o no es —añadió. Y entonces levantó la barbilla hasta situar el dorso de la nariz en paralelo al tablero de la mesa. Tomó a Katrin por ambas manos y completó la frase en un susurro—: Y ahora es.
Aquella noche todavía pasaron un buen rato sentados frente a una de las dos chimeneas abiertas del ático de Aurelio, contemplando juntos el fuego, mientras él explicaba algunos aspectos del mundo. Ella lo escuchaba con interés y sólo intervenía cuando se daba una situación de emergencia y era estrictamente necesario opinar lo contrario. Por ejemplo, en el tema «ricos y pobres». Aurelio sabía que en este mundo ningún hombre que sea trabajador tiene por qué ser pobre. Katrin no quería poner en peligro aquella armonía y sólo nombró cinco contraejemplos y mencionó un par de países africanos. Los dos acabaron mostrándose de acuerdo en que ningún hijo de millonario que sea trabajador tendría por qué ser pobre.
Con respecto al tema de las relaciones extramatrimoniales sus opiniones también eran divergentes. Lo trataron en su sexta noche juntos. Aquel día Aurelio le propuso matrimonio. Ella le dedicó una risa semidulce (mezcla de halagada y agobiada) y le preguntó con cariño: «¿Estás loco?». Después añadió: «Ni siquiera nos hemos acostado juntos». Y entonces quedó patente que precisamente por eso tenía él tantas ganas de que llegara la noche de bodas; «qué espera tan emocionante», confesó Aurelio ajeno a la expresión de granujilla que dibujaban sus ojos.
—A mí me gustaría esperar por lo menos dos años para casarme —dijo Katrin con toda la ternura que permitía el contenido de aquella frase.
Aurelio carraspeó y buscó en el bolsillo interior de su americana como si fuera a sacar un calendario.
—Creo que será mejor que lo consultemos con la almohada —respondió ofendido pero con nobleza. Y se forzó a esbozar una sonrisa valiente.
Katrin se tomó el tiempo necesario para realizar una inspiración profunda y quería preguntarle si podía quedarse esa noche en su casa; pero antes de que llegara a abrir la boca para expulsar el aire que había inhalado, él se le adelantó.
—¿Quieres que te lleve a casa?
—Sí, muy amable —respondió ella.
Para su sorpresa, la despedida esta vez incluyó un beso en la boca. Bueno, no fue precisamente un beso, pero algo en esa dirección.
Katrin tuvo que reconocer que la situación le resultaba emocionante y que Aurelio le parecía más interesante después de «lo de la noche de bodas»; más que con toda su sabiduría universal congénita y sus comodidades heredadas. Aquello la animaba a seducirlo. No: la animaba a animarlo a seducirla. Y ése fue el programa de las noches seis a diez; sin grandes pretensiones, más bien un programa de entretenimiento. Fue durante aquellas noches, mientras elegía el vestuario que iba a ponerse, que Katrin se dio cuenta de cuánta ropa se había comprado para nada.
A modo de resumen diremos que enseguida llegaba un momento en el que Aurelio ya no sabía hacia dónde dirigir la mirada ni dónde poner las manos. Se encontraba desorientado, contaba las cosas a medias, se sentía tan fascinado por lo que le provocaba el cuerpo de Katrin, que cortaba sus intervenciones a mitad de frases clave. Ya no devoraba los periódicos de mayor formato con su mirada; los dejaba a un lado. Se abonó a las manos de Katrin, que podían ofrecerle una orgía de caricias. Le enviaba bocas llenas de besos a intervalos de segundos. La adoraba.
Le propuso todos los días que se quedara a dormir en su casa. Y ella, todos los días, aceptó. Cuando Katrin se quitaba la ropa, él se daba media vuelta. En la cama se abrazaban con pasión. Él jadeaba, suspiraba y gemía, pero ella nunca lo tocó de tal manera que pudiera hacer fallar el freno que imponían sus principios. Katrin estaba demasiado orgullosa como para soltar ese freno manualmente. (Aunque habría bastado con agarrar la palanca una sola vez, con una única maniobra). Sin embargo, prefería dejarlo sufrir con aquel ascetismo impuesto y disfrutaba viéndolo así. Eso también era erotismo. Eso también era sexo. Eso podría ser, o convertirse en, amor; pensaba ella.
La noche número once fue la Nochebuena. El mismo día en el que Katrin cumplía veintinueve años. Ya era algo fuera de lo común el hecho de que la pasaran en casa de los Schulmeister-Hofmeister. Diremos «pasar» la Nochebuena para no utilizar la palabra «celebrar». Katrin nunca habría llevado a Aurelio a casa de su familia si él no hubiera insistido. Y nunca les habría colocado a sus padres un hombre en la fase «admirador» delante del árbol de Navidad para que cantaran con él Noche de Paz si no se lo hubieran implorado formalmente.
Nada más llegar, Katrin vio claramente cómo se iba a desarrollar la velada. La madre se abalanzó llorosa sobre el cuello de su hija y dijo: «¡Tesoro, no sabes lo feliz que nos haces!». El padre le pasó a Aurelio el brazo por encima de los hombros y le dedicó una mirada de «enhorabuena, ahora-es-tuya; trátala-bien» que seguramente habría estado ensayando durante una hora delante del espejo.
A continuación guiaron a Aurelio por todas las habitaciones de su viejo piso, como si él estuviera planeando comprarlo, y la madre fue profiriendo una larga serie de frases que comenzaban con «Y aquí la pequeña solía…». (Después, dependiendo de la estancia, venía un «jugar con la Barbie», «comerse sus galletitas», «hacer caquitas» o similar).
La mesa debía de llevar una semana preparada para el acontecimiento. Entre los cubiertos de Katrin y Aurelio había unos tres milímetros de separación. La señora Schulmeister-Hofmeister había recortado unas servilletas rojas dándoles forma de corazón. Las de ellos se rozaban.
Durante la cena mamá les explicó en qué se diferencia una buena oca de Navidad de una mala carpa. O algo parecido. Y también por qué Katrin, de pequeña, no quería comer ni oca ni pescado. (Porque se alimentaba de unas chucherías con forma de plátano que venían forradas de chocolate). Relatos que provocaban tirones en los músculos faciales del oyente, porque una vez que se había puesto en marcha la primera sonrisa ya no había manera de parar. Porque a una historia, que antes de empezar a ser contada ya era calificada de «divertida», le seguía inmediatamente otra de características similares. Mamá Schulmeister era un auténtico genio de la narración cuando se trataba de este tipo de historias.
—Pero ¿por qué hoy no comes nada, tesoro? —le preguntó a Katrin en una pausa.
—Es que no me encuentro muy bien —contestó ella.
—Ay, el amor —comentó el padre. Le lanzó un guiño diabólico a la madre, le dio a Aurelio con el puño en el brazo, y los tres se rieron.
Por lo demás, en el transcurso de la velada, la atención se centró básicamente en el nuevo. Cuando rechazó la tercera ración de lombarda, la madre estuvo a punto de tirarse por la ventana. Después de cenar, el padre pronunció un pequeño discurso en tono festivo. Para entonces ya se le resbalaba un poco la lengua por el Campari; había seguido bebiéndolo durante toda la cena porque nadie quería vino. Mientras hablaba, hacía uso de la mano de Aurelio; se la había agarrado y no paraba de agitarla.
—Querido Aurelio: Estamos muy contentos de poder acogerte, hoy y aquí, en el seno de nuestra familia. Y no es porque tengas una notaría. Que el éxito no lo es todo y el dinero tampoco. Lo que verdaderamente cuenta es el amor. Y créeme: has tomado la mejor de las decisiones. No vas a encontrar una mujer más guapa ni más inteligente que mi hija. Pero dejémonos de palabrería; porque se trata de hacer y las cosas hay que hacerlas bien hechas.
La madre lloró. Aurelio la consoló. Katrin aprovechó la agitación general para abandonar la sala. Pasó media hora hasta que alguien se decidió a ir a ver dónde estaba: en el baño. Era verdad que no se encontraba bien.
Pero la noche seguía en ascenso y todavía no había alcanzado su punto álgido. Para aliviar el malestar, Katrin se tomó un coñac y se negó a entonar el Oh, Santísimo, Felicísimo. Para restablecer la armonía, Aurelio leyó un cuento navideño de Erich Kästner. Bajo el árbol de Navidad esperaban dieciocho paquetes de regalo. No merece la pena entrar en detalles. A Katrin su madre le regaló la colección completa de prendas de punto que había hecho durante todo el año y su padre un horno microondas azul celeste. Lo acompañó de un comentario dirigido a Aurelio para que tuviera paciencia, que su esposa Ernestine había aprendido a cocinar a los diez años de matrimonio. Los hombres se rieron.
En la última escena de la cual Katrin tenía memoria, ya se había tomado media botella de coñac sin que nadie se diera cuenta: Aurelio le hacía entrega de un collar de oro; de repente se lo colgaba del cuello sin avisar y era tan pesado que apenas le permitía mantener erguida la cabeza. Cuando su madre veía aquella joya y leía la información referida a los quilates, los ojos se le llenaban de lágrimas. Katrin miraba con apatía al círculo de asombrados observadores.
—La niña se ha quedado sin palabras —comentaba su padre para consolar al donante.
—Ahora dale un beso bien, bien gordo, tesoro —le solicitaba la madre a la agasajada.
Al día siguiente Katrin se enteró de cuál había sido su respuesta.
—Por encima de mi cadáver —dicen que balbuceó antes de que se le desplomara la cabeza contra la mesa.
El día número doce ya estaba de más. Se despertó junto a Aurelio y tuvo que salir corriendo de allí. Tenía la sensación de llevar sobre los hombros tres cabezas. Todas sufrían unos tremendos dolores y pensaban a la vez: traición, engaño, vendida, vergüenza.
—¿Qué haces? —le preguntó Aurelio soñoliento.
—Me voy —contestó Katrin.
—¿Adónde? —respondió él.
—A casa —dijo ella.
—Aquí estás en tu casa, mi amor —afirmó él.
—Esto es un error —murmuró ella—. Yo no te quiero.
Le dejó el collar. Allí mismo le habría enganchado Aurelio la correa. Y sus padres habrían visto cumplido uno de sus mayores deseos al ver a su hija encerrada en una jaula adaptada a las necesidades de su especie. Y eso habría sido más amargo que un nuevo fracaso amoroso.
—¿Mejor o peor? —preguntó Katrin.
—Peor —dijo Aurelio.
—¿Y ahora? —preguntó ella.
—Peor —respondió Aurelio.
—Vale. Pues está todo bien. Sigues sin necesitar gafas, como hace tres semanas —le dijo Katrin aburrida. Y le tendió la mano derecha como hace cualquier médico para indicarle a su paciente la intención de despedirlo.
—He estado en casa de tus padres —dijo Aurelio. Esa amenaza de peligro había ido perdiendo efecto a lo largo del año por su constante repetición—. Me han dicho que no estás bien —añadió en tono compasivo.
—¿Eso piensan? —preguntó Katrin.
—Dicen que estás muy sola —le reveló Aurelio.
—Pues ellos sabrán —respondió Katrin. Y apretó los párpados.
—¿No te acuerdas de nosotros hace ahora exactamente un año? —le preguntó Aurelio mientras le acariciaba los hombros.
—Ni por un momento —contestó Katrin.
—Yo me encuentro tan…
Katrin sabía cómo se encontraba Aurelio aunque él no acertara a explicarlo. Sonó el teléfono. Y Katrin pensó que aquélla era la situación contraria a la típica escena en la que ninguno de los dos escucha la llamada o simplemente dejan que suene sin contestar.
Era Max. ¿Cómo sabía él que tenía que ser él, que ése era el mayor deseo de ella en ese momento? Katrin sintió que le subía la temperatura corporal y que el calor avanzaba desde dentro hacia fuera. Probablemente se le encendió la cara. Que la viera así Aurelio, que sufriera. ¿La habría visto alguna otra vez tan radiante?
Katrin dijo: «¿En serio?». Y aquello era ya una especie de grito de alegría. «Claro, encantada. Encantadísima», le oyó decir Aurelio. Le temblaba la voz. Se esforzaba por ocultar su repentino nerviosismo. «También puede ser más tarde. Mañana no tengo consulta», dijo. «Vale, a las nueve». «Venga, pues hasta mañana». «No, no voy a cambiar de opinión». «Que no, seguro que no». «Ya tengo ganas». «De verdad». «Muchas, incluso». «Venga, vale». «Lo mismo digo».
—¿Quién era? —preguntó Aurelio intentando aparentar una tranquilidad que debía de ser el reflejo de la tolerancia propia de un hombre de mundo.
—Nadie. Un amigo —contestó Katrin contenta ante la evidente falta de pudor que mostraba el hecho de quitarle importancia a la relación.
—Estás preciosa cuando eres feliz —le dijo Aurelio.
Ahora le daba pena.
—¿Quieres que esta semana vayamos algún día al cine? —le preguntó Katrin. Ella misma se sintió perpleja por la transformación que había experimentado. De repente lo apreciaba y sólo quería lo mejor para él—. ¿Nos llamamos mañana? —propuso. Y lo empujó hacia la salida. (La sala de espera estaba llena de pacientes).
—Yo te llamo —se ofreció él. Avanzó unos cuantos pasos hacia la puerta, se dio media vuelta y le preguntó, como por casualidad, pero con muy poco disimulo—: ¿Tú mañana tienes una cita?
—Qué va —dijo ella soltando una carcajada—. Un amigo que me ha invitado a desayunar.
Aurelio sonrió inseguro.
—Quiere que pruebe su pastel de grosellas —le dijo Katrin cuando él ya se alejaba.