Una fina llovizna había dejado las calles suaves como la seda; pero no servía de mucho: Kurt tenía que acompañar a Max a la oficina de Vivir a cuatro patas. Tenían que redactar la columna semanal de «Esa mirada fiel». Esta vez Max necesitaba la presencia de Kurt porque no tenía ni idea de qué iba a escribir. ¿Podría sacar algo provechoso esta semana de su braco alemán de pelo duro? Sabía perfectamente cuáles eran los movimientos de su perro, conocía muy bien los tres que efectuaba cada día.
A Kurt no le gustaba ir a los despachos; mucho menos en invierno y mucho menos con el suelo mojado, resbaladizo y sucio. Y, desde luego, aún menos, ir a la oficina de Vivir a cuatro patas. Porque en ese lugar los humanos estaban insoportablemente necesitados de afecto. Amaban tanto a los animales que, cuando veían a uno, se ponían a bailar, a cantar, a saltar e incluso a llorar de alegría. Y más cuando veían a Kurt. Porque él no podía defenderse. Le resultaba demasiado trabajoso. Aunque, en cualquier caso, las acosadoras manos de los empleados de Vivir a cuatro patas nunca le habrían dado la opción de hacerlo. Esas manos lo agarraban, lo acariciaban, lo achuchaban, le rascaban. Y él se dejaba querer.
Aparte de eso, estaba Deneuve, la gata siamesa, de la que se decía que era «un poco traviesa», pero «en el fondo muy buena». De Kurt también decían que era «muy bueno». Aquella gente no podía ni imaginarse lo cerca que llegaba a estar él de demostrarles justo lo contrario por causa de Deneuve. Deneuve y sus travesuras lo arrastraban al borde de la locura. La gata le saltaba encima, se le colgaba al cuello, lo lamía, le mordía el rabo, se frotaba la cabeza contra su pelo duro, y allí se limpiaba los restos de Sheba, su comida para gatos. En tales situaciones, Kurt llegaba al convencimiento de que Deneuve tendría que espicharla. Bastaría con un mordisco en la yugular y la paz volvería a instalarse en aquel lugar. Estaba seguro. Pero ¿qué pasaría si no acertaba a morder en el punto exacto? Ella empezaría a chillar y saldría corriendo a toda mecha, él tendría que ir tras ella, todo se llenaría de sangre de gato… Sólo el pensamiento le horrorizaba. Así es que se dejaba torturar. Solía hacerse el dormido, Deneuve acababa sintiéndose tonta, y él solía acabar durmiéndose de verdad.
También Max conocía relaciones más agradables que las que mantenía con sus compañeros de Vivir a cuatro patas. En su mayoría eran señoras, pensionistas, solas, que olían a serrín para gatos y hablaban como loros. Y no confiaban en él. El recelo se podía leer en sus ojos de lechuza: sospechaban que maltrataba al animal. Escudriñaban cada uno de los movimientos y los gestos que le dirigía a Kurt, y enseguida intervenían y lo acusaban si procedía. Nunca le perdonarían que se hubiera hecho con Kurt sólo para sacarle un rendimiento económico a través de la actividad periodística y así asegurarse una fuente de ingresos. Lo que hacía con Kurt era equivalente a prostitución y explotación; o aún peor, porque un animal no puede defenderse como un ser humano y Kurt, obviamente, menos que cualquier otro animal.
El reto que suponía escribir aquella columna era tan grande, que Max se sorprendía a sí mismo cada semana cuando retomaba el trabajo. El público potencial (si es que se podía hablar de un «público») eran niños de familias con pocos medios, que recortaban aquellas fotos de animales de tercera fila, y pensionistas que ya habían cumplido los sesenta y utilizaban las páginas de Vivir a cuatro patas para recubrir el suelo del refugio de sus tortugas, la jaula de sus cobayas o la madriguera de su conejito. Así es que Max tenía un problema añadido: no sabía a quién dirigirse exactamente cuando escribía «Esa mirada fiel». Kurt, él, sus amigos y sus compañeros, quedaban excluidos. Y lectores en sí no había.
Estaba sentado frente a la pantalla del ordenador, observando a Kurt, que no parecía tener intención de hacer nada que pudiera describirse (dormía; Deneuve bufaba en la sala contigua; la puerta estaba cerrada), cuando le vino a la cabeza Katrin. Le pasaba a menudo desde lo del pastel de pera. De alguna manera, ella le gustaba. Lo de «de alguna manera» lo añadía por precaución. Sabía perfectamente de qué manera le gustaba. Pero no se permitía aquellos pensamientos. Su relación con Katrin era meramente comercial: tenían negocios en torno a Kurt y la Navidad (por cierto, no habían hablado del precio).
Además, Katrin era un tipo de mujer de la que Max nunca podría enamorarse porque… ¿Por qué no? No importa, la cuestión es que no podía; le indignaba el mero pensamiento de que pudiera existir la posibilidad. Esa posibilidad lo hacía sentirse presionado. Además, por ahí pululaba un novio raro al que no le gustaba el pastel de pera (de lo cual se podía concluir que tenía mal carácter y falta de disposición para disfrutar de la vida). Aparte del hecho de que seguro que ella era una mujer a la que había que besar; una mujer que nunca lo haría sin un beso; una mujer cuya boca no se podía pasar por alto; una mujer que no podía concebir el amor sin besos. Max se agitó ante el monitor. Kurt, que se había acomodado, levantó una ceja, aproximadamente medio milímetro, para asegurarse de que no se perdía nada. No era realmente un movimiento a partir del cual se pudiera estructurar el texto de la próxima entrega de «Esa mirada fiel».
Max tenía que reconocer que el pensamiento había sido muy bonito: ponerle a Katrin la mano en el rostro. De forma meramente profesional; por el negocio y el ambiente navideño. Y después deslizársela con cuidado hasta la oreja y viajar hasta las puntas de su cabello oscuro y posarle la mano en la cabeza; bajar incluso un poco más, hasta la nuca y por debajo del cuello del jersey, en esa zona en la que la piel es más cálida; allí depositaría su mano y cerraría los ojos y… nada de besos. Sí, era un pensamiento muy bonito.
Sin embargo, los pensamientos bonitos no aparecían en las columnas sobre perros. Kurt no tenía intención de aportar nada, así es que Max tenía que escribir solo y empezó a hacerlo. Se imaginó que había una lectora y el texto comenzó a fluir. Esta vez se lo dedicaba exclusivamente a una señora imaginaria de 75 años que tenía un perro. Se ha comprado unas gafas nuevas para leer y quiere probarlas. Se había quedado por casualidad en la página en la que se publica «Esa mirada fiel» y no se arrepentirá de haber elegido para su test de visión la revista Vivir a cuatro patas en vez de, por ejemplo, la guía telefónica. Ése era su objetivo.
ESA MIRADA FIEL, n.º 83
Título: «Kurt desea que su amo tenga una amita».
Texto: «Queridos amigos de los animales, queridos amantes de los perros, queridos aliados del braco alemán de pelo duro:
Podéis estar tranquilos. Kurt está sano. Esta semana ha comido muy bien. Un día su menú constaba de pata de cerdo y sólo dejó los pelos. Bueno, nosotros tampoco nos comemos los palillos cuando nos ponen rollitos de ternera, ¿no? También ha salido todos los días de paseo, ha levantado su patita y se ha sacudido para que su amo no tuviera que ducharlo de vuelta a casa. Nuestros perros son mucho más limpios de lo que se cree.
Kurt ha sido muy bueno. Esta semana no ha ladrado ni una sola vez. Algún abuelo tendría que tomar ejemplo de él, ¿o no? Ha dormido mucho y eso le va muy bien para el pelo; le concede un brillo especialmente bonito. Y nosotros se lo consentimos. Ya se ciernen sobre el país los días cortos y las noches largas y Kurt enseguida ve llegado el momento de acostarse temprano para poder levantarse tarde.
¿No son envidiables nuestros perros? No tienen que hacer compras navideñas, carecen de agobios, no se enfrentan al gentío, ni pasan horas desesperantes en mitad de un atasco. En uno de estos días grises de diciembre, ¿a quién no le gustaría cambiarse por uno de nuestros cuadrúpedos? Nos encantaría. Pero como bien dice el cantautor Reinhard May: “Alguien tendría que abrirnos el frigorífico, si fuéramos perros”. Bromas aparte».
(Max se mordió el labio inferior hasta que le dolió).
«Lo que pasa es que Kurt a veces se siente muy solo con su amo. Del mismo modo que los niños necesitan un padre y una madre…».
Max se detuvo. ¿De verdad podía escribir eso? Miró hacia donde estaba Kurt. Dormía acostado debajo de una silla de oficina. Deneuve arañaba la puerta de la sala contigua. Su compañera, Eleonore Königsberger, la papisa de los hámsteres dentro de la redacción de Vivir a cuatro patas, se quejaba dos despachos más allá (pero en voz lo suficientemente alta como para que él la oyera) de las condiciones indignas en las que se mantiene a los hámsteres en las tiendas de animales y de la compraventa de hámsteres en general. Su voz parecía imitar el ronco graznido del grajo. A Max no le quedaba otra opción. Tenía que escribir sin pensar. Tenía que marcharse de allí cuanto antes.
«Del mismo modo que los niños necesitan un padre y una madre, también un perro desea encontrar una amita junto a su dueño. Mientras él lo saca a dar una vuelta, ella le irá preparando la comida. Nuestro querido cuadrúpedo sabrá por fin dónde colocarse en la cama: exactamente en el centro. Y cuando salgan de paseo, no tendrá que sufrir ese continuo ir y venir sin sentido detrás de un palo inanimado; ahora avanzará entre ambos, moviéndose contento de aquí para allá mientras ellos le lanzan palmadas de alegría. Hay numerosos ejemplos, extraídos de la vida diaria, que nos muestran que la vida de un perro es mucho más hermosa si su amo y su ama están juntos…».
Necesitaba ocho líneas más. Y estaba sintiendo la urgente necesidad de darse una recompensa ese mismo día por haber escrito aquella historia. Le iría bien un poco de vida social. Ya que de todas maneras estaba sentado al ordenador, se decantó por la discreción de la comunicación escrita y envió cuatro e-mails. Esperaba recibir al menos una respuesta afirmativa.
A Rodríguez, de origen argentino, lo había conocido en la época (tres meses) en la que estudió Sociología. No mientras estudiaban sino, más bien, en vez de estudiar. Le escribió: «Hola Rod: ¡Ataque sorpresa! ¿Tienes tiempo y ganas de pasarte esta noche por nuestro local de siempre para que hagamos una pequeña cata de vinos? Me alegraría volver a verte. Un abrazo. Max».
El segundo e-mail se lo mandó a Paula y Samuel, su pareja favorita. Ella: farmacéutica y eterno amor platónico de Max tras sólo tres patinazos. Él: arquitecto, dos cabezas más bajito que ella y con cara como de pan; pero se ve que besaba muy bien. Les propuso ir juntos al cine o a cenar a un italiano.
Al escribir el tercer mensaje, a Max se le instaló en el cuerpo cierta sensación de mareo. Iba dirigido a Natalie, con la que no había vuelto a tener contacto desde octubre. Aquella noche se había librado del beso por los pelos. Natalie no tenía más que veintidós años; doce menos que él. Estudiaba Filología Inglesa y estaba enamorada, de una manera que podría considerarse ingenua, de uno de sus profesores. Profesor que, por su parte, de una manera que podría considerarse ingenua, se enamoraba de una de cada dos de sus alumnas. Ése era el meollo de las conversaciones que había mantenido hasta entonces con Max. Él había preferido abrirle los ojos a la realidad antes de que ella los abriera demasiado y posara la vista sobre su boca. Porque Max conocía esa mirada. Lo situaba entre la huida y el vómito. Esa vez había elegido la huida.
Y ahora le estaba escribiendo: «Hola Natalie. Seguro que estás ofendida porque me fui de repente y no he vuelto a dar señales de vida. Si quieres, te lo puedo explicar. Si quieres, esta noche. ¿Tienes tiempo para tomar unos vinos?». Ojalá no le respondiera; eso pensó Max mientras dejaba que el dedo corazón se deslizara de la pestaña «eliminar» a la de «enviar».
El cuarto mensaje fue para Katrin. Y Max tenía que reconocer que para él era el más importante. Pero no, no lo reconocía. Escribió: «Hola Katrin, a lo mejor tienes tiempo y ganas de dar un paseíto entre la niebla por el parque Esterhazy conmigo y con Kurt. Kurt adora la niebla; le gusta quedarse ahí en medio, de pie, esperando a ver si sucede algo. Después podríamos ir a tomar un vino caliente. Dile a tu novio que se venga con nosotros. Un saludo. Max». «¡Vade retro! Viene también el novio», pensó.
Kurt seguía durmiendo. Deneuve bufaba detrás de la puerta mientras la arañaba. A Max seguían faltándole ocho líneas para terminar la columna. Lo último que había escrito era: «Hay numerosos ejemplos, extraídos de la vida diaria, que nos muestran que la vida de un perro es mucho más hermosa si su amo y su ama están juntos». Esa frase era en sí misma un final perfecto. Así es que decidió incrustar un par de ejemplos un poco más arriba para completar:
«Si el amo tiene un mal día, nuestro querido cuadrúpedo lo acusa al cien por cien. Pero si hay, además, una ama en la casa, el perro probablemente ni se entere del mal humor de su dueño, pues éste se concentrará en la señora. Y, por supuesto, también viceversa».
(«Una frase muy buena para rellenar», pensó Max).
«Y cuando dos se pelean, siempre hay un tercero que sale ganando. Y ese tercero será casi siempre nuestro amado animal: el perro».
Y sin mayor cohesión añadió directamente:
«Hay numerosos ejemplos, extraídos de la vida diaria, que nos muestran que la vida de un perro es mucho más hermosa si su amo y su ama están juntos. Les enviamos besitos desde el hocico de Kurt y saludos con acento prenavideño de su amo Max».
¡Hecho! Despertó a Kurt y lo sacó del despacho a rastras pasando por delante de Deneuve y de la señora Königsberger.
No había respuesta de Katrin, Rodríguez tampoco había dado señales de vida, Paula había escrito: «Me alegro de que des señales de vida. Lo de esta noche nos parece un poco precipitado. Sami tiene que trabajar y yo he quedado con unas amigas. Pero el fin de semana a Sami le toca seminario y yo tendría tiempo. Ya me dirás si te va bien. Paula». Y Natalie también había respondido: «Hola Max, no estoy ofendida, sólo extrañada. No te tenía por uno de esos tíos que desaparecen de hoy para mañana y aparecen de repente pasado mañana. Te confié algunas cosas muy personales y he pasado unas cuantas semanas arrepintiéndome de haberme abierto tanto ante ti. Edgar hoy tiene un curso intensivo, así es que yo tendré tiempo por la tarde. En estos momentos mi interés no se centra tanto en ti, sino en tus explicaciones. O sea, que llámame. Pero si te he asustado con este mensaje, déjalo. Saludos, Natalie».
La verdad es que no lo había asustado, pero en esos momentos él estaba más por la labor de dejarlo. Estuvo esperando respuesta de Katrin hasta las seis de la tarde. Después la llamó y le dejó un mensaje en el contestador: «Kurt tiene que salir ya, urgentemente, así es que no podemos esperarte más». Por supuesto, Kurt no quería tener que salir ya, urgentemente; estaba tumbado debajo de su sillón durmiendo. Y Max se preparó para pasar la tarde en casa hasta las ocho: unas tostadas, kétchup, Doris Lessing, el teletexto, un Cabernet Sauvignon y Herbie Hancock. Después empezó a sentirse inquieto y llamó a Natalie. Incluso le cedió la ventaja de jugar en casa. Cuando ella preguntó: «¿Quieres pasarte por aquí?», sonó a «sin compromiso». Si no, no habría ido voluntariamente al terreno de ella. Kurt se quedó en casa. Estuvo vigilando. (Es un chiste).
A Natalie nadie le habría echado veintidós años a pesar de que era pequeña, delicada y tenía el pelo rubio con un corte a lo paje que le concedía cierto aspecto infantil. Pero tenía la voz áspera, profunda, unos ojos marrones que transmitían la impresión de que había vivido (y que ella cerraba cinco veces por minuto confirmando que, efectivamente, sabía lo que se hacía) y unas manos finas a las que hacía bailar grácilmente ante su rostro para dar más fuerza a sus enunciados; lo cual era totalmente innecesario porque sus enunciados encerraban en sí mismos la fuerza suficiente. Carecía de ingenuidad y de la más mínima intención de simularla para despertar el instinto protector en los otros. Eso la dotaba de serenidad en su juventud. A Max le gustaba que fuera así.
Como paso previo a las tan esperadas «explicaciones» de por qué Max la había rechazado, ella contó que su amor por Edgar, su profesor en la universidad, se había enfriado porque él no era capaz de decidirse por ella. Puesto que las palabras «enfriado» y «amor» salieron de la boca de Natalie envueltas en un halo de contradicción, Max dedujo que aquel profesor seguía significando mucho para ella, que Natalie no estaba dispuesta a rendirse y que más bien quería vengarse de él por su poligamia. Cuando se quitó el jersey, tal y como se lo quitó, y teniendo en cuenta que el body que llevaba debajo no era uno de esos que alguien lleva debajo de un jersey por casualidad, a Max le quedó claro cuándo y con quién pensaba vengarse Natalie de su profesor: ahora y con él.
Su decisión de contarle la verdad se vino abajo cuando ella dijo: «Bueno, ahora explícame qué te pasó aquel día», y por la manera en la que lo dijo. Mientras pronunciaba esas palabras sonreía satisfecha, se acercó a Max y le dio un golpecito en la rodilla con el dorso de la mano. Evitó cerrar los ojos para no mostrar desconfianza. Max se dio cuenta de que estaba esperando una respuesta halagüeña. Quería que le dijera que ella era demasiado segura de sí misma y demasiado exigente para él, que él deseaba «una historia menos complicada» y que de repente había tenido la sensación de que con ella sólo se podía tener «algo más serio»; algo así esperaba escuchar.
En primer lugar, Max aborrecía su frase recurrente de carácter destructor: «Lo siento, tengo fobia a los besos». En segundo, de repente tuvo la sensación de que esta vez podría conseguirlo. El vino se le había subido a la cabeza y había desdibujado los contornos del recuerdo traumático de Sissi «la gorda» que tenía alojado en el cerebro. Y en tercero, vale, es que estaba excitado. De hecho, mucho. Necesitaba sentir a Natalie, rozar su piel, deslizarle las manos por la espalda, agarrarla por las caderas, apretarla fuertemente contra su cuerpo, tumbarse sobre ella, que sus cuerpos se frotaran uno contra otro, penetrarla, verla con los ojos ardientes por el deseo, ver cómo esos ojos observaban su excitación y la estimulaban, la enardecían y lo llevaban al clímax. Ella estaba dispuesta. Lo estaba invitando.
Natalie empezó a mover ante él la parte superior de su cuerpo como si fuera una gatita, bajó el hombro izquierdo y dejó que el tirante del body se le deslizara suavemente por el brazo, agarró a Max por las muñecas y le apretó con fuerza para hacerle saber que ya estaba atrapado, a la vez que lo animaba a liberarse de las esposas.
Pero, además, siguió alimentando la distancia con palabras: «Entonces ¿qué te pasó aquel día? ¿Por qué no me quisiste besar?», preguntó casi sin voz y fingiendo una respiración acelerada. Aquellas palabras iban a acabar con todo. Max comprendió que Natalie, en ese momento, sólo aceptaría una réplica: la reacción que probablemente estaba esperando. Sólo había una manera de calmar su ansiedad, una única llave para acceder a su cuerpo. Destino cruel: Max tenía que besar a Natalie.
Cerró los ojos y se acercó a su boca. Max tenía los labios suaves y cálidos y sintió cómo ella los iba cubriendo poco a poco. Experimentó un primer empujón desde el estómago. Max, que en un principio se había adherido con obstinación a los hombros de ella, decidió desviar la atención y empezó a tocarle los pechos. Pero Natalie le tomó las manos y se las colocó otra vez sobre los hombros. El gesto no daba lugar a dudas: el beso continúa, prohibido acelerarse. La pasión de Natalie exigía un mínimo de autocontrol. Su entrega estaba organizada intuitivamente. Incluso el camino que conducía al éxtasis estaba salpicado de metas volantes y discurría por un trazado que debía ser respetado. La primera estación, la más importante: el beso extático.
Max notó la lengua de la chica buscando la suya entre los dientes. Apareció la primera arcada, sintió que le subía una náusea más que evidente. Abrió rápidamente los ojos y vio aquel hermoso rostro, relajado, ajeno a la desesperación de su compañero. Natalie estaba sumida en sí misma, ya no pensaba, actuaba sin intención y sin bloqueos; se entregaba a la experiencia. El beso era para ella puro sexo.
Había encontrado la lengua de Max y la movía en círculos con la suya. Max estaba reviviendo la vieja lucha que tenía lugar sin piedad en su cuerpo: la excitación contra la náusea. Un segundo empellón procedente del estómago le reveló quién podría volver a ser la vencedora indiscutible. Se separó de Natalie y se dejó caer en el sofá. Sabía perfectamente qué no se podía hacer a sí mismo, ni a ella, en aquel preciso instante… pero ya sólo esperaba, desfallecido, que sucediera.
Natalie era incapaz de reconocer el problema y ni siquiera intuía qué peligro la estaba acechando. Se dirigió hacia aquel cuerpo acostado, sin voluntad, se inclinó sobre él, se bajó el body hasta la cintura, tomó las manos de Max, se las llevó a los pechos y se los apretó con fuerza. Max pudo realizar dos respiraciones profundas y disfrutar del tacto de sus manos y de la excitación que le provocaba, antes de volver a sentir la lengua de la chica dentro de su boca.
El legado de Sissi «la gorda» había ascendido hasta la garganta. Buscó desesperado en su cabeza un botón destinado a cambiar de canal; a uno donde pusieran fútbol, o la visita del Papa, un terremoto, el tiempo, Deneuve, Kurt, lavarse los dientes, crucigramas… Las imágenes se iban sucediendo como en una proyección de diapositivas: a cámara rápida, desaparecían enseguida. Natalie lo había tomado por las mejillas como si tuviera unas tenazas y ya no le dejaba mover la cabeza ni a un lado ni a otro. Su lengua, húmeda y salvaje, navegaba por todas partes, jugaba al escondite y a pillar en la boca de Max.
Él estaba medio inconsciente a causa del mareo y del miedo ante las inevitables consecuencias. Si lo viera así Katrin… ¿Se pondría a gritar? ¿O se reiría? ¿Le tendría compasión? ¿Lo consolaría? De pronto sus pensamientos hallaron reposo. Max la estaba viendo, con su pelo negro corto, dándole la mano mientras lo animaba haciendo un gesto con la cabeza. «¿Y has probado alguna vez con grosellas?», le preguntaba mientras levantaba, coqueta, las cejas. «Tenía razón. “Pastel de grosellas” suena incluso mejor que “pastel de pera”», pensó Max. «Y las grosellas espinosas saben incluso menos que las peras», le decía Katrin. Natalie abandonó el beso, le lamió la mejilla, le desabrochó la camisa y lo guió con las manos ávidas y frías hacia el pantalón. El doble clic debió de ser del cierre de su body. Los fríos dedos de ella trabajaban hábilmente y con profesionalidad y sólo se retiraron cuando ya no quedaba sitio para ellos. Natalie susurró un largo «síííí», áspero y expectante. Se había sentado sobre él; él estaba dentro de ella.
Max cerró los ojos y dejó que sus manos actuaran como movidas por control remoto, que hicieran todo lo que pudiera aumentar los suspiros y gemidos de Natalie. Le picaba la cara, empapada por el sudor segregado por el miedo, pero había logrado reducir con éxito un par de violentos ataques de indisposición. Nunca había aguantado tanto. Los movimientos de la chica eran cada vez más intensos. Volvió a disfrutar de pequeñas convulsiones provocadas por el placer. Entonces la lengua de Natalie se arrastró en ascenso por su cuello. Él llevó la mandíbula hacia atrás para cortarle el paso. Ella superó el obstáculo sin esfuerzo. El martirio del beso no había acabado.
A Max se le llenaron los ojos de lágrimas. Volvió a intentar la huida hacia Katrin. ¿Cómo era el sueño? ¿Dónde se había quedado? Katrin quería tener a Kurt y para ello estaba dispuesta a acceder a cualquier deseo de Max. «Va, venga, ¿qué quieres que haga?», le preguntaba. Sólo se podía ver el brillo de sus ojos almendrados a través de la ranura de su traje espacial amarillo. (Porque tenía los ojos almendrados, ¿no?). «Tú me pones las manos en la nuca y vas bajando, deslizándome los dedos por toda la espalda, despacio», creyó que decía. Y cómo lo miraba ella. «¿Harías eso por mí?», creyó que preguntaba. Entonces Natalie le lanzó una mirada que lo atravesó, tomó aire, empezó a gritar y no paraba: «Ayyyyyy, aaaaahhhh, sííííííííí…, síííííí». Se desbocó, echó la cabeza hacia atrás, apretó las piernas oprimiéndole las caderas, desplegó los dedos y le clavó la base de los pulgares en los hombros. Tres veces más, más despacio, no tan alto, algo más juiciosa: «Aaaahhhh, aaaah, aaaah». Después se dejó caer sobre él, agotada, y le apoyó la cara ardiendo sobre el pecho.
Max notó que su grado de malestar iba descendiendo y perdiendo fuerza. «Qué fuerte», susurró Natalie. No se había dado cuenta de nada. Max lloró: triunfante de alegría y por el miedo que había pasado. Por lo que pudiera pasar, prefirió mantener los ojos cerrados un rato más. Por lo que pudiera pasar, prefirió seguir pensando un poco más en Katrin. ¿Lo habría hecho?