11 de diciembre

El pastel de pera dedicado a Katrin estaba listo. ¿Dedicado? Bueno, simplemente es que había una persona nueva por la que merecía la pena hacer un pastel a las doce de la noche. Es decir: tampoco estaba tan claro que realmente mereciera la pena, pero a Max le apetecía. Además, si la cosa seguía así, se iba a llevar a Kurt. ¿Quién más se llevaría a Kurt? Y le había deseado «buenas noches». Claro que se daba cuenta de que eso no significaba nada, ya había visto que era un mensaje comunitario y que se lo había enviado a más gente. No era nada personal. Entre Katrin y él no había nada personal. Max no sentía que ella se hubiera dirigido a él a nivel personal.

Tampoco podía imaginarse que Katrin tuviera algún interés en él. O más bien: no había querido intentar imaginárselo. Es decir: ella no le había dado ningún indicio que pudiera llevarlo a pensar que podría intentar imaginarse que ella tuviera interés en él. Aunque, en realidad, él a ella tampoco le había dado ningún motivo para que ella le diera indicios que pudieran llevarlo a pensar que podría intentar imaginarse que ella tuviera interés en él.

Y la verdad era que él tampoco estaba interesado en ella. No, porque ella no era nada interesante. Es decir: él ni siquiera se había planteado si ella era interesante o no. Ella tampoco le había dado ningún indicio que pudiera llevarlo a pensar que debía plantearse si ella era interesante o no. Aunque, en realidad, él a ella tampoco le había dado ningún motivo para que ella le diera indicios… Se acabó. El pastel de pera ya estaba listo. Una pena.

Era la una de la mañana. Max se sentó frente al ordenador, abrió el mensaje de buenas noches de Katrin, hizo clic en «responder» y escribió: «Buenos días. El pastel de pera ya está listo. Por si le apetece venir a desayunar. A Kurt le hará ilusión. Un saludo. Max». Después se agachó debajo del sillón de Kurt y lo acarició. Al sillón no, al perro (aunque a lo mejor al sillón le habría gustado más). Es igual. No había muchos momentos en los que Max se sintiera orgulloso de tener a Kurt. Y ése era uno de esos escasos momentos.

A las siete de la mañana un grito estridente arrancó a Kurt del sueño. Pero él se dio media vuelta y continuó durmiendo. Había gritado Max: «¡Noooooooo!». El causante había sido el teléfono. Había sonado. Y no solía hacerlo a esa hora. Ni en esa situación.

Max había tenido un sueño horrible. Lo horrible del sueño era que se había acabado antes de tiempo y que sólo había sido un sueño, con lo cual no podía retomarlo para continuar. Pero es que el principio había sido la leche; después se había diluido un poco y había acabado de la manera más trágica. Se trataba de Katrin. Aparecía envuelta en su traje espacial amarillo. Max sólo podía ver el torbellino de su mirada, sus radiantes ojos almendrados. (Porque tenía los ojos almendrados, ¿no?).

Estaba enamorada de él hasta la médula. De Kurt. Lo único que deseaba en el mundo era tener a ese perro y decía: «Por favor, dame a Kurt. Puedes pedirme a cambio lo que quieras». Se lo decía a Max. Y él le preguntaba: «¿De verdad?». Ella decía: «De verdad». Entonces él preguntaba: «¿Puede ser también algo físico?». Y ella le decía: «Lo que sea. Si me das a Kurt yo te doy lo que tú quieras». Max: «¿Lo dices en serio?». Katrin: «Totalmente en serio». Max: «¿Y si luego no quieres hacer lo que te pida?». Katrin: «Voy a hacer cualquier cosa que me pidas si a cambio me das a Kurt». Max: «Bueno…, es una cosa… un poco especial». Katrin: «Eso ya me lo imaginaba». Max: «Te tienes que…». Katrin: «… ¿Desnudar? Qué cosa tan especial…». Max: «No. Te tienes que…». Katrin: «Venga, dilo ya». Max: «No me sale». Katrin: «Venga, ánimo, dilo. Me tengo que…, ¿qué? Me da igual lo que sea. Hago cualquier cosa por Kurt». Max: «Es que te va a parecer pervertido». Katrin: «¿Qué quieres decir con “pervertido”? Los hombres sois unos pervertidos. A mí lo que me parecería pervertido es que a un hombre que puede pedirle a una mujer lo que quiera no se le ocurra ninguna perversión. Así es que venga, dilo».

Max se tomó todo el tiempo posible para pensárselo (como era un sueño, pues todo el tiempo que pudo mantenerlo sin que se desvaneciera) y por fin dijo: «Bueno, te voy a dar a Kurt aunque no lo hagas». Katrin: «¿De verdad?». Max: «De verdad». Katrin: «Es muy amable por tu parte. Gracias». Y le dio a Max un beso fugaz en la frente, se inclinó hacia donde estaba Kurt y fue a agarrarlo para llevárselo. (El sueño estuvo a punto de terminar ahí. Max estaba dando vueltas inquieto en la cama y amenazaba con despertarse).

«Pero ¿lo harías?», preguntó entonces enérgico. (Volvió a creer en sí mismo). Katrin: «¿Voluntariamente? ¿Sin recibir nada a cambio? Depende de lo que sea». Max: «Yo sólo quiero que lo hagas si te apetece, no porque te vaya a dar algo a cambio». Katrin: «Pero a Kurt me lo llevo de todas maneras. Eso me lo has prometido». Max: «Eso te lo he prometido». Katrin: «Va, venga, ¿qué quieres que haga?». Max respiró profundamente, cerró los ojos y dijo: «Te tienes que poner detrás de mí». Katrin: «Eso lo hago». Max: «Espera, que todavía no lo he dicho». Katrin: «Pues venga, dilo». Max: «Yo me quito la camisa, tú me pones las manos en la nuca y vas bajando, deslizándome los dedos por toda la espalda, despacio. No demasiado suave, porque si no me harás cosquillas; pero tampoco demasiado fuerte, no quiero que me hagas daño. No tienen que quedar marcas de arañazos. Y que sea muy despacio. Sólo una vez. ¿Harías eso por mí?». Desde su traje espacial amarillo Katrin le lanzó una mirada indefinida, tomó aire y empezó a proferir unos gritos extraños. Sonaba como si fuera una sirena, no, como un teléfono. Era el teléfono. Eran las siete. Max gritó: «¡Noooooooo!». Arrancó a Kurt del sueño pero él se dio la vuelta y continuó durmiendo. Y qué pasaba con Katrin, ¿lo habría hecho?

Todavía estaba oscuro. A Katrin le llamó la atención lo poco que le había costado salir de la cama. En principio fuera no iba a estar mejor que dentro. En la radio habían anunciado föhn, viento de los Alpes. Sólo el nombre le ponía los pelos como escarpias. La nieve se había derretido. Sólo quedaban algunos montículos blancos y grisáceos, cúmulos de suciedad con hendiduras aisladas de color amarillo, señales del paso de tipos como Kurt. Pero tampoco tenía mucho sentido mirar más de un par de segundos por la ventana para adivinar cuánto iba a dar de sí el día. No iba a dar nada. ¿De dónde lo iba a sacar?

Katrin se tomó un café solo y se comió unos biscotes. La leche estaba cortada y se le había acabado el pan. Ante la palabra muesli, esos pelos que habían salido disparados como escarpias con el föhn, como escarpias se le habrían incrustado brutalmente en la piel. A Katrin le gustaba llevar una vida sana, pero no precisamente una tenebrosa mañana de un martes del mes de diciembre. En aquel momento tenía bastante con estar viva.

Del ordenador habitualmente no podía esperar mucho. Pero, bueno, le habían contestado cuatro personas. Beate había escrito: «Gracias. Buenas noches también para ti. Me has ayudado mucho. La verdad es que con Joe las cosas no son fáciles. Pero es que creo que si fuera demasiado fácil no podría soportarlo, ¿sabes?». También había respuesta de Franziska. Había escrito: «¡Eh, Katrin! ¿Un mensaje comunitario a medianoche? ¿Qué ha pasado? Te llamo. Franzi». Franziska era la mejor amiga de Katrin pero, por desgracia, tenía dos niñas pequeñas. Bueno, más bien, por desgracia tenía poco tiempo porque tenía dos niñas pequeñas. Y, por desgracia, las dos niñas siempre estaban ahí cuando Franziska tenía tiempo (un poco). Eran de esas niñas que nunca tendrán una canguro.

Hay niños que llegan al mundo; su madre, exhausta, los toma en brazos, y enseguida se sabe: este niño nunca tendrá una canguro. Ellos no pueden comunicarlo todavía. Sólo saben arrugar la frente, abrir la boca y emitir algún que otro sonido para inaugurarse. Pero es como si llevaran un cartel imaginario colgado del cuello en el que pusiera: «Para nosotros no hay canguros. Y si alguna vez nos ponen una la vamos a hacer papilla». Y sus madres, exhaustas, aprietan a ese bebé contra su pecho, con todas sus fuerzas (porque las recuperan) y así les demuestran: «No pasa nada. Nosotras no necesitamos canguros. Siempre estaremos ahí, con nuestros hijos. Y vosotros siempre estaréis con nosotras. Y si a nuestros amigos no les gusta, peor para ellos». Franziska era una de esas madres. Por cierto, también tenía un marido. A Katrin la tenía perpleja que pudiera con todo.

En el correo electrónico había otras dos respuestas. Abrió primero la de Aurelio, el último gran amor de los Schulmeister-Hofmeister. Tenía todo lo que necesita un hombre para que unos padres puedan decir: «Tesoro, ¿qué más quieres?» (en el caso de su madre) y «Ratita, no te duermas en los laureles. Tienes que empezar a tomar decisiones y hacer las cosas bien hechas» (su padre). A sus 35 años Aurelio ya tenía su propia notaría (heredada), era campeón nacional en regatas de cuatro (en remo), presidente honorífico de una sociedad de cría de palomas, y era listo, culto y guapo (más guapo que todos los más guapos de las últimas tres entregas de James Bond; o sea, que casi resultaba hasta obsceno). Tenía doce trajes oscuros y diez pares de zapatos negros (muy prácticos; todos eran iguales y los podía combinar como quisiera, siempre que no se confundiera y se pusiera dos derechos o dos izquierdos). También tenía tres señoras de la limpieza: una para la casa, una para las ventanas y una para los zapatos. Y tenía… Bueno, ya basta, ¿no? Había escrito: «Si te sientes sola, ya sabes dónde encontrarme. Con todo mi amor y siempre fiel, Aurelio». Nunca encontraba las palabras adecuadas en el momento adecuado.

La cuarta respuesta era de Max. El último trozo de biscote ya había recorrido, hecho migajas, la faringe de Katrin y el café caliente que vino después sonaba como un contrabajista punteando en la mucosa de su estómago. Leyó: «Buenos días. El pastel de pera ya está listo. Por si le apetece venir a desayunar. A Kurt le hará ilusión. Un saludo. Max». «Un desayuno no es mala idea», pensó y lo llamó. No contestó nadie. A lo mejor había salido de paseo con Kurt. O estaba en la ducha. O igual estaba ocupado con sus chicas de calendario. A los diez minutos volvió a intentarlo y entonces respondió enseguida.

—¿Sí?

—Hola, soy Katrin. Si sigue en pie lo del pastel, me gustaría pasar antes de ir a trabajar. Si no es molestia. No estaré mucho rato. Si de verdad no le molesto.

No le molestó nada. Estuvo tres cuartos de hora. Básicamente hablaron sobre el pastel de pera. Tenía un sabor increíble, muy rico, no sabía «nada a pera y eso no es fácil de conseguir», lo elogió Katrin.

—En realidad, es que las peras no saben a nada —opinó Max. Por eso las utilizaba. Desde su punto de vista, un pastel de fruta no tenía que saber a fruta sino a pastel. Porque para que supiera a fruta, mejor comer fruta. Al que le apetezca fruta, que coma fruta y para eso no hace falta un pastel. Ésa era su opinión al respecto.

Katrin asintió; en parte para mostrar su acuerdo, en parte por pura cortesía. Pero también dio su opinión.

—En realidad, podrías haberlo hecho sin peras.

(¿Le había hablado de tú?).

—Pues tienes razón —respondió él. Y así empezaron a tutearse—. Pero ¿cómo lo iba a llamar si no llevara peras? —preguntó—. Si dijera «he hecho un pastel», la gente me iba a preguntar: «¿De qué?». Y tendría que reconocer que era sólo un pastel-pastel. Y sólo con decirlo hasta a mí se me quitarían las ganas de probarlo.

Katrin asintió; en parte para mostrar su acuerdo, en parte comprensiva, en parte por pura cortesía.

—O a lo mejor la gente ni me preguntaba —continuó explicando Max—. Se quedarían pensando: «Ah, un pastel sin más. No sabe hacer otra cosa más que un pastel y ya está. No sabe hacer pastel de chocolate. Dios, qué aburrido». Ya estarían decepcionados antes de probarlo. Probablemente ni les apetecería probarlo. ¿Y entonces para qué habría hecho yo un pastel? —preguntó Max.

Si Katrin no había entendido mal, él necesitaba las peras en primera instancia para poder decir «pastel de pera».

—¿Y has probado alguna vez con grosellas? Con grosellas espinosas —preguntó Katrin—. A mí no me saben a nada. Las grosellas espinosas saben incluso menos que las peras.

Max la escuchaba con atención y la miraba fijamente, con los ojos muy abiertos. Katrin pensó que, cuando se esforzaba un poco, Max tenía unos ojos bien grandes.

—Y «pastel de grosella» suena incluso mejor que «pastel de pera». Vamos, me parece a mí —opinó Katrin.

—Pero es que las grosellas espinosas no se consiguen tan fácilmente. Es una fruta muy de temporada —contestó Max.

Tenía razón.

Katrin estaba disfrutando con aquella conversación. Pero por desgracia el tiempo apremiaba. Tenía consulta.

—¿Tienes novio? —le preguntó Max.

Esa pregunta era un poco descarada, pensó Katrin. Y la respondió con otra: «¿Y eso?».

—Me habría gustado que compartiera el pastel con nosotros —respondió Max.

—No come pastel —contestó Katrin. Y se preguntó hasta qué punto debía seguir manteniendo la duda de si tenía novio o no. Esperaba que la pregunta siguiera abierta, muy muy abierta.

—Una pena —dijo Max.

«¿Qué es una pena? ¿Que tenga novio o que mi novio no coma pastel?», se preguntó Katrin.

—Yo no tengo novia —continuó diciendo Max en un tono sorprendentemente alegre. Katrin pensó en las chicas de las fotos y se quedó con las ganas de preguntar: «¿Por qué?». Pero aquella pregunta habría supuesto una ruptura de estilo; así es que prefirió decir: «Bueno». Y procuró lanzarle una mirada que él pudiera interpretar como un simple acuse de recibo en tono neutro. Él se volvió hacia Kurt y le dijo: «Así están las cosas. ¿Verdad, Kurt?». Era por estas frases que merecía la pena tener un perro, pensó Katrin. Kurt no dijo nada. Estaba tumbado debajo de su sillón, dormido.

—¿Qué es lo que le pasa? —preguntó Katrin.

—Nada —contestó Max—. Por desgracia.

—Pero tú le quieres —dijo ella.

—¿Yo? —preguntó Max.

Era evidente que hasta ese momento nadie lo había visto así. En la despedida él le mantuvo apretada la mano más tiempo del necesario, se dio cuenta Katrin. A ella no le importó. Max no estaba nada mal. No lo conocía. Hasta el momento no le había contado nada de sí mismo (aparte de que no tenía novia; pero eso tampoco decía mucho de una persona). Ella estaba segura de que no había hablado de sí mismo intencionadamente, no porque no supiera hacerlo. Estaban empatados a «nada». Ninguno había contado nada de sí mismo. El resultado era justo.

—Bueno, nos vemos —dijo ella.

—Me encantaría —respondió Max.

Katrin ya tenía ganas. Además, le gustaba Kurt. Era su perro favorito. La sacaba de su fobia contra las Navidades.