Kurt estaba tumbado debajo de su sillón sin pensar en nada. Parecía mirar a través de uno de sus ojos cúbicos color café. Debía de haberlo abierto en mitad de la noche por error y se le había olvidado cerrarlo. Max estaba de buen humor. Apoyado junto a la ventana, observaba el espectáculo que ofrecía la naturaleza aquella mañana de domingo. Él sabía apreciar ese tipo de catástrofes. Lo cierto es que la ciudad estaba completamente cubierta, no se veía salida, pero parecía en paz consigo misma. Había estado nevando durante veinticuatro horas seguidas. Ahora, los poseedores de carné de conducir más decididos se habían armado con herramientas de larga empuñadura y se disponían a reorganizar la nieve por las márgenes de la calle mientras eliminaban el alcohol de la noche anterior que todavía les quedaba en el cuerpo. Cada uno se ocupaba de su coche: le quitaba la nieve de encima con la pala y con ella iba cubriendo el coche que estaba aparcado a su derecha. Al final de la operación siempre quedaba al menos un coche medio limpio de nieve: el situado en el extremo izquierdo. Ese estado duraba unos minutos. Después pasaba la máquina quitanieves.
Max, por la mañana, tenía cosas que hacer en casa. Y estaba contento por eso. Se había reservado trabajo para poder superar el domingo. Había caído en sus manos una cuarta ocupación de carácter periodístico. En la página cinco de la Rätselinsel aparecía todas las semanas una chica de calendario. En los primeros años de aquella revista de pasatiempos, en esa página se publicaban fotos graciosas con bebés. Pero, cuando cambiaron esas instantáneas por desnudos, la tirada aumentó en un tercio. Las fotos lascivas, un poco desenfocadas para aumentar la sensualidad, fueron sustituidas más adelante por imágenes más claras y directas procedentes de los antiguos países comunistas del este de Europa. Con esta nueva línea se logró duplicar la tirada. Muchos jubilados dejaron de comprar Sexy-Hexy o El ojo de la cerradura y se abonaron a la isla de los pasatiempos. Porque era una revista que se podía lucir en casa; no tenían que esconderla para que no se la pillara la mujer. Ni siquiera levantaba ningún tipo de sospecha el hecho de que de repente un señor mayor empezara a apilar los números antiguos de la Rätselinsel y la coleccionara. La explicación era muy sencilla: todavía no había terminado todos los pasatiempos. Incluso si los pillaban infraganti, inmersos en el pasatiempo de la página cinco, salían del apuro sin problemas; no tenían más que mover la cabeza y fingir indignación profiriendo unas palabras del tipo: «¡Qué poca vergüenza! Uno se compra una revista para hacer crucigramas y le ponen estas guarradas».
Y como la carne se sirve con guarnición, el desnudo de la página cinco iba acompañado de un texto en el que se informaba sobre el supuesto nombre de esa chica de la Europa oriental, su edad, cómo la llamaban sus amigos, cuáles eran sus ilusiones, por qué estaba desnuda y qué proyectos tenía para el futuro. Aquellos textos los escribía el señor Preireif. Lo había hecho durante quince años, semana tras semana, sin una sola excepción, hasta la edición anterior. Después murió. Dijeron que había sufrido un infarto de miocardio. Lo encontraron postrado sobre una de esas fotos. Sus últimas palabras fueron escritas: «Unos momentos a solas en el cenador del jardín con la hermosa Priscilla (23). Desde luego es algo con lo que soñamos to…». El infarto debió de pillar a Preireif en mitad de la frase. «No tenía más que 47 años», dijeron impactados sus compañeros. «Se exigía demasiado», comentaban. «Vivía para su trabajo», en eso estaban todos de acuerdo. «Se entregaba al trabajo en cuerpo y alma», afirmaron los observadores más avispados.
El encargado de relevarlo fue Max. Era el único soltero de la redacción. (Había padres de familia que habrían matado por ese trabajo, pero los excluyeron por cuestiones morales). Además, el jefe consideraba que Max estaba dotado de la imaginación necesaria para llevar a cabo el encargo. Todos sabían que semana tras semana describía a un perro que ni se movía, ni movía nada, ni movía nada en nadie. Así es que, ante la visión de semejantes bellezas al desnudo, le iban a brotar las ideas a borbotones.
Le pagarían 300 chelines por leyenda. Desde redacción gráfica le enviarían cada semana entre cinco y diez copias con diferentes desnudos para que eligiera una y escribiera un texto breve. Una cosa debía tener en cuenta: no podía utilizar más de una vez a la misma chica con nombres diferentes o con otras ilusiones y proyectos de futuro. Es decir: tenía que mirar bien las fotos antes de ponerse a escribir.
Dispuso sobre la mesa a las primeras ocho eslovacas, polacas o azerbaiyanas teñidas de rubia. Después de degustarlas durante media hora, Max se decidió por la foto número 3. La joven y rubia señorita posaba en la arena de una playa de estudio fotográfico que, sin embargo, resultaba más natural que ella. La expresión de su rostro era la de una joven señorita rubia a la que el fotógrafo acabara de decirle: «Con esta foto seguramente no te harás famosa». Pero en ella había algo sobresaliente; en realidad, tenía dos cosas que sobresalían mucho. Así es que a Max enseguida se le ocurrió una idea para ilustrar la foto: «Carla tiene 19 años y una piel muy delicada. Pero puede correr durante horas descalza por la playa sin que se le quemen los dedos de los pies. “Me hago sombra a mí misma”, afirma sin reparos este bellezón».
Después de leer el texto por tercera vez ya no le pareció tan bueno. Por otro lado, de repente lo invadieron los remordimientos de conciencia por haberse ganado el jornal con tanta facilidad. No sólo porque gracias a Kurt había perdido la costumbre de redactar tan rápido, sino también por respeto a Carla, que probablemente no habría cobrado por la foto más que él. Y ella había tenido que desnudarse, andar repanchingándose de aquí para allá y sabe Dios cuántas cosas más. Y si no lo sabe Dios, lo sabrá el fotógrafo.
Como Max de todas maneras no tenía nada mejor que hacer, decidió que iba a escribir como mínimo tres leyendas para cada foto. Y así se iría haciendo un colchoncito por si llegaba el tiempo en el que ya no podía ver a esas chicas desnudas o no se le ocurría nada que decir de ellas. Pero tuvo que olvidarse de lo del colchoncito porque la mayoría de las cosas que escribía eran totalmente inutilizables. De hecho, si entregaba el texto que había escrito para acompañar la foto número 5, en la que aparecía una chica de mirada diabólica con unas piernas asombrosamente musculosas que parecían haberla llevado a pie de Cracovia a Katowice, estaría poniendo en juego su «rincón» en la publicación semanal: «La mayor ilusión de Olga sería poder fotografiar a los hombres mientras se comen con los ojos esta fotografía y se la menean mirando su cuerpo desnudo».
Mientras escribía «De pequeña, nuestra Lesley debió de tragarse unos cuantos huesos de melocotón porque…», Max tuvo que interrumpir su trabajo. Sólo tenía diez minutos para poner a Kurt en pie y prepararlo para salir a dar un paseo invernal. El braco alemán de pelo duro se enfrentaba por primera vez a una cita con una persona que no era Max. Bueno, tampoco es que se enfrentara: estaba ahí, echado.
La mancha amarilla que había a la entrada del Parque Esterhazy era Katrin. A pesar de la ventisca de nieve Kurt debió de reconocerla desde lejos como la persona ante la cual se sentía obligado a dar una buena imagen. No pudo resistir tanta presión y cambió de sentido. Quería volver otra vez a casa. Tenía frío. Estaba empapado. El pelo duro no se caracterizaba por sus propiedades térmicas. Y aquella rejilla que le habían puesto en el hocico, con fines probablemente decorativos, lo sacaba de quicio. La nieve se le colaba entre las patas y le picaba. Ya llevaba más de cinco minutos fuera de casa con Max. Apenas le quedaba fuerza en la pata derecha trasera porque la había tenido que levantar durante unos segundos. (Es que como era macho tenía que hacer ese tipo de cosas).
El traspaso se efectuó sin complicaciones. El perro se encontraba en reposo cuando Max le hizo entrega de la correa a Katrin, que, por su parte, se encontraba enterrada en un globo de algodón de color amarillo con una ranura para los ojos. Él no podía ver nada de ella y le dijo: «Si no quiere agarrar la correa no pasa nada; no se va a escapar». Acordaron una hora para llevar a cabo la devolución en el mismo lugar. Hasta entonces Katrin pretendía dar un paseíto corto con Kurt para que ambos se acostumbraran e invitarlo a tomar el café con tarta para perros en su casa. Ella vivía al otro lado del parque. Max le deseó que tuviera mucha suerte en las próximas horas y, por si acaso, le dejó anotada su dirección. «Y si no quiere andar, usted déjelo tranquilo; él está bien tumbado», le gritó cuando ya había emprendido la marcha.
Katrin y Kurt se entenderían a la primera. Ella hasta entonces nunca había tenido nada que ver con un perro. Él con una persona tampoco. Ella detestaba los ladridos, él no soportaba la verborrea humana. Ambos odiaban el invierno. Ambos sufrían con el frío y la nieve. Ambos deseaban paz y recogimiento. Ambos estaban dotados de una indiferencia que rayaba con la tolerancia. Ambos dejaban que el otro fuera tal y como era y que se moviera (o si lo prefería, que estuviera echado) a sus anchas. El fallo: que precisamente en ese tema tan sensible Katrin acabó haciendo de su capa un sayo tras sólo unos instantes de armonía y bienestar.
Lo que sucedió fue lo siguiente: ella tomó la correa y avanzó unos metros sobre la nieve. Entonces se giró y vio que el perro continuaba tumbado en el mismo punto en el que habían hecho el traspaso. El grito de «Venga, vamos», desde el punto de vista de Kurt, no requería un giro dramático. De hecho, después de diez «Venga, vamos» seguía sin suceder nada. El perro tampoco reaccionó cuando Katrin se puso más directa y le ordenó: «¡Kurt, venga, vamos!». Lo repitió varias veces. Siguió ampliando: «¡Qué perro más imbécil! ¡Venga, vamos, ven aquí!». Pero Kurt no se movía. Ni siquiera con versiones más insultantes y salidas de tono: «¿Qué pasa, que eres paralítico?». «¿No sabes andar?». «¿Estás sordo?». Incluso: «¿Es que no tienes patas y encima eres sordo?». Nada. Tampoco lo logró con amenazas: «Si no tienes patas, tendré que ponerte yo unas». «¡Se lo voy a decir a tu amo!». (Aquélla fue buena; Kurt estuvo a punto de echarse a reír). «Voy a llamar a la grúa». «¡A que llamo al veterinario!». «Ya verás como vengan los de residuos cárnicos; te van a hacer picadillo». «Mira que llamo a unos que recogen animales para hacer jabón». Nada. Katrin cambió de estrategia: «Si no vienes ahora mismo, te puedes despedir de pasar las Navidades conmigo».
«Muy bien, tú ganas. Venga, nos vamos a casa», acertó a susurrar con resignación. Pero Kurt estaba desprovisto de compasión, de consideración y de energía. Sin embargo, se levantó y avanzó hasta colocarse pocos minutos después al lado de Katrin. Describió un círculo, se ovilló y se hundió de nuevo en la nieve. Este acto despertó la ambición de Katrin, que dio unos pasos más sobre la nieve y lo llamó con la misma cadencia triste: «Venga, Kurt, tú ganas. Nos vamos a casa». Y Kurt la siguió. Repitió el juego tres veces más. Ya faltaba menos para llegar a casa. Esta vez recorrió el doble de trayecto y, cuando se dio la vuelta, el perro había desaparecido. Lo buscó durante una hora. Escudriñó cada rincón del parque Esterhazy. Siguió todos los rastros, incluidas las huellas de los pájaros sobre la nieve. (A lo mejor se lo habían llevado volando las aves). Lo llamó. Gritó «¡Kurt!» más veces, con más desesperación, mayor estridencia y más histeria que la que provocarían juntos todos los gritos proferidos entre el día de la boda y las bodas de oro por todas las mujeres que alguna vez se han casado con un Kurt. En vano. Kurt no aparecía por ninguna parte.
Max acababa de sentarse frente a Ludmilla (foto 1), una chica sencilla a la que le gustaba «hacer jerséis de punto cuando tiene tiempo libre»; sintió vértigo al verse abocado a la inevitable gracieta y al chiste fácil: en el momento de la foto se le había acabado la lana, ja, ja. Entonces llamaron al timbre con insistencia. Era Katrin con su traje de astronauta de color amarillo. Lo poco que se veía de ella irradiaba pura desesperación.
—Kurt ha desaparecido —anunció sin aliento.
Max se sintió aliviado. Se había pensado que pasaba algo.
—Lo he estado buscando por todo el parque. De repente ya no estaba. ¿Cuánto cuesta un perro de ésos? —preguntó. Y tanteó por el traje espacial como buscándose la cartera.
—Ahora, por favor, tranquilícese —le dijo Max. Y pensó: «¡Qué frase más bonita! La dicen demasiado en las películas y demasiado poco en la vida real»—. ¿Quiere un café? —«Una frase bien bonita también», pensó. Se dice demasiado poco en las películas pero en la vida real, por desgracia, muy a menudo.
—¿Cafééé? —preguntó Katrin horrorizada—. Lo que tenemos que hacer es ir a la policía y denunciar la desaparición. Y ponernos otra vez a buscar al perro. Que se nos va a congelar.
Max tenía sus dudas. En primer lugar, para Kurt quizás supondría demasiado esfuerzo el hecho de congelarse pero es que, además, por sus venas, en vez de sangre, circulaba anticongelante. No llegó a revelarle sus pensamientos a Katrin. En lugar de eso, le dio un golpecito al hombro derecho de su traje amarillo y le dijo:
—No tenemos por qué ponernos nerviosos. No puede haber ido muy lejos. Vamos a traerlo de vuelta, ¿vale?
—De acuerdo —dijo Katrin. E involuntariamente le tendió la mano (bueno, el guante amarillo de astronauta), como si ambos hubieran llegado a un acuerdo después de duras negociaciones. Max salió al vestíbulo y se puso unos zapatos de invierno. Cuando regresó a la sala, encontró a Katrin de pie junto al escritorio.
—¿Es usted…, esto…, eh…, fotógrafo?
De repente su voz sonaba más áspera y menos amable. Se había echado hacia atrás la capucha del traje espacial. Se parecía a Winona Ryder cuando no le gustan los hombres. A Max se le había olvidado poner a resguardo a sus chicas de calendario. Estaban todas expuestas allí encima, colocadas una junto a otra.
—No —respondió él a media voz—, es que utilizo las fotos en el trabajo.
—Ah, para motivarse —dijo Katrin. Igual que Winona Ryder cuando celebra que no le gusten los hombres—. Pero…, disculpe, eso a mí en realidad ni me va ni me viene —añadió. Y volvió a ponerse la capucha. Winona Ryder nunca lo habría hecho.
Max prefirió no dar explicaciones sobre el tema de las fotos. Tenía ganas de salir a respirar el aire fresco del invierno.
A Kurt lo encontraron relativamente pronto: Max quiso saber en qué lugar había visto Katrin al perro por última vez y se encaminaron hacia allí.
—Tiene que estar aquí —dijo Max.
—Sí, pero aquí no hay nadie —le contradijo Katrin.
—¡Kuurrrrrrrrrrrrt! —lo llamó Max. Sus erres eran la envidia de muchos perros grrruñones. Sobre el suelo nevado se formaron de repente unos suaves grumos. Un par de metros por debajo de ellos yacía Kurt. El grito de Max lo había despertado.
—Se había construido un iglú —observó Katrin fascinada.
Más bien, el iglú debió de construirse a sí mismo alrededor de Kurt. Pero el perro estaba bien. La única que se había asustado había sido Katrin. A pesar de todo, lo cargaron entre los dos y lo trasladaron hasta la puerta de casa. Kurt se quedó dormido entre los cuatro brazos y resultaba bastante pesado.
—¿Quiere entrar? ¿Quiere un café? —preguntó Max. (Pensó que antes había dicho la frase a la ligera, sin concederle su verdadero valor).
—No, muchas gracias. A lo mejor otro día —respondió Katrin.
(«Obviamente, se utiliza demasiado esta frase; en el cine y en lo cotidiano», pensó Max).
—¿Cree que querrá quedarse el perro en Navidad? —preguntó él.
—Yo creo que sí —contestó Katrin—. No sé por qué pero, de alguna manera, me gusta.