«¿Por qué debería descartar las residencias?», se preguntaba Max el sábado por la mañana. Fuera estaba nevando pero él no se había dado cuenta. Había cerrado las persianas para no tener que pensar en las compras navideñas. Era sábado pero las tiendas cerrarían ese día más tarde. Los listos aprovechaban para ir de compras. Y como todo el mundo era muy listo, habían salido todos a comprar a la vez. Max había cerrado las persianas para que nadie lo molestara mientras era menos listo que los demás.
¿Por qué descartar la posibilidad de mandarlo a una residencia? «¿Una residencia?», le preguntó a Kurt, que estaba tumbado debajo de su sillón durmiendo. Kurt no reaccionó; era evidente que le daba igual residencia que no residencia. Y a Max poco a poco también empezaba a darle igual. De hecho, tenía sus ventajas. Le daría material para «Esa mirada fiel»: iniciaría una serie de columnas en tono dramático en torno al tema «De cómo Kurt sobrevivió dos semanas medio dormido en una residencia para animales». Y a lo mejor después de aquella experiencia el perro salía fortalecido y empezaba a querer ir de paseo voluntariamente al menos una vez al día.
Con respecto a Max, las Navidades y las Maldivas, la decisión ya estaba tomada. Había encontrado la isla ideal (y ya había hecho la reserva por Internet). Era la única isla que, a pesar de poner en evidencia y arañar los límites de su presupuesto, no lo reventaba. Y había una plaza libre para él. Es decir: había única y exclusivamente una plaza libre; para él. Sólo quedaba una posibilidad de pernoctar: un alojamiento apañado en una cama para emergencias. (Todo el mundo hablaba de los viajes para singles; Max iba a probarlo). ¿En solitario? ¡Claro que no! Durante el día estaría rodeado de buceadores: iba a hacer un curso de buceo. (La factura se la enviaría a sus abuelos a Helsinki).
A lo mejor, por debajo del nivel del mar, conocía a una mujer. Seguramente no sería nada serio: una historieta para las vacaciones. Podrían abrazarse bajo el agua y hacer alguna cosilla más. (Oxígeno no les iba a faltar). Max no pasaría ningún apuro. Los dos llevarían boquilla. Su compañera de buceo tendría cubierto el tema de la oralidad y no se le pasarían por la cabeza pensamientos absurdos. Así es que no podía pasar nada; podrían dar rienda suelta a sus fantasías y ni siquiera haría falta que se ducharan después. Y si, por algún motivo, la buceadora se enamoraba de él bajo el agua, pues él podría rogarle que fuera tan amable de llevar puesto el esnórquel también en tierra. Entonces Max le enseñaría su habitación y podrían pasar la noche juntos. La isla sería de ellos dos. Se quedarían allí y montarían su propia base de buceo, en la que sería obligatorio llevar puesto el esnórquel también en tierra. Resumiendo: que Max tenía muchas ganas de que llegaran las vacaciones.
Pero primero había que encontrar un sitio para Kurt. Una residencia para animales no era sólo la única posibilidad sino, pensándolo bien, una idea de puta madre. Quizás a él, con las vacaciones, se le olvidaría que tenía un perro y, sin querer, ya nunca iría a recuperarlo. Kurt tampoco se acordaría de su amo (¿en qué contexto podría recordarlo?). Así es que ambos comenzarían una nueva vida. Él, Max, se agenciaría un pez rojo. Y le darían una columna sobre peces rojos en un periódico de renombre. Se llamaría «Una mirada acuosa». La crítica internacional lo celebraría con elogios como «sin par; este hombre es capaz de convertir a un pez decorativo, aparentemente desocupado, en un ser animado y vivaracho: fresco. Y lo hace con agallas y con precisión, describiendo minuciosamente cada uno de sus movimientos cotidianos, como si bajo sus branquias habitara la maquinaria de un reloj suizo; pero también con sensibilidad, con una psicología de agua dulce que nadie había plasmado todavía en un texto escrito. Quien conoce a Trixi, el pez rojo, se enamora de él. De repente, millones de lectores saben que en un ser tan pequeño oscila un alma…».
Por lo que respectaba a Kurt, en la residencia para animales lo elegirían como representante de los perros y crearía su propio partido político: el PS, el Partido del Sueño. Sus reivindicaciones: menos comida, menos paseos, menos humanos, más televisión, más tranquilidad, paz. Y algún día se encontrarían por la calle: Kurt y él. Se reconocerían y se harían un guiño cariñoso. Porque de repente no querrían echar al olvido el tiempo que habían pasado juntos. Pensarían que en aquel momento los dos habían sido demasiado jóvenes para que la relación funcionara, y que había sido mejor que cada uno siguiera su camino en solitario.
«Te has convertido en un chavalote muy despierto», así le expresaría Max a Kurt su reconocimiento. Y Kurt ladraría alegremente. Bueno, eso no, tampoco había que exagerar demasiado. Pero, de todas formas, lo de la residencia era una idea sensacionalmente buena, pensó Max; y entonces sonó el teléfono. Era Katrin, la joven oftalmóloga, la mujer a la que hacía poco había querido besar en sueños; la mujer que no se llevaría a Kurt porque a Kurt no se lo podía llevar nadie; porque Kurt era inllevable e insoportable e inaceptable.
—Me lo quedo —dijo ella—. ¿Cuándo puedo tenerlo para probar? ¿Podría ser mañana mismo?
—Sí. Nos podemos organizar —respondió Max. Y pensó: «Mejor que la residencia».
Katrin había preparado un plan sencillo. Bueno, es que tampoco era un plan. Sólo necesitaba un motivo para no poder ir en Nochebuena a casa de sus padres. Y no se le ocurría ninguno mejor que un perro. O sea, que tenía que quedarse con el Kurt ese. Por supuesto, también podría hacer como que lo tenía. (¿O es que sus padres iban a ir a comprobarlo?). Pero esa solución no era buena. Katrin necesitaba el perro, el motivo concreto para no pasar la Nochebuena en familia. Lo necesitaba sobre todo para sí misma. Porque sin perro y sin motivo probablemente volvería, como cada año, a casa de sus padres. ¿Adónde iba a ir si no? El mierdoso 24 de diciembre era su cumpleaños de mierda y no había más remedio que celebrarlo en «el hogar». Y todo era una mierda y Katrin no tenía más que un hogar: el que habían construido sus padres. En el suyo propio, en su piso, no se encontraba realmente en casa. Vamos a ver: durante 364 días al año sí; era su hogar y ella era feliz viviendo allí. Pero precisamente esa noche, la del 24 de diciembre de mierda, no se sentía bien en su casa. Lo había intentado en tres ocasiones.
Con motivo de su 23 cumpleaños/Nochebuena se acostó a las seis, se despertó a las nueve y se liquidó una botella de vino que tenía encima de la mesilla. Se la había dado de aguinaldo/regalo de cumpleaños el doctor Harrlich. En realidad, le quitó el papel en el que venía envuelta para hacer algo y poder volver a dormirse. Como dicen que el vino tiene que respirar… Ella también tenía que hacerlo. Y una botella envuelta en papel de regalo con motivos navideños le taponaba las vías respiratorias. Katrin no podía imaginarse una representación más clara de la soledad: despertarse el día de Nochebuena, que era, además, el día de su cumpleaños, a las nueve, y distinguir a su lado la sombra de una botella de vino envuelta en papel de regalo.
Para poder compartir, al menos consigo misma, esa escena grotesca y lamentable, una vez abierta la botella, se la acercó a la boca y echó la cabeza hacia atrás para volver a incorporarla cuando ésta ya estaba medio vacía. Tras este gesto, sintió el deseo de tener algo de contacto social. Por eso llamó a la familia Weiss y le deseó felices fiestas. El ingeniero Herbert Weiss era por aquel entonces su amante. No, al revés: Katrin era la amante de él. El ingeniero le llevaba dieciséis años pero él decía que eso no tenía nada que ver con el asunto. El asunto era que Katrin era la mujer de su vida. Hasta que la conoció, él nunca había hablado con nadie como podía hacerlo con ella. Ninguna mujer lo había entendido como Katrin (a pesar de ser tan joven). Y también en la cama conectaban de una manera muy especial; eso decía él. Todo era tan especial, que él venía a casa de ella a mediodía para conectar. Renunciando para ello incluso a sus maravillosas conversaciones.
El ingeniero Weiss había tomado la firme decisión de poner fin a un matrimonio que prácticamente ya había fracasado antes de empezar. Quería iniciar una nueva vida con Katrin, la mujer de su vida. Sería la vida de su vida. O más bien la continuación de su vida pero con mucho más de Katrin y sin nada de esposa. En realidad, el problema eran los niños. Porque el ingeniero Weiss estaba muy pendiente de ellos. Uno tenía cinco y el otro siete años, y ambos unos hermosos ojos infantiles, unos ojos grandes que parecían decir a gritos: «¡Papá!». Todo esto lo sabía Katrin porque él le hablaba de ellos.
Por eso, antes de separarse, quería esperar a que pasaran las Navidades. Porque, en Navidades, aquellos hermosos ojos infantiles que llamaban a gritos a papá se hacían especialmente grandes. Eso es lo que había pasado la Navidad anterior. Entretanto, Katrin ya iba a vivir sus segundas Navidades como amante del ingeniero. ¿Que por qué él no se había separado después del primer año? Bueno, es que aquellos hermosos ojos infantiles que llamaban a gritos a papá, sorprendentemente, habían mantenido el tamaño desmesurado que alcanzaron en Navidad. Y así habían pasado la Pascua, las vacaciones y después el pequeño empezó la primaria. Y ya estaban otra vez las Navidades delante de la puerta. El ingeniero quería celebrarlas por última vez con su familia. Por la mirada de los niños. Después daría comienzo la vida con Katrin.
Así es que el año de espera estaba a punto de concluir. Ella, en realidad, no estaba esperando al ingeniero; sólo que llegara el final de la espera. Porque ese estado era realmente insoportable. ¿Que si lo quería? Tampoco podía decir eso. No lo conocía tanto. ¿Que por qué no lo había dejado? Él no estaba dispuesto a que lo dejasen: la historia no había madurado lo suficiente ni él se entregaba tanto como para que lo dejaran. En realidad, sólo le cubría el hueco de mediodía con su manera especial de conectar en posición horizontal.
Y bueno, entonces ella llamó a su casa para desearle una feliz Navidad a toda la familia. Respondió la mujer que había fracasado en su matrimonio. De fondo, Katrin pudo escuchar por primera vez las voces de esos niños cuyos grandes ojos infantiles llamaban a gritos a su papá.
—¿Quién es usted? —preguntó la esposa fracasada, sorprendentemente interesada.
—La amante de su exmarido —respondió Katrin.
Quizás lo de «amante» resultaba un poco vulgar y lo de «ex» podría ser exagerado, no correspondía con exactitud a la realidad; pero es que en su cabeza el contenido de la botella había desplegado ya todo su buqué. La esposa fracasada no dijo nada. De repente al teléfono estaba el ingeniero Weiss, quien repitió cinco veces: «¿Hola?». Después dijo: «Creo que se ha equivocado». La verdad es que resultó bastante distante para proceder de un hombre que hablaba en ese momento con la mujer de su vida. Pero en el fondo tenía razón. Katrin colgó, se dio una ducha fría que la mantuvo bajo el agua durante una hora, se preparó un café, se vistió y se fue a casa de sus padres. Ambos estaban a punto de cometer suicidio al unísono porque su niña había dado indicios de no querer aparecer por casa el día 24. En el hogar, junto a sus padres recién salidos del susto, Katrin abrió rápidamente los regalos y se puso a dormir la mona que llevaba encima a causa del vino y los efectos de un año de resaca. El ingeniero no volvió a dar señales de vida. Nunca.
Dos años después había llegado de nuevo el momento. Katrin se encontraba, sin lugar a dudas, en el estado ideal para celebrar las Navidades (y su veinticinco cumpleaños) sin sus padres. Les contó por teléfono que la noche anterior había conocido a un chico y que querían celebrar el cumpleaños y la Navidad los dos juntos y que a los dos días se iban a casar. (Ella, en realidad, no dijo ni «a los dos días» ni «casar», pero seguro que los padres lo interpretaron así). Mamá preguntó: «¿Vais en serio, tesoro?». La respuesta normal de Katrin habría sido: «Mamá, nos conocimos ayer». Pero no quiso darle a su madre otro golpe bajo en plenas fechas navideñas y afirmó: «La cosa parece que va en serio, por eso queremos celebrar ese día a solas». Su madre se puso a llorar al teléfono. Por la tristeza de que Katrin no viniera el día 24, pero también por la ilusión de la boda que estaba a punto de celebrarse cuando los Schulmeister-Hofmeister ya habían abandonado toda esperanza.
Katrin no había conocido a nadie. Y lo había hecho a posta. Estaba en una de esas fases en las que se disfruta la soltería como si fuera un menú degustación vegetariano que colma días y semanas enteras. Se encontraba de maravilla. Los nombres de sus tres últimos intentos masculinos (intentos, por no decir tentaciones), los nombres ya se le habían olvidado. (¿Quién iba a demostrarle lo contrario?). Por las tardes se quedaba en casa y leía libros esotéricos que la acercaban cada vez más a su propio ser. Cuando ya se encontraba a sí misma, ponía la tele y después se iba enseguida a dormir para estar bien al día siguiente y poder disfrutar una tarde más de la lectura de libros esotéricos, de ver la tele y de acostarse pronto. De tanto en tanto, hablaba por teléfono con alguna amiga que se había enredado en alguna relación digna de compasión. Ella le aconsejaba que se escuchara a sí misma al menos por una vez, pero sus amigas no oían nada. Y las llamadas se fueron haciendo menos frecuentes.
El primer punto álgido de esa época iba a ser la Nochebuena. Katrin se había comprado un árbol de Navidad por primera vez en su vida. Lo había decorado con manzanas de madera pintadas de rojo y velas del mismo color. Había hecho galletas navideñas, había metido un pescado al horno y había preparado una ensaladilla con mahonesa. Se encontraba en un estado excepcional; era tal su felicidad interior y estaba tan bien consigo misma, que incluso se sentía en paz con su archienemigo Bing Crosby y decidió poner un CD suyo. (Ningún hombre le había hecho tanto daño como aquél: cada año, puntualmente, con alevosía, casi siempre a coro con los gimoteos festivos de su madre, despertados por el amor hacia su hija y por la falta de yerno).
La comida le había quedado buenísima. Era precioso observar las velas encendidas en el abeto mientras sonaba White Christmas. Para culminar la celebración de su vida se abrió un benjamín y brindó consigo misma por las Navidades consigo misma y por su cumpleaños consigo misma y por sí misma en general. Le habría gustado inmortalizar aquel momento con una foto pero técnicamente resultaba demasiado complicado. Después de darle el primer trago al espumoso, se vio en el espejo y se dio cuenta de que las comisuras de su boca se arqueaban felices hacia arriba. La verdad es que estaba de puta madre. Aquéllas eran sus mejores Navidades. No sólo se satisfacía a sí misma, sino que estaba satisfecha consigo misma. No necesitaba a nadie. Estaba orgullosa.
Dio un trago más y volvió a encontrarse frente al espejo. En el gesto de su boca nada había cambiado. Eso la desorientó un poco. Tras el tercer trago se quedó un rato mirándose al espejo e intentó corregir el ángulo de la boca, rebajarlo al menos un milímetro. No había manera. Era imposible. Katrin era simplemente demasiado feliz.
Bebió un último trago. Después sacó a Bing Crosby del reproductor y lo partió en cuatro pedazos. En diez segundos quitó el árbol de Navidad y se metió corriendo en su dormitorio, se tiró en la cama y no se levantó de allí hasta después de una hora, cuando ya no quedaba ni un rincón seco en la almohada. Volvió a mirarse al espejo. Por fin: las comisuras de los labios habían descendido. Katrin estaba más hecha polvo que nunca.
Tenía que salir enseguida de casa. Todo lo que veía allí le resultaba falso y fingido; ese escenario navideño era pura ficción. Buscando un sustitutivo para su enganche a la desesperación acabó llamando a casa de sus padres y les contó lo más objetivamente que pudo que se iba a pasar por allí a saludarlos un momento.
—¿Venís los dos, tesoro? —le preguntó, nerviosa, su madre.
—No, es que él se tiene que ir ya a dormir —contestó Katrin crispada.
—¿Es mayor de edad? —preguntó su madre.
Eran las nueve.
Sus padres le habían preparado una tarta de cumpleaños con veinticinco velas y regalos: un walkman para minidiscos, tres libros esotéricos que ella había pedido en su era anterior, y unas deportivas en color violeta y blanco de la marca «cambiar inmediatamente». Sus padres estaban felices de tener a Katrin en casa, que era donde tenía que estar en Navidad. Ella fue cinco veces al váter a llorar. Por lo demás, permaneció seca. Al final de la celebración los Schulmeister-Hofmeister ya no creían que pudiera haber boda pronto.
Tres años después Katrin seguía soltera. Teniendo en cuenta este hecho, había superado dos Navidades/cumpleaños más bien penosas/os en casa de sus padres y estaba decidida a volver a intentar cumplir un año más el día de Nochebuena celebrándolo por su cuenta. A sus padres los engañó con síntomas de una posible varicela. Tenía rigurosamente prohibido por prescripción médica abandonar la cama o recibir visitas. Katrin se había enamorado virtualmente. Él se llamaba Clemens. Hacía ya unas semanas que había pasado del chat al correo personal. Lo que lo diferenciaba de los hombres que había conocido Katrin hasta el momento es que Clemens no quería nada de ella y ella no tenía que darle nada. Mutuamente sólo se ofrecían e-mails. Clemens no era nada agobiante. Nunca se hizo presente. Sólo escribía. Sus textos no eran de gran originalidad literaria. Solía contar lo que hacía en aquel momento. Y como lo que hacía en realidad era escribir, solía escribir lo que pensaba en aquel momento. Así es que sus mensajes sonaban así: «Estoy sentado delante del ordenador pensando qué voy a escribirte». A Katrin le parecía muy mono. Ella nunca le contaba lo que estaba haciendo. Bueno, sí, en casos concretos. Por ejemplo, cuando le respondía: «¿Y qué estás pensando?». Porque eso era lo que pasaba realmente en ese momento por su cabeza.
Las conversaciones con Clemens eran como acertijos. Él tenía que adivinar quién era ella. Resultaba conmovedor cómo se esforzaba por hacerse una imagen de Katrin. Ella justamente le daba un par de pistas en algún momento. No podía contárselo todo. En primer lugar, porque, de haberlo hecho, se habría acabado el juego y habrían tenido que dejar la relación o empezar algo más serio. Probablemente, habrían tenido que quedar para verse. En segundo lugar, porque en aquel momento Katrin estaba muy lejos de saberlo todo sobre sí misma. De hecho, si lo hubiera sabido, no habría estado allí sentada jugando al «teléfono roto» con un desconocido del que sólo sabía la edad (35). A ver: tampoco quería saberlo todo sobre sí misma. Era mucho más interesante leer lo que pensaba de ella un hombre que no la conocía. También Katrin estaba interesada en esa Katrin a la que todavía no conocía. Así se fueron conociendo los dos desde cero de una manera absolutamente inocente. O al menos eso parecía al principio.
Poco antes de Navidades ella de repente cayó enamorada de él. Él le escribió: «¿Quieres que te cuente una cosa?». Ella respondió: «Venga, ¿por qué no?». Y él: «Significas mucho para mí». Ella: «¿En serio?». Él: «Sí. Sueño contigo». Ella: «Espero que sean sueños buenos». Él: «¿Cómo eres?». Ella: «Por desgracia, más fea que un mono. Te voy a ahorrar los detalles». Él: «Me da igual. No me importa cómo seas. Para mí eres guapa». Por supuesto, Katrin se dio cuenta de que aquello en el fondo no era más que una frase desafortunada. Tampoco se la habría inventado Clemens; la habría oído en algún sitio. Si hubiera ido dedicada a otra persona, ella misma habría levantado el ala derecha de la nariz como solía hacer inconscientemente en tono de desaprobación y enseguida habría desterrado la frase de su memoria para tacharla de repertorio típico de Hollywood. Pero esta vez las palabras iban dedicadas a ella. Se sintió conmovida y se le aceleró el corazón. Escribió: «Gracias. Eso es muy bonito». Él respondió: «Me he enamorado de ti». Ella contestó: «Qué bien». Lo de «Yo de ti también» prefirió guardárselo de momento.
El día de su veintiocho cumpleaños, por la mañana, Katrin pensó que el momento había llegado. Le escribió a Clemens: «Tengo un pequeño regalo de Navidad para ti. Una tontería; pero me gustaría dártelo. ¿Tienes algún momento libre a lo largo del día? Si te va mejor, también podemos quedar por la noche. Yo no tengo planes». Cuando le dio a «enviar» tuvo la sensación de que en su estómago había obras y que, de repente, todos los trabajadores se habían puesto a darle al martillo neumático a la vez. Nunca había sido tan arriesgada ni se había dejado llevar por el puro sentimiento irracional, por el mero afecto; o al menos ella no lo recordaba. Por cierto, el regalo era un cuadernillo con conversaciones de e-mail, una especie de Lo mejor de Katrin y Clemens. Había ido guardando los mensajes desde el principio y ahora había transcrito algunos, con una caligrafía muy cuidada, para componer una cronología de sus acercamientos y su manera de conocerse. Al ir copiando las frases que le había escrito Clemens, Katrin había sucumbido definitivamente al amor y por eso había iniciado urgentemente aquella maniobra de acercamiento. Le habría gustado besarlo en aquel mismo instante. Con los ojos cerrados. No le hacía falta saber cómo era físicamente. Le bastaba con tener su presencia. Es que lo de besar por e-mail no iba bien.
La respuesta le llegó a última hora de la tarde. (Hasta ese momento Katrin creyó que estaba a punto de batir una nueva marca personal en lo que se refería a lo peorcito de las Navidades/cumpleaños). Clemens escribió: «Acabo de leer tu mensaje y casi me desmayo de sorpresa y alegría. Claro que podemos quedar. Voy a ir a casa de mi abuela, pero estaré de vuelta en mi casa sobre las nueve. Te mando un mail en cuanto llegue». Cuando, a las nueve menos diez, saltó su mensaje en el monitor de Katrin, los obreros reanudaron su actividad en el estómago; esta vez con grúas. Clemens escribió: «Ya estoy en mi casa y en media hora puedo estar en la tuya». A lo que ella respondió: «¿Y cómo sabes dónde vivo?». A lo que él dijo: «Lo sé». En ese momento el conductor de una grúa dio un fuerte patinazo provocando cuantiosos daños materiales. Katrin escribió: «¿CÓÓÓÓMOOOOOO LO SABEEEES?». Clemens respondió: «Nos conocemos». Colisión de varias grúas. Pocas esperanzas de hallar supervivientes. Katrin empezó a odiar a Clemens y escribió: «¿DE QUÉ????????». Él contestó: «Soy de tu sucursal. El que está en el segundo mostrador de la izquierda según entras. Siempre nos hemos sonreído. El 4 de noviembre retiraste 8.500 chelines». Una brecha en el estómago, daños irreparables, no hay supervivientes, hay que renovar toda la plantilla. Katrin escribió: «¿CÓMO SABES TODO ESOOOO?????». Él respondió: «Soy un friki de los ordenadores, desencripté tu código nick en el chat y me enteré de quién eras». Último mensaje de Katrin a Clemens: «No quiero saber cuál de los caretos del banco es el tuyo. Infórmale a tu jefe de que quiero cambiar de sucursal y deséale una feliz Navidad. Adiós».
Una hora más tarde la llamó su madre para desearle que pasara un feliz cumpleaños, que pasara unas buenas Navidades, que pasara bien la varicela y que lo pasara bien en general. Que lo mismo le deseaba papá y que los regalos la estarían esperando. Katrin acababa de aplicarse una buena capa de Nivea sobre los párpados hinchados y le dijo a su madre que de repente se encontraba mejor y que el médico le había dado permiso para salir de la cama excepcionalmente. En resumidas cuentas: que iría a casa. Sin pérdida de tiempo.
—Pero, tesoro, nosotros ya nos íbamos a dormir —le dijo su madre.
«Pues aún mejor», pensó Katrin, y se dispuso a salir.