7 de diciembre

El día empezaba con una buena noticia y un concentrado de malas. La buena: que era viernes y los viernes Katrin no tenía consulta. Dos años atrás había estado a punto de redactar su carta de despido.

—Doctor Harrlich, si voy a seguir trabajando full time como si fuera una oftalmóloga titulada, no quiero cobrar lo que gana una ayudante en el mes de prueba.

—Mi hermosa señorita —respondió el médico sobrecogido—, «full time» es una expresión muy fea. No quiero que utilice ese vocabulario americano tan moderno en mi consulta. —Y con eso el doctor pretendía poner punto final a una conversación que le resultaba un tanto desagradable.

Pero Katrin no había terminado. Ella repitió su frase anterior (sustituyendo «full time» por «a pleno rendimiento y a tiempo completo»).

Entonces el doctor Harrlich se puso serio y dijo:

—Creo que trabaja demasiado. A partir de ahora, tómese los viernes libres pero no me toque el dinero. —Se quitó sus gruesas gafas, se frotó los ojos, húmedos, casi ciegos, se llevó a la boca con melancolía la patilla de las gafas y retomó la respuesta con la voz quebrada—. Usted es joven y guapa, mi apreciada señorita, así es que disfrute de su libertad. Yo soy viejo; a mí ya sólo me sirve el dinero.

Katrin en ese momento estuvo a punto de solicitar que le bajara el sueldo.

Así que ese día, como todos los viernes, libraba. Pero se había iniciado el avance de un frente frío. Cualquiera podría comprender qué significaba un «frente frío». Lo de «iniciar el avance» debía de ser que el frente frío enviaba una especie de patrulla de reconocimiento, una avanzadilla. «Oye, este sitio es estupendo. Nos podemos extender por aquí a nuestras anchas. Vente. Diles a todos que se vengan contigo. Tráete también al granizo». Esos frentes fríos solían instalarse durante semanas por aquellos lares. Les gustaba el clima austriaco, las figuras sombrías y los tonos grises con los que se cubrían en invierno. Les gustaba el ambiente navideño.

O sea, que no era uno de esos viernes en los que Katrin habría salido de su casa (abandonando su cama y su Internet), para enfrentarse al avance de un frente frío, si no hubiera sido estrictamente necesario. Pero lo era. Porque la habían invitado sus padres. Y que la invitaran sus padres significaba aceptar la invitación indefectiblemente. El rechazo aislado de una sola invitación habría puesto en tela de juicio veintinueve años de educación. El matrimonio Schulmeister-Hofmeister de repente no habría sabido para qué vivía (la respuesta era: para Katrin). Su vacío existencial habría sido aún mayor que el que habría experimentado el doctor Harrlich en caso de haberle concedido a Katrin un aumento de sueldo.

Aquella invitación había estado rodeada desde el principio de pensamientos turbios y una desgana fuera de lo habitual. Había llegado a situarse en el grado siete de la escala de inapetencias (y eso que cada grado de esa escala equivalía a restar diez de temperatura mientras avanzaba el frente frío). En primer lugar, porque sus padres querían hablar con ella sobre las Navidades. En segundo, porque querían hablar con ella sobre la Nochebuena, que era, además, el día de su cumpleaños. En tercero, porque querían hablar con ella sobre la Nochebuena, que no era un cumpleaños cualquiera sino su treinta cumpleaños. Punto número cuatro (citando literalmente a mamá): «Tesoro, queremos homenajearte el día de tu cumpleaños con una fiesta que no se te olvide nunca. No queremos que falte nada. Tenemos que hablar». El quinto elemento (palabras de papá): «Ratita, este año vamos a organizarlo todo bien; hasta el último detalle. Las cosas hay que hacerlas bien hechas. Tenemos que hablar contigo». Número seis (habla mamá): «Tesoro, a partir de los treinta vas a dejar de ser una niña. Es un día muy especial. Empezarás a plantearte el futuro. Tenemos que hablar». El séptimo (ahora habla papá): «Ratita, tu madre está preocupada por ti. Ya sabes que eres lo que más quiere en este mundo. Y quiere que seas feliz. Ya hablaremos de eso». En medio de todo ese granulado paterno-maternal que se cernía sobre esos desconsoladores temas de tratamiento obligatorio en época prenavideña parecía resplandecer una única luz. Se ocultaba en la respuesta que Katrin tenía guardada para la pregunta (y ya van ocho): «Tesoro, ¿qué quieres que te regalemos?». «Tranquilidad y distancia». Katrin sabía que era eso lo que necesitaba. Pero ¿cómo hacérselo saber a sus padres?

—Mamá, papá. Tengo que deciros una cosa —dijo Katrin cuando ya había pasado una hora, una sopa con albóndigas de sémola, un lomo de corzo con croquetas de carne de caza pero sin los tradicionales arándanos (porque estaban llenos de moho) y treinta fotos actuales de la familia de la tía Helli, la tía más feliz del mundo. Y lo era porque, sus tres hijas, no sólo tenían el valor de dejarse fotografiar continuamente a pesar del aspecto que tenían, sino que, además, las tres, siendo más jóvenes que Katrin, ya estaban casadas; con hombres que no les iban a la zaga en cuanto al valor de dejarse fotografiar a pesar de la pinta que tenían. De hecho, viendo las fotos, Katrin observó que los hombres eran incluso más valientes que ellas.

En cualquier caso, con la complicidad y el arropamiento de todo el círculo familiar y para la absoluta felicidad de la tía Helli, todos los meses una de sus tres hijas casadas daba a luz a un niño (a veces incluso gemelos). Katrin no los había contado pero sabía perfectamente que ella iba a ver a sus padres una media de tres veces al mes y, cada tres visitas, le servían junto con la comida las nuevas fotos del nuevo bebé de las tres hijas de la tía Helli. Bebés que, por cierto, tenían el valor de dejarse fotografiar a pesar de ser como eran. Sí, los bebés eran los más valientes de toda la gran familia de la tía Helli, pensó Katrin; y puso las fotos a un lado de la mesa.

—Tengo que deciros una cosa —dijo antes de que empezaran a abordar el tema «Navidades». Y colocó los cubiertos de postre en el plato. Todavía le quedaba la mitad del bizcocho y las tres cuartas partes de la nata del Mohr im Hemd[2]. Este año no puedo venir en Nochebuena. Tengo un…

—Pues tráelo, ratita. Ya sabes que será bienvenido. Que lo celebre con nosotros. Tenemos que prepararlo bien. Las cosas bien hechas —intervino el padre con júbilo.

—¿Va en serio la cosa, tesoro? —preguntó la madre apoyando los codos sobre la mesa y apretando los puños con tal fuerza que el rostro se le tiñó de rojo cereza.

—Tengo un perro —dijo Katrin en voz baja.

Después de eso hubo diez minutos de silencio. Ernestine Schulmeister-Hofmeister entrelazó las manos y adoptó la postura de quien reza pidiendo perdón por los pecados de cuya gravedad no había sido consciente hasta ese momento. A Rudolf Hofmeister se le dilataron las pupilas y empezó a hacer gestos nerviosos con la cabeza, moviéndola rítmicamente en todas direcciones, como si estuviera dirigiendo para sí mismo los acordes finales de una obertura trágica.

—No es mío —añadió Katrin en un momento en el que ya era bastante poco probable que nadie comentara nada. La frase no encerraba una gran dosis de consuelo. Era lo mismo que si Katrin acabara de confesar que había atracado un banco y de repente dijera: «Era un banco pequeño». Porque el solo hecho de haber pronunciado la palabra «perro» en casa de los Schulmeister-Hofmeister era bastante rotundo: significaba alta traición. Katrin sabía perfectamente lo que le había hecho a su padre un representante de esa especie animal. Y hasta ahora ella había demostrado tener un mínimo de solidaridad filial y detestar y evitar en consecuencia cualquier relación con un perro, incluida su mención en una conversación.

Hay días en los que se decide el futuro. Bueno, en realidad, el futuro se decide cada día. Hombre, en realidad, no es el futuro lo que se decide cada día, sino el presente. Aunque de todas maneras éste se decanta por el futuro a costa del pasado. Sea como sea, el día en el que tenía que decidirse el futuro de Rudolf Hofmeister fue un 27 de junio. Lucía el sol. Hacía buen tiempo. El joven Hofmeister esperaba ese momento desde que iba a la escuela de comercio. El padre de Katrin se dedicaba a vender. No cosas suyas; no tenía nada suyo. Vendía cosas que no le pertenecían y le daban algo de dinero por eso. Era (y seguiría siendo) representante. Representaba todo lo que podía tener una representación: cordones para los zapatos, expositores de periódicos, aerosoles contra insectos, bolitas de chocolate Rum-Kokos, revistas para la tercera edad, válvulas de baja presión. Iba de puerta en puerta. Pocas se abrían. Pero si agarraba una mano, ya no la soltaba. Lo importante era que la gente lo mirara a la cara. Porque entonces le veían la boca y enseguida también lo de arriba. Las miradas caían como moscas en el bigote de Rudolf Hofmeister y allí se quedaban pegadas, como enredadas en una tela de araña. Aquél era el bigote más fino, sutil y poco poblado ante el que jamás se hubiera abierto el umbral de una puerta. Cualquier otro bigote de esas características se deslizaría por el labio superior y acabaría desplomándose en el suelo empujado por la corriente. La gente se daba cuenta enseguida: a ese hombre le faltaban proteínas. Había que comprarle algo rápidamente. Por desgracia no solían ser muchas las personas que se enfrentaban a aquel bigotito. La retórica era un aspecto secundario. En la mayoría de las ocasiones Hofmeister elegía las siguientes palabras: «Muy buenas. Mi nombre es Hofmeister y he venido a robarle un minuto de vida». Y con esto solía robarles sólo unos segundos. Pero qué se le va a hacer, así era la profesión. La ilusión del joven Hofmeister era hacerse rico de un solo golpe. (Nunca afirmó que su sueño fuera algo original). El 27 de junio iba a hacerse realidad. Hofmeister estaba a punto de vender 1800 secadoras automáticas de la marca Drynova. Solamente faltaba la firma del gerente de la gran empresa fabricante de lavadoras Multoclean. Con respecto a la tecnología de las secadoras Drynova hay que decir que todavía tenía que madurar. Los aparatos eran el doble de grandes y tres veces más pesados que las lavadoras. Y para que la ropa se secara se invertía el triple de tiempo que si se tendía al aire libre. En Drynova las ventas andaban alrededor de cinco unidades al año. No calculaban vender más. Hofmeister se llevaba el 6% del precio de venta. Antes de encontrarlo a él en Drynova habían estado buscando sin éxito un representante durante seis meses. ¿Qué cómo logró venderles 1800 aparatos a los de Multoclean?

Bien, pues consiguió que uno de los empleados, un hombre de pequeña estatura, le dirigiera la mirada al bigotito. Mientras el señor estuvo ahí enganchado, Hofmeister profirió las siguientes palabras: «Muy buenas. Mi nombre es Hofmeister y he venido a robarle un minuto de vida. Cualquiera puede hacer una colada. Secarla sólo podemos nosotros. Si no es Drynova es que no va. Quédense con nosotros. Hagan las cosas bien hechas». El empleado lo escuchó y pensó que debería proponerle a su jefe que alquilaran una secadora para probarla. Al día siguiente el jefe en persona llamó a Hofmeister y le preguntó:

—¿Usted tiene secadoras?

—No, yo sólo soy el representante —respondió Hofmeister.

—¿Funcionan? —preguntó el jefe.

—Yo nunca representaría a una casa cuyos productos no funcionaran —mintió Hofmeister.

—Bien, entonces vamos a comprar 2000 unidades.

—Tantas no tenemos —dijo Hofmeister invadido por el pánico. Y con los nervios debió de perder por lo menos tres pelos del bigote; es decir, prácticamente la décima parte de su población.

—Bien, entonces 1800 —respondió el jefe—. Mañana le firmo los papeles. Pase por mi despacho y traiga una secadora de muestra. Póngase su mejor atuendo veraniego que vamos a grabar un anuncio en directo. La competencia se va a quedar con la boca abierta. Se van a quedar todos pasmados.

—Muy bien. Las cosas bien hechas —concluyó el joven Hofmeister. Tras la llamada telefónica un arrebato de felicidad le hizo perder el conocimiento durante unos instantes.

Al día siguiente era 27 de junio, el dichoso 27 de junio en el que debía decidirse su futuro. En Drynova habían puesto el champán a enfriar. Había llegado la secadora de prueba. (Las otras 1799 ya las fabricarían de alguna manera en las semanas siguientes). Al joven Hofmeister lo había vestido el sastre de caballeros más famoso del momento en un tono azul grisáceo. Sólo faltaban diez minutos para la firma ante las cámaras. Hofmeister acababa de alcanzar el edificio de Multoclean y se sentó en un banco del parque que había delante para practicar en su fantasía cómo debería ser el apretón de manos de un millonario. Se animaba asintiendo con voz enérgica: «Sí, señor», mientras se daba una palmada de confirmación en el muslo. Y esto es lo que debió de malinterpretar el perro que apareció de repente de entre la maleza. Entendió que allí tenía que postrarse. Cuando Hofmeister quiso darse cuenta ya era demasiado tarde. Sobre su regazo se había acomodado una maraña con forma de bola lacada en negro y allí estaba, levantando tan ricamente una de las patas traseras. Hofmeister reaccionó al instante, se levantó de un salto y lanzó al perro como si realmente fuera una bola enmarañada y lacada en negro, como si lanzara un balón medicinal, desde la cadera, para que desapareciera en el más allá, al otro lado del césped. Pero en memoria de aquel fugaz encuentro se había instalado en el pantalón una mancha de color gris oscuro. Era del tamaño de un balón medicinal y recorría la pernera, bajando hasta la altura del tobillo. La última vez que Hofmeister había mostrado un aspecto parecido tenía siete años y después había pasado siete más avergonzándose de aquella imagen. Pero en aquel tiempo no se encontraba a dos minutos del crucial instante en el que se iba a decidir su futuro. Ese futuro cambió en pocos segundos. Hofmeister entró en Multoclean. Lo recibió un señor con americana negra, muy estresado, que lo tomó por la mano y lo condujo a la sala contigua. El espacio estaba muy iluminado. El hombre dio tres palmadas y anunció:

—Chicos, a vuestros sitios. En tres minutos estamos en el aire.

—Hay un problema —avisó Hofmeister con voz carrasposa—: necesito urgentemente unos pantalones secos.

Todo el mundo a la vez miró hacia donde estaba él y todo el mundo vio lo mismo: tenía razón. Pero sólo uno de ellos reaccionó. El más importante. Y lo hizo con rabia. Con tanta rabia que Hofmeister perdió cinco pelos del bigote. La sucesión de trece gritos que profirió el jefe de Multoclean conformaba una pregunta retórica: ¿No-pretenderá-en-serio-venderme-secadoras-el-tío-este-de-los-pantalones-cochambrosos?

Siguió una risa histérica generalizada. No hubo respuesta. La grabación del anuncio se canceló, el negocio se frustró. Hofmeister se pasó treinta noches seguidas soñando con perros. Si el sueño era bueno podía incluir hasta cincuenta rituales de asesinato.

—No es mío el perro —repitió Katrin tras conceder otra pausa para darles tiempo a asumir la noticia. Su madre había arrugado la frente con doce pliegues. (Se podían contar bien porque, aun después de que la relajara, solían pasar horas hasta que desaparecían las marcas. Eran raras las veces que llegaba a formar doce arrugas. Aunque cuando se trataba de yernos potenciales con los que Katrin acababa de cortar había llegado a superar las quince).

—¿Por qué? —preguntó, casi sin voz, el padre de Katrin. No se refería a «¿Por qué no es tuyo el perro?», ni tampoco quería decir: «¿Por qué vas a tener un perro en Navidades?». No; la pregunta era más bien general: «¿Por qué existen los perros?». En el sentido de «¿Por qué nos arruinan la vida?».

Katrin respondió:

—Sólo lo voy a tener estos días, durante las fiestas, es una emergencia.

—¿De quién es? —le preguntó su madre mientras se le alisaban las dos arrugas más externas.

—De un viejo amigo —respondió Katrin—. Tiene que marcharse urgentemente de viaje.

—¿Cómo se llama? —preguntó la madre.

—¿El perro? —preguntó Katrin.

—El viejo amigo —le contestó su madre. Y mientras decía «viejo» se le volvieron a marcar las dos arrugas exteriores.

—Max —dijo Katrin con indiferencia—, es un antiguo compañero de estudios.

—Nunca habías hablado de ningún Max —afirmó la madre.

—¿No? —preguntó Katrin.

—No. —Su madre lo sabía con certeza.

—Pues ni idea —dijo Katrin. Bostezó, se miró el reloj y de repente tuvo que irse a toda prisa a hacer unas compras.

—Ya hablaremos otro día acerca de las Navidades, tesoro —amenazó su madre.

—Pero ¿por qué, ratita? —preguntó su padre.