6 de diciembre

La noche antes del día de San Nicolás había nevado y la nieve había cuajado en el suelo. Kurt también estaba cuajado en el suelo. Según el pronóstico meteorológico, a mediodía la nieve se habría derretido. A Kurt no le afectaba el pronóstico.

Max estaba cansado. No había podido dormir y había hecho tremendos esfuerzos por no pensar en nada. El cerebro se le había despertado a sacudidas. Cuando amaneció y su cerebro por fin pudo entender que el sueño era algo necesario, fuera empezaban a oírse las palas retirando la nieve. Y a ellas les daba igual que Max quisiera dormir. Antes de eso lo había acosado una pesadilla. Allí estaba Katrin, la chica que probablemente no se quedaría a Kurt en Navidades, y Max iba a besarla. Pero le entraban ganas de vomitar y tenía que alejarse de ella con la pena marcada en el rostro.

El sueño tenía su historia. Lo perseguía desde la infancia. Max había vivido unas cien versiones diferentes. Es decir: el sueño en sí no variaba; lo que cambiaba era el personaje femenino. Primero habían sido niñas de su escuela, después adolescentes y más tarde mujeres adultas. Entre ellas se encontraban todos sus amoríos y las «mujeres de su vida», que no habían llegado a serlo. Cada vez que Max conocía a una mujer que le gustaba y que le resultaba deseable, o incluso cuando realmente lo acechaba el amor, soñaba que intentaba besar a la chica pero no lo lograba porque en ese mismo momento le daban arcadas. Si el sueño era muy intenso, Max acababa vomitando de verdad. (En el caso de Katrin, tenía que dar las gracias a las palas quitanieves: el sueño no había llegado a ser tan intenso).

Por lo que a la trama se refería, Max estaba curado de espanto. La pesadilla ya no le afectaba. Lo que le removía era el hecho de que soñaba la verdad. Pero llevaba 25 años viviendo con eso.

Todo porque los chavales acaban inventándose las pruebas más descabelladas para no morirse de aburrimiento durante las vacaciones de verano. En aquella época Max tenía nueve años y una pandilla, «La banda de los sucios piratas de la calavera», que ya había aniquilado a todos los enemigos de los edificios de los alrededores. Los vencidos pasaban automáticamente a formar parte de los sucios piratas. Así la humillante derrota no resultaba tan desagradable; pero tenía el inconveniente de que el enemigo había acabado por extinguirse.

Ante la falta de contrincantes, el aburrimiento estaba llegando a cotas insospechadas y los sucios piratas de la calavera decidieron secuestrar a Sissi «la gorda». Sissi «la gorda» tenía ocho años y pesaba como mínimo tres veces más que cualquier niña de las consideradas normalmente gordas. Su cara constaba de cinco capas superpuestas que presentaban una forma abovedada y estaban rellenas de pura grasa porcina. Sus ojos estaban hundidos en aquella masa y desde allí sólo podían ver lo básico: comida. Su boca era una lancha neumática (presumiblemente rellena de aceite de girasol). En las comisuras de los labios llevaba siempre bien adheridos restos de huevo. Despedía un olor en el que se entremezclaban efluvios de paté de hígado con mostaza a la cebolla y arenque con ajo. Nadie podía definirlo con exactitud porque nadie se había atrevido nunca a acercarse lo suficiente a Sissi «la gorda» como para verificarlo.

El plan era más fácil que su ejecución. Pero los cinco piratas sucios más valientes consiguieron reducir a Sissi «la gorda». La sorprendieron mientras se metía entre pecho y espalda un bocadillito de carne asada con comino, la envolvieron con esmero utilizando para ello la tela de tres toldos y la trasladaron a su cuartel general. A Sissi toda esta acción le resultó emocionantísima y estaba deseosa de saber qué iban a hacer ahora con ella. Esta circunstancia tenía a los piratas de la calavera un tanto confusos; Sissi sólo esperaba que no la dejaran morir de hambre. El plan del BDT (Beso De Tornillo) había sido idea del propio Max. Hoy habría preferido cortarse la lengua.

A los sucios piratas de la calavera lo de darle un beso a Sissi «la gorda» les pareció genial; estaban convencidos de que sería el punto culminante de la temporada. Por supuesto, Max no había pensado en sí mismo como ejecutor, sino en utilizar para ello a uno de sus peores enemigos. De esa manera tan horrible podrían torturarlo haciendo uso de toda su crueldad. Pero claro, es que no había enemigos. Y de repente todos estaban de acuerdo en que Max era la persona ideal para darle un BDT forzoso a Sissi «la gorda». Porque él era, con diferencia, el más guapo, el más delicado y el más limpio de los sucios piratas. Era el esteta, el cultivado, el intelectual, el cerebro de la calavera de los piratas de la calavera. Con Max como pareja, el contraste con Sissi «la gorda» y, en consecuencia, lo que se estaban regocijando con la escena antes incluso de que sucediera, era mucho mayor.

Max se negó rotundamente durante dos horas. Después de ese tiempo lo tenían en sus manos. No sólo pretendían expulsarlo de la banda de por vida en caso de que se negara, sino que amenazaban con pegar carteles en la escuela para que todo el mundo se enterara de que él, Max, se lo hacía en los pantalones un día sí y otro no; y que, además, estaba colado por la señorita Obermaier «manos de araña». Ante esta posibilidad, Max se sobrepuso y se dispuso a besar a Sissi.

Cerró los ojos con fuerza y se obligó a pensar en algo exquisito: strudel de natas bañado en salsa de vainilla. Pero de repente sintió en la lengua una masa gelatinosa de sabor desagradable, que despedía una esencia tibia de paté de hígado y arenque en estado de descomposición, que se le fue extendiendo por toda la boca como si fuera fibra de grasa. Entonces abrió los ojos, divisó una mirada de cerdita ansiosa y fue consciente de la catástrofe en toda su dimensión. Sissi «la gorda» le había engullido la boca con su lancha neumática y se disponía a devorar todo su delicado rostro absorbiendo con ímpetu. Le pasó la lengua con avidez por la nariz, los ojos y las sienes y a continuación penetró de nuevo en su boca. Los gritos de fondo de «viva-Max, el-rey-de-los-besos; ese-Max-sabe, ese-Max-puede» se iban haciendo cada vez más estridentes hasta llegar a adquirir un timbre alucinatorio.

Max perdió el conocimiento y se desplomó sobre Sissi «la gorda». Al menos cayó en blando. Cuando volvió en sí, estaba postrado en el hospital de las Hermanas de la Caridad de Santa Isabel. Los médicos le diagnosticaron intoxicación por ingestión de carne o pescado en mal estado. Lo tuvieron allí una semana. Pero su flora intestinal necesitó tres años para regenerarse. Y hasta que no pasaron cinco años más, Max no fue capaz de comer platos preparados con carne o pescado sin que se le descompusiera el cuerpo de inmediato. Y nunca volvió a probar el strudel de natas con salsa de vainilla.

Tras este suceso los sucios piratas de la calavera se disolvieron como banda y empezaron a ir a la iglesia a rezar y a confesarse. Sissi, entretanto, llegó a adelgazar cien kilos y se convirtió en una mujer sencillamente rellenita. Max, a partir de aquel momento, no pudo volver ni a imaginarse un beso con lengua sin sentir náuseas. Ya podía estar enamorado, excitado, o inmerso en una situación que lo pidiera a gritos: Max era incapaz de besar.

Lo intentó una vez. Entonces tenía dieciocho años y estaba a punto de concluir el bachillerato. Ella se llamaba Finni, iba dos cursos por debajo de él y era, con toda seguridad, la chica más segura de sí misma que había en el instituto y, con toda probabilidad, la más guapa. Tenía el pelo rubio y corto y llevaba las camisetas más estrechas que jamás haya llevado chica alguna que realmente llevara una camiseta. Max llevaba semanas enfrentándose a los rumores que aseguraban que Finni la de sexto le había echado el ojo. Sólo con escuchar aquella expresión Max se volvía loco y el corazón se le ponía a mil. Y es que un ojo de Finni tenía un valor astronómico para cualquier miembro de su círculo de admiradores. Y el círculo de admiradores de Finni lo componían todos los alumnos de secundaria: cien escolares púberes y febriles en cuyas cabezas se agolpaban diariamente miles de fantasías irrealizables con Finni de las que sólo una mínima fracción era apta para menores.

Max nunca se habría atrevido a dirigirse a Finni, y mucho menos en el recreo, en el patio, rodeado por todos sus compañeros con las hormonas alteradas. Pero fue ella la que apareció de repente a su lado y le preguntó: «¿Cómo te llamas?». «Se llama Max». El que respondía era Günter «el bocazas», que se precipitó intentando sacarles provecho a esos segundos en los que Max se sintió paralizado. Pero Finni sólo lo miraba a él. ¡Y cómo lo miraba! Lo observaba desde abajo (Finni era casi dos cabezas más bajita que él); desde allí le mandaba al encuentro una mirada clara que despertaba fascinación. Con ella tensaba un amplio arco; sus ojos le rozaban suavemente el dorso de la nariz, lo sobrepasaban, emprendían el ascenso, le acariciaban las cejas, dibujaban una curva y, describiendo un ángulo vertiginoso desde arriba, se posaban en los ojos de él, se sumergían dulcemente en sus cuencas y recorrían el cauce de sus fluidos oculares para desembocar en su cerebelo, donde enseguida conquistaron un gran espacio. En literatura a estas miradas se las suele denominar «seductoras», «cautivadoras» o «devoradoras». Pero eso no es más que palabrería barata incapaz de describirlas en toda su magnitud. Max se enamoró al instante.

—¿Eres tímido? —le preguntó Finni.

—No sé —respondió Max. (Esta respuesta le costó una noche entera de dar vueltas inquieto en la cama sin poder dormir). Sus compañeros se reían por lo bajito como unos estúpidos mientras se daban golpecitos con los puños en los hombros.

—¿Te gusta ir al cine? —preguntó Finni. Al pronunciar la palabra «cine» alzó la voz, esa voz sorprendentemente profunda, casi ronca, y le lanzó de golpe tres de sus miradas. Al hacerlo giró un poco la cabeza, con lo que la trayectoria de los ojos adquirió una rotación lateral adicional. Aquel «cine» pronunciado por Finni encerraba el programa completo de todos los deseos sexuales de un chico de 18 años.

—Sí. Si ponen una peli buena —contestó Max, esta vez con algo más de voz. La respuesta no le pareció tan mala teniendo en cuenta las circunstancias. A lo mejor un poco demasiado racional.

—¿Te vienes conmigo? —le preguntó Finni. La frase lo electrizó. ¿Había evitado decir «al cine» a posta?

—Claro —respondió Max esforzándose por resultar neutro. Estuvo a punto de añadir: «Si ponen una peli buena». Si lo hubiera hecho nunca se lo habría perdonado.

—¿Mañana por la tarde? —preguntó Finni. Él se iba acostumbrando poco a poco a los escasos intervalos entre aquellas sensaciones universales.

—Vale —le dijo. E intentó hacerle un gesto desenfadado. Por suerte ella no se dio cuenta.

Quedaron a las siete delante de los multicines nuevos. Para despedirse, ella hizo un gesto impresionante con la cabeza y le azotó el rostro con una nueva serie de miradas. Sus compañeros de clase le sacudieron varios puñetazos flojos al estilo boxeador y festejaron al donjuán vitoreándolo con un griterío animal.

Finni llevaba la más estrecha de sus estrechas camisetas. Se había maquillado un poco, olía a fresas silvestres y dijo que no tenía ganas de ir al cine. Que en su casa había cerveza, que sus padres se habían ido al campo y que tenían el piso para ellos solos. Más tarde iban a venir también unos cuantos amigos y amigas. Pero mucho más tarde.

Max estaba tan enamorado que se dejó arrastrar hasta su casa sin oponer resistencia. No tenía tiempo para pensar en si era responsable de sus actos y si realmente quería hacer lo que iba a hacer a continuación. Vio el sofá amarillo, la vela preparada, el edredón. Unos segundos después Finni estaba sentada sobre él. El cuello de Max atrapado entre sus brazos mientras le acariciaba la nuca. Sus ojos estaban a escasos centímetros de los de él y lo acribillaban con miradas erotizantes que se disparaban cada décima de segundo.

Ella le tomó el rostro entre las manos y se lo acercó dulcemente a la boca. «Cierra los ojos, encanto». Fueron las últimas palabras que le oyó pronunciar. Después se entremezclaron los terribles olores de la infancia y se le formó una papilla en el estómago. Max sintió cómo ascendía desde lo más profundo de su aparato digestivo. Pastel de natas con ajo, paté con arenques, salsa de vainilla con mostaza a la cebolla, todo ello preparado en los fogones de la cocina de Sissi «la gorda». ¡Que aproveche! Tuvo el tiempo justo para separar su lengua de la de Finni, alejarse de su boca y volver la cabeza hacia un lado. Después de limpiar provisionalmente el sofá, Max pensó que era mejor marcharse. A Finni en ese momento tampoco se le ocurrió nada mejor.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó con aspereza en la puerta. Y a medio camino desvió la mirada de su trayectoria.

—Tengo fobia a los besos —respondió Max con voz llorosa.

Finni entrecerró los ojos adoptando la mirada de una gata salvaje y le dio con la puerta en las narices. Mientras bajaba las escaleras tenía la sensación de haber pronunciado la peor frase que se le puede decir a una chica en el clímax del enamoramiento y al inicio de un intercambio de caricias por las que ambos suspiraban tan ardientemente. Y lo peor de todo: era cierto. Y seguiría siéndolo por siempre jamás.

Ahora, con 34 años, Max ya sabía que el amor sin besos no funcionaba. Por consiguiente, sabía que el amor en él no podría funcionar nunca. Y eso le resultaba muy doloroso cuando amaba de verdad y con ganas. Max se enamoraba rápida, profunda y pasionalmente. Sabía entregarse al amor y vivir por él, era capaz de mostrar sus sentimientos, podía hablar de ellos, era cariñoso y capaz de desvivirse por una mujer. Estaba seguro de que también podía ser fiel si era necesario. (Hasta ahora nunca había tenido que ponerse a prueba). Estaba capacitado y dispuesto a dárselo todo a la mujer que amaba. Todo menos un beso.

Por supuesto, en los últimos dieciséis años ya había intentado en muchas ocasiones amar a alguien más de una noche sin tener que besar. A grandes rasgos se puede decir que existían dos posibilidades de librarse del beso con lengua: pasar de todo y hacer como que no pasaba nada o pasar de todo y pasar directamente a la acción.

Lo de «pasar de todo y hacer como que no pasaba nada» siempre acababa siendo una tortura y no llegaba a dar resultados. Como muestra sirvan las terribles noches que pasó con Pia, una estudiante de Historia del Arte que se parecía a Cleopatra. La conoció en la uni. Él entonces estaba probando a ver qué tal le iba en Derecho y trabajaba de camarero en el comedor universitario. Más o menos al final de la primera noche, ambos supieron que habían superado magistralmente la prueba número uno: la parte intelectual. Mentalmente se entendían con los ojos cerrados. Incluso sin escucharse, porque para eso estaban demasiado fascinados.

O sea, que había llegado el momento de entregarse a cuestiones más corporales. Ése era el único motivo por el cual a las tres de la madrugada seguían apretujados en el rincón más oscuro del bar moviendo los labios humedecidos por el vino según marcaba Tom Waits. Más cerca uno del otro no podían estar. Y cada frase que Pia le susurraba al oído en la embriaguez del amor, ya fuera «Dicen que la exposición de Picasso es genial», «Me gusta este local» o «El fin de semana tengo que ir a ver a mi abuela», cada una de esas frases significaba: «¿Por qué no me besas de una vez?». Pero Max pasaba de todo y hacía como que no pasaba nada. Él le susurraba respuestas lascivas a la cara: «Sí, Picasso es uno de los grandes», «Sí, este local tiene algo» o «Yo, por suerte, no tengo que ir a ver a mi abuela el fin de semana; como vive en Helsinki…». Y todas las frases iban aderezadas con una mirada «dame-tiempo, yo-tengo-que-ir-con-calma». Ella, en algún momento, abrió más los ojos, el doble que Cleopatra, movió la punta de la lengua por encima del labio superior como si fuera una aleta de tiburón y pensó: «Te doy diez segundos». Tremendamente atormentado, Max decidió recuperar la distancia por completo. Dejó caer la cabeza y dirigió la mirada hacia sus pechos; furtivamente, pero con cierta ansiedad.

Una noche de suplicio que había acabado en nada, evidentemente, tenía que repetirse. Quedaron varios días. Y la situación era cada vez más insoportable. El momento en el que el beso se convertía en obligatorio llegaba cada vez antes. Ante la desesperación porque no sucedía nada, la relación acabó siendo algo simbiótico. Hablaban con todo el dolor de su corazón sobre la desaparición de los bosques tropicales, los cambios en las mareas y la influencia de Giotto en la pintura italiana del siglo XIV. Las últimas frases de aquellas noches solían ser del tipo: «¿Tú estás bien, Max?». (Dicha por Pia). «Estoy atravesando un mal momento». (Respuesta de Max). Entonces una de las cuatro mejillas recibía de rebote un beso de despedida. Y volvían a quedar al día siguiente y seguían padeciendo la abstinencia sin que ella conociera el porqué.

Y en algún momento de alguna noche en la que se quedaron sin palabras Max no aguantó más y dijo: «Pia, no puedo más, quiero acostarme contigo». Al hacerlo saltó del asiento, se arqueó por encima de la mesa y apretó su cabeza contra el pecho de ella con la fuerza que imprimen al liberarse 180 horas de deseo contenido. Pero, por desgracia, ella no permitió que se quedara allí. Por el contrario, lo agarró por las sienes y lo atrajo hacia ella. Cuando entre sus bocas apenas quedaban unos milímetros de distancia, Max se apartó de ella y protestó usando el tono de un niño testarudo al que le han servido arroz en vez de patatas fritas: «No quiero besarte, quiero acostarme contigo». Así acabó la historia con Pia. Y Max pasó página.

Con Patrizia, Max fue mucho más listo desde el principio: pasó de todo y pasó directamente a la acción. Ella vendía anuncios en el Horizonte y tenía fama de ser la inventora de los «rollitos de media noche» o, más bien, de haber creado una versión de los «rollitos de una noche» que le daba opción a «doblete». Cuando Patrizia quería conocer a un hombre, no se presentaba: se acostaba con él. Lo de hablar siempre se podía hacer después.

Elegía a sus amantes siguiendo estrictamente los principios de higiene corporal, saber qué se lleva, coraje rodeado de carisma y éxito profesional. Y podía permitirse elegir. De hecho, uno de los mayores honores que podía disfrutar un hombre del Horizonte era ser elegido por Patrizia. Según afirmaban algunos, la experiencia con ella había sido el punto culminante de su vida sexual.

Max tenía que agradecerle la nominación a Kurt. Mejor dicho: a Kurt I. Fue en la época en la que él aún vivía y hacía sus piruetas. A Patrizia le encantaba «Babeando al viento» y, tras la tercera publicación, invitó a Max a su casa. Le dijo que después habría una cena con varios platos; lo hizo para que tuviera un doble aliciente y para demostrarle que esa noche él sería el único.

Más tarde Max ni siquiera se acordaría de los detalles sexuales. Serían desplazados de su mente por un espantoso acontecimiento que tuvo lugar poco después. Pero al principio todo fue salvaje y descontrolado; dos cuerpos entrelazados, precipitándose y confundiéndose uno con otro. La lengua de Patrizia estuvo durante un buen rato, feliz, lejos de su boca. Pero después él se enredó en esa inefable postura del misionero, tan sobreestimada a lo largo y ancho del mundo, y de repente se sintió como si fuera una pila sometida a una descarga de alta tensión: por abajo la carga positiva era cada vez mayor; por arriba, a la altura de la cabeza, la carga negativa empezaba a resultar amenazadora. Y es que Patrizia, que se movía enérgicamente, gimiendo, sacudiéndolo con fuerza, de repente apretó sus labios contra la boca de Max y le introdujo la lengua. La reacción de Max no se hizo esperar. Emitió un chillido «Síííííí-Noooooo» y se descargó a la vez por ambos polos.

—¿Te has corrido? —le preguntó Patrizia rutinariamente.

—Dos veces —resolló Max haciendo honor a la verdad. En ese momento sintió un tercer acceso aproximándose por la garganta y se levantó para ir al baño. De allí saldría una hora más tarde. En ese tiempo le estuvo dando vueltas a la cabeza pensando cómo iba a responder a la pregunta que le esperaba ahí fuera acerca de los motivos de su repentino malestar.

—¿Cómo has podido vomitar al mismo tiempo? —preguntó Patrizia con asco—. ¿No me dirás que eso te pone?

—Claro que no. No sé… Es que creo que me ha venido a la cabeza algo chungo —respondió Max.

Así acabó la historia con Patrizia. Y Max pasó página.

Evidentemente, Max se concedió alguna relación más antes de decidir ahorrarse definitivamente estas experiencias. Porque lo vivido le enseñó que el amor era posible sin casi todo: sin sexo y sin pasión, sin amistad y sin intereses comunes, sin una finalidad concreta y sin sentido, sin dinero y sin respeto; incluso sin futuro. Pero no sin besos, no sin lengua.

Ante esta realidad, las historias y las páginas que le pudieran quedar por escribir las transformó en pesadillas y prefirió concentrarse en lo esencial. En este caso en concreto, en su escapada navideña: tenía que huir de la peor época del año para una persona que abriga el deseo de amar pero no puede besar.

En aquel triste día de San Nicolás evitó los tres despachos. Se quedó en casa y se descargó de Internet ochenta páginas con información sobre las Maldivas. De vez en cuando le lanzaba alguna mirada desdeñosa a Kurt. El perro, acostado debajo de su sillón, observaba con apatía los tejemanejes de su amo. Éste lo reforzaba de tanto en tanto articulando alguna frase como: «Yo voy a pillar un avión y tú te quedas aquí». Kurt lo castigaba haciendo uso de su arma más potente: la ignorancia.