5 de diciembre

Era el día de Krampus[1]. A media mañana la lluvia heladora se transformó en aguanieve y ésta en una fina nieve que, a su vez, se convertiría en chubascos en forma de nieve. A mediodía los chubascos en forma de nieve dieron paso a un aguacero que acabaría en una ventisca que poco a poco se transformaría en nieve que daría lugar a rachas de granizo cada vez más fino que más tarde arreciaría para volver a convertirse en chubascos en forma de nieve. Avanzada la tarde, cesaron las precipitaciones y, con temperaturas que oscilaban alrededor del punto de congelación, apareció una niebla que se aclaraba a partir de los 11.500 metros de altura. Se supone que por allí arriba lucía el sol.

A pesar de todo, a Max se le concedió una segunda oportunidad para quedar con esa mujer que parecía tener la intención de acoger a Kurt durante las Navidades. Aunque no tenía muchas esperanzas de que la cosa acabara funcionando, Max no podía dejar pasar aquella oportunidad. Porque es verdad que tenía amigos, más que suficientes, para salir a echar cualquier día una cana al aire, pero ninguno para arrastrar-día-tras-día-a-Kurt-a-tomar-el-aire. Sus padres, como de costumbre, también este año se marchaban a celebrar la Navidad con los abuelos en Helsinki. Vivían allí porque, total, el tiempo era parecido. Sea como fuere, ellos nunca habrían abandonado Helsinki para celebrar las Navidades en Viena. Ni por Max, ni por sus padres ni, mucho menos, por Kurt, al que sólo conocían de oídas. (Bueno, sólo habían oído una cosa sobre él: que no se movía).

Max no tenía hermanos. Max no tenía a nadie que le debiera un favor (aparte de Kurt), y descartaba la posibilidad de mandarlo a una residencia para animales; porque Kurt se quedaría dormido para no volver a despertarse. (¿Por qué debería descartar las residencias?). Por Internet no se le había presentado ninguna otra posibilidad de albergar al animal. La gente sólo quería saber por qué Kurt se llamaba así y si tenía algo que ver con el legendario Kurt de «Babeando al viento», la columna que se publicaba en el Horizonte.

La tarde anterior Max había redactado un e-mail de corte novelesco explicando con todo detalle por qué se había frustrado la cita del día anterior y disculpándose por ello. «Quiero que sepa», le escribió a la interesada, «que Kurt es un perro más bien cómodo. Hay momentos en los que no le gusta salir. Ayer a mediodía tuvo uno de esos momentos. Y si él no quiere salir, entonces no sale. En ese sentido es consecuente. Kurt es, además, bastante receloso con el agua; y ayer llovió. Por eso no acudimos a nuestra cita. En realidad, salimos de casa con la intención de encontrarnos con usted, pero no llegamos. Lo sentimos mucho. Es decir: yo lo siento mucho. Pero Kurt es realmente un buen perro. Y quizás usted desee verlo. Podría ser mañana. Mañana seguro que no llueve. Y entonces a Kurt le apetecerá salir. Se lo aseguro: mañana saldrá. Si lo prefiere, nosotros podemos acercarnos a su zona. Sólo tiene que decirnos cuándo y adónde tenemos que ir. Nosotros nos organizamos. Reciba un cordial saludo con acento prenavideño de Max y Kurt». Prefirió corregir la última frase y escribió: «Le saluda atentamente, Max».

La mujer que, en teoría, iba a quedarse a Kurt había respondido por la mañana temprano: «De acuerdo. Pase con el perro por la consulta del doctor Harrlich, oftalmólogo. Yo trabajo allí». Escribía la dirección y el horario: de 15 a 17 h. Y a continuación había escrito: «Por favor, lleve a Kurt provisto de correa y bozal por si algún paciente le tiene miedo». Y añadió: «Por favor, asegúrese de que el bozal es resistente. Un saludo, Katrin».

Max pasó la mañana en el despacho número uno preparando «El rincón de Max». Para ahorrar tiempo echó mano de un crucigrama de agosto del año anterior. Por suerte para él las abreviaturas eran atemporales. A mediodía transcribió la cartelera en su segundo despacho. A primera hora de la tarde fue a comprar un bozal. En realidad, le habría gustado tener allí a Kurt para ver la medida. Pero por desgracia estaba nevando y a ratos llovía.

Faltaban exactamente dos minutos para las cinco cuando atravesaron el umbral de la consulta del doctor Harrlich, oftalmólogo. Había dejado de llover y de nevar en el último segundo. Literalmente. Max se sentía hundido psicológicamente y físicamente estaba bastante acabado. Subir escaleras con Kurt significaba subir cinco veces cada peldaño. El médico estaba en un segundo piso. A Kurt le gustaban los ascensores pero después no había manera de sacarlo. Y Max sabía por experiencia que avisar a los bomberos en tales circunstancias resultaba bastante caro. En cualquier caso, cuando se abrió la puerta, como si se produjera un milagro, Kurt estaba erguido. De su hocico talla M colgaba un bozal de canasta XXL. Max nunca lo había visto con una pose tan audaz. Ya tenía material para la próxima edición de «Esa mirada fiel»: «De cuando Kurt se puso su primer bozal».

Lo que sucedió en los siguientes minutos Katrin lo vivió como si se tratara de una secuencia de una película cómica en la que el perturbado representante de una empresa de electrodomésticos pretende venderle a una clienta en su primera visita un aspirador como si fuera una máquina de coser, pero para hacerle una demostración ha traído un arcón congelador. Katrin abrió la puerta y sintió cómo un «Buenas tardes, soy Max y éste es Kurt» se abalanzaba sobre ella. Mientras pronunciaba esas palabras el joven señalaba con el dedo una masa indefinida de color marrón oscuro que se encontraba a sus pies y desde cuyo centro se veía sobresalir la estructura de un bozal.

Kurt no le ha mordido nunca a nadie —aseguró él sorprendentemente triste—. Es sumamente bueno. Le gusta la gente. Igual no sabe demostrarlo pero… Es que es un poco tímido. Y le afecta mucho este tiempo. Un día llueve, luego nieva, al día siguiente cae aguanieve. Son muchos cambios para un perro así. Kurt es muy sensible y reacciona…

—Yo soy Katrin —lo interrumpió ella.

—Encantado —respondió él algo confuso.

—Pase —dijo ella.

Él vaciló un momento, después se agachó hasta el montón de perro como si tuviera que solicitar allí abajo un permiso de entrada, dejó la correa en el suelo y accedió a la sala de espera.

—El perro también puede pasar —le ofreció Katrin.

—Gracias, pero no le importa quedarse en la puerta —respondió él.

La impresión de Katrin fue que aquel hombre exageraba un poco con la educación del perro.

—Si voy a quedármelo, me gustaría probarlo antes —dijo Katrin.

—¿En serio? —preguntó el dueño del animal.

A Katrin le pareció que tenía un problema nervioso en el hombro derecho.

—¿Cuántas veces hay que sacarlo al día? —le preguntó ella.

—Dos pero… —vaciló él.

—Pero ¿qué? —preguntó Katrin.

—Pero él no se da cuenta —contestó el joven.

—¿Y duerme por las noches?

—Sííí —señaló su amo apretando los puños como una estrella del tenis que ha vuelto a ganar un set.

—Y ¿qué come?

—Dos latas grandes de estofado de pulmón por las noches —contestó el joven—. Le gusta que le pongan el bol delante del morro.

El dueño tenía la dentadura sana y parecía tener buena vista. Sabía reírse. Katrin se dio cuenta enseguida.

—¿Y a qué le gusta jugar?

—Al escondite —respondió él después de un largo intervalo de reflexión—. Y a la gallinita ciega. La gallina es siempre el humano.

Tenía un humor raro.

—¿Y qué más tengo que hacer si me lo quedo?

—Preferiblemente nada —respondió el amo del perro—. Lo único es que no hay que olvidarse de él.

—Pues dicho así parece fácil —dijo Katrin.

—Sí, es un buen perro —respondió el hombre nervioso.

—Me lo voy a pensar y en los próximos días le doy una respuesta —dijo Katrin.

—Estupendo —contestó el propietario del perro.

—Me gustaría verlo otra vez de pie —dijo Katrin.

—Claro —dijo él esbozando una sonrisa amarga. Después se despidió.

El montón ovillado que descansaba delante de la puerta no se había desplazado ni un milímetro.

—Es un buen perro —repitió el hombre. Y tiró con fuerza de la correa.

Tenía las orejas un poco salientes. El hombre. El perro no le dio ninguna impresión. Y ésa era la mejor impresión que podía haberse imaginado.