Por la noche había estado lloviendo y el viento golpeaba con fuerza contra la ventana produciendo un sonido chirriante que transmitía la sensación de que el cristal podía romperse en cualquier momento. A Katrin le mordía con sus dientes de tiburón un perro del tamaño de un elefante; se despertó y, a pesar de que el dolor desapareció al instante, ella no pudo volver a dormirse en las tres horas que le quedaban de sueño. Había quedado a mediodía en el Café Melange con el tío del perro. Esperaba que no le hiciera nada. El perro. A los hombres no les tenía tanto miedo.
Los martes la consulta era de 8 a 12 y de 15 a 18 h. Katrin aparecía siempre un poquito antes. No soportaba llegar y que el doctor Harrlich ya estuviera allí. Porque la recibía con toda la parafernalia, esforzándose, además, por marcar el acento francés con un «Buenos días, mi preciosa señorita, ¿ha dormido usted bien?», mientras desde atrás le acercaba furtivamente las flácidas manos al cuerpo para ayudarla a quitarse el abrigo. Parecía querer emular a Marlon Brando invitándola a bailar el último tango. Desde luego, para él habría sido el último. El doctor Harrlich, oftalmólogo, tenía 76 años y seguía pasando consulta por costumbre y porque ya no era capaz de ver sus fallos en la profesión. De hecho, veía tan mal que ya ni siquiera distinguía a los pacientes.
Pero el doctor Harrlich continuaba firmando los volantes personalmente. (Eso podía hacerlo con los ojos vendados). El resto del trabajo lo hacía Katrin. Y viceversa. En teoría, ella era ayudante técnico sanitario de Oftalmología; pero en la práctica era una oftalmóloga sin título. Los clientes venían por ella y también fue gracias a ella que tuvieran que ampliar la sala de espera. El 80% de los pacientes eran hombres. Todos querían que los atendiera ella. Todos querían que les mirara a los ojos.
La mañana pasó muy rápidamente. Un problema de hígado, un glaucoma incipiente, miopía relacionada con la edad e hipermetropía juvenil: dos dioptrías más de golpe; pobre chico, no tenía más que quince años y ya lucía dos culos de vaso delante de los ojos. Visitó a otros siete pacientes sanos que no necesitaban gafas. Probablemente, ellos ya lo supieran antes de venir.
A la una menos diez Katrin estaba en el Café Melange esperando al perro de la Navidad. Y la verdad es que confiaba en que apareciera bien equipado: con una buena correa y un bozal resistente. Necesitaba aquellos diez minutos de margen para explorar los caminos que la ayudarían a escapar en caso de que el perro no trajera correa ni bozal.
Katrin odiaba eso de estar sentada sola en un café y hacer como si leyera una revista que en realidad sólo utilizaba para blindar su campo visual. Odiaba que le hablaran hombres de los que ella no quería ni que le dirigieran la palabra. Pero ésos eran los únicos que le hablaban. Y odiaba sobre todo esas combinaciones de miradas, entre pusilánimes y pecaminosas, que le dirigían: ojos-pecho-piernas-ojos-pecho. Odiaba esos cuellos que se retorcían buscándola, los guiños lascivos, las cejas que se arqueaban para expresar el deseo, esas bocas que se abrían incitadas por la fantasía para dejar paso a la lengua que invitaba a compartirla. Pero lo que más odiaba era la idea de que muchos de esos hombres llegaban incluso a pensar que ése era el motivo por el que una mujer se sentaba sola en un café, que eso era lo que iba buscando.
Con veintiséis años, y tras experimentar el fracaso de su cuarta relación, la que mantuvo con Herwig, se sentaba sola en los cafés y dejaba que le hablaran sin oponer resistencia. No disponía de las defensas naturales necesarias. Además, quería castigar a Herwig por ser como era. Y además, llevaba seis meses sin acostarse con un hombre. Y además, tenía ganas. Bueno, tampoco hacía falta que se acostaran y durmieran juntos; le bastaba con sexo normal.
El tipo que se escondía tras unas gafas de sol, el que decía llamarse Georg (una de las pocas palabras que era capaz de pronunciar sin pegarle una patada al diccionario y sin que le supusiera un gran esfuerzo intelectual) era uno de esos hombres a los que las mujeres califican de «Adonis», el clásico figurante de películas de Tarzán, desmesurado hasta la punta de los dedos de los pies. Uno de esos tíos que sólo deberían existir en los pósteres. Es por causa de esos hombres que cada año se desplazan hasta Túnez tropas enteras de mujeres frustradas, esposas y madres de niños y no tan niños, y allí se suben a lomos de un camello. Algunas no regresan nunca.
En aquel momento a Katrin le daba todo igual. Por eso respondía incluso preguntas como: «¿Por qué estás sola?». «¿Cuánto tiempo tardas en secarte el pelo?». O: «¿Y qué sueles hacer?». Para ello utilizaba pocas palabras y mucha paciencia. Georg acabó preguntándole: «¿Cuál es tu deporte favorito?». «Chingar», respondió Katrin (aunque no estaba segura de si lo había pronunciado bien, de si se decía «chingar» o «singar» o sólo «chigar»). En cualquier caso, mientras lo decía pensaba con todas sus fuerzas y con fruición en Herwig y habría dado cualquier cosa por que él la hubiera visto en esa situación. Georg no había contado con esa respuesta pero era evidente que le había gustado. Porque respondió en tono conspirativo y con una sonrisita maliciosa: «En realidad, el mío también». Y pidió la cuenta.
Katrin no se arrepintió. Al menos así se acordó de cómo había sido con Herwig al principio y de por qué había dejado que se acabara. Se fueron a un hotel por horas. Había vino espumoso, cacahuetes y un diván para cada postura. La halagaba que Georg estuviera tan excitado. Y le divertía poder hacer feliz a un hombre que tenía una cosa que ya era en sí misma su mayor felicidad. Disfrutó con él y se alegró de que se corriera enseguida. Disfrutó por ella y se alegró de que se marchara enseguida. Él se miró el reloj y también debía de estar contento.
—¿Mañana a la misma hora? —preguntó él mientras le daba un apretón de manos para despedirse.
—Sería mejor un cuarto de hora más tarde —respondió Katrin.
A ella el chiste le pareció buenísimo, pero se contuvo y reprimió una carcajada que amenazaba con estallar. Lo de ir a un café había pasado a la historia. Lo de Georg, por supuesto.
Y parecía que el asunto con el perro de la Navidad también. Ya pasaban veinte minutos de la hora acordada y no tenía intención de conceder ni un minuto más. Katrin había aguantado y había salido airosa de la cita; a pesar de que no habían llegado a encontrarse. Fuera llovía y hacía un frío helador. Ese día todavía visitaría a siete pacientes. Por la noche a lo mejor iba con unos amigos al cine. En el resto de mediodía que le quedaba sintió un apremiante deseo de darse una recompensa. Por suerte, no muy lejos había una zapatería italiana. Quienes caminaban por la calle parecían depósitos de almacenaje de agua en estado de congelación. Delante de un puesto de venta de ponche que tenía un tejadillo, Papá Noel escurría su gorro empapado. A su lado descansaba, hecho un ovillo, un gran perro atado con una correa. La correa estaba tensa. En el otro extremo, alguien ejercía fuerza en el sentido opuesto como si fuera un surfista en mitad de un tornado. «Se ve cada cosa», pensó Katrin.