Seis meses atrás

Ruth había tardado poco en preparar lo que quería llevarse. Serían dos días, así que sólo necesitaba cuatro cosas que metió en una bolsa pequeña de viaje. El sol que invadía el interior de su casa le daba más ganas aún de irse. En una hora podría estar tumbada en la playa, leyendo un libro. Sin más obligaciones que usar crema protectora y decidir dónde quería comer. Era una buena idea. Necesitaba un par de días para ella sola. Sólo eso, un fin de semana de mar, serenidad y aburrimiento. Se merecía ese pequeño premio después de unas semanas complicadas, y en algunos momentos muy desagradables. Aún no se había quitado de la cabeza a aquel hombre siniestro y que él hubiera desaparecido tampoco la tranquilizaba demasiado. Basta, se dijo. Había cometido un error yendo a verlo, pero flagelarse por ello no le hacía ningún bien. No se lo había dicho a nadie… A veces ni ella misma comprendía por qué se metía en esos líos que, de hecho, no la incumbían.

Ya se iba, pero antes, por pura manía, revisó los grifos del cuarto de baño y de la cocina, y, ya que estaba en ella, guardó los platos del desayuno que había fregado antes. Eso son cosas de vieja, se regañó mientras lo estaba haciendo. Luego cogió aquel equipaje mínimo y se aseguró de que en el bolso había metido todo lo imprescindible: las llaves de la casa de Sitges, el móvil, el cargador… Sacó las gafas de sol, con ese día no podría conducir sin ellas.

Se dirigía a la puerta cuando sonó el timbre y en su cara se dibujó un gesto de fastidio. No tenía intención de demorarse por nadie, pero se sorprendió al ver quién era.

—Hola, Ruth. Perdona que haya venido sin avisar. ¿Tienes un momento?

—Claro… —Ella intentó disimular lo mejor que pudo y le dejó entrar, porque intuyó que aquel contratiempo temporal para sus planes obedecía a algo importante.

Lluís Savall no solía hacer visitas de cortesía.