9

Aunque hacía meses que tenía las llaves del piso de Sílvia —desde antes del verano, cuando anunciaron su compromiso—, cada vez que César las usaba sin que ella estuviera tenía la sensación de ser un intruso. Abrió despacio y tardó unos segundos en entrar, como quien teme el ataque de un perro inexistente. Dentro de poco sería también su casa, pensó, pero no conseguía despojarse del todo de la actitud que tendría un invitado. Era consciente de ello y le fastidiaba bastante, la verdad. Preferiría moverse con la misma despreocupación que en su apartamento: dejar la chaqueta apoyada en una silla de cualquier manera, quitarse los zapatos y cambiarse de ropa. En su lugar, colgó el abrigo en el perchero del recibidor y se aflojó un poco el nudo de la corbata. Nada más.

No se oía ningún ruido, y César fue hacia la cocina a coger una cerveza. Sabía que Sílvia las compraba para él. La abrió y tiró la chapa en uno de los tres cubos de basura pequeños, no sin antes comprobar que la arrojaba al que correspondía. Maldito reciclaje. En su apartamento tenía una única bolsa de basura, como siempre, pero Sílvia se fijaba en esos detalles. Y sus hijos también. Joder, en alguna ocasión se había sentido como un destructor del medio ambiente sólo por tirar el cartón de leche donde no debía. El reloj marcaba las 18.40, lo cual significaba que Sílvia tardaría aún más de una hora en llegar. Pol tenía entrenamiento de fútbol sala y Emma, la mayor, debía de estar en casa de alguna amiga. Mejor, César se sentía más cómodo sin ellos por allí.

El martes era el único día que Sílvia salía del trabajo un poco antes de las seis para asistir a su clase de yoga semanal. Sólo un tornado devastador habría podido alterar esa rutina, que proseguía luego en casa con una cena ligera, un rato de tele en el sofá y un polvo rápido en el dormitorio. Por eso César estaba allí, aunque ese martes había llegado más temprano de lo habitual. Había salido pronto del trabajo, no porque tuviera nada especial que hacer, sino porque a media tarde se hartó del ambiente, cargado de conjeturas, que se respiraba en la empresa.

Desde el día anterior, la noticia de la muerte de Sara había estado en boca de todos: murmuraciones, más o menos malintencionadas, que apuntaban al suicidio de la secretaria del director general como única explicación. «Nadie se cae a las vías del metro por accidente» había sido con leves variaciones la frase del día. A partir de ahí, las elucubraciones se dispararon en direcciones diversas, sin más fundamento que cuatro tópicos de psicología barata: la tristeza de la Navidad, la soledad de las mujeres, el desarraigo, la falta de sexo. Tonterías, en el fondo, porque muy pocos conocían bien a Sara Mahler; si se hubiera realizado un concurso de popularidad en la empresa, ella habría quedado en una de las últimas posiciones, no tanto porque la gente la encontrara antipática sino más bien porque ni siquiera se habrían acordado de citarla. Sara pasaba desapercibida: prefería el e-mail a la comunicación personal, apenas se movía de su mesa, asistía a las cenas de empresa y se mostraba educada, pero sin confraternizar demasiado. Para colmo, en algún momento había corrido el rumor de que no era de fiar: demasiado cercana a Víctor Alemany, demasiado reservada para que alguien la hiciera partícipe de los cotilleos generales y demasiado extranjera para entender que la gente saliera a fumar en horas de trabajo o que pasara más de cinco minutos al lado de la máquina de café. Y, sin embargo, César sabía que se equivocaban: Sara había sido perfectamente capaz de guardar un secreto… Al menos, eso esperaba.

Basta, se dijo. Se había ido del trabajo para no hablar de Sara y ahora no conseguía quitársela de la cabeza. Y, con toda seguridad, cuando llegara Sílvia el tema saldría de nuevo. Es suficiente, se repitió. Acabó la cerveza y depositó el envase en el cubo del vidrio. Luego fue hacia el salón, se sentó con cuidado en un sofá que milagrosamente seguía tan blanco como el primer día y encendió la tele. En la pantalla apareció uno de esos concursos de tarde, presentado por un individuo que intentaba insuflar entusiasmo a la audiencia. Uno de los concursantes era un chaval negro, que se batía en un duelo de palabras con una mujer de mediana edad a la que sin duda superaba en conocimientos. Con una leve expresión de disgusto involuntaria, César cambió de canal y se encontró con un documental sobre peces. Esto está mejor, pensó, dejándose acunar por una voz en off monocorde y serena. Tal vez fuera por la cerveza, tal vez porque la noche anterior la había pasado en vela o porque en el fondo los peces no le importaban en absoluto, pero lo cierto fue que el sueño le atacó con alevosía. Se dijo que sólo sería un momento, que cerrar los ojos le ayudaría a relajarse, y unos minutos después estaba dormido, con la cabeza ladeada y el mando de la tele en la entrepierna.

Despertó de repente, sobresaltado, al notar un roce en la bragueta. El sueño había sido tan profundo que en ese instante no sabía bien dónde estaba, ni si era de día o de noche. Tardó unos segundos en volver del todo al mundo consciente, a ese sofá blanco, a la tele encendida. Y a Emma, en albornoz, que le sonreía con el mando a distancia en la mano.

—Buenos días —le dijo ella, irónica—. Roncabas como una fiera del zoo. Pobre mamá, tendrás que comprarle tapones para los oídos.

Él bostezó, sin poder evitarlo. Tenía un aire desconcertado que a ella parecía divertirle. César se dio cuenta entonces de que alguien, Emma, acababa de apagar el televisor.

—Creo que no la estabas viendo —afirmó ella.

Su cabello estaba mojado, y cuando dejó el mando sobre la mesita, César se percató de que la hija de Sílvia no llevaba nada debajo del albornoz. Acurrucada en un rincón del sofá, se diría que era un gatito de angora blanco, dócil sólo en apariencia.

—¿Qué hora es? —preguntó César—. ¿Estabas aquí cuando he llegado?

—En la ducha, supongo. —Miró el reloj digital que había junto a la tele—. Y es pronto. Mamá aún tardará un rato.

El tono de Emma le despertó del todo. La miró de reojo. Dieciséis años. «Como dieciséis soles», habría dicho su madre. César apoyó las manos en las rodillas e hizo ademán de incorporarse, pero ella extendió las piernas desnudas y dejó los pies en la mesita de centro formando una barrera ridícula, fácilmente franqueable.

—Emma… Déjame pasar. Voy al baño.

Ella se rio.

—Huir es de cobardes. —Bajó la mirada—. Por cierto, deberías tirar esos zapatos. Son cutres. Estoy segura de que a mamá no le gustan nada. Ni a mí tampoco.

César tardó unos segundos en reaccionar. El descaro de esa cría lo dejaba sin palabras.

—¡Emma, joder, basta! —El tono de enojo resultó exagerado, postizo. Ella bajó las piernas, obediente. Pero él no se movió—. Escucha, ya vale. Te lo dije muy claro hace tiempo: esto no tiene ninguna gracia.

Era la verdad. Se lo había dicho. Se lo había repetido ya bastante, sobre todo durante el verano anterior, durante las tres semanas que pasaron juntos en un chalet alquilado de la Costa Brava. Al principio no habían sido más que roces casuales, siempre cuando estaban solos, sin Sílvia y sin Pol. En el coche, camino del supermercado; en la playa, mientras los otros dos se bañaban… O, con absoluto descaro, una tarde que se quedaron juntos en la piscina porque Sílvia había ido a la peluquería del pueblo y Pol había salido a montar en bici con sus amigos. Entonces él quiso zanjar el tema por primera vez. Un «no» firme, como el que le soltarías a un cachorrillo que se empeña en comerse los cables. Ella se había limitado a sonreír, como una Gioconda perversa, y a susurrarle, casi al oído: «¿Y qué harás si sigo? ¿Contárselo a mamá?».

Era lo que debería haber hecho y lo sabía. Simplemente no se atrevió. Emma era la hija perfecta: matrículas de honor, educada, responsable, puntual. Sílvia estaba tan orgullosa de ella que no le habría creído. Por otro lado, ¿qué iba a decirle? ¿Qué su hija adolescente lo acosaba? ¿A él, a un tipo corriente, de cuarenta y siete años? La mera idea de expresarlo en voz alta le resultaba ridícula. Y, sin embargo, que Emma lo encontrara atractivo le llenaba de un orgullo tonto que a veces le ayudaba a masturbarse de miércoles a sábado.

—Venga, ya hemos hablado de esto antes. Búscate un noviete de tu edad. —Intentó frivolizar, quitarle hierro al asunto, aunque el resultado fue que Emma torció el gesto, contrariada como una niña pequeña.

—No me digas lo que tengo que hacer. No eres mi padre.

—Desde luego que no —replicó él—. Haz lo que te dé la gana, pero déjame en paz, ¿vale?

Ella volvió a reírse. Verlo enfadado la excitaba.

—Si me das un beso —le retó—. Sólo uno…

—No digas tonterías.

—Va… En la mejilla. Un beso de papá.

La tenía al lado, más cerca. El albornoz se había aflojado un poco, lo bastante para insinuar sus senos jóvenes. Emma le cogió la mano e intentó guiarla hacia su piel. Suave, blanca, con olor a jabón. César cerró el puño para resistirse y la agarró con fuerza. Se miraron, desafiantes. Los labios de ella entreabiertos, inocentemente ávidos. Transcurrieron unos segundos, pero en ese pulso ambos se comprendieron. Intuyeron que algún día sucedería lo inevitable.

Pero no entonces: él consiguió desasirse y ella lanzó un gemido de dolor.

—Me has torcido la muñeca, bruto.

—Me marcho. Dile a tu madre que he tenido que irme. Y, ya que eres tan valiente, le explicas por qué. —César habló sin pensar. Esa vez las palabras dieron resultado.

—¡No! César, no te vayas…

Él caminó hacia el recibidor dando zancadas, se puso la chaqueta. Emma le gritó desde el salón.

—¡César, vuelve! Por favor… No quiero que te vayas.

César se vio a sí mismo como si se observara de lejos y se gustó sólo a medias. Él, que se había desenvuelto con soltura en prostíbulos y bares de copas, jugaba ahora a hacerse el ofendido, a representar el papel de hombre digno e inflexible, cuando en realidad no era más que un tipo patético incapaz de manejar a una jovencita. «Huir es de cobardes», se repitió. Aun así, el enfado se impuso y él tenía ya la mano en la manecilla de la puerta cuando Emma corrió hacia el recibidor y le soltó con voz ronca:

—Si te vas, haré lo mismo que esa tal Sara de la empresa. Me mataré. Con lejía. Y antes dejaré una nota explicando que es por tu culpa.

César no sabía si hablaba en serio. Decidió darse la vuelta.

—Emma…

Error. Debería haberse ido. Lo sabía aunque fuera incapaz de hacerlo. A ella le brillaban los ojos. Quizá fueran lágrimas, de furia o de frustración, pero no llegaron a caer. Se quedaron en esa mirada turbia, contenidas, amenazantes.

—Por tu culpa y por culpa de mamá. De los dos. Dejaré una nota que os hundirá para siempre en la miseria. —Se envalentonó al ver la cara de él, cada vez más pálida—. Y tendréis que explicar también lo de esa Sara. El porqué se mató, si es que se mató.

—¿Qué dices? —Su voz era apenas un murmullo.

—Yo me entero de todo, César. Mamá habla contigo por teléfono creyendo que no la oigo. —Se rio; fue una carcajada agria, enfermiza, impropia de su edad. Y repitió—: Siempre lo sé todo. No lo olvides. —Hizo una pausa, dio un paso hacia delante, bajó un poco la cabeza. Las posibles lágrimas habían desaparecido, engullidas por la sensación de victoria—. Y ahora, ¿me das ese beso? Sólo uno… Un beso de papá.

Por un momento él no supo si besarla o cruzarle la cara de un bofetón. Y allí de pie, inmóvil y sudoroso, comprendió con temor que tampoco sabía cuál de las dos opciones le excitaba más.