7

AKristin Herschdorfer le encantaba Barcelona. Lo repitió varias veces, como si la buena opinión que tenía de la ciudad fuera a congraciarla con el agente que había ido a verla para hablarle de su compañera de piso, cuando la realidad era que el propio Roger Fort aún no estaba del todo cómodo en la Ciudad Condal. Le parecía grande, llena de gente a todas horas y no especialmente hospitalaria. Esa mañana, por ejemplo, había dado varias vueltas para aparcar el coche en las cercanías del mercado de Collblanc y luego había tardado un buen rato en encontrar el pasaje de Xile, la calle donde había vivido Sara Mahler. Y, sin embargo, comprendía que para aquella chica de veinticuatro años nacida en Ámsterdam el hecho de que el sol brillara en el mes de enero era ya un gran punto a favor de Barcelona. Kristin asistía a un curso de español en la universidad, no muy lejos de su casa, con la intención de empezar en septiembre un máster en energías renovables. Eso sí, como la mayoría de los extranjeros, la holandesa vivía con bastante desconcierto el bilingüismo que imperaba en la ciudad.

—Pero ahora tengo un amigo catalán —comentó con una sonrisa, y Fort no habría sabido decir si ese hecho obedecía a razones sentimentales o a la necesidad de aprender la lengua sin pagar un curso extra. En cualquier caso, estaba seguro de que a Kristin no le iban a faltar candidatos si el elegido no resultaba ser un buen maestro.

—Hábleme de Sara. Ya sé que llevaban poco conviviendo…

—Desde octubre. Primero vivé, viví, con otras dos chicas en el centro, pero una estaba loca. Totalmente loca. Y había demasiado ruido. Por las noches, no podía dormir. Así que busqué otro piso. Vi varios y al final me mudé aquí porque está más cerca de la universidad.

—Esto es más tranquilo que el centro, desde luego. ¿Y qué tal con Sara? —insistió.

Kristin se encogió de hombros.

—Bueno… —Se retorció un largo mechón rubio y desvió la mirada—. El piso está bien. La verdad es que no creo que pueda pagarlo. Yo sola, quiero decir.

—Le preguntaba por Sara —dijo el agente con suavidad.

Kristin parecía reacia a hablar de su compañera de piso.

—Ya. —Sonrió, como si fuera a decir algo indebido—. Bueno… No está bien criticar a los que no están. Sin embargo…, Sara era un poco peculiar. ¿Cómo explicarle…?

Era evidente que no encontraba la forma de hacerlo, así que Fort se decidió a concretar.

—¿Ella había compartido piso antes? —No estaba muy al corriente de los sueldos de una secretaria de dirección, pero el alquiler de ese piso no tenía aspecto de ser muy elevado. Y, de algún modo, resultaba extraño que una persona más bien solitaria, o al menos sin muchos amigos, como Sara Mahler, hubiera metido a una desconocida en su casa.

—No. Bueno, quizá hace tiempo. Cuando llegó a Barcelona. —Kristin siguió jugueteando con el mechón rubio hasta que fue consciente de ello y lo soltó—. Creo que ése era el problema. Yo pagaba lo que me pidió, sí, pero se comportaba como si ella fuera la dueña y yo una invitada. No sé si me entiende.

Roger Fort había compartido piso mientras estudiaba en la academia y tenía presente que el inquilino más antiguo disfrutaba derechos adquiridos a los que no renunciaba fácilmente. Asintió, pues, y Kristin sonrió, aliviada.

—¿Y sabe por qué alquilaba una de las habitaciones?

—No me lo dijo. Comentó algo de que le había entrado miedo de dormir sola en el piso… —Bajó un poco la voz antes de seguir hablando—: Aunque luego era como si le moleste, molestara tener a alguien aquí. Creo que se había acostumbrado a vivir sola.

—Ya. La convivencia no es fácil.

Kristin negó con la cabeza al tiempo que lanzaba un suspiro.

—Yo estoy harta. Voy a buscar un estudio o algo parecido, por pequeño que sea.

—¿Sara era muy… maniática?

—¿Perdón?

Fort intentó explicarse.

—Exigente… No sé, con las tareas de la casa o con el ruido.

—¡Oh, sí! Más bien era como una madre aburrida. No, no aburrida…

—¿Pesada? —sugirió él.

—¡Sí! Si yo dejaba platos sucios en la cocina por la noche, ella me dejaba una nota por la mañana: «Debes fregarlos». Si dejaba un sweater en la silla, lo doblaba y lo llevaba a mi habitación. Con otra nota. —Kristin enrojeció—. No soy desordenada. De verdad. En el piso de antes sólo limpiaba yo. Pero Sara era… ¿excesiva?

—Exagerada, supongo —dijo Fort.

Kristin asintió, y empezó a despotricar contra Sara Mahler sin la cautela que había mostrado al principio.

—Mire, ¿ve ese jarrón? El de la mesa. Bueno, pues se rompió. Lo rompí…, sin querer, claro, mientras le echaba el polvo.

La frase hizo sonreír a Roger Fort, aunque ella no se dio cuenta y siguió hablando, como si en la historia del jarrón roto se concentrara la esencia de su convivencia con Sara Mahler.

—No es muy bonito, ¿verdad? Quiero decir que es barato. Feo. No es para llorar por él.

—¿Sara lloró por el jarrón roto?

—Casi… Me miró como si hubiera atropellado a su madre. Le dije que le compraría otro. Más bonito. Y ella me contestó que yo no lo entendía. Que no era por el dinero sino por el cariño que se tiene a las cosas. Después pasó la tarde pegando los trozos. ¿Lo ve? Se nota si se acerca.

—¿Se enfadaba a menudo?

—No. Enfadarse no. Ponía mala cara. Y siempre estaba aquí —añadió, ya sin tapujos—. No salía casi nunca. Aparte de ir a trabajar, claro. Estaba todo el día en casa, en su habitación, delante del ordenador. Yo diría que era adicta a Facebook. Mi amigo dice que buscaba… ya sabe, sexo, aunque yo no lo creo. Creo que el sexo no le gustaba.

Ante la cara de extrañeza del agente Fort, ella se explayó.

—Me lo dijo. No así, con esas palabras, pero me lo dijo. Albert, mi amigo, se queda a dormir a veces. Y un día por la mañana, cuando él se fue, Sara me dijo que nos había oído. Ya me entiende… —Kristin se ruborizó un poco—. También me pidió que, por favor, intentara no hacer ruido. Pero su cara tenía expresión de asco. En serio —insistió, como si aquello le resultara inconcebible.

—¿No tenía amigos? ¿O amigas?

Kristin negó con la cabeza.

—No que yo sepa. Aunque tampoco me enteraba mucho. Entre una cosa y la otra me queda poco tiempo libre…

—¿Y no le extrañó que no volviera a casa el miércoles por la noche? Si salía poco…

—Oh, me extrañaría mucho. No. —Se corrigió—: Me habría extrañado mucho. Es así, ¿verdad? Pero yo no estaba en Barcelona. Albert y yo nos fuimos a una casa que sus padres tienen en la montaña y no volvimos hasta el domingo. Y entonces oí el mensaje de la policía y llamé.

Roger Fort carraspeó.

—Habló conmigo. —Hizo una pausa breve—. No quiero ser desagradable, pero ¿cree que Sara era capaz de quitarse la vida? ¿La vio alguna vez triste, realmente triste? ¿Deprimida?

Kristin meditó la respuesta y tardó en contestar.

—Bueno… —dijo por fin—. Yo pensaría en el suicidio si hubiera sido ella. Aunque claro, entonces ya no sería ella exactamente. —Al ver la cara de perplejidad del agente, Kristin prolongó su explicación—: Quiero decir que Sara estaba bien. No parecía contenta, pero tampoco triste. Era como si siempre estuviera preocupada, eso sí. A veces por tonterías, como la del jarrón o porque el ascensor no funcionaba bien. Pero no la imagino saltando…

Y, por primera vez en toda la conversación, la joven pareció tomar conciencia de que su compañera de piso, aquella mujer a la que había descrito en un momento como maniática, exagerada, solitaria y frígida se había lanzado a las vías del metro. Kristin se sonrojó y sus ojos se llenaron de unas lágrimas que ella no hizo el menor intento de reprimir.

—Lo siento —murmuró—. Es que es raro estar aquí hablando de Sara mientras ella está… Perdone.

Kristin se levantó y salió disparada hacia el cuarto de baño. Desde el otro lado de la puerta, el agente Fort la oyó llorar desconsoladamente, como lo haría una niña. Esperó con paciencia a que saliera, pero, al ver que se demoraba, se levantó de la silla y dio una vuelta por el piso.

Era un espacio impersonal, decidió. Muebles neutros. Un cuadro que debía de estar ahí desde hacía años. El sofá, quizá la pieza más nueva, estaba cubierto con una funda de un color marrón desvaído, seguramente la misma que había ocultado el sofá anterior. Era evidente que a Sara no le preocupaba mucho la decoración. Fort se dirigió hacia la estantería donde estaba el jarrón: las líneas por donde se había roto resultaban visibles. Kristin tenía razón, no parecía caro. Era un jarrón cuadrado, de cerámica blanca, sin más gracia, de esos que se envían con un ramo de flores. Ya se apartaba de él cuando algo le llamó la atención. En el interior había algo. Lo sacó y vio que era una tarjeta de visita con el membrete de Laboratorios Alemany. «Gracias por todo», decía. Iba firmada, y Fort tardó un rato en descifrar los nombres. Sílvia y… Otro que empezaba por «c», César. Sí. Sílvia y César. Así que el jarrón, sin duda con un ramo dentro, había sido un regalo de la empresa, pensó Fort mientras deambulaba por el piso en dirección a la habitación de Sara. Cuando estaba cerca, oyó que se abría la puerta del cuarto de baño.

—Iba a echar un vistazo al cuarto de Sara —le dijo sin volver la cabeza.

Kristin fue hacia él, pero vaciló antes de cruzar el umbral.

—Es la segunda vez que entro sin que esté ella —dijo a modo de excusa—. Sara me lo dijo muy claro cuando llegué.

Roger asintió. Sara debía de haber sido una mujer bastante imponente para que sus prohibiciones siguieran vigentes aun estando muerta. Sólo la había visto en la fotografía del pasaporte, así que se acercó a las que había prendidas en un corcho, en la pared, al lado de la pantalla del ordenador, pensando que su hermana había tenido uno idéntico cuando era adolescente. Él nunca había entendido qué valor tenía un billete de tren, la entrada de una sesión de cine o cualquiera de los pequeños objetos que su hermana conservaba en aquella especie de altar juvenil. Al parecer, podía tratarse de una costumbre femenina porque Sara Mahler, a los treinta y cuatro años, hacía lo mismo.

Se sorprendió al ver a una Sara sonriente y en absoluto sola. Al contrario, las fotos mostraban a una chica algo gruesa, radiante, de cabello muy negro; a su lado, en distintas imágenes, desfilaba casi toda la plantilla titular del Barça, entrenador incluido.

—Ah, sí —dijo Kristin—. Le apasionaba el fútbol. Creo que por eso alquiló este piso, porque está bastante cerca del Camp Nou. Era una auténtica fan de él —señaló la imagen en que aparecía Sara con Pep Guardiola.

—¿Iba a menudo al campo?

—No. A algunos partidos, aunque tampoco muchos.

Observó con atención la cara de Sara. En ese momento estaba claro que el suicidio no entraba en sus planes ni siquiera como un pensamiento remoto. Le brillaban los ojos y la sonrisa le iluminaba la cara.

—Ya, ya veo. Me llevaré esta foto, ¿de acuerdo?

Kristin se encogió de hombros, dubitativa.

Otra de las fotografías llamó la atención del agente, en primer lugar porque no la acompañaban futbolistas. Un grupo de hombres y mujeres, vestidos con atuendo informal, posaban delante de una furgoneta. La descolgó y se la mostró a Kristin.

—Ni idea —dijo ella—. Compañeros de trabajo, supongo.

—¿Sara no pertenecía a un grupo de senderismo o algo parecido?

Ella se rio, como si la simple idea fuera descabellada. Él volvió a mirar la foto y se fijó en Sara: en ésa también sonreía con entusiasmo, y ese gesto alegre le confería un aire casi infantil; iba vestida con un short beis hasta media pierna que no la favorecía en absoluto. Cogió la foto del corcho, ya sin pedir permiso.

Roger miró a su alrededor. En la habitación había poco más que ver. Abrió el armario, ya con escasas esperanzas, y encontró ni más ni menos lo que debía contener: ropa, cuidadosamente doblada o colgada. Sí, sin duda Sara había sido una mujer más que ordenada: las prendas estaban dispuestas por colores y el conjunto era de una precisión milimétrica. Junto al ordenador había estantes con libros de bolsillo, en su mayor parte en alemán o inglés. En la mesita de noche vio una novela, de una autora llamada Melody Thomas, que Sara tenía a medias a juzgar por el punto de libro. Ya nunca sabría el final, pensó Fort. Salió de la habitación con cierto pesar y con las fotos de Sara en la mano.

—¿Y qué hago con sus cosas? —preguntó Kristin, como si la cuestión acabara de ocurrírsele en ese instante—. ¿Tengo que guardarlas en cajas?

El rostro de la joven mostraba aprensión y, no por primera vez desde el jueves por la noche, el agente Fort, que procedía de una familia numerosa y relativamente unida, sintió que le embargaba una tristeza dolorosa al pensar que Sara Mahler no tenía a nadie que recogiera sus pertenencias, aparte de esa compañera de piso a la que conocía desde hacía poco más de dos meses y que, en cualquier caso, lo haría por mera obligación. Tampoco tenía muy claro que el señor Joseph Mahler tuviera demasiado interés por las cosas de su hija.

Kristin esperaba una respuesta, así que Fort optó por una solución de compromiso.

—Supongo que sería lo mejor, si no le importa. Cuando lo haya hecho, llámeme y vendré a buscar las cajas de su compañera.

—De acuerdo.

—Una cosa más. —No quería enseñarle a esa chica la foto de los perros: bastante alterada se veía ya. Sin embargo, debía preguntárselo—. ¿Sara le habló alguna vez de perros? ¿Le daban miedo o algo parecido?

Ella le miró como si se hubiera vuelto loco.

—¿Perros? —Negó con la cabeza—. No. Para nada. No sé si le gustaban o no, pero ¿qué tiene que ver eso con su suicidio?

Había pronunciado la palabra por primera vez. Era extraño, reflexionó Fort, cuánto costaba decir ciertas cosas. La gente hablaba con total libertad de sexo, por ejemplo, y sin embargo el tema de la muerte, sobre todo cuando ésta era autoinfligida, seguía siendo un tabú difícil de superar.

—No lo sé. Probablemente nada —repuso él, sin darle más datos.

Segundos después el agente Roger Fort se dirigía a la puerta, sin saber muy bien si había sacado algo en claro de aquella charla, aparte de dos fotografías y una sensación de melancolía que parecía oprimirle el pecho.

—Perdone —le dijo Kristin cuando el agente estaba ya en el rellano—. Antes he dicho cosas feas de Sara. No eran mentira. Pero luego me he acordado de cuando estuve enferma y ella llamó al médico y cuidó de mí. Preparaba sopa y me la llevaba a la cama. —Bajó la cabeza, como avergonzada—. Es una tontería. Sólo quería que lo supiera. Sara era extraña, pero no era mala persona.

Roger Fort asintió y le sonrió. La puerta del ascensor se abrió y tras ella salió un individuo que, según dedujo, era el amigo catalán de Kristin. Igual de joven aunque mucho menos rubio. Mientras bajaba, el agente Fort observó las dos fotos. Y pensó que la última frase de la holandesa era un epitafio acertado, aunque habría podido aplicarse a una gran parte de la población mundial. Guardó las fotos antes de salir. La sonrisa de Sara Mahler, aquel semblante aniñado en un cuerpo de mujer, se le había quedado alojado en algún rincón de la memoria, junto con una sensación de desánimo que, de repente, hizo que las calles de Barcelona, llenas a rebosar de vehículos y transeúntes, se le antojaran un espacio desconocido y hostil.