Eran casi las nueve de la noche del viernes y Héctor seguía en el despacho, a solas. La confesión, que Mar había firmado finalmente, estaba en su mesa. La incluyó en el expediente, a falta del informe definitivo que le tocaría redactar al agente Fort, sin poder sacarse de encima la sensación incómoda, desasosegante, que solía asaltarle al final de casos tan complejos como ése, aunque nunca con tanta fuerza.
Te estás haciendo viejo, Salgado, se dijo. No tenía claro que fuera sólo la edad. Estaba seguro de que había hecho un buen trabajo, de que Mar Ródenas había matado a Amanda Bonet y había inducido al suicidio a Sara Mahler. Pero en algo sí tenía razón: los dos chicos muertos en Garrigàs merecían justicia. Y él no descansaría hasta conseguirla.
Adjuntó la nota al resto de papeles sin saber si era rabia, impotencia o pura y simple desolación lo que le nublaba la vista. El dolor que desprendía esa carta desesperada era más del que nadie debía soportar y sabía que, en sus horas de insomnio, las palabras de Gaspar Ródenas volverían a su mente. Necesitaba algo que le devolviera la poca fe que le quedaba en el ser humano o ya nada valdría la pena.
Se preguntó cómo habían podido vivir con ello esas cuatro personas aparentemente normales. Intentó pensar en cómo se sentirían en ese mismo momento, pero no conseguía ponerse en su lugar.
Sílvia estaba recostada en el sofá de su casa, a oscuras, viendo sin interés el parte meteorológico que anunciaba la posibilidad de una fuerte nevada en Barcelona esa noche. Había silenciado el móvil para no oír las llamadas de César, ni sus mensajes pidiendo disculpas. Si le hubiera importado de verdad, también habría sido incapaz de perdonarle. No, no había perdón para César Calvo porque simplemente no merecía la pena concedérselo. Igual que tampoco existiría para ninguno de ellos si un día se descubría toda la verdad. Estaba dispuesta a aceptarlo. A vivir con ello a cuestas. A última hora de la tarde, su hermano le había dicho que, ahora que el caso parecía resuelto, la venta de la empresa seguiría adelante, aunque había aprovechado para matizar que no podía asegurarle que los nuevos dueños quisieran seguir contando con ella. Sílvia no se había molestado en responder; estaba demasiado ocupada buscando un internado para Emma, no en el extranjero, como habían hablado alguna vez, sino en Ávila: un colegio religioso para niñas de buena familia, que su hija detestaría con todas sus fuerzas. Incluso había llamado al centro para preguntar si, como favor especial, la admitirían a medio curso. Afortunadamente, el dinero seguía abriendo puertas y Emma empezaría una nueva vida, lejos de ella, a principios del mes de febrero. Se lo había comunicado un rato antes, en un tono que no admitía discusión.
Al menos este problema está resuelto, pensó, incapaz de abordar entonces todos los demás. Apoyó la cabeza en el reposabrazos y se tumbó, con la vista fija en una pantalla donde aparecían imágenes de nevadas pasadas y, por hastío, cerró los ojos. Lo siguiente que notó fue una mano que la agarraba del cabello y una voz ronca, distinta a la que conocía en su hija, que le murmuró al oído: «Si crees que voy a ir a ese convento es que estás loca, hija de puta». Sílvia ahogó un gemido de dolor y vio a Emma, sonriente, que se iba tan silenciosamente como había llegado.
Ella se quedó quieta, acurrucada en el sofá, atacada por un temblor que era más debido al miedo que a la rabia. De no ser por el dolor, habría pensado que lo sucedido había sido una pesadilla. Pero no, era real. Tan obvio como la música que salía del cuarto de Emma a un volumen ensordecedor. Sin saber qué hacer, Sílvia buscó el número de César en la agenda del móvil y le llamó: no se le ocurrió otra persona a quien recurrir. César era fuerte, podría protegerla… Después de un buen rato de espera tuvo que rendirse a la evidencia de que nadie iba a contestarle y, aún temblorosa, apagó el televisor y se encerró en su habitación.
La música seguía sonando como una declaración de guerra. Esa noche Sílvia decidió rendirse sin luchar y fingir que no la oía.
César habría contestado gustoso si hubiera recibido la llamada una hora antes, mientras todavía estaba en casa, contemplando la puta alfombra manchada que parecía resumir todo su presente y gran parte de su futuro. Que Sílvia le perdonara le parecía tan imposible como olvidarse del sabor de Emma. Por eso, cuando se hubo fumado un paquete entero de cigarrillos esperando una respuesta que no llegaba, decidió salir a hacer algo que había dejado de lado durante mucho tiempo. Y no se llevó el teléfono.
El bar de señoritas de la calle Muntaner le acogió con la clase de afecto servil que él andaba buscando. Estaba seguro de que, por el precio de una copa, aunque fuera absurdamente elevado, aquel lugar de rincones oscuros le ofrecería lo que necesitaba para calmar su ánimo. Pensó que ni siquiera se había duchado desde la mañana, pero no le importó. Allí nadie se lo echaría en cara. En la barra, con el vaso en la mano, escrutó las caras de las chicas que trabajaban en el local, buscando a alguna que despertara en él el suficiente deseo para abrir la cartera. Después de un rato todas se le antojaron mayores, ajadas, tan distintas a lo que tenía en mente que no se sentía capaz de follar con ellas. Entonces, tras apurar de un trago el whisky, pidió otro y aprovechó para preguntarle al camarero, en voz muy baja: «Oye, ¿sabes dónde puedo encontrar una jovencita? Ya me entiendes, joven… joven de verdad».
La esposa de Octavi Pujades murió al anochecer, cuando la nevada era sólo una amenaza. Simplemente se durmió a media tarde y ya no despertó. Al entrar a verla antes de cenar, supo que su corazón ya no latía.
Le cerró los ojos y se sentó en la cama, a su lado. Sabía que debía llamar a sus hijos y darles la noticia, empezar a prepararlo todo, pero necesitaba estar un rato a solas con ella. Le acarició la frente y rezó una oración en voz baja porque fue lo único que le pareció apropiado. Ya se había despedido muchas noches en que creyó que todo se acababa, así que entonces, llegado el momento, no tenía ya demasiadas cosas que decirle. Eugènia había muerto demasiadas veces para que la definitiva le impresionara realmente.
Salió a la puerta de la casa, en un intento por llenarse los pulmones de un aire que no oliera a muerte, y, sin poder evitarlo, pensó ya no en su esposa sino en Gaspar, en Sara, en Amanda y en los dos chicos muertos. Se dijo que, de todos, él era el más viejo, el que por lógica natural debería haberse ido antes. Y, sin embargo, allí estaba. Vivo, fumando un cigarrillo que se resistía a matarlo, y con un futuro relativamente asegurado por delante. Si todos callaban, claro. Tenía que confiar en eso.
Esa noche ni siquiera se oían los ladridos de los perros vecinos. El silencio era absoluto. A otro le habría incomodado, pero para él ya era algo normal. Pronto la casa se llenaría de gente, hijos, parientes políticos, amigos, conocidos, y esa paz se acabaría. Suspiró: tendría que pasar por eso. Era el penúltimo capítulo antes de que comenzara una nueva historia. Viudo, casi prejubilado, y con dinero suficiente para encarar esa edad crepuscular con dignidad. Era irónico que, si nada cambiaba, él no podría quejarse de cómo le habían ido las cosas.
Tuvo que esforzarse por no sonreír cuando descolgó el teléfono para llamar a su hijo y decirle que su madre había muerto.
A Manel no le gustaban las tormentas, ni la lluvia. Y aún menos la nieve que, según las noticias, se acercaba a la ciudad. Una nevada que iba a rematar unos días horribles, vergonzosos, en los que se había sentido tratado como un criminal. Él, que apenas había hecho otra cosa que mirar y asentir. Lo habían encerrado en un sitio inmundo, con un par de presos apestosos, y luego lo habían llevado a un hospital público donde tuvo que esperar a ser atendido entre un montón de gente vieja y enferma. Cabrones. No era justo. ¿Acaso no había sido Sílvia la que llevaba el coche? ¿Y Gaspar el que asestó el palazo a aquel moro sucio? Y al final había resultado ser esa tal Mar Ródenas la que había matado a Amanda y empujado a Sara al suicidio. Pero había sido sólo él, Manel, quien había tenido que sufrir un infierno. Él, que se había limitado a seguir las directrices de la mayoría sin hacerle daño a nadie.
Definitivamente la vida es injusta, se dijo con amargura mientras iba a la cocina a tomar el vaso de agua de rigor. Agua fresca para limpiarse por dentro antes de pegarse una ducha. Su rutina de todas las noches que en ésa se le hacía más necesaria que nunca después de las experiencias sufridas. Sólo por un instante pensó en lo horrible que sería si alguno de los otros se echaba atrás y confesaba qué habían hecho con los cadáveres: ignoraba si eso le llevaría a la cárcel, pero la simple idea de que pudiera suceder le llenó la frente de un sudor frío e hizo que el vaso se le escapara de la mano y se hiciera añicos contra el suelo.
Interpretó la rotura como un mal augurio. Recogió los pedazos abrumado por la terrible sensación de que su vida, su seguridad, estaba en manos de personas a las que poco les importaría dejarlo caer. Verlo hecho trizas.
Héctor estaba tan absorto en sus pensamientos que no oyó que alguien llamaba a la puerta, y se sobresaltó cuando ésta se abrió de repente.
—Inspector Salgado.
—¿Sí?
Era Brais Arjona.
—Sé que es tarde, inspector, pero me dijeron que aún estaba aquí. Y no quiero esperar a mañana para hacer esto.
Brais ocupó una silla frente al inspector.
—Se lo he contado todo a mi marido. Desde que acepté ese maldito pacto, ocultárselo era mi único objetivo. Ahora él se ha marchado, y el miedo a perderlo se ha ido con él. ¿Sabe? Siempre pensé que si eso sucedía me llenaría de remordimientos: por lo que hicimos allí, por Gaspar, por Amanda, por Sara. Por todo… Pero no sentí nada. Nada. Ni pesar, ni arrepentimiento, ni siquiera tristeza. Es como si las emociones se hubieran congelado con este maldito invierno. Por eso estoy aquí. Porque o venía y confesaba o me arrojaba por la ventana. Y no quiero hacerlo. Siempre he pensado que el suicidio era una mala solución.
Dos horas después la calle recibió a Héctor con la animación amortiguada de un viernes de invierno por la noche. Parecía mentira que ahí fuera hubiera gente normal, personas que no cometían crímenes atroces. Respiró hondo y el frío le agujereó los pulmones, pese a todo sacó un cigarrillo y lo encendió. Puto tabaco.
Héctor fumó unos minutos en silencio, bajo un cielo extrañamente oscuro. No podía volver a casa así. Aunque entendía a quienes bebían para olvidar, el alcohol nunca había sido un refugio para él. Lo que necesitaba era aire, gente. Vaciar la mente de lo bueno y de lo malo. Hacía demasiado frío para estar parado, así que decidió caminar hasta casa.
Tomó Gran Vía, llevaba sólo unos minutos andando cuando recordó el sueño que había tenido la víspera de Reyes. No había puestos de juguetes, ni luces de colores, ni villancicos atronadores. Pero él seguía igual, caminando solo. Casi esperaba que una maldita bola de cristal cayera del cielo y lo atrapara. Y de repente, como en el sueño, los transeúntes se pararon, sorprendidos: no desaparecieron, sino que se limitaron a mirar hacia el cielo. También Héctor levantó la vista al notar que empezaba a llover. No era lluvia, no, era nieve, tal como habían anunciado.
Héctor estuvo a punto de sonreír. Había algo en las nevadas que sacaba al niño que todos llevamos dentro. Siguió adelante, despacio, mientras contemplaba cómo, poco a poco, la calle iba cubriéndose de un insólito manto blanco. Y se hallaba cerca de la Universidad Central cuando, animado por ese tiempo inusual que no decaía, sacó el móvil y llamó a Lola, diciéndose que aquella noche todo era posible.