—¿Estás seguro de que irá a por el dinero hoy mismo? —le preguntó Lola. Había acudido a comisaría porque no quería perderse el desenlace del caso antes de irse. Héctor sabía que debía regresar a Madrid esa misma noche para cubrir un evento que se celebraba el sábado en la capital. Eso si el tiempo se lo permitía: no cesaban de anunciar la posibilidad de que, por extraño que resultara, una nevada cayera sobre Barcelona en las próximas horas.
Eran las cinco de la tarde del viernes.
—Digamos que creo que no podrá resistir la tentación de ir. Hizo muchas cosas por ese dinero, aparte de mandar fotos, y debe de tener muchas ganas de apoderarse de él. No esperará.
Lola hizo un gesto de conformidad, aunque no estaba del todo convencida.
—En cualquier caso, lo sabremos enseguida. Sílvia Alemany ya ha cumplido las instrucciones y ha dejado la bolsa en la taquilla. Fort anda por ahí, vigilando. Si alguien va a sacarlo, lo verá.
Y sin querer su mirada se volvió a posar en el teléfono, que seguía insultantemente mudo.
—Aún no entiendo cómo dedujiste que estaban chantajeando a Sílvia.
Él sonrió.
—Digamos que fue una inspiración repentina. Había encajado piezas, pero algo fallaba. Alguien había tenido la oportunidad y el motivo. Motivo para denunciarlo todo, para al menos exponerlo públicamente. Pero no lo había hecho, así que tenía que estar buscando otra cosa. Y al final se me ocurrió que el dinero suele ser un acicate muy razonable para hacer cosas terribles.
—No sé si te sigo —dijo ella.
—Hubo algo que me preocupó durante el transcurso de la investigación. Podía llegar a entender que uno de los otros hubiera matado a Gaspar, a Sara y a Amanda, pero ¿por qué ser tan cruel con la mujer de Ródenas? Y con la niña. Octavi Pujades también lo dijo.
—Bueno, alguien fue cruel con ellas.
—Sí. —Y Salgado intentó no pensar en la escena terrible que debía de haber tenido lugar aquella noche—. Y otra cosa: de las tres víctimas, Gaspar Ródenas cumplía claramente los requisitos del posible suicida.
—No pudo soportar el peso de la culpa…
—Eso por un lado; por otro estaba la adquisición de un arma. No sé si cuando se agenció la pistola pensaba ya lo que iba a hacer o si se le ocurrió luego, pero lo cierto es que la usó. Contra él y contra su familia. Su caso se archivó como lo que era, y durante cuatro meses no pasó nada más.
Lola asintió.
—Y así llegamos a Sara. Otra de las claves de todo este asunto. Tan sola, por un lado, y por el otro, tan leal. En el fondo, tan vulnerable a cualquiera que la abordara y le demostrara cierto cariño. Cuando supe que la foto había llegado después de su muerte intuí que eso tenía que significar algo. Gaspar se había suicidado cuatro meses antes y para ellos todo había seguido igual. La única explicación posible era que durante esos cuatro meses alguien se hubiera acercado a Sara para obtener información…
El teléfono sonó entonces y Héctor respondió al primer timbrazo. Fue una conversación breve, de frases cortas y tensas; cuando colgó, se echó hacia atrás en la silla y exhaló un largo suspiro.
—Vienen para acá —dijo—. Fort acaba de detener a Mar Ródenas cuando sacaba el dinero de la taquilla del supermercado donde lo había introducido Sílvia Alemany. Su novio la esperaba en el coche e intentó huir, aunque lo interceptaron poco después.
—Estabas en lo cierto —le felicitó Lola.
Pero Héctor no parecía satisfecho cuando dijo:
—No me creía que Gaspar se hubiera suicidado sin decir por qué lo hacía. Y Mar era la única persona que podía haber encontrado una nota que, aunque fuera sólo parcialmente, la pusiera en antecedentes de lo que había ocurrido en Garrigàs. Eso le daba la oportunidad. Las ansias de venganza contra los otros eran un buen motivo. Y la necesidad económica, o la codicia, la hicieron modificar sus planes. Eso sí, como pasa a veces, ella y su novio tuvieron la suerte del novato. Una suerte de consecuencias perversas.
Mar Ródenas estaba mucho más seria esa tarde que las otras dos veces que Héctor la había visto. A pesar de todo, él no pudo evitar una sensación extraña al verla esposada, sentada en la misma sala de interrogatorios donde había estado Manel Caballero. No era exactamente compasión aunque sí una especie de tristeza. En el fondo estaba seguro de que aquella joven que tenía delante no habría dado nunca ese paso, pero cuando la codicia se aliaba con la venganza los resultados podían ser horribles.
—Hola, Mar —le dijo él.
Ella no contestó.
—La verdad es que hasta ayer no esperé verte nunca en estas circunstancias.
—¿No? —Su tono era duro, amargo—. Todos cometemos errores, inspector.
—Tienes razón. El mío fue fiarme de las apariencias. El tuyo pensar que podías hacer justicia por tu cuenta y de paso sacar provecho. —Héctor la miró fijamente y prosiguió—: Aunque en tu defensa diré que hay algo que puedo comprender. La escena que encontraste en casa de tu hermano tuvo que dejarte destrozada. Ver que Gaspar había matado a su mujer, a su hija y luego se había pegado un tiro sería suficiente para que cualquiera perdiera la razón. Y leer la nota que escribió tuvo que ser una experiencia traumática. Luego, en el ordenador, entre otras cosas, encontraste la foto de los perros.
Ella se mantuvo en silencio, expectante, pero él no le concedió una tregua demasiado larga.
—Quiero pensar que al principio guardaste esa nota con buena intención. Sin ella, tus padres siempre podrían pensar que su hijo no había cometido ese crimen atroz. La guardaste y empezaste a obsesionarte. Especialmente porque no lo contaba todo, ¿verdad? Aún no sé lo que decía, pero deduzco que se refería a un asesinato cometido en la casa de Garrigàs, al regreso de enterrar a esos perros de la foto, y con la complicidad de los otros, sin dar más detalles aparte de sus nombres. Si lo hubiera explicado con detalle, tú no habrías tenido que abordar a Sara Mahler. La conociste en el entierro de Gaspar, ¿no es así?
Ella desvió la mirada, pero no pudo evitar un fugaz gesto de asentimiento.
—Pobre Sara… —dijo Héctor—. Era reservada, discreta, y al mismo tiempo estaba muy necesitada de afecto. Y tú te presentaste ante ella como lo que eras entonces: una chica cuyo hermano había muerto de forma trágica; una joven sin empleo, y tal como están las cosas, sin un futuro muy halagüeño. Le dijiste que habías encontrado la nota de Gaspar y que la habías ocultado para no hacer más daño a tu familia. Sara, con un padre que no la quería, se conmovió y confió en ti.
Mar seguía encerrada en un mutismo hosco y Héctor continuó:
—Sara te hizo regalos y gastó dinero en cenas y otras cosas porque llegó a apreciarte y porque, como todos, necesitaba a alguien con quien hablar. No sólo de eso, también de sí misma y de la empresa, incluso de Amanda y de sus hábitos sexuales. Además, si salía el tema de Garrigàs, no sentía que estuviera traicionando a nadie: la habías convencido de que ibas a guardar un secreto del que ya sabías algo, no por ellos, sino por el bien de tus padres, y poco a poco fuiste sonsacándole el resto de la información. Al fin y al cabo, ella debió de pensar que te asistía cierto derecho a saberla. Sólo hubo una cosa, un detalle que se resistía a revelar a pesar de tus insinuaciones: qué habían hecho con los cuerpos.
El inspector hizo una pausa. Había muchas cosas que no sabía, que debía intuir; datos que obtener de aquella chica que en ese momento parecía dispuesta a permanecer en silencio para siempre.
—¿Qué pasó, Mar? ¿Intentaste convencerla de que te ayudara en ese chantaje? —Había estado hablando con Víctor Alemany esa misma mañana, y el director de los laboratorios le había contado su extraño encuentro con Sara en el despacho de Sílvia la noche de la cena de Navidad—. ¿Le dijiste que ambas merecíais algo mejor? ¿Un premio tangible a cambio de vuestro silencio?
Mar Ródenas se encogió de hombros.
—¿Por qué no? —dijo por fin—. Eso era lo único que podían darme.
—Pero Sara no pudo hacerlo. No creo que fuera capaz de traicionar a los suyos; no se atrevió a dejar la fotografía de los perros en el despacho de Sílvia.
—¡Sara no tenía ni un ápice de ambición! —saltó Mar.
—No —dijo Héctor—. Sara era leal, aunque de golpe vio que sus lealtades se dividían. Por un lado estaba el pacto con sus compañeros; por otro, la simpatía que sentía por ti. En cualquier caso, su fidelidad al pacto acabó ganando. Y tú te enfadaste, ¿verdad? Había pasado de ser una aliada a un obstáculo: sabía demasiado.
El inspector Salgado iba ordenando los hechos siguiendo un razonamiento que le llevaba a una única conclusión posible.
—Así que esa víspera de Reyes tú decidiste encontrarte con ella para, una vez más, insistir en lo que te faltaba por saber. Y ella se negó en redondo. Discutisteis. Por cierto, eras rubia entonces, ¿verdad? Os teñisteis el pelo las dos: tú de rubio y ella de negro azabache.
Mar se volvió hacia él. Un leve rastro de furia brillaba aún en sus ojos.
—Intentó disuadirme, y comprendí que era como los demás. Y se lo dije. —La furia de su mirada se tornó ira—. Se lo solté todo, la insulté. Le recordé que en cualquier momento podía volver a pasarle aquello que tanto temía.
—Sara Mahler había sido víctima de una agresión sexual, ¿verdad? —Era una posibilidad muy razonable teniendo en cuenta lo que sabía de Sara.
—Hace años —dijo con desprecio—. Sara era una frígida y los hombres la aterraban. Ni siquiera era capaz de coger un taxi; todo para no estar a solas con un hombre.
—¿Qué le hiciste? —preguntó Héctor, en voz baja.
—No le hice nada. Sólo le dije que mi novio y sus amigos se ocuparían de ella. Lo tenía decidido: si Sara no respondía a las buenas, callaría a las malas.
Héctor meneó la cabeza, intentaba recomponer la situación.
—No sé cómo te las arreglaste, supongo que mientras ella estaba en el servicio, pero le cogiste el móvil y borraste toda la información para evitar que, al menos esa noche, cuando la acosarais, ella pudiera llamar a alguien. Y luego, además, eso te resultó muy conveniente para que no encontráramos ningún rastro de vuestra amistad. —Héctor cambió el tono—. Llamaste a Iván, tu novio. Para que esperara a Sara en la estación. Sara se marchó alterada y fue hacia el metro. Se sentía fatal: había traicionado a sus compañeros y tú la habías decepcionado. Además, estaba aterrada por tus amenazas.
Héctor había dejado la proyección lista.
—Ninguno de los dos teníais previsto que Sara muriera. Os bastaba con asustarla. Pero las cosas se os fueron de las manos —dijo, pensando en la explicación de Fort, que había resultado ser cierta a medias—. Esta mañana nos llegaron las imágenes grabadas del andén contrario. Creo que en ellas descubriremos a tu Iván. Vuestra gran esperanza era el anonimato, que nadie os relacionara con esto. Que sospecharan los unos de los otros. Que no supiéramos a quién buscar.
Mar desvió la mirada de la pantalla y la clavó en el inspector.
—No —dijo Héctor—. Quiero que veas cómo murió Sara. Te mereces verlo.
Activó la grabación: el gris andén apareció ante ambos. Y Sara, nerviosa, mirando hacia atrás, con el móvil en la mano.
—Al ver su teléfono vacío tuvo que darse cuenta de que maquinabas algo —prosiguió Héctor—. De que tus amenazas no iban en broma. ¡Mírala! —ordenó—. Ten la decencia de ver lo que hicisteis.
Mar Ródenas obedeció. Y, en honor a la verdad, su semblante fue alterándose.
—Entonces tú le mandaste la foto, desde un locutorio próximo al restaurante. Podía haberle llegado más tarde, pero aún la pilló en el andén. El miedo en ella se hizo más fuerte. E Iván, que la había visto bajar, sólo tuvo que salir un instante: llamarla, o enseñarle una navaja. Y Sara estaba tan desesperada que hizo lo único que se le ocurrió para huir.
El metro llegaba a la estación. Los dominicanos ocupaban el primer plano pero Héctor casi podía ver lo que las imágenes no mostraban: a la pobre Sara saltando a las vías para evitar algo que, en su mente, era todavía peor que la muerte.
—No tiene ninguna prueba de eso, inspector —le retó Mar.
—Bueno, estoy seguro de que tu novio confesará cuando le planteemos la otra posibilidad: que la empujara deliberadamente. No creo que lo hiciera, la verdad. Demasiado arriesgado y, además, para matar a alguien a sangre fría hace falta un motivo mayor… No, Iván quería asustarla.
Mar Ródenas bajó la cabeza. Para entonces, el miedo era palpable en su semblante.
—Eso sí, una vez pasado el trago decidiste seguir adelante con tu plan y enviaste la foto a todos. Empezaron a ponerse nerviosos. Sara siempre tenía el ordenador encendido así que en alguna visita a su casa conseguiste los correos electrónicos. No te importó no saber todos los detalles de la historia: ya no había opción de averiguarlo y no pensabas renunciar a lo que considerabas tuyo. Además, supusiste que la muerte de Sara también los habría intranquilizado. Pero Sílvia no te lo puso fácil: se negó. Te enfureciste tanto… estoy seguro. Tus amenazas no eran tomadas en serio.
Héctor vio cómo las lágrimas acudían a los ojos de Mar. De pena por sí misma, de rabia o simplemente de miedo. Daba igual: prosiguió sin tregua, alzando la voz, acusando a esa chica del crimen que sí tenía que haber cometido.
—A esas alturas ya no te importaba nada: la muerte de Sara os había convertido en asesinos involuntarios, así que el paso al crimen ya no era tan difícil. Y Amanda era la víctima perfecta. Sara te había contado sus juegos, escandalizada ante esas prácticas, y te dijo dónde dejaba Amanda la llave todos los domingos por la tarde. Encontrarla medio dormida te vino bien; no sé si habrías sido capaz de matarla en cualquier otro caso.
—Eso no son más que suposiciones, inspector.
—¡Por favor, Mar! No intentes tomarme el pelo: tú hiciste el chantaje, tú amenazaste a Sílvia con que alguien moriría si no entregaba el dinero. Amanda murió para que tus amenazas fueran creíbles. No pretenderás que nadie se crea que fue casualidad. —Héctor sonrió—. Ahora mismo uno de mis hombres está acusando a tu Iván de ello, y por mucho que te quiera no cargará con eso. Lo sabes.
Héctor bajó la voz y miró a Mar Ródenas fijamente.
—Sólo respóndeme a una pregunta: ¿por qué los odiabas tanto?
Mar le sostuvo la mirada sin pestañear.
—Usted me pinta como un monstruo, inspector —dijo entonces—. Y habla de la pobre Sara como si fuera una santa. Pero los monstruos eran ellos. Habían matado a dos personas y seguían adelante con sus vidas, con su dinero, con sus empleos, con sus parejas. Incluso después de lo de mi hermano. Yo sólo quería lo mismo: un trabajo, una casa, un futuro. No me diga que no tengo derecho a eso. ¿Sabe cómo va a acabar todo esto? Yo iré a la cárcel y ellos seguirán libres. Porque nadie se molestará en buscar los cuerpos de los desgraciados a quienes asesinaron. Los pobres no le importamos a nadie.
»Lea la nota que dejó Gaspar, inspector. La llevo siempre conmigo. Léala y no me diga que esos hijos de puta no merecen morir. Léala delante de mí y se lo confesaré todo por escrito.
Y Héctor la leyó.
Alba llora. No puedo hacerla callar. Había escrito una confesión completa, pero ya no tengo tiempo, ni fuerzas para repetirla… Es igual. Este mundo no te deja hacer las cosas bien. Primero los demás y esta noche Susana. Se lo conté todo, le dije que lo único decente que podía hacer era confesar, contar la verdad. No puedo vivir con esos muertos en la cabeza. Con la imagen de esos perros muertos, con el ruido de esa pala. Con un ascenso que es el pago del crimen. Un crimen que ocultamos entre todos: Sílvia, Brais, Octavi, Sara, César, Manel y Amanda. Se lo dije a Susana, se lo expliqué, pero ella no lo entendió.
Joder, no para de llorar… Se lo dije a Susana y no lo entendió, me dijo que estaba bien, que yo no era más culpable que los demás, que no permitiría que lo echara todo por la borda. Era como hablar con Sílvia, o con Octavi…
Redacté la confesión de todas formas. Esta noche. Mientras dormían. Lo puse todo, sin omitir detalle. Y cuando por fin hube terminado me sentí otro. Tranquilo, por primera vez en meses. Entré en el cuarto de Alba… Su habitación huele tan bien, a sueños limpios, a bebé dormido. Le di un beso y salí.
Susana estaba en el cuarto de baño. Había roto mi confesión en pedazos, la estaba tirando en el retrete. Oí el agua llevándose toda mi verdad, como si fuera mierda.
Alba no para. Cuando se pone así, Susana es la única capaz de consolarla. No puedo… No puedo dejarla llorando ahora que su madre ya no está.