Los bebés recién nacidos tienen la virtud de despertar ternura en los adultos, pensó Héctor, y miedo en los jóvenes. O al menos eso era lo que intuía viendo la cara de Guillermo, que contemplaba a esa criatura diminuta, metida en una especie de pecera sin agua, con una expresión que fusionaba el temor y la aprensión.
Aunque quizá el miedo no sea por el recién nacido, se dijo Héctor, sino por todo lo que Guillermo había tenido que contarle a su llegada y que él aún no había podido procesar del todo. Poco a poco, mientras esperaban noticias del médico que atendía a Leire, Héctor se enteró de cómo y por qué se habían conocido ésta y su hijo, en casa de Ruth, y también de la historia de Charly. Maldito Charly… Héctor no sabía si enfadarse o no, ni con quién, pero poco a poco otras piezas sueltas también encajaron: la sustracción del expediente de Ruth, la negativa de la subinspectora Andreu a dar más explicaciones…
—¿Estás enfadado? —le preguntó Guillermo.
Héctor pensó que sí. O que al menos lo estaría si no se sintiera a la vez contento por ese crío, que había nacido débil pero sano. Y porque estaba preocupado por Leire, que yacía en la cama con su amiga María al lado. Su familia llegaría al día siguiente y Héctor no quiso preguntar por el padre del niño. Se conformaba con saber que ni Leire ni el bebé corrían ningún peligro.
—Ya hablaremos de todo en otro momento, ¿no te parece? —le dijo, al tiempo que le echaba un brazo alrededor de los hombros—. Ahora será mejor que nos vayamos a casa. Aquí ya no tenemos nada que hacer.
Siguieron unos minutos más contemplando al recién nacido, a Abel, que iba a pasar su primera noche en un mundo que, ya de entrada, le estaba maltratando un poco. Sólo cabía esperar que ese mundo tratara a ese crío con más dulzura a partir de entonces.
La mujer mira el mundo con ojos extraviados, de un azul desvaído. Ojos que no parecen ya capaces de ver el presente tal como es, que se pierden en las brumas de un pasado que se empeña en invadir aquel dormitorio amueblado con piezas recias, de madera envejecida por los años. Las persianas a medio bajar frenan el paso a la luz del exterior. Héctor no se atreve a subirlas: está claro que la anciana prefiere la penumbra al brillo resplandeciente del sol. Quizá envuelta en esa oscuridad amable se siente mejor. La claridad se ha convertido en un enemigo: a la luz del sol todo adquiere unos contornos demasiado definidos y a la vez remotos, desconocidos.
Héctor se acerca a la butaca donde la mujer está sentada, de cara al balcón, y ella por fin parece advertir su presencia. Por un momento la nube que emborrona su mente se despeja un poco, lo bastante para saber que alguien está ahí: alguien cuyos rasgos le resultan familiares aunque hace mucho tiempo que no los tiene delante.
«Hola», le susurra él, acercándose un poco más. Y levanta la mano para acariciar aquella mejilla que, pese a los años y a la enfermedad, se mantiene sorprendentemente tersa, pero la caricia se queda en el aire, frenada por el súbito ataque de pánico que asalta a la anciana. Los ojos se le llenan de lágrimas en un instante aunque Héctor apenas tiene tiempo de verlo porque la mujer se cubre la cara con el brazo, como si deseara defenderse de un presunto agresor. «No me pegues. Por favor. No me pegues más».
Héctor da un paso atrás y se mira al espejo que hay en la pared, un espejo tan antiguo como los muebles, de marco dorado. Y entonces comprende qué es lo que asusta a su madre. No lo ve a él, a su hijo Héctor, y sin embargo reconoce su cara. El rostro de aquel marido cabrón que la golpeó durante años a escondidas, en ese mismo dormitorio.
Lo peor es que él también lo ve en ese mismo espejo: en su propio reflejo, en su cara, idéntica a la que recuerda de su padre cuando tenía la edad que él tiene ahora.
Lo peor, pensó Héctor, aún despierto en la terraza de madrugada, es que esto no es ninguna pesadilla al uso, sino un recuerdo real y doloroso. El último viaje a Buenos Aires mientras su madre aún vivía, siete años atrás. Fue el viaje que marcó el final de su relación con Lola y el inicio de una nueva etapa de su matrimonio con Ruth. Había muchas maneras de hacerle daño a una esposa, de propinarle golpes invisibles. De hacerla sufrir.
Y eso era algo que él no podía permitirse a sí mismo.