Héctor dejó a Sílvia en la sala de interrogatorios y salió al pasillo. Después de aquella confesión en voz baja, el ruido de comisaría se le antojó casi un estruendo, como si estuviera saliendo a la superficie después de bucear en aguas oscuras y traicioneras. Una superficie nítida sólo en apariencia, pensó. Seguía sin saber cómo había muerto Gaspar. Sara. Amanda. Una voz le sobresaltó.
—Inspector. He hecho lo que me dijo. Están todos en la sala dos.
—¿Y Manel?
Roger Fort abrió las manos en un gesto que podía ser de disculpa o de burla.
—Se desmayó en la celda, inspector. Tuvimos que sacarlo de allí para reanimarlo, pero estaba totalmente ido. Le hemos enviado al hospital.
Héctor asintió. Los débiles siempre lo serían, y, de hecho, se sentía mejor habiendo hecho caer a uno de los del otro bando. Es más limpio, pensó, aunque sabía a ciencia cierta que ése era un calificativo que pocas veces podía aplicarse a su trabajo. Eran las dos del mediodía de una jornada que prometía ser extremadamente larga.
A juzgar por sus posturas, pensó Héctor al entrar, se diría que forman tres bandos: Víctor Alemany y Octavi Pujades se habían sentado muy cerca; Brais y César ocupaban dos sillas distantes entre sí y separadas de las de los otros dos. Ninguno de ellos hablaba cuando Salgado entró en la sala.
—Espero que tenga un buen motivo para todo esto, inspector.
—Usted debe de ser Octavi Pujades —dijo Héctor.
—Efectivamente, y no sé si es usted consciente de que tal vez mi mujer esté muriendo en este momento, mientras yo estoy aquí acompañando a Víctor.
A pesar del aspecto envejecido, aquel hombre conservaba el aire de autoridad típico de quienes la han ejercido durante mucho tiempo.
—Le habría hecho venir de todos modos.
—¿De qué está hablando? —Víctor Alemany se levantó de la silla—. Esto es… una persecución hacia mi empresa. He hablado con sus superiores y le aseguro que tomarán medidas.
Héctor sonrió.
—Señor Alemany, antes de que siga hablando le sugiero que escuche. Se ahorrará hacer el ridículo.
—No le consiento…
—Calla, Víctor —le ordenó Octavi.
—Haga caso a su amigo, señor Alemany. Déjeme hablar a mí.
Y Héctor habló. Contó, de una forma resumida pero sin omitir ningún detalle importante, casi todo lo que le había narrado Sílvia. Tuvo la satisfacción de que nadie se atreviera a interrumpirle y de que cuando terminó el silencio era tan espeso como las verdades desagradables. Víctor Alemany le había escuchado y se había quedado boquiabierto, y si Héctor tenía alguna duda de que estaba al margen de ese secreto, en ese momento comprendió que así era.
—Y ahora que sabemos lo que pasó ahí arriba, ¿tienen algo que añadir, caballeros?
No hubo respuesta. Héctor estaba seguro de que, en alguna conversación previa, habían decidido cuál sería el plan si eso salía a la luz.
—¿No hay nada que quieran contarme? —insistió.
Fue César quien respondió:
—Yo no sé de qué me está hablando.
Negarlo. Ése era el plan. Negarlo, porque en el fondo sería la palabra de ellos contra la de quien les había traicionado sólo a medias. Negarlo, porque si nadie revelaba dónde estaban los cadáveres, sería muy difícil acusarlos formalmente por muchas ganas que tuviera Héctor de verlos a todos en chirona.
—Muy bien. Sigan en silencio, pero les aseguro que terminaré descubriendo qué hicieron con los cuerpos. Y entonces se les acusará de asesinato. A todos. —Miró a Brais Arjona—. Incluso a aquellos que no conducían, ni golpearon a nadie.
No había forma de adivinar qué estaba pensando Brais: su rostro era la viva imagen de la concentración. Resopló desanimado.
—Mejor cállate, Brais. —Octavi Pujades se dirigió a Arjona con voz ronca—. O los demás también tendremos cosas que contar. —Prosiguió sin poder contenerse—: Amenazaste a Gaspar, él me lo dijo. ¡Te tenía miedo!
—La vejez te hace chochear, Pujades. —Brais hizo un gesto de fastidio—. Llevamos meses desconfiando unos de otros. ¿O acaso no te acuerdas de que César y yo fuimos a verte por orden de Sílvia? Gaspar estaba histérico, todos lo vimos. No me culpes a mí de lo que hizo. Yo no intenté convencerle más que tú, o Sílvia… Entonces aún merecía la pena. Ahora ya no me importa.
—Está claro que a todos les interesaba que Gaspar no se fuera de la lengua. —Héctor fue posando la mirada sobre cada uno de ellos—. ¿Sellaron otro pacto, entre ustedes? ¿Eliminar a quien mostrara señales de arrepentimiento?
—¿Y cree que lo matamos a él y a toda su familia? —preguntó Octavi en un tono evidentemente sarcástico—. No somos miembros de una banda de delincuentes, inspector.
—No. No lo son. Pero esa noche cruzaron una línea peligrosa, señor Pujades. Ya no podían volver atrás. No sé cómo se convencieron unos a otros de que ocultar dos muertes violentas podría quedar impune, pero estoy seguro de que han disfrutado de pocos momentos de tranquilidad desde entonces.
Brais Arjona se levantó de su silla y se puso la chaqueta. Se le veía extrañamente tranquilo cuando tomó la palabra.
—Tiene razón, inspector. Y ahora, si no desea nada más, yo me marcho. Tengo cosas que hacer.
Héctor deseaba retenerlos, pero no podía: había esperado que averiguar lo que sucedió meses atrás en aquella casa alejada de la ciudad comportara una solución casi instantánea al misterio de los presuntos suicidas. Podía ser que alguno de los hombres que tenía delante se hubiera adjudicado el papel de brazo ejecutor para proteger al resto, de la misma manera que todos podían ser víctimas de una venganza; en ese momento no había forma de saberlo.
Los vio salir, uno a uno, enfundados en sus americanas de paño y sus abrigos de buen corte. Reyes y esbirros de un ejército gris. Súbditos sin reina, que seguía encerrada después de traicionarlos. Déjate de tonterías, Salgado, se dijo. Aquí no hay príncipes ni reyes, sólo tipos corrientes. Eso sí, algunos con bastante más dinero que la mayoría…
Y entonces, de repente, como si todos ellos no fueran ya personas, sino fichas de dominó, capaces de caer en serie con el toque más leve, Héctor se puso en pie, apartó al señor Alemany y se alejó por el pasillo, casi corriendo, hacia la sala donde aún estaba Sílvia. La reina al borde de ser derrocada.
Irrumpió con tanta fuerza que ella se sobresaltó.
—Contésteme a una pregunta. ¿Cuándo debe entregar el dinero que le han pedido a cambio de silenciar la verdad?
Sílvia movió la cabeza y apretó los labios. Se jugaba mucho con esa respuesta y ella lo sabía. Pero también comprendió que aquel enemigo que tenía delante no cejaría en su acoso.
—Vamos, conteste. Puedo hacer que la sigan las veinticuatro horas. Ha perdido. Todos han perdido.
—Mañana viernes —respondió ella por fin—. Antes de las cinco de la tarde.
—No diga nada a nadie. Y haga exactamente lo que yo le ordene.
Héctor no vio a Fort en su mesa y decidió salir a fumar un cigarrillo. Sus pulmones pedían nicotina y su cerebro, aire frío. Es ya de noche, se dijo. La jornada había terminado y él ni siquiera había visto la luz del día.
Cuando volvió a entrar, Fort le esperaba en la puerta de su despacho.
—Inspector —dijo el agente, súbitamente animado al verlo—, pensé que se había marchado y hay una cosa que quería comentarle.
—¿Algo que ver con el caso?
—No, señor…
—Entonces puede esperar a mañana —zanjó Salgado.
—La cuestión es que no puede, señor.
—Venga, di lo que sea. —En el cerebro de Héctor había aún demasiado ruido para concentrarse en algo que no guardara una estrecha relación con lo que le había ocupado en las últimas horas. Por eso no consiguió prestar atención hasta que, entre el murmullo, distinguió dos palabras que juntas dispararon todas las alarmas: el nombre de pila de su hijo y la palabra hospital.
—¿Qué dices? —preguntó.
—Ha llamado su hijo Guillermo, inspector —repitió Fort—. Está en Sant Joan de Déu, en el hospital. Pero no se asuste, no es por él. Ha ido allí con la agente Leire Castro. Ella está dando a luz.
Roger Fort podría vanagloriarse a partir de entonces de ser de los pocos que había visto al inspector Salgado completamente desconcertado ante una noticia.